143157.fb2 Mujeres Audaces - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 20

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Capítulo 17

– Tú le diste a Margie el prendedor y el anillo -dijo Gabe media hora más tarde después de haber esparcido las joyas sobre la mesa del comedor de Trevor-. Le diste a mi padre el collar, la pulsera y los aros. Y yo quiero saber por qué. Sin mentiras esta vez, nada de esa basura sobre hijos ingratos. La verdad.

Trevor se sentó a la mesa, viéndose más anciano que lo que Gabe había notado jamás. Pero no sintió ningún tipo de compasión por él.

– Hay brandy en la alacena -dijo Trevor.

Gabe tomó la botella sin apartar los ojos del amigo de su padre.

– ¿Quién mató a Helena?

– Stewart -dijo Trevor, y Gabe casi dejó caer la botella.

– ¿Stewart? ¿El esposo de Margie?

Trevor asintió. Gabe sirvió un poco de brandy en un vaso y se lo pasó, y el otro bebió, no mucho, y después tomó aire.

– Siéntate -dijo Trevor-, y te contaré lo que ocurrió. Y después espero que no se lo cuentes a nadie más.

– Trevor, es un homicidio -dijo Gabe-. Eso no es algo que…

– Nunca podrás probarlo -dijo Trevor-. Si yo pudiera haberlo probado, lo habría hecho. Me estaba divorciando de Helena, pero no la quería muerta. Era la madre de Margie. Mi hija jamás se ha repuesto de ese episodio, sabes. Imagina cómo sería si se tratara de Chloe y Lu.

– Habla -dijo Gabe, manteniendo a raya la compasión.

– Yo tenía un romance -dijo Trevor tristemente-. Con Audrey. La amaba, pero no quería casarme con ella; Helena era mi esposa, después de todo. Pero entonces Audrey quedó embarazada y yo quería que mi hijo tuviera mi apellido, y en realidad mi matrimonio estaba acabado…

– Trevor -dijo Gabe-. Háblame del momento en que Stewart le disparó a Helena, y cómo ayudó mi padre.

– ¿Ayudó? -Trevor parecía escandalizado-. Deberías avergonzarte de ti mismo. Tu padre era un buen hombre.

– Con cien mil dólares en diamantes en el sofá -dijo Gabe-. Explícate.

– ¿Allí los ocultó? -se rió Trevor, pero sin mucho humor-. ¿En ese sofá barato? Así era Patrick. Listo como nadie. -Volvió a levantar el vaso-. Tú podrías haber tirado ese sofá en cualquier momento y nadie se habría enterado jamás. ¿Cómo los encontraste, de todas formas?

– Nell quería un sofá nuevo -dijo Gabe-. Yo quiero la historia. Cuéntamela.

– Nell es una mujer diligente -dijo Trevor-. Helena no lo era. Tomó muy mal el divorcio.

Y la mayoría de la gente lo toma tan bien, pensó Gabe, preguntándose si Trevor tenía idea de lo imbécil que podía llegar a ser.

– Yo estaba dispuesto a mantenerla, pero ella quería la mitad de mi parte de la empresa, lo que era ridículo. Por supuesto que jamás la habría obtenido, pero el juicio nos habría destruido. Jack acababa de casarse con Vicki, y no le sobraba nada de efectivo porque Abby se había quedado con la mitad de su patrimonio. Stewart acababa de casarse con Margie y quería más dinero de la empresa, pero eso no era posible con el flujo de capitales como estaba. Y entonces él vino a verme y dijo que él y Jack habían conversado y que tenían una solución para nuestros problemas, que él podía matar a Helena y al mismo tiempo proveerme una coartada imbatible. Me negué. -Trevor miró fijo a Gabe desde su lado de la mesa-. Les dije que no a ambos. Les dije que si esperábamos, ella se cansaría y se rendiría, y estaríamos bien.

– Te creo -dijo Gabe. Trevor hubiera sido capaz de sugerir que durante el incendio de Chicago lo más conveniente habría sido esperar, puesto que las llamas seguramente se apagarían solas.

– Yo no la quería muerta -volvió a decir Trevor-. Y aproximadamente un mes más tarde, él me llamó. Dijo que Margie había ido a casa de su madre y que era el momento de hacerlo, que si yo la llamaba y la mantenía hablando por teléfono, él podría ocuparse de Helena durante la media hora siguiente. Le dije que de ninguna manera. Él respondió que si seguíamos aguardando, lo perderíamos todo. Después colgó.

– Entonces corriste a advertirle a Helena -dijo Gabe-. Llamaste a la policía.

