143157.fb2 Mujeres Audaces - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Capítulo 2

Era lunes a las nueve. Cuando Gabe bajó, la oficina exterior estaba vacía. No era una buena impresión. Él estaba de mal humor, y ahora su nueva secretaria no se aparecía con una taza de café en la mano. La iba a echar en seis semanas, eso era seguro. Se dirigió a la cafetera eléctrica para hacerse uno y la máquina tampoco estaba en su lugar. De hecho toda la parte superior de la vieja estantería de roble estaba vacía: no estaba la abollada lata de café, ni la pila de vasos de plástico, ni los pequeños palillos rojos para revolver, nada.

– Nos robaron -le dijo a Riley, que bajó de su departamento del segundo piso un momento más tarde-. Algún adicto a la cafeína nos desvalijó.

– Tampoco era un buen café -dijo Riley-. ¿Quieres que vaya a…?

Se detuvo cuando Eleanor Dysart pasó junto al gran ventanal que estaba en el frente de la oficina, cargando una caja de cartón que parecía demasiado pesada para sus delgados brazos.

– Lo lamento -dijo ella cuando entró y puso la caja sobre su escritorio, mientras sus ojos marrones se abrían en señal de disculpa-. Les faltaban algunas cosas, así que fui a buscarlas.

– ¿Como una cafetera? -dijo Gabe.

– Eso no era una cafetera. Eso era una antigüedad que debería haberse tirado hace mucho tiempo. -Mientras hablaba abrió la caja y puso toallas de papel y un limpiador en aerosol sobre el escritorio antes de extraer una reluciente cafetera eléctrica blanca.

– ¿Usted compró una cafetera? -dijo Gabe.

– No, ésta es mía. También traje mi café. -Arrancó una toalla de papel del rollo, levantó el limpiador, roció la repisa del café, y la limpió con una pasada impiadosa, su mano un pálido borrón contra la madera oscura-. En cualquier caso voy a beberlo aquí durante las próximas seis semanas. -Colocó la cafetera y agregó-: Además, el café de ustedes era terrible.

– Gracias -dijo Riley, claramente fascinado por todo el proceso, algo que Gabe podía entender. Jamás había visto a alguien tan eficiente y agradable como esta mujer. Ella extrajo un pequeño molinillo blanco de café, lo enchufó y le echó granos de una bolsita marrón y brillante, y luego accionó el interruptor y siguió sacando sus cosas mientras el fuerte y dulce aroma de los granos llenaba la habitación.

– Por Dios, qué bien huele -dijo Riley.

Ella estaba instalando tazas de porcelana en los platos, con sus manos pálidas y largas del mismo color crema de las porcelanas.

– ¿Cómo lo toma usted?

– Cuatro cucharadas de crema, dos de azúcar -dijo Riley, que seguía hipnotizado.

Ella se detuvo con un pequeño recipiente de cartón en la mano.

– ¿En serio?

– Él es muy joven -dijo Gabe-. Yo lo tomo negro.

– Él es muy aburrido -dijo Riley-. ¿Es crema de verdad?

– Sí -respondió ella.

Riley se asomó dentro de la caja y extrajo un frasco de limpiador para vidrios.

– ¿Para qué son todos estos productos de limpieza?

– Para la oficina. Realmente deberían contratar un servicio de limpieza.

Gabe la miró con el entrecejo fruncido.

– Tenemos un servicio de limpieza. Vienen una vez por semana. Los miércoles a la noche.

Ella sacudió la cabeza.

– Hace por lo menos un mes que no se limpia este lugar. Miren cuánto polvo hay en el alféizar.

Había una delgada capa sobre todas las cosas, notó Gabe. Con excepción de la estantería donde la nueva cafetera se posaba alegremente, toda la oficina estaba llena de polvo y oscuridad.

– El número del servicio de limpieza está en el tarjetero giratorio. -Gabe abrió la puerta de su oficina, huyendo antes de lanzarse de cabeza sobre la cafetera. Se había olvidado de que algo podía oler tan bien-. Se llama Hausfrau.

– No me habla en serio -dijo ella, y él entró en su oficina y cerró la puerta para callarla. Gracias a Dios tenía una oficina a la que podía escaparse.

Una oficina que se veía como el infierno, se dio cuenta cuando estaba sentado frente a su escritorio bajo la luz sin persianas de la ventana rota. La habitación estaba llena de papeles, vasos de plástico, libros que él había sacado de la biblioteca y todos los otros desperdicios generales de su trabajo diario. ¿Cuándo había sido la última vez que se había limpiado ese lugar? Parte de la basura parecía estar allí desde los tiempos de su padre. El teclado estaba enterrado bajo más papeles, y había polvo en todos lados, y de pronto eso importaba.

Era culpa de Eleanor Dysart. Él no había notado nada de eso hasta que ella había entrado con su café y sus porcelanas y sus toallas de papel y le había arrancado las persianas.

Buscó los vasos de plástico de entre el desorden y los tiró a la basura y revisó los papeles, recogiendo notas sobre temas que ya había resuelto y poniendo en una pila separada las cartas que la mujer Dysart tendría que archivar. Eso la frenaría un poco. Acababa de encender la computadora cuando ella entró, trayendo una taza de porcelana con su plato y una expresión resuelta que se veía extraña en los finos rasgos de su rostro. Gabe pensó en su padre, lanzado al viento, recitando a Roethke para calmar a su furiosa madre: conocí a una mujer, adorables sus huesos. Eleanor Dysart era demasiado delgada y demasiado pálida, pero sus huesos eran adorables.

– Llamé al servicio de limpieza -dijo ella, depositando la taza sobre el escritorio-. Hace seis semanas que no vienen porque no les pagaron.

Gabe la miró con el entrecejo fruncido y se olvidó de su padre.

