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Fue en el barco de vapor rumbo al Sur desde Lucerna, una mañana de principios de julio. La ciudad quedaba ya bastante lejos al fondo, vasta, elegante, y tan delicada como una exhibición de relucientes casitas de muñecas en un escaparate o como una deliciosa pieza de confitería esculpida con filigranas. El lago de Lucerna comenzaba a recortarse y serpentear entre las cada vez más escarpadas paredes rocosas. El aire, que jugueteaba sobre las cumbres de las montañas y las cimas de los Alpes, se empapaba del frescor de la nieve perpetua antes de deslizarse por las laderas y correr como una enérgica brisa sobre aquel sumidero color verde botella y el pequeño objeto que, como un punto con una estela negra, sobre él se movía.
Había mucha gente en la cubierta superior, bajo un toldo que aleteaba sobre sus cabezas: componían esa extraña y cosmopolita sociedad en miniature, <strong>[5]</strong> que constantemente es destrozada y reconstruida en cada tren y cada barco en la gran pensión internacional que es Suiza. Yo estaba sentado en uno de los bancos de en medio, y en diagonal frente a mí, en el banco que circundaba la cubierta, me fijé en una joven pareja que había hecho el viaje de Lausana a Lucerna en el mismo tren que yo, se había alojado en el mismo hotel, y ahora continuaba la travesía en el mismo barco. Por el registro del hotel me había enterado de que él era un profesor de un pueblecito costero del norte de Alemania, y basándome en una serie de pequeñas observaciones, había llegado a la conclusión de que eran unos recién casados en luna de miel.
El estaba de pie con el rostro inclinado sobre su Baedeker <strong>[6]</strong>. Ella contemplaba sentada el paisaje, con los codos en la barandilla y la barbilla apoyada en la palma de la mano. Sentada allí frente a mí, se la veía envuelta por una calma virginal, una armónica pureza, que me había impresionado desde el primer momento en que la vi. Tenía un aire de distinción del que no era consciente; su busto mostraba una firme turgencia; su perfil, un trazo uniforme. Cuando en un momento dado volvió su rostro hacia mí, me encontré con unos ojos de mirada fija, tranquila y prolongada, unos ojos que miraban hacia los míos con cierta noble naturalidad y sencillez, con esa especie de sincera confianza medio titubeante que tiene mucho de súplica. El, por el contrario, era de esos seres que dan la sensación de ser a partes iguales unos pedantes y unos vulgares charlatanes. Su aspecto era mustio. El traje le colgaba como un saco, como mal cortado. Su húmedo cabello negro lucía espeso en la nuca y sobre el cuello de su chaqueta, pero era ralo en la parte superior, dejando una calva en el centro y dos entradas en ambas sienes. Su rostro tenía algo de la insulsez de una húmeda esponja, y lo remataban una barba poco poblada y unas gafas que cubrían unos penetrantes ojos miopes.
Mantenía la cara inclinada sobre su Baedeker, y de vez en cuando levantaba la cabeza y fruncía los ojos de modo que se le formaban arrugas de piel fláccida en torno a las esquinas de los ojos, escudriñaba algún punto en la lejanía, para a continuación hacerle a su esposa una observación histórica o topográfica que subrayaba con tono doctoral a fin de destacar su importancia o interés. Ella asentía distraída o con impaciencia y me fijé en que, cada vez que él levantaba la cabeza y miraba a lo lejos guiñando los ojos, una nube negra se cernía sobre el rostro de ella en un acceso de dolor antes siquiera de que él hubiera dicho ni media palabra, como si ella supiera de antemano lo que se avecinaba y sufriera anticipadamente por ello. Esto, observé, ocurría una y otra vez, y me pareció que este fenómeno, en apariencia tan insignificante, encerraba como la semilla de una planta toda la historia de aquel matrimonio y del destino de aquella joven. Enseguida me encontré inmerso en la historia de estos dos completos extraños. Y mientras el vapor continuaba su marcha por las aguas color verde botella del lago de Lucerna, que formaban angostos pasajes entre acantilados rocosos cada vez más recios, con los esbeltos y yermos riscos del Monte Pilatus erigiéndose a la derecha, y las poderosas verdes laderas del Rigi a la izquierda, durante toda la travesía me dediqué, desde una posición de observador neutral, a contemplar cómo la vida de aquellos dos se desarrollaba ante mí con todas sus imágenes e intimidades. No había sacudida psíquica o matiz emocional de aquella mujer que se me escapase. Era como si la conociese desde niña, como si hubiera vivido junto a ella toda la vida, y por ello entendiera esa expresión de dolor en su rostro cada vez que él levantaba la cabeza de su Baedeker, miraba en lontananza con sus ojos de miope y le hacía el correspondiente comentario histórico o topográfico. Me daba también la impresión de que nos habríamos entendido como dos viejos amigos a poco que yo me hubiera acercado a estrecharle la mano.