– ¿La policía? -Trevor parecía espantado-. Estás bromeando. No. Llamé a Helena y atendió Margie. Dijo que Helena estaba comportándose de manera extraña y me pidió que fuera para allá, pero yo sabía que llegaría demasiado tarde. Le dije que llevara a Helena a un hospital de inmediato, que yo la iría a ver allí, y ella respondió que no, que yo sólo tenía que ir para allá… -Trevor cerró los ojos-. Mientras estábamos discutiendo, ella oyó el disparo. Y entonces yo fui.

– ¿Stewart estaba?

– No -dijo Trevor con voz inexpresiva-. Margie había encontrado a su madre y estaba histérica, entonces cubrí a Helena con una manta y llamé al servicio de emergencias médicas. -Respiró profundo-. Y luego subí y encontré las notas de suicidio de Helena. Tres. Había estado practicando. -Su rostro se ruborizó y prosiguió, con tono de enojo-: Todo ese tiempo había estado planeando matarse. Si Stewart hubiese esperado…

Menos mal que Trevor no quería que Helena muriera.

– Era un estúpido -dijo Trevor-. Jamás debí haber permitido que Margie se casara con él.

Tampoco deberías haberle permitido que matara a tu esposa, pensó Gabe, pero dijo:

– El revólver que se usó era el tuyo.

– Él lo había tomado antes -dijo Trevor-. Jack tenía todo planeado.

Gabe se recostó contra la alacena de las bebidas alcohólicas. Había creído que Stewart no había planeado el homicidio, pero la acusación contra Jack era sospechosa, especialmente después del Informe Trimestral. Y esa parte de «él la había tomado antes» había sonado apresurada.

– Todavía no veo qué tuvo que ver Patrick con todo esto.

– Margie me había dicho que su madre se había puesto todas sus mejores joyas. Cuando vi el cuerpo, Helena tenía los anillos y el prendedor, pero faltaba el resto.

– Se lo había llevado Stewart -dijo Gabe, siguiéndole el tren.

– Sólo lo que pudo agarrar antes de escaparse -dijo Trevor, con la voz espesa por el disgusto, y Gabe comenzó a creerle-. Habría necesitado demasiado tiempo para sacar el prendedor y los anillos estaban demasiado encajados en los dedos porque ella había engordado mucho. Yo supe que él haría algo estúpido con las otras joyas, era un hombre estúpido, así que llamé a Patrick.

– Y nadie le dijo nada a la policía -dijo Gabe.

– El escándalo nos habría arruinado -dijo Trevor.

– Tu hija estaba casada con el asesino de su madre -dijo Gabe.

– Exactamente -respondió Trevor-. Imagínate lo que eso le habría hecho a ella si se hubiera enterado.

Gabe lo miró fijamente; Trevor era la encarnación del mantra «tal vez jamás se sepa» de Margie.

– Tu padre se comportó magníficamente, como siempre -dijo Trevor-. Siguió a Stewart durante varios días hasta que éste entró en una tienda de empeños. Después tomó la mayor parte del capital de la agencia y recuperó los diamantes.

– Y se lo contó a mi madre y ella lo abandonó -dijo Gabe, pensando: qué par de tontos que eran ustedes dos.

– Por supuesto que no -dijo Trevor-. Lia no lo habría comprendido. Pero de todas maneras no lo entendió, no entendía qué había sucedido con el dinero y no entendía por qué Patrick no quería contárselo. No era una buena esposa, Gabe. Lamento decirlo, pero es cierto. No era para nada confiada.

Gabe lo miró y pensó: tú debes de ser de Marte.

– Y Patrick no era la clase de hombres que se dejan manejar por una mujer -prosiguió Trevor.

– Estoy seguro de que ese pensamiento lo mantuvo abrigado por las noches después de que su esposa lo dejó -dijo Gabe.

– Yo no tenía el capital suficiente como para devolverle a Patrick todo el dinero -dijo Trevor, sin prestarle atención-, así que le di el Porsche. Sabía que a él le gustaba, y era mi segundo auto.

– Jesús -dijo Gabe.

– Y después hicimos recibos falsos por el resto del dinero, y facturamos cheques fraguados al estudio legal. Para fin de ese año ya le había pagado todo. En ese entonces tu madre ya se había ido y tu tía se ocupaba de los libros contables. Nadie se dio cuenta de nada.

– Pero él se quedó con los diamantes -dijo Gabe.

– Bueno, yo no podía tomarlos -dijo Trevor-. En esa época ya vivía con Audrey y no podía arriesgarme a que ella los encontrara. Les dije a todos que habían sido enterrados con Helena. Si Margie se hubiera enterado de que los tenía yo, se habría hecho una idea completamente errónea.

No, no es cierto.

– ¿Entonces simplemente iban a quedar escondidos en el sofá? -quiso saber Gabe.

– No. Íbamos a esperar cinco años y después sacaríamos las piedras de los engarces y las venderíamos. Pero luego…

– Papá tuvo un ataque al corazón y no te había contado dónde estaban -terminó Gabe.