– Por supuesto que se les pagó. Yo firmé los cheques.

– Julio y agosto no, según el contador de ellos. Si me dice dónde guarda los cheques cancelados, se los enviaré por fax.

– Escritorio de la recepción, el último cajón de la derecha -dijo Gabe automáticamente mientras accionaba el teclado para abrir el programa de contabilidad de la oficina. Buscó «Hausfrau». Había ocho ingresos en el 2000, incluyendo dos para julio y agosto-. Ahí está -le dijo, y ella dio la vuelta detrás de él.

– El programa es Quicken, ¿verdad? -dijo ella-. ¿Está también en la computadora de mi escritorio? Bien, yo me ocupo. Gracias.

– ¿Gracias por qué? -dijo Gabe, pero ella ya estaba rumbo a la puerta, una mujer con una misión.

Cuando ella se marchó, él volvió a sentarse y levantó la taza de café. Era una porcelana sólida pero delicada, de color crema con manija azul, y se sentía, bien en la mano, un lujo después de los livianos vasos de plástico con los que había bebido durante años. Tragó un sorbo y cerró los ojos porque era fuerte, le enviaba cafeína a su sistema a toda velocidad mientras al mismo tiempo asaltaba todos sus sentidos. Cuando volvió a mirar, había puntos azules en el interior de la taza, que aparecían cuando bajaba el nivel del café. Era algo absurdo y encantador y completamente diferente de la tensa mujer que vibraba al otro lado de la puerta.

Tal vez la había juzgado mal. Tal vez estaba nerviosa porque era su primer día. No le importaba, mientras siguiera trayéndole café.

Quince minutos más tarde, salió a la sala de recepción para servirse más y la encontró con el entrecejo fruncido.

Levantó la jarra y, mientras se servía, dijo:

– ¿Se encuentra bien?

– Estoy bien -dijo ella-. Usted tiene un problema. Mire esto.

Había desplegado ocho cheques en el escritorio.

– Todos estos son de Hausfrau -le dijo-. Aquí están los endosos desde enero hasta junio.

Gabe se encogió de hombros cuando vio seis borrosos sellos de endosos.

– Bien.

Ella señaló los últimos dos cheques.

– Estos son los endosos de julio y agosto.

Los cheques estaban endosados a mano, con tinta azul.

– Es la letra de Lynnie.

– Parece que se dedicó a la estafa los últimos dos meses que estuvo con ustedes.

– Sólo trabajó aquí seis semanas -dijo Gabe y pensó: lo que es un gran alivio, además-. Invéntele a Hausfrau alguna historia sobre errores administrativos. Yo me ocupo del resto. -Se llevó el café a la oficina, pensando en Lynnie, de cabello negro y adorable, que hacía un café malo y que se robaba el dinero para la limpieza, y que ahora estaba sentada en su casa recuperándose de un desgarro en la espalda con mil dólares y también con, esperaba él, la sensación de que pronto le sobrevendría un castigo.

Bebió otro sorbo de café y se sintió ligeramente mejor hasta que se le ocurrió otro pensamiento.

Tendría que contratar a Eleanor Dysart de manera permanente. Durante un momento, pensó en retener a Lynnie -bueno, robó dinero, pero era alegre y bonita y relajada y eficiente- y después se rindió y se resignó a tener una sala de recepción tensa llena de un grandioso olor a café.

Una hora más tarde, Riley golpeó a la pesada puerta de la oficina de Gabe y entró.

– Terminé la mayor parte de la averiguación de antecedentes -dijo mientras se acomodaba en la silla que estaba frente al escritorio de Gabe-. Iré a ver al último de los tipos y después me arruinaré el resto del día con el Almuerzo Caliente. -Agachó su blonda cabeza para mirar a Gabe-. ¿Tú por qué estás enojado?

– Por muchas cosas-dijo Gabe.

– ¿Nell?

– ¿Quién?

– Nuestra secretaria -explicó Riley-. Dije: «Me llamo Riley». Ella dijo: «Me llamo Nell». Creo que está haciendo un muy buen trabajo.

– Te sedujo con su café -dijo Gabe-. Y no tienes idea del buen trabajo que está haciendo. Cuando apenas llevaba una hora de estar aquí ya había descubierto que Lynnie se robaba el dinero de la limpieza.

– Estás bromeando. -Riley se rió con fuerza-. Bueno, así es Lynnie.

– ¿Desde cuándo? -Gabe miró a su socio con irritación-. Si sabías que era corrupta…

– Oh, diablos, Gabe, se le notaba en los ojos. No que iba a robar dinero -agregó rápidamente cuando la arruga de irritación de Gabe se profundizó-. Que iba a engañar. Lynnie no era la clase de mujer que uno dejaría sola durante el fin de semana.

– O con un talonario de cheques, evidentemente -dijo Gabe.

– Bueno, de eso no me di cuenta -dijo Riley-, aunque le gustaba el lujo. Todos sus muebles eran alquilados, pero todo lo demás que tenía en el dúplex era de primera clase y de marca, incluyendo las sábanas… -Su voz fue perdiéndose cuando Gabe sacudió la cabeza.

– Tenemos tres reglas en Investigaciones McKenna -dijo, recitando las palabras de su padre-. No hablamos sobre los clientes. No violamos la ley. Y…

– No nos cogemos a nuestros empleados -terminó Riley-. Fue sólo una vez. Estábamos haciendo un trabajo de señuelo y la llevé a su casa, y ella me invitó a entrar y se me abalanzó. Tuve la nítida impresión de que lo hacía sólo para practicar.

– ¿Alguna vez se te ocurre no dormir con mujeres?

– No -dijo Riley.

– Bueno, trata de contenerte con la nueva secretaria. Ella ya tiene bastantes problemas. -Gabe pensó en el rostro tenso y fruncido de Nell-. Y ahora los comparte conmigo.

