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¿Qué es esto, este miedo perpetuo, esta opresión del espíritu, esta lacerante llaga en el ser que causa tanto dolor como un afilado bisturí hurgando en las trémulas fibras de carne de una herida reciente, esta angustia vital generalizada que asuela a tantos de nuestra generación? ¿Qué es, cuál es su esencia y su origen? ¿Una mera propensión fisiológica, un secreto proceso patógeno de la sangre y los nervios? De acuerdo, pero, ¿cuáles son esas oscuras latitudes en las que la mirada interior busca con tanta ansiedad algo que siente amenazante y al acecho? ¿Cuál es, para ser precisos, la composición de este estado anormal pero constante del espíritu, cuál es la oculta fuente de veneno de la que toma su alimento? ¿Qué clase de parásito monstruoso es el que se ha adherido al núcleo del organismo emocional para poner ahí sus huevos y reproducirse? ¿Es la decadencia la que se ha acercado al hombre contemporáneo, es la muerte la que le persigue como si fuera su propia sombra, caminando a sus espaldas con paso silencioso, exhalándole al cuello su gélido aliento, es esa calavera andante la que le aproxima a la cara sus blancas mandíbulas desdentadas y sus negras y huecas cuencas oculares? ¿O se trata del destino, del cruel y demente destino que alza su cabeza de Gorgona ante el fatalista moderno? ¿O bien se trata del concreto espectáculo de la lucha por la existencia, la apisonadora imparable del tiempo y los millones de insectos humanos que son pisoteados hasta la muerte? ¿Es quizá la propia naturaleza enferma del universo la que el hombre moderno con su aguda sensibilidad percibe dentro de sí?
A esa persona, cuya historia voy más abajo a relatar, la angustia le había despojado de todo lo que hace a un ser humano crecer y formar parte de la vida. Era como si una espora micótica se hubiera escondido en el esperma de su padre y en el óvulo de su madre, y después de la fecundación hubiera comenzado a crecer en el embrión para después invadir todo el tejido celular, incrustándose en él tan a fondo que era capaz de hacer brotar alguna que otra raicilla en todas las manifestaciones de su actividad, en toda percepción, toda sensación, todo estado de ánimo, todo pensamiento, todo acto de voluntad y todo impulso de acción. Había consumido su infancia en una cavilación angustiosa y febril, y su juventud en espasmódicos e impotentes esfuerzos por atrapar el momento presente: quería disfrutarlo con todo su ser, abandonarse tranquilamente a él como un ave en su nido, o moverse dentro del mismo como pez en el agua, pero siempre se le desmenuzaba entre los dedos. Era como la medusa que, tras relucir con esplendor en las profundidades marinas, al ser sostenida en la mano no es sino una masa viscosa: le parecía siempre haber olvidado algo, algo que estaba obligado a hacer, aunque no podía recordar el qué por mucho que se atormentase hasta transpirar sudores fríos; le parecía que algo le estaba esperando, no sabía dónde ni el qué, pero la vida y el futuro se lo traerían en forma de desgracia, de modo que ya casi lo sentía agónicamente como una abrasadora herida en el corazón. Esa sensación se alojaba en su interior como un ascua palpitante, y no podía librarse de ella siquiera una fracción de segundo, pues incluso cuando aún no se había tornado en angustia consciente, habitaba en su inconsciente como una opresión nerviosa, pesada y convulsa. Podía con todas sus fuerzas abandonarse al trabajo o al placer, concentrar todo su ser en la actividad de su cerebro o sus sentidos, mas aun así, quizás en el preciso instante en que todos sus más lúcidos pensamientos convergían en un único vértice afilado y brillante, en un ansiado punto focal, o cuando el material al rojo estaba listo para ser moldeado en la fragua del cerebro, quizás en medio de un intimísimo trato carnal, la ansiedad emergía dentro de él y le paralizaba. Se sentía repentinamente