Trevor asintió.

– Y luego Stewart practicó su fraude y se fue, y todo terminó. Entonces seguimos adelante con nuestras vidas hasta que Nell comenzó a destrozar tu agencia. Deberías haber contratado a una secretaria haragana, muchacho. -Trató de lanzar una risita, pero estaba claro que no lo sentía de esa manera-. Yo traté de contratarla antes de que encontrara las joyas, pero… -suspiró-. Y ahora todo ha terminado.

Gabe sacudió la cabeza con incredulidad.

– ¿Todo ha terminado? Trevor, no está todo terminado. Stewart todavía está vivo, y, no lo olvidemos, es culpable de homicidio. Y tardó quince años en irse. Por Dios, seguramente te debes haber divertido mucho en las fiestas teniéndolo a él al otro lado de la mesa.

– Hay mucho que podrías aprender de tu padre -dijo Trevor gravemente-. El no juzgaba a la gente.

– Lo que explica todo este desastre -dijo Gabe-. Si te hubiera llevado a la rastra hasta la policía…

– Gabriel, la policía no era una alternativa en ese momento ni lo es ahora. -La voz de Trevor recobró la fuerza de su juventud, y por una vez resultaba imponente-. Sin mi testimonio, no puedes probar nada, pero puedes lastimar a mi hija y arruinar mi negocio, así que te pido, como hijo de mi amigo más querido, que olvides esto. Pasó hace veinte años…

– Veintitrés.

– … Y no se ganará nada si lo sacas a la luz. Incluso si la policía te creyera, no pueden hallar a Stewart. Él desapareció hace siete años. Margie tendrá que declararlo legalmente muerto. Se acabó. Olvídalo.

Gabe se puso de pie.

– Trevor, yo no soy el único que lo sabe.

– Nell hará lo que tú le digas -repuso Trevor.

– Es obvio que no conoces a Nell -dijo Gabe. Trevor lo miró con desprecio, y Gabe enrojeció-. Y yo no le diría que se quedara callada incluso si me hiciera caso.

Trevor sacudió la cabeza, claramente desilusionado por él y por la forma en que trataba a las mujeres.

Gabe intentó una nueva vía.

– ¿Y dónde encaja Lynnie en todo esto?

– ¿Quién? -preguntó Trevor, con un legítimo aspecto de desconcertado.

– Lynnie Mason. Nuestra ex secretaria. La que apareció muerta en un congelador hace una semana.

Trevor lo miró parpadeando.

– No tiene nada que ver con esto. ¿No era bastante joven?

– Alrededor de treinta -dijo Gabe, sin comprender.

Trevor extendió las manos.

– Debía haber tenido diez años cuando murió Helena.

– No tenía que estar presente -dijo Gabe-. La gente habla. La mujer que los estaba chantajeando, ¿de qué te acusó realmente?

– Ya te lo dije -respondió Trevor, con la voz más filosa-. De adulterio. Era una broma. Quien fuera que lo hizo no volvió a llamar. No te entiendo, Gabriel. No dejas de intentar hacer de esto algo tuyo personal, que tiene que ver con tu familia y tu empresa. No lo era. Era mi familia.

– Pero mi familia también se vio perjudicada. Por eso mi madre se fue, ¿verdad?

– Tu madre -dijo Trevor, con la voz sofocada- se iba regularmente. Nunca pude entender por qué tu padre volvía a recibirla.

– Él la amaba -dijo Gabe-. Y ella lo amaba a él, por eso siempre regresaba, incluso aunque él hiciera cosas como ésta.

– No juzgues con dureza a tu padre -dijo Trevor cuando Gabe se dispuso a irse-. Era un buen amigo. Tú harías lo mismo por tu primo.

– No -repuso Gabe-. No sería necesario. Él jamás haría algo así.

– Yo no hice nada -dijo Trevor.

– Exacto -replicó Gabe y se fue a su casa en el auto de su padre, sabiendo por primera vez cuánto había costado en realidad.

– ¿Qué te parece? -dijo Riley en la oficina esa tarde.

– Acepto que Stewart no lo haya planeado -respondió Gabe-. Demasiadas personas afirman que es atolondrado y estúpido.

– Atolondrado fue llevarse los diamantes.

– Esa parte la creo. Trevor estaba verdaderamente disgustado por eso. Pero apostaría a que lo planearon Trevor o Jack. Y mi papá ocultó todo.

– Más allá de eso -dijo Riley-. Lynnie aparece veintidós años más tarde buscando diamantes. ¿Quién le dijo que estaban aquí? Tendría que ser Trevor, ¿verdad?

– Él podría habérselo contado a Stewart o Jack -dijo Gabe-. Pero Trevor sigue siendo el principal sospechoso.