– Si estás tan descontento, despídela, pero no hagas regresar a mi madre de Florida.

– Por Dios, no -dijo Gabe, imaginándose a su tía detrás de la recepción otra vez. La quería, como era su obligación, pero esa obligación tenía sus límites. Había sido una secretaria detestable durante diez años, y una madre peor durante mucho más.

– Trae a Chloe de regreso. De todas maneras, ella está harta de vender té. Me preguntó si conocía a alguien que quisiera ocuparse de The Cup en su lugar.

– Grandioso. -Chloe y las estrellas-. Me casé con una idiota.

– No, no es cierto -dijo Riley-. Simplemente tiene el cableado diferente del de la mayoría de las personas. ¿Qué pasó?

– Me dejó -dijo Gabe, y decidió no mencionar que lo había hecho en favor de Eleanor Dysart. Riley se habría hecho un picnic con eso.

– Ahora veamos, eso es lo que detesto de las mujeres -dijo éste-. Se divorcian de ti, y entonces, diez años más tarde, de la nada, dejan de tener sexo contigo. ¿Tiene alguna razón?

– Los astros le dijeron que lo hiciera.

– Bueno, entonces, te acostaron -dijo Riley de buen humor-. O, en este caso, no.

– Gracias -dijo Gabe-. Vete.

La nueva secretaria golpeó a la puerta y entró.

– Ya arreglé lo de la limpieza -dijo.

– Gracias.

– Ahora, respecto de las tarjetas de presentación, hay una nota en el archivo de Lynnie que dice que es hora de volver a encargarlas. -Estaba frunciendo el entrecejo, como si fuera un problema importante.

Gabe se encogió de hombros.

– Vuelva a encargarlas.

– ¿Las mismas tarjetas?

– Sí, las mismas tarjetas.

– Porque, si bien son adorables, por supuesto, podrían ser mejores…

– Las mismas tarjetas, señora Dysart -dijo Gabe.

Ella parecía querer decir algo más; después levantó su puntiaguda barbilla, respiró profundo y dijo: «Bien», y salió, dando un respingo cuando la puerta de la oficina crujió a sus espaldas. Probablemente hacía años que crujía, pero Gabe no lo había notado hasta que Eleanor Dysart se presentó y empezó a dar respingos.

– Me parece que no le gustan nuestras tarjetas de presentación -dijo Riley.

– No me importa -dijo Gabe-. Tengo que ir a ver a su cuñado y después lidiar con Lynnie. Encima de todo no voy a ocuparme de unas tarjetas de presentación que están perfectamente bien. Y tú tienes el Almuerzo Caliente. Ve y compórtate como un detective así podemos sacar adelante algún trabajo.

– Tal vez Nell pueda hacerlo -dijo Riley-. Tú estabas entrenando a Lynnie. Nell…

– Ella se vería desde más de un kilómetro de distancia. La gente se detendría y trataría de alimentarla.

– Sólo porque a ti te gustan las mujeres con tapizado no quiere decir que eso sea igual para todos. Tienes que ampliar tus gustos. Que en tu caso significaría cualquiera además de Chloe. Sabes, te hizo un favor abandonándote…

– Y Dios sabe que estoy agradecido -dijo Gabe-. Ahora tengo que trabajar, y tú también. Vete.

– Bien -dijo Riley-. Resístete al cambio. Te alcanzará de todas maneras.

Cinco minutos después de que Riley se marchó, Eleanor Dysart golpeó a la puerta y entró, haciéndola crujir nuevamente, y Gabe cerró los ojos y pensó: Al diablo con sus huesos. Va a volverme loco.

– ¿Sí?

– Respecto de esas tarjetas…

– No. -Gabe se echó hacia atrás apartándose del escritorio-. No vamos a cambiar nuestras tarjetas de presentación. Las eligió mi padre. -Se puso el saco de su traje sobre los hombros. Ahora voy a salir. Estaré en Ogilvie y Dysart y no regresaré hasta después del almuerzo. -Giró alrededor de ella para llegar a la puerta, y agregó-: Limítese a atender el teléfono, señora Dysart. No cambie nada. No cause problemas.

– Sí, señor McKenna -dijo ella, y Gabe le devolvió la mirada para ver si estaba burlándose de él.

Ella estaba de pie en el umbral, mirando la tarjeta de presentación con una potente mezcla de desagrado y frustración en la cara. A él no le importó. Su tarjeta iba a mantenerse como era.

Ella levantó la mirada y lo sorprendió observándola.

– ¿Algo más? -preguntó con voz cortés y profesional.

Por lo menos era obediente. Eso era algo.

– Buen café -dijo Gabe y cerró la puerta de la calle después de salir.

Nell regresó a su escritorio y se sentó, sintiendo un intenso desagrado por Gabe McKenna. Lo observó a través de la gran puerta vidriada mientras él se ponía los anteojos de sol y se subía a un auto deportivo negro de modelo antiguo. Parecía el epítome del retro cool -un tipo de gran tamaño, traje elegante, anteojos oscuros, auto vistoso- cuando hizo avanzar el auto por la calle y se alejó.

Bueno, las apariencias engañan. Después de todo, había contratado a una secretaria que le había robado mil dólares y había dejado el lugar como si fuera un agujero del infierno. ¿Cuan inteligente podría ser? Y después la había desdeñado a ella misma con esos ojos oscuros como si no fuera más que… una secretaria. Bueno, al diablo contigo, señor McKenna. Frustrada más allá de toda medida, Nell recogió sus toallas de papel y su limpiador en aerosol y atacó la sala de recepción, agradecida por el hecho de que el apuesto socio más joven no era tan irritante como él. Hasta ahora el intelecto o la energía de Riley no la habían impresionado mucho, pero era robusto, rubio y de ojos azules, así que por lo menos era divertido mirarlo.

