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– Gracias -dijo Gabe a la mañana siguiente cuando Nell trajo un paquete. Estaba vestida con un pulóver azul fuerte y una falda corta azul marino, nada parecido a los recatados trajes grises que había usado desde que él la había contratado, y tampoco muy similar a los delgados pijamas de franela que llevaba puestos la noche anterior. Él jamás volvería a mirar un pijama de franela con ojos inocentes. Y ahora tenía que lidiar con esta nueva vestimenta: el pulóver azul hacía que su cabello se viera aún más brillante, y la falda corta dejaba ver gran parte de sus piernas, que eran magníficas.
– Un tipo acaba de dejar esto -dijo Nell, y él dejó de mirarle las piernas para tomar el paquete.
– Dile a Riley que llegó esto -replicó él mientras lo abría.
– ¿Qué es?
– El informe policial sobre el suicidio de Helena Ogilvie.
– Oh -dijo Nell y fue a buscar a Riley.
Una hora después, Gabe miró a Riley y dijo:
– No cierra.
Riley levantó las cejas.
– Se vistió elegantemente. Margie estaba hablando con Trevor por teléfono cuando se pegó un tiro. El arma había estado muchos años en la casa. Dejó una nota, por el amor de Dios.
Gabe sacudió la cabeza, deseando que se tratara de un suicidio pero más inseguro que nunca al respecto.
– No me gusta la coincidencia de que Trevor estuviera en el teléfono cuando ella jaló del gatillo. No me gusta ninguna coincidencia, pero ésta en particular huele mal.
– No necesariamente -dijo Riley-. Margie estaba diciéndole que Helena se estaba comportando de manera extraña. Él le dijo a Margie que la llevara a un hospital. Eso es lógico.
– Él hizo la llamada -dijo Gabe-, en el momento justo.
– Tal vez Helena los oyó hablando por teléfono y decidió que no quería ir a ningún hospital. Quizá dedujo que si Margie estaba hablando por teléfono, alguien la ayudaría apenas oyera el disparo.
Gabe tomó las fotos que estaban en el escritorio del lado de Riley. Costaba mirarlas, no por la sangre, que era mínima, sino porque Helena Ogilvie era tan patética, una mujer pequeña y regordeta vestida con un buen traje de seda que debería haber estado en una fiesta en un jardín o en una partida de bridge y no despatarrada y muerta en su garaje, con las manos cargadas de diamantes extendidas sobre un piso manchado de aceite.
– Creo que el policía que hizo este informe tampoco creyó que era un suicidio -dijo-. Mira estas fotos. Mira todas las entrevistas que realizó. Jack Dysart, por el amor de Dios. Estaba buscando algo.
– Y no lo encontró -dijo Riley-. Yo voto por el suicidio.
– Quiero una segunda opinión -dijo Gabe y llamó a Nell por el intercomunicador.
– No voy a preguntarle nada más a Margie -dijo ella cuando entró.
– Venga aquí-dijo Gabe-. Mire esto.
Nell dio la vuelta para ubicarse del otro lado del escritorio y miró por encima del hombro de Gabe y retrocedió un paso.
– Oh, no.
Se volvió, y él dijo:
– No sea tan infantil.
– No me tire esas cosas a la cara -dijo Nell-. Avíseme.
– Esta es Helena Ogilvie -dijo Gabe pacientemente.
– Lo suponía -dijo Nell-. El agujero en la cabeza la delató de inmediato.
– Escribió tres notas de suicidio, tiró dos en la papelera, se vistió con sus mejores ropas, bajó las escaleras, destrozó algunas porcelanas, habló con su hija, salió al garaje y se pegó un tiro -dijo Gabe-. ¿Cuál es el problema de esa historia?
– Yo jamás me suicidaría si Jase estuviera presente -dijo Nell de inmediato-. No se hace eso con los hijos.
– Hay gente que lo hace -repuso Riley-. Además, queda claro que estaba loca. Eso de las porcelanas.
– No, lo de las porcelanas lo entiendo -dijo Nell-. Eso no era loco. Lo de vestirse elegante suena loco.
– No -dijo Riley-. A los suicidas les gusta verse bien.
– ¿Eso es todo? -le dijo Gabe a Nell, sintiéndose defraudado-. ¿No se habría matado frente a Margie? ¿Eso es todo lo que tiene que decirme?
Nell lo miró con exasperación, lo que era comprensible.
– Mire, ni siquiera conocí a esta mujer. -Apartó las fotos-. Y no la voy a conocer por estas imágenes. Por lo que me dijeron, no era muy inteligente, pero era amable, y simplemente no pudo seguir adelante después de que Trevor la abandonó, y eso también lo puedo entender.
Volvió a mirar las fotos, claramente angustiada, y Gabe sintió una punzada de culpa.
– Está bien -dijo él-. Lo siento. Puede irse. -Sacudió la cabeza mirando a Riley-. Entonces Trevor no le dio el auto a papá para cubrir un homicidio. Deberíamos celebrar.
– Se nota que estás fascinado. -Riley se inclinó hacia adelante y recogió una de las fotos-. Está bien, si estás intranquilo, hagamos esto nuevamente. ¿Qué es lo que no suena bien de todo este desastre? No importa lo loco que parezca.
– ¿Que se haya matado en el garaje con un traje de seda? -dijo Gabe-. No puedo sacarme de la cabeza esas manchas de aceite en el piso del garaje. -Desplegó las fotos sobre el escritorio-. Podría haber ido arriba a encerrarse en el baño. ¿Por qué uno se suicidaría en un garaje?
– Tal vez no quería manchar el baño -dijo Nell, mirando sobresaltada las fotos-. Tal vez…
– Tiene que ser mejor que eso -le dijo Riley a Gabe-. Los suicidas hacen cosas extrañas. Por todos los diablos, estaba pegándose un tiro en la cabeza. ¿Qué le importaba si se le manchaba el traje?
