143417.fb2 Sensitiva Amorosa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

Sensitiva Amorosa - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 2

II

Éramos tres viejos buenos amigos que durante largo tiempo habíamos tenido una relación muy cercana y nos habíamos visto a diario (de modo que nos conocíamos bien por dentro y por fuera), pero a los que la vida nos había conducido después por caminos distintos. Ahora nos habíamos encontrado de nuevo tras muchos años de separación, durante los cuales no habíamos sabido nada cada uno de los otros dos, al margen de rumores y de lo que, de pasada, habíamos oído en boca de amistades comunes con las que alguna vez nos habíamos topado en nuestra trayectoria vital.

Por azar, nuestros caminos se habían cruzado de nuevo -el destino tiene estos pequeños caprichos-, y el que vivía en el lugar del encuentro nos había invitado a cenar a los otros dos, de modo que de nuevo estábamos juntos como antaño. Poco a poco nos habíamos ido poniendo sentimentales, todos los recuerdos borrados de nuestra antigua amistad habían resurgido del olvido, y nuestra entera juventud de súbito aparecía ante nuestros ojos como un silencioso y latente espejismo, doblemente mágico al divisarse en la lejanía.

Habíamos tomado un carruaje: la ciudad quedaba ya a nuestras espaldas y recorríamos lentamente la orilla del mar. Era un día de primavera temprana, cerca del atardecer: la franja de mar brillaba bajo el sol de la tarde, la neblina se cernía sobre los campos, los árboles estaban reverdeciendo, y el silencio era tan profundo como sólo puede serlo en la soledad de la llanura; tan sólo las alondras cantaban en el cielo azul.

Los recuerdos emergían del pasado, uno detrás de otro: tan pronto alegres como melancólicos. Se transformaban en palabras y visiones, y juntos los revivíamos con la dulzura y la tranquilidad de la tarde de primavera que nos envolvía, como sólo ocurre en la memoria, una vez la vida ha soltado sus cadenas y nos ha dejado en libertad.

Un nombre me vino a los labios, no sé cómo ni por qué, un nombre de una persona que antaño los tres habíamos conocido bien, y comenzamos a hablar de su suerte.

Hacía un par de años que se había prometido con una joven que tenía todas las cualidades imaginables y el mundo entero a sus pies: y tras unos meses de compromiso, él lo rompió sin que nadie supiera la razón. La muchacha lo aceptó, y para consolarse de su desgracia pronto encontró a otro que -como todo el mundo comentó- supo apreciar mejor su suerte: un funcionario de provincias muy bien situado. Ninguno de nosotros la conocía a ella, y dando palos de ciego hacíamos conjeturas acerca de la conducta de él.

– Es inútil intentar adivinarlo -dijo el que se sentaba enfrente de mí-, nadie más que él mismo sabe qué fue lo que le empujó a comportarse de ese modo, y si él lo contara, seguramente nadie lo entendería, y quizá menos aún aquella que más derecho tendría a una explicación. Todavía recuerdo que, cuando recibí sus participaciones de compromiso, vaticiné para mis adentros que había un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que acabaran separándose, a pesar de que yo no tenía la menor idea de cómo era ella ni de qué aspecto tenía. Simplemente sabía que personas como él o como nosotros no podemos atarnos de por vida. Para nosotros el matrimonio es un juego de azar, una apuesta alta con cartas bajas. Son ciertas menudencias las que gobiernan nuestras vidas y dan lugar a los puntos de inflexión: esos pequeños detalles impredecibles e inapreciables a primera vista, y que uno no descubre hasta que es demasiado tarde. Nuestro amigo encontró una mujer en cuyo entero ser externo e interno, él, de naturaleza sensible y delicada, reconoció sus necesidades y sueños secretos. Debió de ser como una nota aguda de violín que estremeció toda su alma y todos sus sentidos, lo más hondo de su ser. Pero olvidó que bajo esos inquietantemente débiles toques del arco se ocultan notas discordantes que acechan del modo más sigiloso. Y así un hermoso día oyó una falsa nota, y la disonancia se hizo mayor y más intensa, minuto a minuto, y por mucho que se tapara los oídos y se retorciese de angustia, ello no le sirvió de nada, hasta que finalmente la melodía se rompió por completo y se convirtió en una insoportable mezcolanza de sonidos estridentes y chirriantes; ante lo cual él no tuvo más remedio que huir. Pudo ser una palabra, una inflexión de la voz, una expresión del rostro o un movimiento del cuerpo; pudo ser cualquier cosa, algo externo a ella que cambió el modo en que él la veía: quizás pura y simplemente una asociación de ideas sin fundamento, o un repentino cambio en las emociones de él con el que ella nada tenía que ver y del cual él mismo no era responsable, al igual que cuando, por una cuestión puramente física y sin razón aparente, tenemos sensaciones imaginarias de olor y gusto que nos resultan desagradables. Pero esta impresión de repugnancia, que quizá en principio no tenía absolutamente nada que ver con ella, bastó para que él sintiera tanto rechazo como ante cualquier objeto inmundo, de modo que tuvo que liberarse de ella: y ello no deja de ser un misterio, para todos y para él mismo.

