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III

Una tarde de mayo acompañamos a los recién casados, nuestro amigo y su joven esposa, hasta el barco que había de llevarles en su luna de miel. Él tenía el aspecto de una persona enormemente afortunada, en éxtasis ante una serie de maravillas inconcebibles: parecía como si no se reconociera a sí mismo en ese nuevo mundo, y su semblante, palabras y maneras se veían iluminados por un halo de calma. Y ella… Ella brillaba como un cálido día de primavera, cuando la vida se desborda de sus cauces en una profusa explosión de flores y perfumes.

Cuando el barco se alejó del muelle, nos pareció a los que nos quedábamos en tierra que el cielo se nublaba y que, más allá del mar, existía un soñoliento país mágico hacia el que ellos se dirigían y que nosotros nunca veríamos, mientras nos embargaba una gran sensación de soledad.

Tres meses más tarde, en una noche de luna de agosto, ellos regresaron, desembarcando en el mismo lugar del que habían partido, y fuimos a su encuentro. Ahora él se nos antojó intranquilo, transmitía la sensación de que estuviera por abandonarlo todo, y tanto la mueca de la boca como la expresión de los ojos parecían indicar que le daba vueltas a un doloroso enigma que le atormentaba, sin que pudiera liberarse de él o encontrarle solución.

Volvieron a su casa, y pasó un año, y dos, sin que supiéramos gran cosa de ellos, hasta que un día, un hermoso día, llegó una larga carta, enviada a uno de nosotros pero dirigida a los dos. Decía lo siguiente:

«Pronto hará años desde la última vez que nos vimos, y apenas he respondido a vuestras amables cartas con algunas pobres líneas, pero no debéis enfadaros por eso. No me he encontrado bien durante estos dos años. La ansiedad me ha consumido y me ha envenenado la sangre, volviendo mi alma tan sensible como un nervio al desnudo. Las pocas veces que me he dispuesto a escribiros, inmediatamente después de coger la pluma la he tirado al suelo y he saltado de la silla diciéndome que no tenía nada que decir. Si ahora por fin lo hago es debido a que en este momento tengo la dolorosísima sensación de que a mi alrededor todo ha estallado y se ha derrumbado. Me siento enfermo, vacío y solo.

»A mi mujer y a mí no nos van bien las cosas. Pero por duro que sea, sigo bendiciendo el momento en que pedí su mano, pues junto a ella he saboreado lo mejor de la vida, aunque sea tan sólo por unas pocas semanas, y pienso que alguien que haya experimentado un solo y fugaz instante de felicidad no tiene derecho a quejarse, pues esto basta para compensar toda una vida de desdicha.

»Ella vino a mí y se entregó de un modo inconsciente, irreflexivo, y la entrega la hizo prisionera en cuerpo y alma. Era capaz de adivinar mis deseos más secretos incluso antes de que cobraran forma, cuando apenas se podían vislumbrar vagamente en mis gestos o miradas, adivinaba todos mis caprichos y los satisfacía prontamente como se hace con un niño. Se mostraba a sí misma sin reservas y sin ser consciente de ello: podía pasarse horas sentada frente a mí, tan sólo mirándome, y el silencio revelaba sus pensamientos mejor que cualquier palabra. Me casé con ella sin, en realidad, amarla más de lo que hubiera podido amar a otras mujeres que había conocido, sencillamente porque me conmovía su devoción, sentía lástima por ella y estaba cansado de mis relaciones de soltero.

»Yo era por completo consciente de esa frialdad en mis sentimientos, pero ella lograba sacar de mí más ternura de la que verdaderamente había, y me hacía feliz el verla feliz a ella. Nunca en mi vida he sentido tanta paz y equilibrio, algo comparable a lo que se siente en una mañana de verano, con el canto de la alondra, el frescor del rocío y el sol del amanecer.