– ¿Entonces por qué se lo dijo? -continuó Riley-. Si fueron Jack o Stewart, yo diría que fue conversación de alcoba; ella no era una mujer difícil. Pero no me imagino a Trevor acurrucándose junto a Lynnie y diciéndole: «Los McKenna tienen diamantes».

– Tampoco creo que eso sea conversación de alcoba para nadie -dijo Gabe-. Incluso si el dinero la excitara. Alguien la mandó aquí a buscarlos y después la mató porque ella sabía demasiado.

– ¿Por qué los buscarían ahora? -dijo Riley-. Pasaron veintidós años. La única persona que esperaría tanto tiempo por los diamantes es Trevor, y él seguiría esperando.

– Tal vez alguien los haya descubierto.

– Jack.

– ¿Por qué Jack?

– Porque es un hijo de puta -dijo Riley.

– Qué bueno que seamos imparciales -dijo Gabe.

– ¿Y qué es eso que me contaron que tú y Suze tuvieron sexo? -preguntó Margie cuando estaba sentada en el Sycamore con Nell y Suze el domingo siguiente durante el almuerzo, y Suze se atragantó con el jugo de naranja y pensó: ¿Quién habló?

– ¿De dónde sacaste eso? -preguntó Nell.

– Tim se lo contó a Budge -dijo Margie, levantando su mimosa-. Cenamos en lo de la señora Dysart. -Suspiró-. Fue horrible. Tuve que hablar con Whitney y Olivia. Me sentí mal por ustedes dos, pero ahora que sé que tienen sexo…

– Bien. Te das cuenta de que eso fue una broma, ¿verdad? -dijo Suze, nunca segura respecto de Margie.

Margie cortó sus huevos benedictinos.

– Sí. Pero apuesto que algo hicieron. Nell nunca miente.

– Nos besamos -dijo Nell-. Por razones científicas. Por si una peste barriera con todos los hombres.

– Y si llega esa peste -dijo Suze, recogiendo su quesadilla de huevo-, estás invitada a hacer un trío.

– No, gracias -dijo Margie-. Si llega esa peste, voy a buscar a Janice.

Suze se detuvo, con la boca llena de quesadilla, y pensó: ¿Margie tiene una Janice?

Nell dijo:

– ¿Janice? ¿Janice qué?

– Janice era una amiga que tenía en el secundario -explicó Margie, mirando los huevos benedictinos con el entrecejo fruncido-. Fue el mejor sexo que tuve hasta que llegó Budge.

– Un punto menos para Stewart -dijo Suze.

La camarera se acercó y Margie pidió otra mimosa. Cuando la mujer se alejó, Margie dijo:

– Aprendí cosas con Janice.

– Pero terminaste con Stewart -dijo Nell-. ¿Por qué?

– Porque Janice me dejó -explicó Margie-. Y yo conocía a Stewart desde hacía un tiempo, y él trabajaba para papá. Y él no paraba de invitarme. -Se encogió de hombros.

– No puedo creerlo -dijo Nell-. Tenías una vida secreta…

– No, no es cierto -repuso Margie-. Nunca lo mantuve en secreto. Nadie se dio cuenta. Nadie se da cuenta jamás de lo que yo hago. -No parecía muy preocupada al respecto-. Y cuando se lo conté a Stewart, él se enojó tanto que nunca volví a tocar el tema. -Sacudió la cabeza-. Si yo no hubiera dicho nada, él jamás se habría enterado.

– ¿Se enojó? -dijo Nell-. ¿Por qué?

– Porque era antinatural. -Margie suspiró-. Él no era muy divertido.

– Todavía me siento horrible por eso -dijo Nell-. Debería haberme dado cuenta de que eras infeliz.

– ¿Por qué? -Margie empujó el plato a un costado y tomó su bebida-. La mayor parte del tiempo no estaba tan mal. Él no estaba casi nunca. Pero luego un día hubo problemas en la empresa y yo no sabía qué hacer. Tuvimos una pelea enorme, fue horrible, llegué a alterarme en serio.

Suze la miró con incredulidad.

– ¿Tú te alteras?

– … Y le pegué. Después fui a ver a papá y le dije que quería divorciarme, pero Stewart se fue y no regresó, entonces el problema se resolvió solo.

– Y después apareció Budge -dijo Suze-. ¿A él le contaste lo de Janice?

A Margie se le formaron hoyuelos en la cara.

– Sí. Con él el efecto fue completamente diferente.

– Sí, también le causó un efecto completamente diferente a Gabe -dijo Suze, sonriendo por el recuerdo-. Jamás había visto que dos personas se fueran tan rápido de un restaurante.

– ¿Y Riley? -preguntó Nell y Suze dejó de sonreír.

– Sí. A él también le interesó.

– ¿Tú y Riley? -dijo Margie-. Eso está bien.

– No -dijo Suze, sintiéndose para el diablo-. Él no quiere.