Una hora más tarde, el teléfono aún no había sonado, pero la sala estaba limpia, incluso el gran ventanal del frente que decía, con letras antiguas, gastadas y doradas, Investigaciones McKenna: Respuestas discretas a preguntas difíciles. Nell lo había frotado con entusiasmo hasta que se dio que cuenta de que estaba quitando parte de la pintura descascarada y se refrenó. Tampoco hubiera sido tan grave si la quitaba del todo; la inscripción debía de llevar cincuenta años allí, o por lo menos el mismo tiempo que esas feas tarjetas de presentación.

Cuando regresó al interior de la oficina, la ventana dejaba pasar la suficiente luz como para que las deficiencias del resto de la decoración fueran obvias. El escritorio de Nell era un desorden lleno de marcas, el sofá donde los clientes presumiblemente esperaban era una pesadilla de tapizado plástico color marrón que descansaba sobre unas frágiles patas, un mueble que parecía salido de un motel del Mediterráneo, y la alfombra oriental del piso estaba tan deshilachada que en ciertos sitios era transparente. Las bibliotecas y los archiveros de madera eran de buena calidad y probablemente habían estado en la oficina desde el principio, pero el gabinete del medio tenía encima la desafortunada estatuita negra de un pájaro, acechando como en un cuento de Poe. Dedicó un pensamiento desesperado a la oficina que había perdido en el divorcio -las paredes oro pálido y las fotografías enmarcadas en dorado, los escritorios de madera clara y los mullidos sillones grises- y después volvió a hundirse en la destartalada silla giratoria de madera -su silla en la agencia de seguros había sido ergonómica- y pensó: al menos son sólo seis semanas.

Salvo que quizás no lo serían. Se enderezó lentamente. Él iba a tener que despedir a Lynnie. Lo que significaba que ella podría terminar empleada en forma permanente. Volvió a recorrer la oficina con la mirada. Si se quedaba de manera permanente, podría hacer algunos cambios. Como mandar a pintar el lugar. Y deshacerse del sofá y del pájaro. Y…

Sus ojos cayeron sobre la tarjeta que estaba en el escritorio. «Investigaciones McKenna», decía en simples letras negras tipo sans-serif sobre una simple tarjeta blanca. Parecía como si hubiera sido hecha con la impresora de un niño. Pero el jefe no quería cambiarlas. No quería cambiar nada, ese tonto.

Regresó a la computadora, preguntándose si él haría algo respecto de Lynnie o si eso también sería cambiar demasiado. Ni siquiera le había pedido que revisara el resto de las finanzas. Nell dejó de tipear y abrió el cajón donde estaban los cheques cancelados. Había una caja gris de metal encajada detrás de los talonarios de cheques, y cuando la sacó y la abrió encontró una pila de papeles, cada uno de ellos con el membrete «Caja chica» seguido de una suma en dólares. Todos estaban firmados «Riley McKenna» con una letra que quería ser puntiaguda pero siempre se redondeaba al final.

Nell hojeó los informes que estaba tipeando hasta que encontró uno que Riley había firmado con un garabato fuerte, oscuro y dentado. No había nada redondo en ninguna parte, lo que era muy adecuado para Riley. Volvió a mirar los formularios de caja chica y los sumó: $ 1.675. Había que admirar a Lynnie; era una mujer concienzuda.

Pasó la hora siguiente compilando una pila de cheques falsificados. El rango de la perfidia de Lynnie era asombroso; había conseguido estafar a McKenna y sus acreedores por casi cinco mil dólares. Sólo cubrir los cheques con endosos falsificados le costaría a la agencia más de tres mil. Si Gabe McKenna no perseguía a esta mujer…

Alguien trató de abrir la pesada puerta de la calle, y el vidrio del panel se sacudió. Nell volvió a guardar los formularios en la caja chica mientras una pelirroja de rasgos fuertes abrió la puerta de un golpe y entró con el entrecejo fruncido, vestida con un buen traje de negocios y con zapatos aún mejores. Dinero, pensó Nell, mientras metía todo en el último cajón.

– ¿Puedo ayudarla? -dijo, con su mejor sonrisa de «nosotros somos las personas que usted necesita».

– Quiero ver a alguien que pueda tratar una cuestión delicada -dijo la mujer.

– Puedo hacerle una cita -dijo Nell animadamente-. Por desgracia nuestros dos…-¿Nuestros qué? ¿Cómo diablos se llamaban a sí mismos? ¿Detectives? ¿Operativos? -…socios han salido. Pueden verla el… -Se volvió hacia la anticuada computadora sobre el escritorio mientras hablaba y abrió el archivo de nombre «Citas». Estaba en blanco. Los dos estaban con un trabajo en ese mismo momento y el maldito archivo estaba en blanco. ¿Quién dirigía este lugar, en cualquier caso? -Si pudiera tomar su número de teléfono -terminó Nell, con aún más ánimo-, la llamaré cuando lleguen y le daré una cita.

– Es algo así como una emergencia. -La mujer miró con expresión dudosa el sofá y después se sentó con suavidad en el borde-. Me estoy divorciando, y mi marido está maltratando a mi perra.

– ¿Qué? -Nell se inclinó hacia adelante, impulsada por la ira-. Eso es terrible. Llame a la Sociedad Protectora de Animales y haga que…

– No es así. -La mujer también se inclinó hacia adelante y Nell contuvo el aliento, esperando que el asiento no se inclinara o se rompiera o simplemente se rindiera y se doblara en dos-. Él le grita todo el tiempo y de todas formas ella está muy nerviosa, es una perra salchicha, de pelo largo, y temo que en cualquier momento va a sufrir un ataque de nervios.