– Es un lugar tan frío para matarse -dijo Gabe-. Y… -Se detuvo, consciente de que Nell estaba contemplando una de las fotos, un primer plano del orificio de entrada de la bala-. No mire esa. -Buscó entre las fotografías, tratando de encontrar una desde lejos, pero Nell levantó el primer plano.
– ¿Dónde están los aros? -dijo.
– ¿Qué? -Gabe le quitó la foto.
– No tiene aros. Si estaba engalanada, debería tener los aros puestos. -Nell tragó saliva-. Margie me dijo que su madre se había puesto las mejores joyas.
– Anillos de diamante -dijo Gabe-. Los tenía en ambas manos. -Revisó las fotos para encontrar las de las manos de Helena-. Tres anillos -dijo, mostrándoselas a Nell-. El de boda y el de compromiso en la mano izquierda, y este anillo circular con diamantes en la derecha.
Nell sacudió la cabeza.
– No es suficiente. Tendría los aros puestos. -Buscó entre las fotos hasta que halló una tomada de lejos-. Y apostaría a que debería de haber un collar, también, y quizás una pulsera o un broche. Ahí está, ¿ve? Tiene un prendedor circular con diamantes. Pero nada de aros. No se habría vestido elegante sin ponerse aros.
– Ese anillo es extraño -dijo Riley, y los dos lo miraron, y él señaló el anillo circular de la mano derecha de Helena-. Bueno, mírenlo. No es una disposición normal. Es un círculo plano con diamantes incrustados, y el anillo no se ve debajo del círculo. No es algo fácil de conseguir en cualquier joyería.
Gabe se inclinó hacia adelante para mirar la fotografía de la mano derecha de Helena, y Nell también se inclinó para verla, cálida contra el hombro de él. El anillo era demasiado pequeño para el dedo regordete de Helena, y la carne sobresalía a través del centro del círculo con diamantes incrustados.
– Es feo -dijo Nell-. ¿Para qué alguien diseñaría un anillo como ése? El prendedor circular, seguro, ¿pero un anillo?
– ¿Parte de un juego? -dijo Riley- ¿Que corresponde con el prendedor?
– Pregúntele a Margie -le dijo Gabe a Nell.
– No -respondió Nell-. Si ese anillo era parte de un juego, hay otras maneras de averiguarlo. No voy a molestarla otra vez.
Riley dijo:
– Tal vez se haya olvidado de los aros. -Pero ya no sonaba seguro.
– Tal vez. -Gabe abrió el cajón de su escritorio y sacó la guía telefónica-. Toma esa foto del anillo y ve a visitar a joyeros que estén en el negocio desde antes de 1978 -le dijo a Riley mientras hojeaba las páginas blancas-. Habla con el empleado más antiguo. Fíjate si alguien lo reconoce. -Pasó el dedo por la página y levantó el teléfono.
– ¿A quién llama? -preguntó Nell.
– A Robert Powell -dijo Gabe.
– ¿A quién? -preguntó Riley.
– El policía de ese caso -dijo Gabe, señalando la firma que estaba al pie del informe-. Creo que tengo que hablar con él.
Una hora después, mientras Nell todavía estaba intentando librarse del recuerdo de las imágenes, Lu pasó por la oficina.
– Está ahí dentro -dijo Nell-. No lo hagas enojar; tiene un mal día.
– No voy a hacerlo enojar -dijo Lu-. He decidido quedarme e ir a la universidad.
– ¿En serio? -Nell se echó hacia atrás en la silla-. Bueno, estamos todos agradecidos. ¿Qué te hizo cambiar de idea?
– En cierta forma, usted -dijo Lu, sonriéndole-. Gracias.
– ¿Yo?
Lu abrió la puerta y entró, y Nell la oyó decir «Buenas noticias, papá», antes de cerrar la puerta.
– Yo no hice nada -le dijo a la oficina vacía.
Había visto tres veces a Lu, y no le había dicho mucho de nada la segunda y tercera porque Jase…
– Oh, no. -Que no sea Jase. Saldrían, y luego Jase rompería con ella porque era lo que hacía siempre, y Lu quedaría destrozada porque qué muchacha no quedaría destrozada por perder a Jase, y Gabe…
Levantó el teléfono y disco el número del departamento de Jase y se encontró con el contestador automático.
– Habla tu madre -dijo-. Si estás saliendo con Lu McKenna, deja de hacerlo ahora mismo. No estoy bromeando. -Comenzó a colgar, y luego agregó-: Te amo. -Después colgó el tubo con un golpe.
Lu salió de la oficina, sonriendo. Le hizo un gesto a Nell y musitó:
– Está muy feliz. Pídale algo.
– Dime que esto no es por Jase -dijo Nell, también con un susurro.
La sonrisa de Lu se amplió.
– No necesito ir a Europa. Tengo toda la emoción que necesito aquí mismo. En serio, usted hizo un trabajo excelente educando a ese hombre.
– Muchacho -dijo Nell-. Es un muchacho. Ustedes son niños.
Lu sacudió la cabeza.
– Padres -dijo, y salió por la puerta saludándola con un gesto de la mano.
– Oh, Dios -dijo Nell.
– ¿Qué pasa? -dijo Gabe, y Nell dio un salto de más de veinte centímetros sin moverse de la silla.
– No haga eso -dijo, aferrándose al escritorio.
– Sólo quería darle las gracias -dijo él, mirándola desconcertado-. Lu dice que usted es responsable por su cambio de idea respecto de Europa.
– No es cierto -dijo Nell-. De ninguna manera. Yo no tuve nada que ver con eso.
– Está bien -dijo Gabe-. ¿De qué se trata todo esto?
– De nada. -Nell se volvió hacia la computadora-. Estoy tipeando. Vaya a trabajar.
– Mire, estoy agradecido de que haya convencido a Lu de que no fuera a Europa.
