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VI

¡Mi viejo amigo!

Este año recibes mi carta anual de modo un tanto extemporáneo. De no ser porque te conozco tan bien, nunca la habría enviado, sino que tras escribirla -pues en efecto necesitaba escribirla, y por qué no iba a hacerlo teniendo en cuenta que para mí supone una necesidad y un placer- la habría roto o quemado o guardado en el fondo del cajón de mi escritorio. De esa manera nadie habría tenido acceso a ella con la salvedad de mí mismo, en una de esas contadas ocasiones en que me dedico a leer mis viejas cartas, lo que me sirve para recordar con doloroso detalle lo que ha sido mi último y agonizante brillo crepuscular de vida afectiva. Pero ahora voy a enviarla y serás tú quien la reciba, ya que tengo la completa certeza de que no te reirás de mí como haría cualquier otro que no me conozca tanto, sino que al contrario comprenderás que es precisamente lo mejor y más hondo de mi persona lo que brilla bajo estas líneas con el intenso y rápido centelleo de las azules llamas de un fuego antes de extinguirse en la madera carbonizada; y lo comprenderás de inmediato, desde el primer instante. Porque tú sabes en qué clave se ha tocado la sinfonía de mi vida, conoces ese tema que aparece una y otra vez en las distintas melodías de mis emociones, y eres capaz de capturar la vibración silenciosa e indefinible de mi personalidad, pues en ti ésta ha hallado resonancia. Y yo, que te hice mi primera confidencia con la temblorosa timidez de un joven de veinte años, por qué no habría de hacerte también la última, ahora que soy mayor y estoy solo y hastiado…

Había cenado en el mismo sitio en el que llevaba diez años cenando, en compañía de prácticamente la misma gente; había intercambiado con la camarera las mismas palabras que durante esos diez años había repetido casi todos los días; había caminado por las calles que conozco de memoria con todos sus postes y señales, con todos sus baches; y había visto las mismas caras detrás de cada ventana. Me había sentado como de costumbre en la mecedora a fumar mi cigarro antes de atacar la enorme pila de cuadernos de examen que estaba esperándome sobre la mesa de trabajo, exactamente del mismo modo en que durante esos diez años me había sentado a fumar el cigarro contemplando similares cuadernos de examen, en la misma habitación con los mismos muebles, con los mismos pensamientos cotidianos y el mismo humor de siempre. Pero entonces, de repente… No sé qué lo motivó: claro que eso nunca se puede saber, porque suele ser algo imperceptible e indescifrable; pudo haber sido sin más algún ruido procedente de la calle, una tonalidad de luz, el perfume de alguna de mis plantas, una peculiar colocación de los objetos en la estancia, o cualquier otra cosa: no sé qué fue. Tampoco era capaz de ver con claridad la infinita multitud de ideas e imágenes que en un segundo pasaron por mi mente, o discernir en qué momento una enlazaba con otra, pues iban tan veloces como un rayo de luz al iluminar una habitación oscura. Ni tampoco sé en qué suerte de grandes nebulosas me parecía desaparecer y ser aniquilado, ya que se esfumaban en el mismo momento en que se expandían sin medida hacia el infinito. Había tan sólo una sensación de que todo se detenía, se clarificaba y se hacía más profundo, una sensación de que algo dolorosamente dulce se dilataba en lo más hondo de mi ser hasta causarme una especie de ardor bajo los párpados, Y a continuación me di cuenta de que así es como muy a menudo me había sentido muchos años atrás, cuando el corazón se me ablandaba ante el recuerdo, y de que no había tenido un solo momento como ése en todos estos diez años, y de que había llegado a creer que esos días habían terminado para siempre. Y en este mismo y preciso instante, la gris luz otoñal se transmutó por completo, se convirtió en algo misteriosa y mágicamente absorbente, como antaño solía mostrarse ante mí en mis melancólicas horas solitarias. Era como si diez años vacíos, sombríos e indolentes hubieran sido borrados de mi vida y nunca hubieran existido. Y en este momento hice lo que solía hacer antaño cuando mi alma me desbordaba: me puse el abrigo y salí a la calle.