Nell se imaginó una perra salchicha de pelo largo con un brote psicótico. Era típico de un hombre agarrárselas con algo que no podía defenderse.

– ¿Intentó con la Sociedad Protectora…?

– Él no le pega. No hay ninguna marca. Sólo le grita todo el tiempo, y ella está hecha un desastre. -La mujer se acercó más-. Sus ojos se ven torturados, ella se siente tan mal. Así que quiero que la rescaten. Sáquensela a ese bastardo antes de que la mate. Él la deja salir todas las noches a las once. En ese momento alguien podría tomarla. Sería fácil en la oscuridad.

Nell trató de imaginarse a Gabriel McKenna rescatando una perra salchicha. No era probable. Aunque Riley tal vez sí. Parecía dispuesto a cualquier cosa.

– Permítame que anote su nombre y teléfono -le dijo a la mujer-. Es posible que uno de nuestros socios pueda ayudarla.

Y si ellos no querían, tal vez podría hacerlo ella. Tal vez ella podría sencillamente salir y rescatar a la pobre perra prisionera del hombre que había prometido cuidarla y después había cambiado de idea. Trató de imaginarse colándose en el patio trasero de alguien para robar un perro. No parecía algo que ella haría.

– Haré que Riley la llame -dijo después de anotar el nombre de la mujer, Debora Farnsworth, su adinerado domicilio en Dublín, y el aún más costoso domicilio de New Albany de su marido, el abusador de perros.

– Gracias -dijo Debora Farnsworth, echando una última y sospechosa mirada por la oficina antes de marcharse-. Ha sido de gran ayuda.

Tengo que hacer arreglar esta oficina. Nell encontró aceite en el cuarto de baño y lubricó la puerta de entrada, con la esperanza de que dejara de golpearse, y después se ocupó de las puertas de la oficina de los socios, también, porque los crujidos estaban volviéndola loca. Luego, para distraerse del maltrato y de la perra, entró en la oficina de Gabe McKenna y comenzó a limpiar, sacándole el polvo a las fotos en blanco y negro de las paredes y lustrando profundamente la madera oscura y el cuero viejo hasta que el lugar resplandeció con la fuerza de su frustración. Notó que el polvo de la biblioteca tenía unas extrañas marcas como cintas, como si alguien hubiera sacado libros de algunos de los estantes y los hubiera metido nuevamente. Tal vez Gabe McKenna había perdido algo y lo había buscado detrás de los libros. Dios sabia que podría haber perdido cualquier cosa en ese maldito desorden.

Cerca de la pared de la última biblioteca, encontró un viejo reproductor de casetes y apretó el botón de avance para oír lo que él estaba escuchando. Unos vientos saltarines tronaron seguidos de una voz relajada y profunda que cantaba No eres nadie hasta que alguien te ama. Apretó el botón de Stop y sacó el casete. Dean Martin. Era lógico. Eso también podría explicar, por qué su oficina parecía un escenario para la Rat Pack [1]. Incluso había un saco azul a rayas finas que colgaba de un perchero de bronce en el que también había un sombrero aplastado y cubierto de polvo. Ella le quitó el polvo al sombrero y sacudió el abrigo con un golpe enojado y luego volvió a colocar ambas prendas donde estaban.

Oyó que alguien llamaba «¿Hola?» y regresó a su escritorio donde encontró de pie a la pequeña rubia de la casa de té.

– Lo siento -dijo Nell-. No la oí entrar. Por lo general la puerta se sacude…

– Una puerta diferente. -La rubia señaló con el pulgar por encima del hombro-. Esa puerta da a mi tienda. Soy Chloe. Dirijo The Star-Struck Cup. Entonces me estaba preguntando qué pasaba. Tú pareces muy eficiente.

– Gracias -dijo Nell, sin entender del todo.

– ¿Conoces a alguien a quien le gustaría dirigir The Cup por un tiempo? ¿Hasta las navidades? Sólo abrimos de tarde, así que no es muy difícil.

– Oh-dijo Nell, desconcertada-. Bueno… -Suze quería un trabajo, pero Jack la convencería de lo contrario como ya lo había hecho cien veces. Y Margie…-. La persona que manejara el negocio en su lugar, ¿obtendría la receta de las galletitas, también?

Chloe pareció sorprendida.

– Tendría que ser así, ¿no? Para hacer las galletitas.

– Tal vez conozca a alguien -dijo Nell-. No es una empresaria, pero probablemente le encantaría manejar una casa de té por las tardes. ¿Está segura de esto?

– Me decidí hoy -dijo Chloe-. En realidad, cuando todas las señales dicen que es hora de un cambio, no tiene sentido esperar, ¿no es cierto?

– Eh, sí -dijo Nell.

– ¿Tú sabes a qué hora del día naciste?

– No -dijo Nell.

– En realidad no importa. Los de virgo manejan todo muy bien. -Chloe sonrió-: ¿De qué signo es tu amiga?

– ¿Mi amiga? Oh, Margie. Eh, 27 de febrero. No sé…

– Piscis. No es tan bueno. -Frunció el entrecejo-. Por supuesto que yo soy de piscis y me está yendo bien. Dile que me llame.

– Correcto -dijo Nell-. ¿Qué…?

Desde las profundidades de la casa de té se oyó una campanilla, que marcaba la presencia de un cliente, y Chloe se volvió hacia la puerta que daba a la tienda.

– ¿Chloe? -dijo Nell, por impulso-. ¿Hay alguna razón por la que aquí todo se ve como en una película de Dean Martin?

– El papá de Gabe -dijo Chloe desde el umbral-. Patrick educó tanto a Gabe como a Riley. Los dos tienen cuestiones paternales, sin resolver.

– Es un poco… fuera de moda.

Chloe resopló.

– ¿Te estás burlando de mí? Gabe todavía conduce el auto de su papá.