– Tal vez te respeta demasiado -dijo Margie.

– No -respondieron juntas Suze y Nell.

– Lo que pasa es que yo no soy la mujer que era -dijo Suze con ligereza.

– No es posible que él sea tan estúpido -comentó Nell.

– Él no es para nada estúpido -dijo Suze y se volvió hacia Margie-. ¿Y dónde está Janice ahora?

– Trabaja en una importante firma legal de Nueva York -dijo Margie-. Igual no hay problema. Tengo a Budge. Y si la peste arrasa con todo, puedo tomarme el ómnibus hacia Nueva York.

– Me cuesta creerlo -dijo Suze-. ¿Tú, en un ómnibus?

– Y yo pagué la mitad de tu regalo -dijo Margie con tristeza.

– ¿Van a darme un regalo?-dijo Suze, animándose un poco.

Margie abrió la cartera y puso sobre la mesa una caja de plástico transparente llena de galletitas decoradas.

– Es una fiesta de divorcio. Pensamos que deberías hacer una celebración para, que te decidas y lo hagas. El divorcio, quiero decir.

Ay, pensó Suze.

– Nos pareció que necesitabas que te animaran -dijo Nell, con más tacto.

– No se me ocurrió la manera de poner una torta con velas dentro de la cartera -dijo Margie-, así que hice galletitas. Ninguna está rota.

– Galletitas que no están rotas -dijo Suze, abriendo la caja mientras trataba de parecer alegre-. Es un regalo maravilloso.

– Ese no es el regalo -dijo Margie, levantando su mimosa-; ésa es tu torta.

– Regalo -dijo Nell, entregándole una caja envuelta en papel metálico rosado.

– Nos pasamos horas en la tienda para elegirlo -dijo Margie, mientras Suze desenvolvía la caja.

– No, parecieron horas -dijo Nell.

– Gracias -dijo Suze, sacando el último envoltorio. La caja decía: «Compañero Hogareño para Damas. Pilas incluidas», y Suze no supo qué decir.

– Es un vibrador -explicó Margie.

– Ya lo veo -dijo Suze.

– Es para evitar que cometas errores durante la búsqueda del orgasmo -dijo Nell-. Lo que es un riesgo muy común, y yo lo sé muy bien.

– Riley no fue un error -dijo Margie-. Fue una aventura. -Suspiró ante la idea.

– Masturbación -dijo Suze, sin dejar de mirar la caja del vibrador.

– Prefiero considerarlo como tener sexo con alguien en quien confío -dijo Nell.

– Buen argumento -dijo Suze.

– Y no quedan manchas mojadas -dijo Margie, haciendo gestos con el vaso-. Además tienes toda la cama para ti.

No es suficiente, pensó Suze, y esa tarde, cuando llegó a su casa, puso la caja en un estante del placard. Después se preparó un trago porque Jack iba a pasar a buscar la ropa que le quedaba. Como él llegaba tarde, se hizo otro.

Cuando él entró por la puerta de adelante, Suze sintió una opresión en el pecho. Estaba como siempre, alto y hermoso, con esos ojos azules que la derretían como si todavía siguieran juntos, y ella trató de recordar lo que él había intentado hacerle a Nell con Tim y la empresa, lo que todavía estaba haciéndole a Olivia. Hablaron cortésmente mientras él juntaba sus últimas camisas del placard, y después ella lo siguió al piso de abajo y hacia el vestíbulo, haciendo un gran esfuerzo para respirar normalmente, combatiendo la necesidad de decir: «No te vayas, quizá podamos intentarlo otra vez». Ella no quería intentarlo otra vez, él la había engañado, había tratado a Nell de manera horrible, la había visto besando a Riley en una calle oscura, pero sintió ganas de decir «No te vayas», porque el futuro era aterrorizante e ilimitado y él era el pasado que ella conocía.

– No puedo creer que hayamos terminado -dijo en cambio, sintiendo que se le cerraba la garganta.

– Yo tampoco puedo creerlo. Lo teníamos todo. -Él se quedó de pie junto a la puerta de calle con un puñado de camisas en perchas, y la luz del umbral reflejaba la tristeza de su cara.

Mi marido, pensó ella y se sintió culpable por no poder retenerlo sin importar lo que sucediera, porque, por mucho que lo amara, no podría amarlo lo suficiente como para perdonarle lo de Olivia, el haberla engañado para proteger su orgullo.

– No va a ser lo mismo sin ti, Suze -dijo él, y había tanta honestidad y tanto dolor en su voz que ella se le acercó y lo abrazó.