– No lo hice -dijo Nell, sin dejar de darle la espalda-. Yo no. Ahora váyase, tengo que trabajar.
– Tarde o temprano, me lo dirá -dijo Gabe.
Sobre el cadáver de mi hijo, pensó Nell.
– Está bien, de acuerdo, compórtese así. -Él se volvió para regresar a su oficina-. Oh, tengo una cita mañana a las nueve con Roben Powell.
– Muy bien -dijo Nell, abriendo el archivo de las citas.
Se concentró en el trabajo el resto del día, tratando de no prestar atención a Jase y a Helena que se arrastraban por el fondo de su mente. Cuando regresó a su casa, estaba tan intranquila que se sentó en el sofá con la perra sobre las faldas y la acunó hasta que se sintió mejor. En realidad, no podía entender cómo hacía la gente que no tenía perros para poder pasar el día. Dedicó un pensamiento culpable a Farnsworth, que estaba atravesando sus días sin Marlene, y después decidió que estaba siendo exageradamente sensible. Él la había llamado pequeña perra; estaba claro que no la quería. Marlene gimió sobre la falda de Nell, y ella dijo:
– Sí, yo también tuve un día así. ¿Galletita?
Un poco más tarde, cuando Nell estaba cortando pimientos para la cena sobre la mesada y comiéndose la mitad de lo que cortaba, Jase llamó.
– Encontré un mensaje verdaderamente extraño de tu parte en el contestador -dijo-. ¿Estás tomando alguna medicación o algo así?
– No, pero lo estaré si no te alejas de Lu McKenna -respondió Nell-. No estoy bromeando. Su padre es una de esas personas con las que no hay que meterse. Ese hombre tiene armas registradas a su nombre.
– Mamá -dijo Jase-. Cálmate. Esto es entre Lu y yo.
– Hasta que el padre se entere. Luego será entre tú y la sala de emergencias.
– Bueno, entonces no se lo digas -respondió Jase, para nada intimidado-. Te preocupas demasiado.
– Tengo cosas por las que preocuparme -le dijo ella, pero cuando colgó recorrió con la vista su resplandeciente cocina y pensó, tal vez no. Quizá las malas épocas habían terminado. Había sobrevivido la primera semana en el trabajo, tenía un nuevo lugar para vivir, las cosas sólo podían mejorar. Tal vez Lynnie también estaba en un lugar mejor. Quizás había chantajeado a Trevor Ogilvie y ahora se daba la buena vida. Nell no lamentaba que Trevor Ogilvie perdiera dinero a manos de Lynnie. Él era el responsable de que la madre de Margie se hubiera suicidado. Al demonio con él.
Ella y Marlene se acomodaron sobre el sofá y comieron ensalada y galletitas para perros, masticando juntas amablemente, y después subieron al dormitorio donde estaba la cama de Suze; Nell llevaba la mantilla de chenille de Marlene. Se puso los pijamas lisos color azul que Suze le había regalado para el cumpleaños
«Dónde está el encaje negro en mi vida, eso es lo que quiero saber»- y después se subió a la cama y leyó hasta que las dos se quedaron dormidas.
Nell se despertó varias horas más tarde en un dormitorio totalmente oscuro y con un sonido extraño en la cama. Tardó un momento en salir del sueño y deducir qué era el ruido, pero cuando lo hizo se despertó por completo.
Marlene estaba gruñendo.
Era un gruñido extraño y débil, lo que era apropiado para Marlene, una suerte de ronroneo quejoso y amenazante, pero no había nada extraño en la forma en que Marlene se acuclillaba en la cama a la luz de la luna. Era la primera vez que Nell la veía con su aspecto más puramente canino.
– ¿Qué? -le susurró a la perra, y Marlene se acuclilló más cerca de la cama y gruñó más gravemente.
Nell se sentó muy quieta y por fin oyó lo que había oído Marlene, un débil sonido proveniente del piso de abajo, tan débil que escuchó un poco más para asegurarse, mientras sentía que se le enfriaba la piel. Había alguien abajo, abriendo cajones y cerrando puertas de gabinetes.
– Shhh -le dijo a Marlene y tomó el teléfono con suavidad. Marcó el 911, dando un respingo al oír el tono en la oreja, y cuando la telefonista atendió susurró-: Hay alguien en mi cocina.
Cuando terminó de murmurar todo lo que sabía por teléfono, la telefonista le dijo que se quedara en la línea, y ella se sentó en un torbellino de mantas, con la mano sobre la todavía tensa Marlene, rezando que quien quiera que fuera la persona que estaba abajo se quedara allí hasta que llegara la policía o que encontrara lo que estaba buscando…
Se sentó un poco más recta. ¿Qué estaría buscando? Ella ni siquiera tenía un televisor o un equipo de audio. Con seguridad a esta altura cualquier ladrón habría echado un vistazo a su desierto electrónico y habría decidido que no valía la pena correr el riesgo. A menos que el ladrón no fuera un ladrón. A menos que…
Se desconectó de la línea de emergencias y marcó el código de discado rápido para la oficina. Estaba bastante segura de que era el mismo teléfono que Gabe tenía arriba.
– ¿Qué? -dijo Gabe en el tercer llamado, sonando medio dormido y terriblemente furioso.
– Hay alguien aquí -susurró ella por el teléfono.
– ¿Qué? -volvió a decir él.
– Habla Nell-susurró.
– Sé que es usted -respondió él-. ¿Por qué está susurrando a las tres de la mañana?
– Hay alguien aquí. En el departamento. Abajo.
– Jesús, llame al 911.
– Ya lo hice -dijo Nell, exasperada-. ¿Cree que soy estúpida? Pero pensé que como éste era el antiguo departamento de Lynnie…
Marlene volvió a gruñir, y Nell se detuvo, poniéndole una mano encima para calmarla y así podía escuchar.