– ¿Ese auto es de los cincuenta? -dijo Nell, aturdida.

– No, de los setenta. Por supuesto que es un Porsche, pero aún así…

– Alguien tiene que traer a este tipo al siglo XXI -dijo Nell, y Chloe le sonrió.

– Las estrellas no mienten -dijo, y regresó a su tienda.

– Está bien -dijo Nell, sin entender, y llamó a Margie, para encontrarse con el contestador-. Creo que puedo conseguirte la receta de las galletitas -le dijo a la máquina-, pero tendrás que trabajar para obtenerla. Llámame. -Después colgó y fue a terminar la limpieza.

La oficina de Riley, mucho más pequeña, tenía los mismos muebles de cuero, pero las similitudes terminaban en ese punto. El escritorio estaba vacío salvo por su computadora y una jarra de plástico con la cara del coyote llena de lapiceras, en la biblioteca había manuales de computadora y novelas detectivescas junto a las mismas guías telefónicas que había encontrado en la oficina grande, y en la pared había dos enormes afiches cinematográficos enmarcados, con un Humphrey Bogart con el entrecejo fruncido en El halcón maltés y una ardiente Marlene Dietrich en El ángel azul. Así era Riley, romántico y más grande que lo que parecía. Era obvio que mientras Gabe McKenna dirigía una empresa, Riley jugaba.

Limpió la oficina, notando las mismas marcas en el polvo de las bibliotecas, y luego entró en el descolorido baño verde para lavar las tazas y platos de café que había recolectado, odiando el linóleo rajado y el sórdido yeso. Una buena mano de pintura haría maravillas, pero el padre de Gabe McKenna probablemente habría elegido el color en 1955 mientras escuchaba Bajo la neblinosa luz de luna. Honestamente. Lavó las tazas y luego, con una última repasada casera al espejo manchado por el paso del tiempo, se encontró con una imagen de ella misma que la congeló en el lugar.

Parecía muerta.

Tenía el pelo deslucido y también la piel, pero, más que eso, ella estaba deslucida, los pómulos asomaban como codos, la boca apretada y delgada. Dejó caer la toalla de papel en la pileta y se acercó más, horrorizada consigo misma. ¿Cómo había pasado esto? ¿Cómo podía verse tan mal? Debía de ser la luz, esa horrible luz fluorescente que se reflejaba en las horribles paredes verdes, nadie podía verse bien con esa luz…

No era la luz.

Ahora se daba cuenta de por qué su hijo Jase estaba tan triste y la trataba con tanta delicadeza cuando se despedía de ella con un abrazo, y por qué Suze y Margie se lo pasaban tratando de darle ánimos. Debía de verse como un cadáver desde un año y medio antes, debía de haberse entrometido como un fantasma en las vidas de los otros. Se había mirado en los familiares espejos de su departamento un millón de veces desde el divorcio, para peinarse y cepillarse los dientes, pero jamás se había visto a sí misma hasta ese momento.

Tengo que comer, pensó. Tengo que recobrar peso. Y hacer algo con mi piel. Y mi pelo. Y…

Oyó que la puerta de adelante se sacudía y pensó: Más tarde. Haré todo eso más tarde. Dios mío.

Conducir un auto deportivo de época a través de una hermosa ciudad en una mañana de otoño le levantaría el ánimo a cualquiera, y Gabe no era una excepción. Por desgracia, quince minutos de escuchar a Trevor Ogilvie, Jack Dysart y al jefe del departamento de contabilidad de la firma, Budge Jenkins, habían hecho bastante para dejarlo en cero otra vez.

– Ella llamó, los acusó de adulterio y estafa, ustedes se negaron a pagar, y no pasó nada -les resumió-. ¿Exactamente qué es lo que quieren que yo haga?

– Atrápala -dijo Budge, con el aspecto de un muñequito de harina blanda sobre una hornalla mientras miraba de reojo a Jack.

– Bueno, no nos apresuremos -dijo Trevor, con el aspecto de un aviso de una bebida alcohólica costosa en Madurez moderna.

– Si este fuera tu problema, ¿tú qué harías? -dijo Jack, con el aspecto de un muy adinerado Marlboro Man que acababa de suscribirse por primera vez a Madurez moderna.

– Trataría de pensar quién me detesta lo suficiente como para chantajearme -dijo Gabe.

– Todas las empresas tienen empleados descontentos -dijo Trevor.

– ¿Alguien reconoció la voz? -dijo Gabe.

– No -dijo Trevor antes de que algún otro pudiera contestar-. Tenemos muchos empleados descontentos.

– Tal vez les convendría ocuparse de eso -dijo Gabe-. ¿Ha sucedido algo últimamente que podría haber hecho que un empleado estuviera descontento desde hace poco?

– ¿De qué estás hablando? -dijo Budge.

– Él quiere saber si hemos enojado a alguien en particular últimamente -dijo Jack-. No. Hemos ganado casos, por supuesto, lo que siempre deja a algunas personas infelices, pero nada que se destaque. No hemos despedido a nadie.

– ¿Y las acusaciones que ella hizo? -dijo Gabe.

– Yo insisto en que se haga una auditoría externa -dijo Budge, hinchándose de rabia.

– No vamos a pagar una auditoría -dijo Jack con fatiga-. Nadie piensa que tú estás estafándonos. Yo no engañó a Suze. Trevor dice que él no engaña a Audrey. Es una trampa para molestarnos.

– Es escandaloso -dijo Trevor automáticamente-. Pero ella no ha vuelto a llamar. Creo que si esperamos…

Jack cerró los ojos.

– ¿Dónde quería que le dejaran el dinero? -dijo Gabe.

– Dijo que volvería a llamarnos para decírnoslo -respondió Trevor rápidamente-. En un día, cuando yo dispusiera de él.