»Un joven conocido mío me contó un episodio de su propia vida similar a éste. Se había enamorado de una muchacha, y ella le correspondía. Se veían a diario, en relación libre e íntima, y se daban todas las condiciones para que llegaran a conocerse hasta donde es humanamente posible. Él la sentía más cercana cada día, y sentía asimismo cómo su propio ser se adentraba en el de ella más y más, y cómo parecía haber encontrado su sitio en el corazón de ella. Entonces una noche, en una reunión, otra persona, hacia la cual él desde el primer momento había albergado una especie de sentimiento hostil, de esos que no pueden nunca explicarse del todo pero que son sumamente intensos, cortejó a la joven. Y a él le pareció, con o sin razón, que a ella le complacían aquellas banales palabras. Ante esto sintió primero una suerte de lacerante herida en lo más profundo de su corazón, un insoportable golpe en sus emociones, y a continuación se le antojó que algo de esta persona repelente se había infiltrado en ella, fusionándose en cuerpo y alma. Algo de ese elemento desconocido de su rival, que chocaba con su propio carácter, se había comunicado a su amada, y así de pronto él sintió repulsión ante ella, ante su visión y su presencia, la misma y rotunda antipatía inexplicable e incontrolable que sentía hacia su rival.

»Era como si el cuerpo y el alma de ella se vieran envueltos y llenos de una nueva sustancia con la cual él no podía mezclarse sin apartarse con repulsión en un reflejo instintivo, como cuando los sentidos, las glándulas del gusto y del olfato, captan algo repugnante.

»Conozco también a una muchacha a la que ocurrió algo similar. Se había prometido con un joven, y ambos estaban tan ardientemente enamorados como es posible en esta vida: parecían estar hechos el uno a la medida del otro. Un día él la llevó a su casa para presentarle a sus progenitores. Y ocurrió entonces que a ella le sobrecogió un violento y repentino rechazo hacia el rostro del padre, y cuando luego lo vio al lado del hijo, le pareció percibir -quizá con fundamento, pero pudo también simplemente haber sido su imaginación- en esa cara hinchada y repulsiva algo en común con los rasgos faciales de su amado. Pronto no vio en ellos nada más que eso: todas los pequeños y peculiares matices que ella había ido descubriendo en su rostro y que le eran tan queridos porque sólo ella los conocía y, por lo tanto, le pertenecían a ella y a nadie más, todos ellos habían desaparecido, y no quedaba nada sino esa indefinida semejanza con el padre. No podía explicar en dónde radicaba esa semejanza o en qué consistía, pero la notaba. De hecho, sólo ella la veía, siempre que estaba junto a él, y no podía pensar en otra cosa: la idea la perseguía de día y de noche, le hacía sufrir y sentir asco, y siguió creciendo hasta convertirse en una obsesión informe que acabó ocupando toda su vida, todos sus sentidos y pensamientos, igual que esos soniquetes que una y otra vez se nos vienen a la cabeza en noches febriles, sin que podamos librarnos de ellos, pues se suben como un íncubo al pecho y nos hacen sudar y encogernos, nos lastiman tanto como si fueran un cuchillo hurgando en una herida a medio cerrar y nos zumban en el cerebro como una mosca en un espacio infinito y vacío de sonido.