– Siempre te amaré -dijo ella-. Cualquier otra cosa…

Él dejó caer las perchas y la besó, y ella pensó: Espera, no quise decir esto, y entonces recordó cómo habían estado los dos antes y tuvo miedo de que jamás volvería a sentirse bien, y no quería estar sola, y quería a alguien, un roce humano, no un maldito vibrador rosado, por más liberador que eso fuera, entonces le devolvió el beso y mientras él le tiraba de la ropa, se hundió en el piso junto a él y lo dejó entrar nuevamente como una última despedida a su matrimonio y a la vida que había tenido a su lado.

Después lo dejaré ir, pensó, y se aferró a él y a su beso.

La semana siguiente, mientras Gabe se obsesionaba con la muerte de Lynnie, Nell se obsesionaba con la incapacidad de Suze para olvidarse de Jack y con la creciente incapacidad de Margie de aferrarse a la realidad sin una mimosa en la mano. Lo único estable que había en su vida era la agencia. Compró un sofá estilo misionero con almohadones de cuero para la oficina exterior, y Gabe hizo una mueca cuando vio la cuenta pero no se quejó, entonces para el Día de San Patricio ella se gastó todo lo que tenía y les dio a Gabe y a Riley nuevas tarjetas de presentación. Eran de un color gris pálido y tenían la palabra «Respuestas» realzada en oro en la parte superior, con el mismo tipo de letra antigua de la ventana. Dejó las cajas sobre los escritorios de ellos y cuando entraron, esperó que las descubrieran y le dijeran que siempre había tenido razón.

Gabe salió de la oficina con los ojos inyectados en sangre, y Nell dijo:

– Un momento; saqué el diseño directamente de la ventana.

– Puedes sacarlas directamente de mi escritorio, también -dijo él, arrojando la caja frente a ella-. Quema esas malditas tarjetas y haz reimprimir las anteriores.

– Mira, tú no las pagaste, fui yo -dijo Nell-. Son tu regalo del Día de San Patricio.

– Ojalá lo hubiera sabido -dijo Gabe-. Yo te habría regalado una caja de Glenlivet.

– Bueno, si hubiera sabido que ibas a actuar así, me la habría bebido -dijo Nell-. Si les dieras una oportunidad a estas…

– No sólo no les voy a dar ninguna oportunidad -dijo Gabe-. A ti tampoco te la voy a dar. Tráeme mis antiguas malditas tarjetas de vuelta o estás despedida. Y por última vez: deja de alterar las cosas.

– ¿Dejarías de acostarte conmigo por las tarjetas? -dijo Nell, tratando de mejorar el ánimo un poco.

– No -replicó Gabe-. Pero dejaré de pagarte para que tipees para mí si no te comportas como una secretaria y cumples órdenes.

– Oye -dijo Nell-. Yo no soy sólo una…

Riley abrió la puerta de su oficina y salió con una de sus nuevas tarjetas en la mano.

– ¿Cuándo me convertí en un peluquero verdaderamente costoso?

– Eso no es…

– O tal vez una prostituta -dijo, mirando la tarjeta-. ¿«Respuestas»? Eso depende bastante de la pregunta, ¿no?

– Va a tirarlas -dijo Gabe y volvió a su oficina y cerró la puerta de un golpe.

– Sólo porque es algo nuevo -dijo Nell, mirándolo con furia.

– No es sólo porque son nuevas -dijo Riley, arrojando la tarjeta sobre el escritorio de ella-. Es porque son estúpidas. No hagas cosas así sin consultarlo primero con él. Ya sabes cómo se pone.

– Pero está equivocado -dijo Nell-. Él es tan controlador. Esas tarjetas viejas…

– … Son las que a él le gustan -terminó Riley en lugar de ella-. No estás prestando atención.

– ¿Este lugar no se ve mucho mejor que antes de que yo llegara? -dijo Nell y observó cómo Riley recorría la recepción con la mirada.

– Muy reluciente.

– Y el baño…

– … Es una obra de arte -volvió a completar Riley la frase de ella-. Nell, es que no lo entiendes. Es la empresa de él. Y éste no es el aspecto que él quiere que tenga.

– También es tuya -dijo Nell.

– Y yo estoy de acuerdo con él. -Riley sacudió la cabeza-. Sabes, el problema no es que él sea un controlador. Es que los dos son controladores. Y alguno de ustedes tiene que ceder. Tú, para ser específico.

– Él está equivocado -dijo Nell.

– Y con ese pensamiento, voy a regresar a mi oficina -prosiguió Riley-. Avísame cuando se asiente la polvareda, y voy a hablar con el que sobreviva.

– Maldita sea -dijo Nell y levantó el teléfono para volver a encargar las tarjetas antiguas, resuelta a encontrar una manera mejor.

Está bien; él no quería nada demasiado diferente. Pero eso no quería decir que debía conservar esas tarjetas espantosas.

– Papel de tono crema -le dijo al impresor cinco minutos después-. Tinta marrón oscuro. Un tipo de letra con serif, clásico y antiguo. Muy sencillo. ¿Bookman? Correcto. Investigaciones McKenna en tamaño doce…

Listo, pensó después de colgar. ¿Quién dijo que yo no puedo transigir en algo?