»Todo esto duró dos meses, mientras continuábamos rumbo al Sur y el esplendor de la primavera meridional nos envolvía. Viajamos por el Rin, descansamos junto al verde y resplandeciente lago Lemán, pasamos rápido por San Gotardo y por las laderas del sur de los Alpes, acompañados del bramido de las cascadas que cuelgan de la montaña como blancos velos, y nos dirigimos hacia la llanura lombarda, ese infinito complejo de jardines en los que las ciudades se hallan esparcidas como villas. En esta multitud cambiante de rostros humanos y de paisajes, avistados fugazmente y en passant <strong>[3]</strong> desde las ventanillas de los trenes, desde la cubierta de un barco, o en las tables d'hôte <strong>[4]</strong> de restaurantes, nos fundíamos uno con otro cada vez en mayor grado. Era como si mezcláramos nuestra sangre. Yo estaba como un niño con zapatos nuevos, feliz y en calma: algo bueno emergía dentro de mí, como cuando del tocón de un árbol podrido sale un nuevo brote.

»Una hermosa mañana de finales de junio arribamos a Bellagio, una pequeña localidad encaramada sobre el empinado promontorio que el lago Como rodea con sus azules brazos. Nos sentíamos tan a gusto en ese lugar, que allí nos establecimos. Dábamos largos paseos por la montaña o bien cogíamos una barca para recorrer la playa: los días fluían apaciblemente sin que nosotros nos diéramos cuenta de cómo el tiempo iba pasando. Después de la comida de mediodía solíamos sentarnos un rato bajo los árboles a la orilla del lago que estaba enfrente del hotel: el calor se adensaba a nuestro alrededor y buscábamos el mayor frescor que proporcionaba aquella tenue luz verdosa. Un buen día hallamos nuestro sitio habitual ocupado por una pareja de recién llegados, a quienes ya había visto en la table d'hôte. Él parecía un oficial inglés, y la joven era a todas luces su hija. Ésta poseía uno de esos rostros femeninos que, por la redondez aterciopelada de sus contornos, recuerdan a preciosos camafeos y a los cuales el contraste entre los ojos grandes y oscuros como pintados al pastel y el exuberante cabello rubio ceniza otorga un exquisito refinamiento, como el de un raro destello de colorido en una flor vulgar. Y junto a este rostro, de piel semejante a la harinosa pulpa de las manzanas de verano, tenía ante mí el de mi esposa, regordete, lozano y tan trivial como el de una niña. Y percibí cómo ante ese paisaje de aguas azules y luz blanca, de plata fundida y casas blanco-azuladas en medio de la oscura y frondosa vegetación, ante ese paisaje tan claro y brillante como la luz del sol que asoma tras las cortinas tras el primer despertar matutino, percibí cómo, mientras una de estas dos damas, gracias a su ágil inteligencia y a sus emociones refinadas, era capaz de apreciar la esencia de dicho paisaje, su aroma más sutil y su perfume más fugaz, del mismo modo que se aprecia una exquisita fragancia o un vino añejo, la otra en cambio simplemente se abalanzaba sobre él como un niño glotón que satisface su hambre con aborrecible gula.

»Casi sentí entonces el peso de un enorme y punzante error. Comencé a notar cómo los vínculos se aflojaban e iba retrayéndome en mí mismo de nuevo, separándome del otro ser con el que me había fusionado. Me sentía otra vez yo mismo como antaño, había recuperado mi anterior personalidad y mi antiguo parecer. Todo lo que me rodeaba volvía a ser como antes. Una luz se extinguió dentro y fuera de mí: la situación me recordaba a cuando la sala de concierto se ilumina de nuevo y se llena de un rumor de voces una vez terminada la pieza que todos hemos estado escuchando en silencio y a oscuras. Pero, por encima de todo, tenía la sensación de que algo con lo que había crecido se soltaba de mí por completo: era como si me levantara de la cama después de un contacto puramente físico, sintiendo tanta vergüenza, ridículo y asco como después de una noche de intimidad con una extraña.