Había alguien subiendo las escaleras.
– ¿Qué pasa? -Dijo Gabe-. Maldición, Nell…
– Creo que está subiendo las escaleras -susurró, con la voz quebradiza-. Y estoy verdaderamente asustada.
– Encienda la luz -dijo Gabe-. Hágalo ahora. Adviértale que está despierta. ¿La puerta del dormitorio está cerrada?
– No tiene una cerradura.
– Ponga algo frente a la puerta.
– Correcto -dijo Nell y dejó el tubo sobre la cama para correr las mantas.
Le temblaban las manos, y cuando pateó la última manta, se le enganchó el pie en la mantilla de Marlene y se tropezó. Marlene se volvió loca cuando el teléfono se cayó de la cama con un estrépito, y Nell trató de sujetarse con la mesita de luz y en cambio chocó contra la puerta, golpeándose la cabeza en el picaporte mientras caía, y oyó que alguien bajaba corriendo las escaleras.
– Shhh -le dijo a Marlene que ahora estaba bufando a toda máquina, empujando la puerta y arañándola con las uñas. El aire se llenó de sirenas y después unos reflectores recorrieron la pared desde la calle, y Nell oyó un golpe en la puerta trasera. Se frotó la cabeza una vez y volvió arrastrándose por el piso hacia donde estaba el teléfono-. ¿Gabe? Ya está todo bien, me parece. ¿Gabe? -Pero él se había ido.
– Gracias por haberme hecho envejecer veinte años -dijo Gabe una hora más tarde cuando la policía ya se había ido. Estaba sentado en el sofá de la sala de estar de Nell, bebiendo Glenlivet y tratando de hacer que su pulso bajara a menos de ciento veinte antes de gritarle por haberlo asustado muchísimo.
– Pensé que querría saberlo -dijo Nell-. Como ésta era la casa de Lynnie y todo eso.
– Querría saberlo porque es tu casa -dijo Gabe, tuteándola. Ella llevaba unos pijamas hechos con una especie de tela azul resbaladiza que se le corría todo el tiempo cuando ella se movía, y que hacía que su cabello rojo se viera incluso más alocado, en especial al lado del moretón tecnicolor que le estaba saliendo en la frente. No estaba para nada preocupada por sus pijamas, su moretón, ni por el hecho de que acababa de tener una experiencia cercana a la muerte o a la violación, y se había sentado junto a él en el sofá, pálida y delicada y de huesos finos, devorando tostadas de pan integral con manteca de maní y mermelada con un apetito obsesivo que era desconcertante.
Gabe sacó un cubo de hielo de su Glenlivet y se lo pasó.
– Ponte esto en el moretón de la frente -le dijo, y bebió el resto del whisky.
Ella se apoyó el hielo en la frente, frunciendo el entrecejo cuando empezó a derretirse y el agua corrió por su brazo.
– Gracias por llamar al 911 primero -dijo Gabe, usando una almohada para limpiarle el brazo.
– No soy estúpida -dijo Nell.
– Nunca pensé que lo eras -dijo Gabe-. Sólo demente. ¿Crees que era Lynnie?
– No lo sé -dijo Nell, y entonces reflexionó al respecto mientras masticaba la tostada, y su rostro adoptó ese aspecto de intensidad que por lo general ponía nervioso a Gabe-. No. Quien quiera que era se quedó en el piso de abajo al principio, y después subió. Entonces estaba buscando algo aquí abajo…
– … Y no lo encontró. Lynnie habría sabido dónde estaba. -Gabe dejó el vaso sobre el piso-. Vamos.
– ¿Adónde?-dijo Nell.
– A tu dormitorio -dijo él.
– Necesitas mejorar tu técnica -respondió Nell y lo hizo esperar hasta que terminó la tostada.
Él se quedó en el umbral y contempló la habitación. Había ropas y libros tirados por todas partes, el acolchado estaba enrollado en una pila sobre la enorme cama que casi ocupaba todo el cuarto, y en el medio de todo eso, estaba Marlene sentada sobre el piso encima de una manta azul oscuro de aspecto nudoso y lo miró ominosamente.
– Qué bonito -dijo Gabe, recorriendo la habitación con la mirada-. Voy a revisar las rejillas de ventilación. Tú mira el piso a ver si podemos mover las tablas.
Dos horas y media después, Gabe conocía la parte superior del departamento de Nell como ningún otro lugar de la tierra, pero no habían hallado nada. Nell se estiró exhausta cuando se levantó del piso de la habitación de huéspedes; su pijama hacía cosas interesantes cuando se movía, y después ella dijo:
– Me gustaría quedarme a jugar contigo, pero tengo que estar en el trabajo dentro de una hora.
– Yo también -dijo Gabe con la espalda contra la pared, frunciendo el entrecejo en la habitación vacía-. Por suerte tengo una secretaria que se ocupa de la oficina si llego tarde.
– Ella puede llamar y decir que está cansada -dijo Nell.
– Eso podría ser una buena idea -dijo Gabe-. No dejemos este lugar hasta que lo hayamos revisado por completo.
– ¿Qué fue lo que hicimos recién? -preguntó Nell-. ¿Una miradita rápida?
– Riley podría tener alguna idea. A él no se le pierde mucho. Y además falta la parte de abajo. -Se levantó del suelo con un empujón y entró en el dormitorio y levantó el teléfono. Marcó los números y la miró con el entrecejo fruncido cuando ella entró. Estaba más pálida que lo acostumbrado y el moretón de la frente estaba poniéndose morado-. Te ves terrible.
– Gracias. -Nell se sentó sobre la cama grande y se dejó caer contra las almohadas.
– Ese pijama es mejor que el anterior -dijo él-. Pero tu frente está hecha un desastre.
– Fui herida en el cumplimiento del deber -dijo ella, arrastrándose debajo del acolchado.