Entró a ver a Gabe y dijo:

– Ya volví a encargar las tarjetas.

– ¿Exactamente iguales a las antiguas? -preguntó él peligrosamente.

– No, transigí. Pienso que…

– No, tú no piensas. No quiero que pienses y no quiero que transijas. Quiero que me hagas caso. Y quiero las tarjetas de antes.

– Mira, no puedes decir siempre que no -replicó Nell-. Tú tienes que hacerme caso a mí.

– En realidad, no. Yo soy el jefe, tú eres la secretaria.

– Técnicamente, sí. Pero…

– No. -Gabe la miró con impaciencia y exasperación-. No "técnicamente". Es así.

La ira de Nell se intensificó.

– Tú no crees que mi opinión cuente.

– Sí cuenta -dijo Gabe-. Pero no mucho.

– A pesar de todo lo que he hecho…

– Nell, que te acuestes conmigo no te convierte en socia de la empresa. Ya te lo dije: yo no soy Tim y ésta no es la agencia de seguros.

– No estoy hablando de acostarme contigo -replicó Nell-. Estoy hablando de todo lo que hecho por este lugar en los últimos siete meses.

– Eres una genia de la organización -dijo Gabe-. Ahora vete.

– Así de simple -dijo Nell.

– Así de simple. Tengo que pensar y no puedo hacerlo contigo molestándome. -Se frotó la frente con la mano-. ¿Podemos hablar de esto más tarde? Esta pelea me tiene cansado.

– No -dijo Nell-. Si yo soy una empleada contratada, no hay razón para hablar de ello jamás.

– Bueno, ¿qué diablos pensaste que eras? -dijo Gabe-. Te contratamos y te pagamos. ¿En qué punto eso te sonó como una sociedad?

Cuando empecé a acostarme contigo, pensó Nell y se dio cuenta de que él tenía razón. Ella había vuelto a deslizarse en su antigua vida: se acostaba con el jefe y le manejaba la empresa.

Él se inclinó hacia adelante, paralizándola con esos ojos, y dijo:

– Por última vez, tú eres sólo una secretaria.

– Error mío -dijo ella débilmente y volvió a sentarse a su escritorio, sintiendo náuseas por lo que acababa de descubrir.

La oficina se veía adorable, con las paredes de un suave color dorado, el sofá gris, las fotos enmarcadas en dorado en medio del espacio que estaba encima de las bibliotecas y de los gabinetes de archivos. Verdaderamente adorable. Como una lujosa agencia de seguros.

En verdad ella no había comenzado una nueva vida. Había encontrado al tipo más parecido a Tim y había rehecho su viejo mundo. Recorrió con la mirada la hermosa oficina, sintiéndose atrapada otra vez. Incluso si arreglara la ventana nada cambiaría. Se había vendido a sí misma a la antigua esclavitud. Si Gabe la abandonaba, volvería a la calle porque todavía seguía siendo una sirvienta de hombres. No había comenzado nada por su cuenta.

Debería renunciar.

Era eso, debería renunciar. Obligarse a hallar una nueva vida. Eso le mostraría a él. No, eso no era correcto: eso se mostraría a ella. Tenía que haber algo que pudiera hacer. ¿Tal vez ocuparse de The Cup? No, todavía estaría trabajando para alguien, de hecho para Gabe, hasta que Chloe regresara.

No, si quería ser dueña de sí misma, tendría que renunciar y lanzar su propio negocio. La idea era angustiante; le encantaba formar parte de Gabe y Riley, le encantaba la relación laboral e incluso el trabajo, le encantaba la comunidad que ellos formaban, pero tenía que irse. Era la única forma de proteger lo que tenía con Gabe. Debería haberse ido mucho tiempo atrás, después de la primera pelea, pero eso también habría sido antes del primer beso. No tenía la más mínima idea de qué clase de negocio quería lanzar, pero estaba definitivamente claro que tomaría lo que le quedaba del juicio de divorcio y lo que Budge pudiera sacarle a Tim a cambio de la agencia y comenzaría algo nuevo. Al demonio con la jubilación. Podía morir arrollada por un camión el día siguiente. Debería empezar algo nuevo ese día. Algo que fuera de ella. Sin hombres involucrados.

Gabe salió de la oficina, poniéndose el saco de su traje.

– Regreso a las cinco -le dijo mientras enfilaba hacia la puerta-. ¿Quieres cenar en el Sycamore o en el Fire House?

– En ninguno de los dos -dijo Nell. Tenía que planear una nueva vida.

– No vas a empezar a saltarte las comidas otra vez -dijo él desde el umbral-. Elige un lugar.

– Voy a comer en casa esta noche. Quiero pensar.