Jack lanzó una mirada a Trevor y agregó:

– Es cierto.

No, no lo es, pensó Gabe.

– ¿Y tú, Budge?

– Le colgué antes de que llegara a ese punto -respondió Budge-. Me acusó de robar.

– Eso es lo que los chantajistas hacen-dijo Gabe-. Acusan a la gente. Muy bien, como están las cosas no hay mucho que yo pueda hacer. Si quieren meter a la policía en esto, ellos pueden revisar los registros telefónicos, pero supongo que ella llamó de un teléfono público y no desde su sala de estar.

– Nada de policía -dijo Jack-. Esto es una broma.

– No creo que sea una broma -dijo Budge-. Creo que…

– Budge -intervino Jack-. Todos creemos que es una broma. -Lo dijo con una fuerza suficiente como para que Budge se callara-. Gracias por venir hasta aquí, Gabe. Lamento que te hayamos hecho perder el tiempo.

– Siempre es un placer -dijo Gabe, lo que no era cierto. O & D casi nunca era un placer, pero siempre era rentable. Se puso de pie y agregó-: Avísenme si pasa algo.

– Por cierto -respondió Trevor, pero su rostro decía: De ninguna manera.

– Fue maravilloso volver a verlos a todos ustedes -dijo Gabe y se marchó, preguntándose qué demonios estaría sucediendo pero sin que le interesara demasiado.

Cuando estuvo de regreso en la agencia, Riley cerró la puerta de un golpe, arrojó un expediente sobre el escritorio de Nell, y dijo:

– No me gusta esa mujer.

– ¿Qué mujer? -Nell tomó la carpeta y se sentó en su escritorio para leer la etiqueta, tratando de recuperarse después del espejo-. El Almuerzo Caliente -leyó-. ¿Qué es esto?

– Uno de nuestros clientes habituales. -Riley se arrojó sobre el sofá y lo hizo crujir de angustia-. Tiene una esposa que consigue un nuevo amante un par de veces por año. Siempre se lo encuentra en el Hyatt los lunes y miércoles al mediodía, por eso la llamamos el Almuerzo Caliente.

Nell miró la carpeta, confundida.

– ¿Y hace cuánto de eso?

– Alrededor de cinco años. -Riley estiró las piernas y extendió las manos detrás de la cabeza, sin dejar de fruncir el entrecejo-. Y yo estoy harto.

– ¿Usted está harto? -Nell abrió el expediente-. ¿Cómo se siente el cliente al respecto?

– Lo único que él quiere son los informes. -Riley cerró los ojos-. Es una farsa. Ella nos conoce a nosotros dos, así que no es precisamente una operación clandestina. Hoy me saludó con la mano camino al ascensor.

– Por lo menos tiene sentido del humor. -Nell miró el informe y se encogió de hombros-. Entonces usted hizo su trabajo. ¿Cuál es el problema?

– Me siento como un consejero matrimonial. -Riley se movió en el sofá, que volvió a crujir-. Mi suposición es la siguiente: nosotros le entregamos el informe al cliente, él se lo muestra a ella, se pelean, y entonces tienen una ardiente sesión de sexo posreconciliación durante un tiempo. Luego comienza a volverse aburrido, y él nos vuelve a llamar y dice: «Creo que mi esposa tiene un romance». ¿En serio, Sherlock? -suspiró-. Eso no es un matrimonio.

– ¿Usted está casado? -preguntó Nell, sorprendida.

– No -respondió Riley-. Pero sé lo que es un matrimonio.

– Y eso sería…

– Compromiso de por vida sin quejas -dijo Riley-. Que es la razón por la que no estoy casado. Yo soy más de la clase de tipos que viven el momento. ¿Puede tipearme ese informe?

– Claro -dijo Nell-. ¿Puede pasarme su agenda así cargo las citas en la computadora? -Cuando Riley asintió, ella dijo-: Muy bien, entonces, una cosa más. ¿Cuándo fue la última vez que usted tomó dinero de la caja chica?

Riley se encogió de hombros.

– Cuando dice ahí. El mes pasado, en algún momento. ¿Por qué?

Nell sacó la caja chica y le pasó los recibos.

Él los revisó, frunciendo el entrecejo.

– Éstos no son míos.

– Ya sé. Mi teoría es que Lynnie los firmó en su lugar.

Riley lanzó un silbido.

– ¿Cuánto sacó?

– Con los otros cheques, más de cinco mil dólares.

– Y Gabe dice que lo olvidemos y nos traguemos la pérdida. -Riley volvió a arrojar los recibos en la caja-. Sabe, en otros tiempos él la habría perseguido sólo por el ejercicio. Ahora él es práctico.

– ¿Qué sucedió que lo hizo cambiar?

– Su papá murió, nosotros heredamos la agencia, y él se volvió demasiado serio. Ya había empezado a bajar la velocidad debido a Chloe y Lu, y porque Patrick era el peor gerente del mundo, pero ésa fue la última gota.

Nell frunció el entrecejo, tratando de entender.

– ¿Chloe y Lu?

– La esposa y la hija. En una época él era un tipo especial. Era como Nick Charles.

– ¿Quién es Nick Charles?

– Ya nadie lee. -Riley señaló el pájaro negro sobre la biblioteca-. ¿Sabe lo que es eso?

– El cuervo de Poe -adivinó Nell-. «Nunca más».

– Y usted trabaja en una agencia de detectives. -Riley suspiró y se dirigió a su propia oficina-. Usted no sabe nada de literatura y Gabe ha abandonado la cacería. Lo único que puedo decir es que ojalá yo nunca llegue a ser así de viejo.

– No somos tan viejos -le dijo Nell a su espalda, pero él cerró la puerta de la oficina antes de que ella pudiera terminar la oración-. ¡Oiga! -dijo ella, pero como él no volvió a abrir la puerta, ella llamó a su oficina y le contó el caso Farnsworth, omitiendo la parte sobre robar el perro. Que se lo contara la clienta.