– Te dije que te pusieras hielo en el moretón -dijo Gabe mientras sonaba el teléfono-. Deberías…
– ¿Qué? -dijo Riley, irritable y semidormido.
– Soy yo. Abre la oficina hoy. Nell no va a ir.
– Puedo estar allí un poco más tarde -dijo Nell, luchando contra el sueño-. Yo sólo…
– Y cancela todos tus planes para esta noche. Entraron en la casa de Nell anoche y tenemos que revisarla.
– ¿Entraron en la casa? -dijo Riley, ya despierto-. ¿Ella está bien?
– Está bien. Sólo un poco embotada. Lo único que necesita es dormir y un poco de hielo -dijo, dirigiéndole la palabra a ella, pero estaba dormida, con el rostro sereno por primera vez desde que la había visto. Se veía pálida y frágil y fina, como la mujer del poema de Roethke, de huesos adorables.
– ¿Gabe? -dijo Riley.
– Yo iré más tarde -le dijo a Riley.
Cortó la comunicación y la cubrió con el acolchado, con cuidado de no despertarla. Marlene saltó sobre la cama y después colgó la cabeza sobre el borde, gimiendo a la cosa azul sobre la que había estado acostada. Él la recogió y la arrojó a los pies de la cama, y de inmediato la perra se acurrucó y se quedó dormida.
– Ustedes no se molestan por nada, chicas, ¿verdad? -dijo y echó una última mirada a Nell antes de dirigirse al piso inferior.
La residencia de los Powell era una atildada cabaña de Grandview, un buen vecindario que no se daba aires al respecto. Gabe golpeó a la puerta y se sorprendió cuando el hombre que la abrió era más joven que él.
– ¿Robert Powell? -dijo.
– Ése es mi papá -respondió el hombre, ofreciéndole la mano-. Yo soy Scott Powell. Usted debe de ser Gabe McKenna. -Hizo un gesto con la cabeza hacia un costado de la casa-. Mi papá vive en el departamento que está encima del garaje desde que se jubiló. Este debe de ser uno de esos viejos casos importantes. Él está completamente fascinado por verlo a usted.
El padre tenía un departamento magnífico encima del garaje, según notó Gabe cuando subió las escaleras. Grandes luces de techo, alfombra gruesa, muebles cómodos, y los suficientes aparatos electrónicos como para rivalizar con una tienda del ramo. Era obvio que Scott se aseguraba de que Robert tuviera la mejor vida de jubilado posible, y era igual de obvio que Robert la disfrutaba.
– Qué lugar, ¿eh? -dijo, sonriéndole a Gabe debajo de una cejas canosas. Tenía la constitución de un oso, una versión más antigua de Scott, que era más delgado, y Gabe se relajó un poco: los dos le caían bien.
– Gran lugar -respondió, tomando el asiento que le ofreció Robert-. Gracias por recibirme.
Robert sacudió la cabeza.
– Es un placer. ¿Está revisando el suicidio de Ogilvie?
– No oficialmente -dijo Gabe-. Tengo un interés personal.
Robert asintió.
– ¿Usted tiene algún parentesco con Helena?
– No -dijo Gabe, y respiró profundo-. ¿Fue un suicidio?
– No -dijo Robert, y Gabe se echó hacia atrás en la silla-. No estoy diciendo que ella no estuviera considerándolo -prosiguió Robert-. No estoy diciendo que no lo habría hecho de todas maneras. Pero ella no se pegó un tiro.
– ¿Por qué? -preguntó Gabe.
– Tenía píldoras -dijo Robert-. Muchísimas. Las había estado guardando durante casi dos meses, diciéndole a su médico que necesitaba tranquilizantes y pastillas para dormir y cuando conseguía las recetas las compraba.
– No es una prueba concluyente -intervino Scott, que estaba apoyado contra la pared.
– Mi muchacho también está en la fuerza -dijo Robert con orgullo, y Gabe sintió una palpitación de celos por el hecho de que Scott todavía tuviera a su padre, lo tenía viviendo cerca, podía verlo cada vez que lo deseaba, podía ver el partido con él en la televisión de pantalla ancha, relajarse junto a él y beber cerveza. Robert miró a Scott y dijo-: Hay más, campeón. -Volvió la mirada a Gabe-: Escribió tres notas de suicidio, para practicar.
– Dos estaban en la papelera -dijo Gabe, recordando el informe policial.
– Sí, pero todas eran borradores -dijo Robert-. Tenían palabras tachadas, borrones. Y ella tenía preparado un buen papel sobre el escritorio de la habitación. Todavía no había escrito la última.
– Tampoco es concluyente -insistió Scott, pero se lo veía mucho más interesado.
– Además estaba la cuestión de los aros -dijo Robert-. Estaba toda engalanada, pero no llevaba aros.
– Eso también lo notamos nosotros -dijo Gabe-. Usted no consiguió una lista de todas las joyas del juego, ¿verdad? ¿Además del anillo y el prendedor que llevaba puestos?
Robert sacudió la cabeza.
– La hija no podía recordarlos todos, y cuando hablé con ella, la madre estaba enterrada con las joyas encima.
– ¿Enterrada con los diamantes? -dijo Scott con escepticismo.
– Grandes diamantes -dijo Robert-. En esa época valían alrededor de cien mil. Ahora… -Se encogió de hombros-. Yo no creí que el marido pusiera esas piedras bajo tierra, pero tampoco iba a desenterrarla para fijarme. Cuando conseguí una descripción para recorrer las casas de empeño, ya había pasado una semana. Nadie vino a decir que los había visto. Por supuesto que habría algunos que no querrían hacerlo.
– ¿Cree que alguien la mató y se llevó las joyas? -dijo Gabe-. ¿Piensa que fue un robo?
– No -respondió Robert-. Creo que fue un homicidio, y el que lo hizo se llevó los diamantes como algo extra. Y además pienso que tuvo que quedárselos porque eran muy poco comunes. Esos círculos así. Cualquiera los reconocería. A menos que arrancara las piedras y las vendiera sueltas.