vacío, frío, agotado, algo así como una cadena que se tensa en torno a una rueda y luego se afloja cuando de súbito ésta gira en sentido contrario. Por la noche solía despertarse con el corazón encogido y gimiendo de ansiedad, cuando las alucinaciones lanzaban fuertes destellos y se extinguían sin ruido ante él como un relámpago previo al trueno. Era como si toda esa silenciosa oscuridad que le rodeaba fuera una única masa reptante, como si el fantasma de la existencia le acechara en la almohada, susurrándole y risoteando como un loco. Cuando se hallaba en alegre compañía o con un grupo de gente, en medio de alguna conversación que le captara el interés, la angustia podía súbitamente hacer acto de presencia: y entonces le parecía que algo en lontananza le exhortaba e invocaba, algo que presagiara un infortunio, algo sobre lo que debía meditar y averiguar qué era. Esto invadía toda su vida emocional como un cáncer, provocando que la maquinaria de sus sentimientos se parase o funcionara anómalamente, y haciéndole tener miedo de la alegría que encendía su mente hasta el delirio y desnudaba sus nervios, pues ésta enseguida mostraba su reverso, que era la angustia y le dejaba siempre una sensación de desasosiego, mientras él apretaba la tristeza y la adversidad contra su regazo igual que lo hace una hembra con sus crías enfermas. La angustia goteaba su veneno sobre las cosas triviales y cotidianas, así como sobre los sucesos clave de su destino; fagocitaba su amor y todos los demás aspectos de su vida: y esto es lo que paso a relatar ahora.
Él creía haber llegado a un punto en que podía resistir críticamente cualquier faible <strong>[7]</strong> hacia el otro sexo y retirarse a tiempo, ya que había empezado a vivir la vida a una edad muy temprana y ahora se aproximaba a la treintena: cuando, durante una estancia veraniega en un pequeño y apartado balneario de Smáland, se le cruzó en el camino una joven que habría de enseñarle que las maneras del dios Amor son siempre impredecibles, así como resucitaría una vez de entre los muertos y sacaría a la luz ese doloroso amasijo de intensos sentimientos que es la auténtica pasión. De acuerdo con un fenómeno psicológico extraño e inexplicable, y sin embargo bastante frecuente, dicha mujer a la que la pasión le había unido con tanta fuerza, era totalmente opuesta a él tanto en lo externo como en lo interno. El, con su figura esbelta, su rostro de mignon <strong>[8]</strong>, y su atuendo cuidado con una meticulosidad casi excesiva, recordaba una delicada figurita de porcelana de Dresde; mientras que ella pertenecía a esa clase de mujeres de concentrada fuerza y pasiones reprimidas, de formas que casi poseen la dureza elástica del acero, abundantes pero al mismo tiempo firmes. Su cabeza noble, engastada en un robusto cuello, emergía bellamente torneada entre unos hombros algo elevados que daban a su busto un aspecto poderoso. El pelo negro y opaco le caía hacia un lado sobre una de esas frentes bajas y delicadas que son propias de las féminas; tenía la mitad inferior de la cara particularmente desarrollada; una pelusilla oscura sobre el labio superior; y unos ojos de color gris oscuro, no demasiado grandes, cuyo turbio brillo insinuaba una intensa vida sexual, al igual que había una peculiar sensualidad en su caminar y en sus gestos, en sus palabras y en su mirada. Naturalmente, no pasó mucho tiempo hasta que él, con su ojo entrenado en aquellos asuntos, y su agudo intelecto, notara que ella era capaz de ver en su interior y se sentía atraída por él: incluso entonces, en las primeras fases de esa relación, antes de que ninguna promesa ni ninguna señal de tierno y mutuo afecto hubieran sido expresadas verbalmente o a través de miradas o gestos, cuando él constataba que cada vez iban estando más cerca el uno del otro, lo hacía con una sensación de miedo y de inquietud que invadía su estado de ánimo y recorría a la velocidad del rayo todo su ser.