«Proseguimos nuestro viaje, yendo sin rumbo de un lado a otro, y ella cada vez más se me antojaba una desconocida que me acompañaba en mi periplo y a la que pagaba el alojamiento y demás gastos. Su ruidoso entusiasmo hacia todo lo que nos encontrábamos chirriaba junto a mi refinado estado de ánimo. Me avergonzaba y me parecía pueril. Su agresiva devoción hacia mí me parecía ordinaria y grotesca, de modo que la trataba como una de esas baratijas que se acepta comprar por no decir que no. Mi irritación y mi sarcasmo hacia ella no hacían más que crecer, y ni con la mejor voluntad del mundo era capaz de ofrecerle más de lo que se ofrece a la primera que pasa. Naturalmente, no tuvo más remedio que acabar dándose cuenta de que mi actitud para con ella había cambiado. Al principio lo afrontó con su carácter cándido y sencillo, y consideró que se trataba de algo sin importancia, meros arranques esporádicos de mal humor que de ningún modo habían de tomarse en serio. Pero después se dio cuenta de que sus explosiones de afecto y sus manifestaciones de ternura se estrellaban sin remedio contra mi frialdad, que yo las machacaba y arrojaba a la basura como algo inservible: percibí entonces su perplejidad, noté cómo me dirigía largas y asombradas miradas infantiles que herían mi conciencia enferma. Y más tarde, cuando se convenció de que la cosa iba en serio y de que yo la trataba como a un fardo pesado y molesto, de modo tan frío, mecánico y sin ganas como cuando se realiza una tarea monótona, en ese momento se ensimismó. A menudo la veía mirando al infinito con una expresión de desesperanza y melancolía, atormentada por un doloroso problema al que no hallaba solución. Por fin -cuando ya estábamos de vuelta en nuestra casa en el campo-, en una ocasión en que mi irritación y mi sarcasmo hacia ella habían sido especialmente groseros e hirientes, tuvo lugar un cambio repentino y violento en sus emociones, como debido a una suerte de instantáneo y definitivo proceso mental. Me pareció que ella había hecho acopio de todo su carácter en aquella mirada de orgullo y resuelto desprecio que me lanzó y que sostuvo, clavándola en mí como un aguijón, cruelmente desafiante y compasiva a partes iguales.

»Ya había sido todo bastante incómodo mientras estábamos de viaje, mas no lo notábamos tanto entonces. El cambio continuo de gente y de escenario nos había ofrecido siempre algo nuevo en que ocupar nuestro pensamiento y nuestra atención. Mientras esto había durado, nos fue posible vivir cada uno en nuestro mundo sin vernos constantemente forzados a una íntima confrontación en la que no tuviéramos más remedio que ponernos de acuerdo. Pero la situación se ha hecho insoportable al regresar, una vez nos hemos quedado a solas, y día tras día nos hemos tenido el uno al otro como única compañía. ¿De qué serviría una explicación? Ella seguiría sin entenderme del mismo modo que yo no me entiendo a mí mismo. Pues, ¿qué sé yo de este proceso interior mío, de su estructura o de sus causas? Probablemente no se trata sino de una alteración, causada por una necesidad natural, de mis conductos orgánicos y mis células, una reorganización que es un efecto inexorable de una causa dada, invisible, indescriptible y sin posibilidad de prevención. Pero me doy cuenta de que ella espera algo de mí, y ello me hace sufrir. Mi cabeza busca ávida y ansiosamente una salida, pero no la encuentra. Nuestra futura vida en común se muestra ante mí con una enigmática mueca de burla: tengo que cerrar los ojos para no verla, y aun así la sigo viendo.

»La vida se ha torcido para nosotros dos, y No puedo amar la vida ni tampoco despreciarla. Mi sarcasmo ha sido silenciado y la risa se me congela en los labios. Sentado en medio de la existencia, no siento sino horror, pues allí siempre he imaginado encontrarme con la mirada bizca de un loco al que todos hemos de seguir, sin voluntad y a ciegas como sonámbulos».


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> «De pasada» (en francés en el original).

  2. <a l:href="#_ftnref3">[4]</a>Table d'hôte: literalmente, «mesa del anfitrión». Actualmente designa un tipo de menú cerrado y de precio fijo, pero originariamente, y éste es el sentido que tiene en el texto, se refería a una mesa compartida por los huéspedes en la que se servían las comidas a una hora determinada.