Scott tomó una silla del comedor y la giró para sentarse de frente al respaldo.
– ¿Alguien tenía un motivo?
– Ella estaba complicando el divorcio -dijo Robert-. El imbécil bastardo de su marido tenía una amante que estaba embarazada, y quería casarse con ella. Pero la esposa pedía la mitad del estudio jurídico. Eso habría arruinado la empresa y, según todos con los que hablé, ella lo sabía y no le importaba.
– Entonces el esposo -dijo Scott.
– O el socio del esposo -dijo Robert-. No tenía una coartada infalible, y en realidad no podía darse el lujo de perder sus ingresos. Estaba pasándole una pensión por alimentos a su ex esposa y además también mantenía un trofeo costoso. Hablé con ella. No era una mujer agradable. -Miró a Gabe-. ¿Él sigue con ella?
– ¿Jack? -Gabe sacudió la cabeza. -No. Se divorció de Vicki unos ocho años después y se casó con otro trofeo. Sigue con ésa.
– Entonces ahora está pagando dos pensiones alimentarias -se rió Robert-. Qué imbécil bastardo. Me dio la impresión de que era de la clase de personas que creen que si quieren algo deben conseguirlo, sin importar las consecuencias. Lo disimulaba, pero tenía ese aspecto, ¿sabe?
Gabe pensó en Jack.
– Lo sé. ¿Y Trevor?
– ¿Trevor? -dijo Scott.
– El marido -dijo Robert-. Estaba hablando por teléfono con la hija. Lo investigamos, y estaba en la oficina de su compañía en ese momento, con la secretaria presente y todo.
– Muy conveniente -dijo Scott-. ¿Y la hija? ¿Heredó algo?
– Una buena parte, nada espectacular -respondió Robert-. Pero puedes olvidarte de que ella haya tenido algo que ver. Era una pequeñita muy dulce. Se quebró cuando encontró el cuerpo de su madre. La tuvieron con sedantes durante dos semanas después de eso, y cuando finalmente dejaron de medicarla, seguía bastante conmocionada. Ella no fue.
– ¿Sabía quién lo hizo? -preguntó Gabe.
– Si era así, no lo recordaba -respondió Robert-. Juraría que no me mintió, pero no era la clase de personas que se enfrentan a la realidad. Por lo menos no lo era en ese momento.
Gabe pensó en Margie, jugando a las señoras que toman té en The Cup junto a Chloe.
– Sigue así.
– ¿Todavía está casada con ese hijo de puta? -preguntó Robert.
– No -dijo Gabe, interesado-. ¿Stewart era un hijo de puta?
– Un imbécil arrogante -dijo Robert-. Tonto como un ladrillo. Si hubiera podido acusar a alguien, lo habría acusado a él, pero no tenía forma de que prosperara. Él no podría haber planeado un picnic, mucho menos un homicidio.
– ¿Entonces quién lo hizo?
– No lo sé -dijo Robert-. No había nada allí, quiero decir, ella tenía manchas de pólvora en las manos que eran parejas. Mi única esperanza verdadera eran los diamantes, que jamás aparecieron. Entonces la hija se divorció de ese idiota, ¿verdad? Qué bueno. Ella me caía bien.
– ¿Margie? -dijo Gabe-. No. Él estafó a Ogilvie y Dysart por casi un millón de dólares y se fue, hace siete años.
– ¿Ese imbécil los estafó? -dijo Robert-. No lo creo. No podría haberse estafado ni a sí mismo.
– ¿En serio? -dijo Gabe-. Eso es interesante, porque en O & D estaban seguros de que había sido él.
– No, a menos que alguien lo haya ayudado -insistió Robert-. Y habría necesitado mucha ayuda. ¿Tenía algún cómplice?
– No que lo supiéramos -dijo Gabe-. Los de O & D no nos contrataron para ese caso.
– Investíguenlo -dijo Robert-. Tiene que haber alguna otra persona detrás de él, diciéndole qué hacer. -Se acomodó en la silla-. Así que su interés es personal, ¿eh?
Gabe consideró ocultarlo, pero después dijo:
– Mi padre era el mejor amigo de Trevor.
Robert asintió, aguardando.
– Creo que él sabía algo -dijo Gabe-. Pero murió en el 82, así que se lo llevó con él.
– McKenna -dijo Robert-. No interrogamos a nadie de nombre McKenna.
– Creo que lo deben de haber llamado después del disparo -dijo Gabe-. No lo sé.
– Tal vez no le convenga saberlo -dijo Robert.
– Él se merece más que eso -repuso Gabe.
– Si no lo averigua, es porque usted cree que es culpable.
– Algo así -dijo Gabe, y se sintió para el demonio.
Después de que Gabe hubo agradecido a Robert, Scott lo acompañó hasta el auto.
– Escuche, si necesita ayuda, llámeme.
– Gracias -dijo Gabe, sorprendido.
– Oiga, si surgiera algo sobre mi viejo, yo querría saberlo.
Gabe hizo un gesto señalando el departamento de Robert.
– Es un gran tipo.
– El mejor. -Scott se echó hacia atrás y contempló con envidia el Porsche-. Gran auto. ¿De qué año?
– 1977 -dijo Gabe, y vio que los ojos de Scott se angostaban una fracción.
– El año anterior al suicidio. ¿Alguna conexión?
– Trevor se lo vendió a mi padre por un dólar dos semanas después del disparo.
Scott silbó.
– ¿Cuándo se enteró de eso?
– Hace una semana.
– Qué semana mala -dijo Scott cuando Gabe entró en el auto.
– Y no mejora -respondió Gabe.
Esa noche, Suze ayudó a Nell y a Margie a terminar de desempacar, mientras Riley y Gabe desarmaban la cocina.