Una docena de huéspedes del balneario habían salido a dar su habitual paseo matutino en un caluroso día de plena canícula. Traspasaron la cerca de la linde del bosque, se desviaron de la carretera principal y se adentraron en el pinar desperdigándose a la buena de Dios, por parejas o en grupos. Él y ella se habían mantenido a cierta distancia de los demás, según solían, de modo meramente instintivo y como por acuerdo tácito, a fin de poder estar más juntos y al mismo tiempo evitar que alguien les espiara. Pronto todos los demás desaparecieron en diferentes direcciones. Ellos dos caminaban solos por una vereda que serpenteaba entre los pinos, y, como una gran cabaña de techo bajo y aire denso, el bosque los envolvía de manera asfixiante: a través de ese enorme tejado apuntalado por los árboles a modo de pilares gigantescos, el sol trazaba pinceladas y puntos de color en la suave y tupida alfombra que las cortezas y espinas formaban en el suelo. Caminaron durante un buen rato sin intercambiar palabra, mientras en su interior hervía un tumulto de sentimientos y emociones, hasta que, como sin querer, se detuvieron en un claro cubierto de brezo en la cima de una pequeña colina que, iluminada por el sol en medio de la penumbra del bosque, se asemejaba a una cabeza calva. En torno a ellos reinaba el silencio, y estaban solos, él y ella, sintiendo como si el mundo se hubiera quedado deshabitado y los únicos supervivientes fueran ellos dos, él y ella, Adán y Eva en el Paraíso. El silencio, y el calor, y el aroma seco y dulzón del brezo les arropaban como una gruesa manta y les hacía apretarse el uno contra el otro. Mientras la complicada maquinaria de la existencia civilizada zumbaba vertiginosa en torno a ellos como una hélice, el motor básico de los instintos primitivos se puso en marcha con gran potencia y ruido en los abismos subterráneos de su ser: hasta que les invadió algo así como un ardiente anhelo, el voraz deseo sexual de las fieras, del macho y de la hembra, de nuestros primeros ancestros deambulando y apareándose en la selva primigenia. El no se dio cuenta de que la había rodeado con el brazo ni de que aun antes, abandonándose a la pasión, había susurrado su nombre: sintió su firme y exuberante cuerpo femenino apretarse fuertemente contra él, al tiempo que le acercaba su cálido rostro y su boca húmeda y trémula y le miraba con aquellos ojos grandes, ardientes y turbios. No habría hecho falta sino un solo momento más de delirio, un grado más de ardor, una sola leve oscilación de la balanza, para que se hubieran arrojado al suelo y, de modo brutal, hubieran saciado su apetito. Pero hubo algo que de pronto disipó la niebla de su mente y le hizo echarse atrás: más tarde habría de reflexionar sobre ello, analizando cuál había sido su estado anímico en ese instante decisivo y durante el camino de vuelta, que hicieron estrechamente entrelazados y con ella en un callado arrebato, mirándole y deteniéndose a cada paso para abrazarse a su cuello y ofrecerle sus húmedos y temblorosos labios. Y entonces halló el núcleo y corazón de todo aquello: el miedo. ¿De qué? De todo y de nada. La voz que, suavemente y en tono de advertencia, le decía al oído su nombre: angustia.
Nada de esto cambió cuando después se reunieron con los demás. Allí sentado en silencio entre ellos, oyendo su parloteo, temblaba y se estremecía de deseo, y era consciente de llevar dentro de sí una cosa que a ellos les faltaba y que desconocían: estaba solo con su enorme y secreta dicha. Mas, frente a la alegre despreocupación de los otros, algo le seguía royendo las entrañas: una sensación de desagrado, la desazonante conciencia de no ser libre, sino de estar atado a partir de entonces y de verse compelido a comportarse de determinada manera, sin posibilidad de variar su conducta a voluntad. A menudo, cuando se encontraba con la mirada henchida de júbilo o de ensueño por ella, sentía una suerte de rencor en el corazón, le dolía el ver en esa mirada la convicción íntima de que sus vidas se hallaban irremisiblemente unidas y la creencia -como si fuera lo más natural del mundo y no pudiera ser de otra forma- de que él sentía lo mismo que ella: de modo que se retraía en su protectora ansiedad, como un erizo asustado y maltratado. Por la noche, bajo la fresca y mágica luz de la luna, este lacerante estado de ánimo se diluía en una fría calma, pero cuando más tarde se quedaba a solas consigo mismo, le sobrecogía una violenta y repentina reacción que le hacía casi desplomarse en un gélido terror bajo el efecto de esta angustia salvaje que le azotaba: como cuando muy tarde en la noche uno da vueltas en la habitación, solo y sumido en cavilaciones, y de pronto al volverse percibe un rostro desconocido aplastado contra el cristal de la ventana.