El sol brillaba en el horizonte, grande y dorado. El cielo palidecía. El frescor de la noche ya se sentía en el aire, y se hizo un silencio aún mayor en los campos.

– Yo también… -prosiguió nuestro amigo al cabo de un rato-. A vosotros os lo puedo contar, pues ahora soy capaz de pensar en el asunto sin atormentarme y hablar de ello sin vergüenza. Yo mismo viví una vez una experiencia que ha hecho que todas estas historias me resulten familiares y las pueda comprender muy bien. Un verano hace algunos años, después de un invierno de duro y monótono trabajo, estaba cansado física y anímicamente, harto de la vida urbana de soltero y de la compañía de la gente, y quería alejarme de todo ello. Partí sin rumbo fijo y al final me establecí en un alejado rincón campestre, situado en un paraje idílico junto a un bosque y un lago. Era como un mundo aparte, sin relación alguna con el mundo del que yo provenía, y sin perturbación alguna del exterior. Me sentía como saliendo de un salón de baile al aire fresco de la noche, mareado, con la sangre y los nervios ardiendo y el ruido aún retumbando en la cabeza. Y me parecía caminar por un gran vacío que me envolvía y me abrumaba produciéndome vértigo. Los días pasaban y yo tenía algo así como una sensación imperturbable de verano y de descanso, de cielo azul y de aire impregnado de una cálida luz, una impresión de frescor bajo la verde claridad de los árboles, como cuando una mano femenina te acaricia la frente febril. Vagabundeé por los alrededores durante días y días, me convertí en un animal del bosque, en una planta campestre, y sentía cómo silenciosamente resucitaba el niño que llevaba dentro, como cuando una planta quemada por el sol y enterrada en el polvo poco a poco eleva sus hojas marchitas tras ser regada. Los últimos años quedaban muy atrás, en la oscuridad, renqueantes y agónicos, y era como si de pronto saliera a la luz del sol y mi gélido ser se derritiera. Y cuando ya atardecía, cuando el sol se había ocultado y todo quedaba en silencio y la azul noche estival se cernía sobre el campo, me ponía tan sentimental como sólo puede ponerse uno en esos inolvidables días de la primera juventud.

»Cuando una de esas noches volví a casa tras haber pasado todo el día fuera, encontré en la mesa una tarjeta de invitación de uno de los próceres del lugar, un terrateniente danés con cuya familia me topaba a menudo en mis excursiones: probablemente me veían como una rara avis, dado que durante semanas había vivido como un ermitaño sin más contacto humano que el de mis anfitriones, modestos aparceros de la finca en que me alojaba.

»No me entusiasmó en absoluto la carta, pues yo quería estar en paz a solas y hasta entonces me había encontrado muy a gusto: sentía que aquello iba a acabarse. Pero acudí a la invitación. Había allí gente de los alrededores, entregándose a sencillas distracciones burguesas. Ni me divertía ni me aburría, pero cuando más tarde me marché para casa y, a solas conmigo mismo, pude reflexionar sobre lo que había ocurrido, sobre aquello en lo que estaba a punto de embarcarme y sobre lo que vendría después, sentí una gran desazón. Detecté con cruel ironía todos los síntomas fácilmente reconocibles del enamoramiento: me conocía a mí mismo demasiado bien como para saber que ya estaba enamorado y que no podía hacer nada al respecto salvo dejar que todo siguiera su curso. Pero me atemorizaba esta nueva atracción, que probablemente enseguida se convertiría en pasión; y entonces, adiós a los días felices. La cosa estaba clara, no había sino dos opciones: huir o entregarme en cuerpo y alma a lo inevitable. Escogí esto último.