– Entonces, ¿qué están buscando? -le preguntó Suze a Nell.
– No están seguros -dijo Nell, pasándole otra pieza de porcelana envuelta con papel de burbuja para que le quitara las cintas adhesivas-. Suponen que lo sabrán cuando lo vean.
– A mí me parecen excitantes -dijo Margie-. Detectives.
– Ja -dijo Suze y desenvolvió la porcelana, sólo para detenerse y contemplarla. Era una pequeña taza blanca y redonda de porcelana, pero tenía pies, pies de verdad, con medias con pintitas azules y zapatos negros. Margie tenía otra, con medias de rayas negras y zapatos amarillos-. ¿Qué es esto?
– La Vajilla Caminante -dijo Nell-. Porcelanas que estuvieron de moda en los setenta. Me olvidé de que las tenía hasta que hicimos tasar todo, pero cuando llegó el momento de dividir las porcelanas, no pude separarme de ellas.
– Jamás había visto algo así -dijo Margie por encima del hombro de Suze-. Y yo estaba en los setenta.
– Son de Inglaterra. -Nell desenvolvió otra pieza, una azucarera de patas largas, que estaban cruzadas en las rodillas y los pies se hundían en enormes zapatos amarillos-. Mi mamá era inglesa. Íbamos todos los veranos un par de semanas. Éstas me hicieron reír, así que mi tía y mi abuela empezaron a mandármelas para los cumpleaños y las navidades.
Suze desenvolvió otra pequeña taza redonda, ésta con piernas más largas, estiradas como si estuvieran corriendo.
– Ésa se llama Vajilla Corredora -dijo Nell, y después levantó la mirada, alarmada, cuando oyó un ruido sordo en la cocina-. ¿Dónde está Marlene? -dijo, y la perra levantó su cabeza larga y angosta en el sofá y se fijó para ver si la cuestión tenía alguna relación con comida-. Sólo estaba asegurándome, bebé -dijo Nell, y Marlene suspiró y volvió a hundir la nariz en la mantilla de chenille.
Suze puso la taza corredora en el suelo, a su lado. Parecía que estaba ganando terreno.
– Me encantan. ¿Todas son así?
– Las medias y los zapatos son de colores diferentes -dijo Nell-. Creo que voy a tener que guardarlas en la cocina, suponiendo que todavía tenga una cocina cuando ellos terminen. -Estaba desenvolviendo una tetera con medias a rayas y zapatos negros-. El armario ya está ocupado con Clarice y Susie.
– ¿Tienes espacio en la cocina? -dijo Margie.
Nell frunció el entrecejo.
– No lo sé. Tal vez si pongo un estante…
– Chloe tiene unos estantes de lo más adorables en The Cup -dijo Margie-. En los bordes los cubrió con ese material plástico que parece crochet…
Mientras Margie seguía parloteando sobre la casa de té, Suze desenvolvió el resto de las piezas, y colocó las tazas junto a las teteras que hacían juego al igual que las azucareras y los recipientes de crema. En el fondo de la caja, encontró el álbum familiar de Nell y se lo alcanzó, y Margie lo tomó y comenzó a hojearlo mientras Suze acomodaba en fila las tazas corredoras y se reía. Había nueve, algunas con medias a rayas y otras con medias a cuadros o lunares, todas corriendo a toda velocidad desde algún lugar.
– Tengo que hacer copias de esas fotos -estaba diciéndole Nell a Margie-. Jase también debería tener un álbum.
– ¿De dónde sacaste estas tazas? -dijo Suze, interrumpiendo la conversación-. Quiero algunas.
– De Inglaterra -respondió Nell-. Principalmente de tiendas de antigüedades y de objetos de segunda mano. O de eBay, el sitio de remates de internet. Aparecen bastante seguido.
– ¿Cuánto cuestan?
– Las tazas comunes cuestan treinta o cuarenta dólares -dijo Nell-. Las corredoras un poco más. Tal vez cincuenta.
– ¿Cincuenta dólares por una taza? -dijo Margie.
– Quiero tener tazas así en mi armario para las porcelanas -dijo Suze, pasando el dedo por el borde grueso y liso de la taza más cercana-. Está lleno de esa porquería de Spode.
– Te las doy -dijo Nell-. Regalo de cumpleaños adelantado.
– No, son demasiado -dijo Suze, y pensó: Si tuviera un trabajo, podría pagarlas.
En la cocina, se volvió a oír un ruido sordo. Trabajo detectivesco. Nell le había dicho que los McKenna podrían usarla de señuelo, pero sabría que a Jack le daría un ataque, así que había respondido que no. Pero ahora estaban estas tazas…
– ¿Puedo comprarlas de a una? ¿Pagarlas a medida que me las llevo?
– Claro -dijo Nell, un poco desconcertada-. O llévalas ahora y me las pagas más adelante.
– No -dijo Suze-. Quiero ganármelas. Una por vez.
– Las Spode de los Dysart son hermosas -dijo Margie, un poco irritable-. No veo por qué…
– ¿Las quieres? -dijo Suze-. Son tuyas.
– Tengo las Desert Rose -dijo Margie-. Pero ese hermoso azul…
– ¿Alguna vez miraste esos platos? -Suze levantó la taza con los zapatos color malva, y su corazón latió más rápido. Tenía delgadas líneas azules alrededor de la punta de las medias. Se vería grandiosa corriendo desesperadamente entre las piezas Spode-. Son de una serie llamada Juego Deportivo Británico, y las imágenes que tienen son horribles. Hay una que se llama «La muerte del Oso».
– Estás bromeando -dijo Nell-. Las usé para comer en las fiestas durante años, pero jamás las miré.
– Hay otra llamada «La Niña en la Fuente» -dijo Suze-. Parece que se va arrojar adentro. Me deprimo mucho cuando miro mis porcelanas.
– Las copas corredoras son tuyas -dijo Nell.