Me parecía verla deambular por las sinuosas callejuelas de su ciudad natal, entre estilos arquitectónicos de todas las épocas, pasando bajo escalonados gabletes del período hanseático y construcciones medievales con esas vigas que aparecen rematadas por fantásticos relieves. La veía caminar en diagonal por la gran plaza, desierta y vacía bajo el sol, hasta el puerto, hasta el paseo marítimo, y allí detenerse y apoyarse en la pared del muelle para mirar al mar, una silueta recortada a contraluz en el pálido cielo. Era casi al anochecer, a punto de ponerse el sol, con las gaviotas gritando y revoloteando en círculos. El inmenso Báltico emitía destellos verdes, y su propia alma virginal se asemejaba a esa infinita superficie cambiante bajo la luz del sol, sobrevolada por el grito de las gaviotas: vasta, vacía, henchida de calma, con suaves cambios de humor y pensamientos que tristemente revoloteaban y gritaban, para enseguida callarse de nuevo y quedar en paz.
Durante las noches de otoño la familia se sienta alrededor de la lámpara de labor en el salón, amplio y de techos bajos, de ventanas pequeñas y amueblado con una elegancia anticuada similar al aroma que despide la fruta almacenada para el invierno. Las mujeres están sentadas a la mesa camilla, trabajando en silencio. El anciano cónsul se halla apartado en la penumbra fumando una pipa y recostado en su cómoda butaca. Rara vez cae una palabra, con pesadez y sin fondo, al silencio, y el silencio inmediatamente la agarra con mayor firmeza. El chaparrón golpetea a ráfagas los cristales, y el viento llega veloz desde el mar, embiste las paredes de la casa y aúlla a través del hueco de la chimenea como si quisiera entrar. Ella alza la cabeza de tanto en tanto y estira el brazo, con el codo cansado y dolorido, y deja caer la labor en el regazo y escucha asustada y extrañada, como si oyera un reproche o una advertencia, como si el peligro la acechara o como si estuviera a punto de perder algo, algo que fuera a marcharse para no volver, o como si sintiera dentro de sí ese extraño y callado lamento, ese repentino grito ahogado de la tormenta cuando recorre la ciudad y se interna en la noche.