Gabe cerró los ojos.

– Oh, vamos, no te enfurruñes. Tú no eres así.

– No estoy enfurruñada. Quiero estar sola un tiempo para pensar las cosas.

– ¿Qué cosas? Tu vida no es tan compleja.

– Lo sé-respondió Nell-. Ese es el problema. Pasé de una situación ordenada a otra sin ni siquiera averiguar cuáles eran las posibilidades. No hice más que mudarme aquí y pensé que tenía contigo lo mismo que tenía con Tim. No es así.

– Bueno, yo no te engaño. Suponía que eso sería una mejora.

– Hiciste lo mismo -dijo Nell, tratando de que no sonara como una acusación-. Pensaste que tenías conmigo lo mismo que tuviste con Chloe.

– Jamás pensé que tú eras Chloe -dijo Gabe.

– Tenías razón cuando dijiste que acostarme contigo no me convertía en socia. En especial aquí, donde el jefe siempre se acuesta con la secretaria.

– Espera un momento…

– No -dijo Nell-. Está bien. Tú tenías razón y yo estaba equivocada.

– Está bien-dijo Gabe con cautela-. Entonces, si yo tengo razón, ¿por qué voy a comer solo?

– Porque acostarme contigo fue lo que me hizo cometer ese error -dijo Nell-. Tú me desordenas las ideas.

– No me digas que de ahora en más deberíamos dormir separados. Eso es sólo una venganza porque no te permití encargar tarjetas nuevas.

– No -dijo Nell, poniéndose cada vez más impaciente porque él no la escuchaba-. Con razón los casos de acoso sexual son algo serio.

– Yo no te acosé sexualmente -dijo Gabe-. Por el amor de Dios…

– No dije que lo hayas hecho. Sólo digo que Lynnie tenía razón; es mala idea que los jefes se acuesten con las secretarias. Tú deberías saberlo más que nadie. Es tu regla. Lo que es la razón por la que…

– Una regla que me dio mucho placer violar en tu caso -dijo Gabe-. ¿No podemos discutir esto en la cena? Tengo que ir a ciertos lugares y hacer ciertas cosas.

– Entonces ve y hazlas -dijo Nell, harta-. Y ya que vas a salir, vete a cenar. Yo me voy a casa.

– Pasaré más tarde. -Gabe se volvió para irse.

– No, no lo hagas -dijo Nell-. Quiero reflexionar sobre esto.

Él sacudió la cabeza.

– Ni siquiera se te ocurra interrumpir esto.

– Escúchame -dijo ella-. No me digas lo que tengo que hacer.

– Sí, puedo hacerlo -dijo él-. Soy el jefe.

– No, no es cierto -replicó ella-. Renuncio.

– No lo harás. -Gabe cerró con un golpe la puerta de calle y se quedó de pie mientras ella se ponía el abrigo y recogía su cartera-. Maldición, Nell, tengo una cita. No tengo tiempo para esto…

– Entonces vete -dijo Nell, dando la vuelta al escritorio para enfrentarlo-. Yo no te detengo. He dejado todo tan organizado que cualquiera podría ocuparse. Llama a Lu. Contrata a Suze. No me importa. Mientras siga trabajando aquí, voy a seguir intentando convertirme en socia y tú seguirás diciéndome que no lo soy, y vamos a terminar estrangulándonos mutuamente.

– Muy bien -dijo Gabe con cansancio-. Tómate el resto del día. Hablaremos de esto mañana.

Nell sintió que su furia aumentaba y lo golpeó con fuerza en el brazo con la cartera.

– ¿Por una vez en la vida podrías escucharme? Renuncio. No estaré aquí mañana. Renuncio a tu empresa. Me voy. Renuncio. -Estaba tan enojada que escupía al hablar-. ¡No quiero cenar contigo, no quiero verte, no quiero hablar contigo, no quiero fingir que todo está bien, y no te quiero a ti!

– ¿Por qué siempre me enamoro de mujeres locas? -le preguntó Gabe al techo.

– ¿Por que siempre vuelves locas a las mujeres? -dijo Nell-. Un tipo listo vería un patrón en todo esto.

– Oye -dijo Gabe-. Yo no soy el que tiene problemas emocionales.

– Muy cierto -dijo Nell-. Hay que tener emociones para tener problemas emocionales. Ahora sal de mi camino.

– Bien. -Gabe dio un paso al costado y señaló la puerta-. Cuando se te pase este ataque, seguirás teniendo un trabajo. Y a mí.

– Te odio -dijo Nell-. Muérete.

Lo empujó a un lado y abrió la puerta, plantando los pies con firmeza mientras se alejaba, entusiasmada por haber dejado por su propia cuenta a un bastardo en vez de esperar que él la echara. Era un progreso.

Ahora lo único que tenía que hacer era encontrar un trabajo.