»Y según pasaban los días y se acercaba el otoño, nuestro amor de verano maduró y alcanzó su esplendor. Nuestras almas se entrelazaron del mismo modo que dos árboles contiguos entrelazan sus raíces y copas. Y el bosque se oscurecía, el sol brillaba con fuerza y todas las luces y sombras y contornos se intensificaban, cuando, una tarde de septiembre en que todo el paraje se mostraba como un país de ensueño a la luz de la luna, intercambiamos en silencio nuestras primeras confesiones en una mirada: ésa que para mí es el culmen y la quintaesencia del amor, y que hace que todo lo viene después parezca pobre y vacío a su lado. Todos guardamos algún momento de nuestra vida que valoramos y amamos más que nada: para mí es ese instante en que aquella mujer y yo, mirándonos a los ojos, hallamos reposo mutuo en nuestros corazones. De buen grado cambiaría todas mis experiencias de embriaguez y todas mis noches voluptuosas por esta sola mirada silenciosa y llena de lágrimas que hizo de mi placer algo tan exquisito y tan tremendamente delicado que se transformó en dolor.

»Cuando echo la vista atrás y pienso en mi juventud, soy capaz de comparar y evaluar mis distintas experiencias. Y creo poder afirmar que, de todos mis encaprichamientos, éste ha sido el más intenso, quizá el único al que puedo darle el elevado título de "amor". Y sin embargo sólo hizo falta una pequeña y lamentable casualidad para transformar por completo mis sentimientos más hondos, para que se volvieran tan distintos como lo es la noche del día.

»Una hermosa mañana de septiembre acompañé a mi amiga danesa al prefecto del condado, que pertenecía a nuestro círculo social y que residía no muy lejos. Un carruaje esperaba a la puerta, y justo cuando entrábamos en el patio, salió de la oficina una muchacha conducida por dos hombres. Un jornalero llegó corriendo y se apresuró a decirnos que se trataba de la infanticida sobre cuyas horribles fechorías circulaban por toda la región rumores espeluznantes. Lo había confesado todo y se había confirmado que el crimen había sido cometido, si bien en un momento de enajenación, pero aun así en las circunstancias más odiosas, y la pobre detenida iba ahora a ser trasladada a la prisión del condado a la espera de sentencia. Llevaba un vestido negro y mugriento, cuya falda le caía torcida, dejando al descubierto en un lado la enagua y en el otro una gastada bota y una media sucia tapándole la pantorrilla: había algo débil y dejado en ese joven cuerpo femenino que provocaba repugnancia. Y su rostro… fue el rostro lo que vi, fue el rostro a lo que mi mirada se quedó adherida como con un parche, ese horrible rostro ceniciento, hinchado por el llanto, surcado de lágrimas y que el remordimiento y otras muchas emociones habían ya arrasado y deformado… y además los ojos, rodeados de negro e inyectados en sangre, sin brillo, de pétrea mirada fija, como si constantemente tuvieran ante sí la imagen del crimen y como si expresaran un sofocado grito de angustia.

»Y junto a ese rostro tenía ante mí otro, inocente, fresco, sonrosado, y sin embargo semejante al primero: no podía, y aún no puedo, decir de qué forma, pero esos dos rostros guardaban un parecido, se fundían en uno solo y yo no podía separarlos. Y así como en los cimientos de una nueva casa hay esporas de hongos que se reproducen y crecen y acaban invadiendo todo el edificio, y furtiva, maliciosa e insidiosamente van carcomiendo la madera, así esta semilla plantada por el azar hizo brotar una planta venenosa que se enredó en mis emociones y las echó a perder por completo y sin remedio.

El carruaje había dado la vuelta. Los tejados y chapiteles de la ciudad se recortaban como nítidas siluetas de papel negro sobre el reflejo rojizo y ahumado del sol poniente, y entre éste y el fresco cielo azul blanquecino sobre nuestras cabezas, ambos con hermosos matices, se formó una estrecha y sedosa franja verde, en la cual lucía una única y gran estrella.

»¿De qué sirve intentar construir una vida, cuando estamos gobernados por fuerzas que desconocemos, y cuando ocurre que no sabemos más de nuestras emociones secretas de lo que saben acerca del proceso de formación de sus células los bulbos y brotes que ahora mismo están germinando a nuestro alrededor?»