Una noche, él se encuentra como otras veces allí, en el círculo que rodea la lámpara, en medio de la estancia amplia y de techos bajos. El viejo cónsul fuma su pipa en la penumbra. Las mujeres, sentadas, se inclinan sobre su labor, mientras él habla. De vez en cuando ella alza la cabeza y le mira largamente con ojos muy abiertos. Es tan diferente a todo lo que hasta entonces ha visto… Completamente distinto a los jóvenes de la ciudad. Sus modales son más relajados y, al mismo tiempo, más respetuosos. No ha dicho una sola palabra acerca del tiempo o el vendaval en toda la noche. Ha venido directamente del gran mundo a este apartado rincón y no habla de nada que no sean asuntos importantes, de nada que sea banal u ordinario. Aborda los temas más difíciles del saber como si se tratara del abecedario, y cita a ilustres personalidades como si fueran amigos íntimos. De súbito, misteriosamente, aparecen ante ella todos los secretos y misterios que alberga el mundo exterior, todo aquello que ella no puede siquiera imaginar pero que la llena de una vaga melancolía y una dulce inquietud cada vez que piensa en ello. Le parece casi estar en medio de ese mundo desconocido con el que comienza a familiarizarse. Ese mundo le ha llegado a través de él, y sin que ella se dé cuenta, se confunde ahora con él, sin que ella sea ya capaz de disociarlos. Y al tiempo que en ella crece esta nueva vida que la conversación de él hace florecer cada vez con mayor esplendor, empieza a sentirse unida a él. Unida desde luego por algo puramente impersonal, sus propios y más hondos sueños, pero de todos modos unida a él. Y así el día en que oye la primera indirecta de una de sus hermanas, se ve invadida por un sentimiento de orgullo, casi como si hubiera recibido una merecida alabanza.
La noche de bodas, el viaje juntos, todo en apenas unos días; y mientras se encuentra sentada en el vapor que discurre por el lago de Lucerna con el codo en la barandilla y la barbilla apoyada en la mano, se pregunta si sigue siendo la misma persona que hace poco vivía con su padre y su madre en una pequeña y apartada ciudad a orillas del Báltico, o si más bien es él quien ha cambiado, el que ahora hunde la cara en su Baedeker, el de la figura fofa y el traje informe de cuello manchado, el del insulso rostro de esponja y ojos entrecerrados de miope. Ahora que ella está en medio de las maravillas de la naturaleza, ahora que el mundo exterior la rodea y puede verlo con sus propios ojos, tocarlo sólo con alargar la mano y disfrutar de su esencia con todos los sentidos, ahora lo que antes era una unidad se desintegra. Ahora él se distingue del mundo, se contrapone a él como si fuera ajeno al mismo, aunque él no es ya quien era antes, sino otro ser totalmente desconocido para ella, una repugnante larva que con su rancia frialdad repta por su mano, un extraño que le produce repulsión. De noche, un bruto animal; de día, un pedante maestro de escuela con la cabeza llena de datos históricos y topográficos cuidadosamente clasificados en casilleros y estantes. Durante días y días le tortura la expectativa de tener que oír la frase siguiente, y todas las noches, cuando ella ya se ha acostado y en el hotel reina el silencio, se encoge llena de asco y angustia, a la espera del momento en que le toque sentir junto a su rostro el de él, frío y húmedo como el de una viscosa sanguijuela, y su mano temblorosa buscándola a tientas… Se siente como esas personas que sueñan que alguien las persigue y corren y corren para salvarse sin, a pesar de ello, poder moverse ni un centímetro, y quieren gritar y no pueden abrir la boca…
Como observador de la persona y el destino de esta joven, no me limité a mirar hacia atrás, sino también hacia el futuro: y vi cómo aquel espasmo de dolor se grabaría poco a poco en su fresco y noble semblante hasta convertirse en un indeleble rictus de tristeza en el labio superior; vi cómo su expresión clara y tranquila se hundiría cada vez más, por medio de una arteria inagotable, en ese pozo de dolor que había comenzado a fluir en su ser más íntimo; y cómo esa mirada se vería empañada por un sordo y perplejo sentimiento de desamparo, como si la parte más sagrada de su alma fuera profanada por unas brutales manos que se dedicaran a arrancarle los velos uno a uno.
Desembarcaron en Vitznau, a fin de subir al monte Rigi para ver el amanecer.
<a l:href="#_ftnref5">[5]</a> «En miniatura» (en francés en el original).
<a l:href="#_ftnref6">[6]</a> Se refiere a las guías turísticas más famosas de la época, lanzadas por la editorial que abrió Karl Baedeker en Coblenza en 1827. Se caracterizaban por detallar de forma minuciosa los restaurantes, hoteles y lugares de interés de cada sitio visitado, y por el uso de estrellas para calificarlos. La intención era ahorrar a los viajeros el coste de guías turísticos.