Suze puso en el piso la taza malva y se sintió inconmensurablemente más liviana. Iba a conseguir un trabajo. Tenía un futuro que no implicaba ir a estudiar y esperar que Jack llegara a casa. Iba a hacer algo.
– Gracias. Acepto. -Respiró profundo-. Dime, Margie, ¿cuántos días a la semana está abierta la tienda? Budge va a volverse loco los fines de semana sin ti.
– Sólo los sábados -dijo Margie, con una expresión más animada en el rostro-. Y durante la semana sólo por las tardes. Es un trabajo maravilloso…
Suze contempló las tazas mientras Margie seguía parloteando. Caminaban por el piso, confiadas y seguras. Estaban avanzando.
– Sabes, Margie -dijo Nell, y su voz sonó tan extraña que Suze levantó los ojos para mirarla-. Si tienes un álbum de fotos, podría agregarlo a éste cuando lo lleve para hacer los duplicados. También tú, Suze. De esa forma, si algo pasara, tendrían uno de repuesto.
Suze la miró, y Nell apartó los ojos. Puso ese álbum en el fondo de la caja a propósito, pensó Suze.
– ¿Es caro? -estaba diciendo Margie-. Estoy medio en quiebra. Budge dice que debería declarar muerto a Stewart para cobrar el seguro, puesto que él gastó toda mi herencia, pero no me parece bien. Ni siquiera estoy segura de que esté muerto.
Suze trasladó su sorpresa de Nell a Margie.
– ¿Necesitas dinero?
– No lo necesito -dijo Margie-. Todavía. Y podría ser que él esté muerto. Claro que también podría no estarlo.
– La casa de fotografía podría hacerme un descuento si llevo dos -dijo Nell, con un tono de voz más animado que lo normal-. Podrías pagarme más adelante, como Suze. No es ningún problema.
– Bueno, está bien -dijo Margie-. Es una buena idea. Te lo llevaré al trabajo mañana.
– Bien -dijo Nell, con la voz tan alegre que casi se quiebra.
Suze trató de mirarla a los ojos otra vez, y Nell dijo:
– Deberíamos tomar café. -Y se puso de pie.
Suze también se levantó para seguirla, pero en ese momento salió Gabe de la cocina, y ella lo llevó a un aparte.
– Escuche -le dijo mientras él la miraba alarmado-. Una vez Nell me dijo que era posible que ustedes precisaran a alguien para el trabajo de señuelo. ¿El puesto todavía está vacante?
– Claro -dijo él, un poco inquieto-. Tenemos uno el jueves a la noche.
– ¿Dónde y cuándo? -dijo Suze-. Estaré allí.
Nell miró con atención a Gabe y a Suze desde la puerta de la cocina. Por lo que conocía a Gabe, le parecía que estaría tratando de sonsacarle algo a Suze. «Oye» le gritó a él, oyó que Suze decía «Gracias» antes de que Gabe se acercara, y lo arrastró a la cocina.
– ¿De qué hablabas con Suze?
– Ella vino a hablar conmigo -dijo Gabe-. Quiere hacer trabajo de señuelo.
– ¿Qué? -dijo Riley desde atrás de ellos.
– Jack no va a estar contento -dijo Nell.
Gabe se encogió de hombros.
– Eso es problema de Suze.
– Y mío -dijo Riley-. Yo hago la mayoría de los malditos señuelos. ¿Por qué…?
– No le prestes atención -le dijo Gabe a Nell-. Está frustrado porque no hemos encontrado absolutamente nada. Teníamos grandes esperanzas para el sótano, pero la puerta que da allí está tapiada desde la Segunda Guerra Mundial.
– Ya averigüé al respecto -dijo Nell-. Doris quiere usar el sótano ella sola. Hace coronas de flores allí.
– Coronas -dijo Gabe, como si no estuviera seguro de qué hacer con esa información-. Está bien. ¿Estás segura de que Lynnie no dejó algo y tú lo tiraste?
– Si dejó algo, se lo quedó Doris -dijo Nell-. La casa estaba vacía cuando me mudé.
– Doris -dijo Gabe y miró a Riley.
– Oh, muchas gracias, no -dijo éste-. Dile a Nell que lo haga. Es la encargada de su casa.
– Claro -repuso Nell-. Y entonces cuando me eche porque yo sugerí que le robó algo a Lynnie, Marlene y yo iremos a vivir contigo.
– Buena idea -dijo Gabe, y sonaba serio-. Deberías regresar con nosotros, por si el intruso vuelve a revisar tu casa. El departamento de Chloe tiene cerraduras que no dejarán pasar a nadie, y a ella le encantaría tenerte de huésped.
Nell miró su departamento. Su departamento.
– Acabo de mudarme. Desempaqué las porcelanas. En serio, estoy bien.
– Estarías más segura en el departamento de al lado del nuestro -insistió Gabe-. Si sucediera algo, llegaríamos en un minuto.
Eso sonaba verdaderamente atractivo, pero no sería su casa.
– No -dijo-. Gracias pero no. Ni siquiera sabemos si el tipo que entró sabía que yo estaba aquí.
– De todas formas me sentiría mejor si tú estuvieras en el departamento contiguo al mío -dijo Gabe, pero Nell no dio el brazo a torcer.
Esa noche más tarde, después de que Budge pasara a recoger a una vacilante Margie, y de que Suze se subiera a su Volkswagen amarillo con una ojeada de despedida a Riley y una mirada de sospecha a Nell, y después de que Gabe intentara una vez más de convencerla de mudarse a la casa de Chloe y luego se marchara, Nell palmeó a Marlene y dijo:
– Está bien, cachorrita; sáltale a la garganta a cualquiera que entre por esa puerta.
Marlene hundió el trasero más profundamente en la mantilla de chenille.
– A menos que sea Gabe -dijo Nell-. Él está de nuestro lado.