Después volvió a sentarse y procesó la nueva información. Entonces Gabe McKenna estaba casado con Chloe. Trató de imaginárselos juntos, pero era demasiado absurdo, como Satanás con una muñequita de juguete. Y tenían una hija. ¿Cómo podían mezclarse esos dos grupos de ADN? Ella y Tim habían sido perfectos el uno para el otro, habían hecho un hijo perfecto, y su matrimonio estaba terminado. McKenna y Chloe estaban en extremos opuestos del espectro humano y todavía seguían juntos. El matrimonio era un misterio, eso era todo.

Recogió las notas sobre el Almuerzo Caliente que Riley había escrito, sobre una mujer de nombre Gina Taggart que cometía adulterio sin ningún problema de manera regular. Eso era lo que andaba mal en el mundo. La gente hacía cosas que sabía que estaban mal porque sabía que podía salirse con la suya y otras personas no los detenían. El Almuerzo Caliente engañaba, y Lynnie robaba, y el tipo de New Albany atormentaba a una perra, y Tim la abandonaba y la dejaba con el aspecto de tener un millón de años de edad -su corazón se encogió ante el recuerdo del espejo- y nadie recibía ningún castigo. Salvo que no podía enfurecerse con Tim; él había actuado con honestidad, era culpa de ella que se viera como un demonio, no podía enfurecerse.

Allí sentada en las penumbras de la oficina, se dio cuenta de que quería enfurecerse, quería decir: «No, no puedes simplemente cambiar de idea después de veintidós años de matrimonio, tú, maldita comadreja con huesos de fideo». Pero eso no sería productivo, haría las cosas más difíciles para todos, no le haría ningún bien a nadie en ningún caso. Imaginemos si le hubiera gritado a Tim cuando él le dijo que se iba; el divorcio habría sido un infierno en vez de civilizado y justo. Imaginemos si hubiera gritado y arrojado cosas; jamás podrían haber mantenido la amable relación que tenían ahora. Imaginemos si hubiera gritado y arrojado cosas y lo hubiera agarrado de las…

– ¡Nell! -dijo Riley y ella giró en la silla para enfrentar la puerta de la oficina de él.

– Sí. ¿Qué? -Lo miró con el entrecejo fruncido-. No grite. ¿Por qué no me llamó por el intercomunicador?

– Lo hice. Me voy. Vuelvo a las cinco.

– Está bien -dijo Nell, y entonces frunció el entrecejo, transfiriéndole a él su frustración con Tim y Lynnie-. Explíqueme esto. Ustedes hacen investigaciones de antecedentes todo el tiempo. ¿Por qué no lo hicieron con Lynnie?

– Lo hicimos, o al menos lo hizo mi madre cuando la contrató. Tenía excelentes referencias. -Riley arrojó su agenda sobre el escritorio-. Ogilvie y Dysart, igual que usted. Se suponía que estaría aquí sólo un mes, hasta que mi madre regresara. Por eso las citas nunca se cargaron en la computadora. A mi madre no le gustan las computadoras.

– Eso explica muchas cosas -dijo Nell-. ¿Entonces su madre renunció?

– Decidió hacer un viaje de dos semanas a Florida a mediados de julio, contrató a Lynnie, y cuando llegó allí decidió quedarse. En ese momento tomamos a Lynnie en forma permanente. No había ninguna razón para no confiar en ella.

– Supongo -dijo Nell-. Sólo que me enfurece que haya entrado aquí.

– Sí, me doy cuenta de que está echando espuma -dijo Riley.

– Soy una persona calma-replicó Nell-. Me enfurezco sutilmente.

– Pero eso le quita la diversión al asunto, ¿no es cierto? -Se dirigió hacia la puerta, y en ese momento se detuvo-. ¿Usted almorzó? Puedo ocuparme de los teléfonos un rato si quiere salir.

– No tengo hambre -dijo Nell.

– Está bien. Si Gabe pregunta, estoy trabajando en el Informe Trimestral.

– ¿El qué?

– Trevor Ogilvie -dijo Riley desde el umbral-, miembro del infame estudio Ogilvie y Dysart, Abogados. Nos contrata para que investiguemos a su hija cada tres meses para ver qué hace.

Nell se quedó con la boca abierta.

– ¿Los contrata para que investiguen a Margie?

– No, investigamos a Olivia, la de veintiún años. Margie es la hija mayor, ¿verdad? ¿De su primera esposa? Es evidente que Margie no hace olas.

– Me había olvidado de Olivia -dijo Nell, recordando a la consentida hermanastra de Margie-. No creo que ella y Margie hablen mucho. -Volvió a sentarse-. ¿Entonces Trevor los contrata para que sigan a Olivia?

Riley asintió.

– Es su idea de la paternidad, y será un milagro si sobrevive a los informes. Olivia lo pasa muy bien. Oh, y antes de que me olvide, no vamos a rescatar a Pastelillo de Azúcar.

– ¿A quién?

– Pastelillo de Azúcar, el perro maltratado. -Riley se volvió hacia la puerta-. Regla número dos: no violamos la ley.

– ¿Hay dos reglas? -preguntó Nell, pero la puerta de la oficina se cerró de golpe antes de que terminara la oración-. Sabe, es grosero hacer eso -dijo y después levantó la agenda de Riley para cargarla en la computadora, tratando de no pensar en el perro y el Almuerzo Caliente y en todo lo demás que había que arreglar en el mundo.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a>Rat Pack, literalmente «La Pandilla de Ratas», era el nombre con que se conocía en los años cincuenta a un famoso grupo de amigos formado por, entre otros, Frank Sinatra y Dean Martin (N. de la T.)