Cada día que pasaba esa sensación de angustia se agudizaba y se hacía más corrosiva, tanto más cuanto que el compromiso ya había sido anunciado y se había fijado fecha para la boda. En estas dos ocasiones se le había presentado como una poderosa ola que podría haber menguado y retrocedido, pero que se había instalado en su corazón como una turbia marejada que crecía de nuevo y aún con más fuerza cada vez que, en compañía de su prometida o de otra persona, reparaba en algún detalle -como una elocuente sonrisa, una insinuación, algún arreglo del traje de boda, miradas indiscretas o cualquier otra menudencia- que apretara aún más fuerte el nudo y, por así decirlo, le acercara un paso más al definitivo e indisoluble vínculo. La médula de su amor había sido devorada trozo a trozo, y no le restaba nada más que la idea obsesiva de que estaba atado a aquella mujer y de que la desgracia acechaba tras la puerta, de modo que no le quedaba otro remedio que huir. En los momentos en que la angustia amainaba de puro agotamiento y su alma atormentada caía abatida, le parecía estar fuera de todo y que la situación no le concerniera en absoluto: esa conciencia de que el proceso de disolución se completaría por sí solo era lo único que consolaba su espíritu; su espíritu que, por lo demás, no era sino una herida constantemente removida y hurgada.
El fin del verano había llegado y era su última noche juntos. Sentados en un banco en el soportal, mientras dentro, en el salón, alguien tocaba el piano, la tierra constituía un oscuro y pequeño disco bajo un cielo que se cernía como un gran buitre luminoso. La luna llena roja se alzaba con su dibujo al carboncillo sobre el lindero del bosque, y en todo el paraje reinaba esa pesada calma que se asemeja a un sordo e inefable dolor de corazón. Paró la música y por unos segundos se hizo un silencio tan penoso y acuciante que parecía contener una sofocada agonía dentro de sí. Entonces de súbito ella se abalanzó hacia él echándole los brazos al cuello en un sollozo de deseo, de ternura, de dolor, tan violento, apasionado y directo como el aullido de una hembra en la selva en un arranque primitivo e inconsciente. En ese instante él percibió dentro de sí todo el implacable y misterioso tormento de la existencia, que emanó hacia ella en forma de irrefrenable sentimiento de compasión. Mas al momento siguiente se halló contemplando el gigantesco panorama de la vida y el mundo expandiéndose con calma hasta dimensiones colosales, las cumbres graníticas de las montañas coronando los valles, los grandes ríos fluyendo caudalosos hacia los océanos, y las metrópolis bullendo como pequeños hormigueros en un enorme bosque. Se buscó a sí mismo, pero no halló ni rastro. Hasta que de un fogonazo la imagen cambió y se transformó en un remolino de agua hirviendo que bajaba por un precipicio y que los esperaba, a él y a ella, para transportarlos a la otra orilla: entonces de repente notó al insidioso fantasma a sus espaldas, y creyó que su intención era escabullirse aprisa entre ambos, y con tono de advertencia y voz ronca susurrar su nombre. Así que la soltó, dio un paso atrás y se vino abajo, agotado, débil y exangüe.
– ¿Qué te ocurre?
– Oh, es que es nuestra última noche.
Algún tiempo después él le devolvió por correo el anillo y otros regalos que ella le había hecho, informándola de que, por razones que ella nunca sería capaz de entender, debía romper la relación, y suplicándole al tiempo que lo perdonara. Como respuesta recibió de vuelta su anillo y sus regalos de compromiso, pero ni una sola palabra.
<a l:href="#_ftnref7">[7]</a> «Debilidad», «atracción» (en francés en el original).
<a l:href="#_ftnref7">[8]</a> En francés en el original: Les Mignons («los queridos», «los delicados») fue un término acuñado para designar a los favoritos del rey Enrique III de Francia (1574-1589). Los Mignons eran jóvenes frívolos, elegantes y supuestamente homosexuales. En la actualidad la palabra «mignon» significa como adjetivo «mono», «lindo» o como sustantivo «monada».