Era un sábado de finales de octubre, un día gris y tranquilo con el aire cargado de cálida humedad. Una leve bruma envolvía la ciudad y había impregnado el pavimento. En algunos comercios las lámparas de gas ya estaban encendidas y brillaban tenuemente tras las empañadas ventanas. Dejé atrás las calles principales y su ruido penetrante y ensordecedor, y a medida que me aventuraba hacia las afueras de la ciudad, cuyas dos largas hileras de casas pequeñas y pobres se abrían ante mí, me iba viendo envuelto en una calma cada vez mayor, tanto más honda y densa si se compara con el fragor sordo que dejaba a mis espaldas y el traqueteo de algún que otro carro con cereales que se dirigía a la ciudad. Pasé ante la fonda de verano. Habían colocado tablillas en las vidrieras. Los árboles tenían las tonalidades amarillentas y rojizas del otoño tardío o habían dejado ya caer las hojas al césped marchito y húmedo y habían trenzado sus negras ramas desnudas sobre el fondo gris. Dentro del cementerio, bajo la parda bóveda de los árboles, las tumbas refulgían en blanco con húmedas vetas grises, salpicadas de musgo y cubiertas de hiedra verde oscura. Se divisaba alguna que otra figura femenina poniendo flores en una tumba o sentada inmóvil y absorta en un banco o apoyada sobre una verja. Me pareció que todos sus melancólicos pensamientos se expandían en la calma que reinaba sobre aquel lugar, impregnando el gris aire otoñal de una sorda melancolía. Las casas comenzaban a escasear, y las que había estaban rodeadas de parcelas cada vez más grandes. Donde el pavimento terminaba, el camino agreste iniciaba su discurrir por el litoral, entre un mar grisáceo y vacío y los cenicientos y vastos campos. Algunos niños permanecían sentados a la puerta de una casa, con los pies clavados en la arena. En los campos había alguna persona arando o recolectando tubérculos. Desde el pueblo que tenía ante mí llegaba el rumor de una trilladora. Aún más a lo lejos tañían las campanas de una iglesia, y en todo aquel paisaje de finales de otoño, a lo largo de aquellas plomizas y llanas tierras, en aquel aire cálido y húmedo y en aquella melancólica paz, había algo de esa calma ilusionada propia de los domingos de mi infancia. Y me dio por pensar en la fresca arena esparcida sobre los suelos recién fregados de mi hogar, y una imagen evocaba otra, y ésta se fundía en otra nueva al igual que en un diorama. [9] Vi aquellos caminos atestados de la gente que con sus trajes dominicales se dirigía hacia la iglesia, y los vi reunirse en el cementerio situado junto a sus muros. Podía oír el murmullo de los fieles tras las oraciones del sacerdote, así como las notas del órgano. Toda la vida que bullía en aquellas casas y en las calles del pueblo pasó ante mí en imágenes. En mi conciencia surgieron asuntos triviales, después de haber permanecido bien ocultos bajo las capas de posteriores experiencias; episodios en los que no había pensado durante décadas cobraron forma de nuevo en mi memoria con toda su claridad original, y en torno a mí alcancé a ver rostros que no era capaz de reconocer. Todo aquello que quedaba tan atrás en mi vida y se hallaba tan enterrado en mi subconsciente pujaba y salía a la superficie junto con el estado de ánimo dominical de mi infancia.

Cuando regresé a casa era ya de noche. Cerré la puerta y bajé la persiana, pues era tal la sensación de solemnidad que llenaba mi espíritu, que deseaba estar completamente solo: nada en el exterior podía estar en consonancia con mi estado de ánimo. Me senté enfrente de la chimenea y mientras esa envolvente realidad que acababa de revelárseme se escapaba hacia la lejanía como un suspiro en la niebla, de pronto me encontré sumido en un nuevo mundo de recuerdos que se levantaban de entre los muertos y cobraban vida de nuevo. Ahora era mi juventud, mi atormentada, angustiosa y lacerante juventud la que tomaba forma, cercándome con una atmósfera similar a la de una noche de septiembre en el campo iluminado por la luna: se abalanzaba sobre mí, me arrastraba y sofocaba, oprimía mi agónico espíritu, de tal modo que me parecía verme a mí mismo deambular por caminos y parajes desolados como un pordiosero hambriento, llamando a puertas que nadie había de abrirme, al igual que Lázaro, mendigando en banquetes las migajas de los ricos, pidiendo un solo mísero bocado de aquello que para mí constituía una necesidad vital. Y dejando atrás el júbilo de la música, la algarabía del baile y la fastuosa melodía de la riqueza, me vi saliendo a la noche como un perro apaleado o un apestoso recluso.

Ante mí pasaron todas las mujeres que había conocido a lo largo de mi vida, todas aquellas a las que había mirado a los ojos con una mezcla de curiosidad y súplica. Y todas ellas pasaron de largo, con indiferencia o lástima en la mirada. Ni una sola se detuvo o se acercó a mí: todas huyeron hacia otra vida o se refugiaron en otras personas. Sus finales habían sido tanto felices como tristes: unas se equivocaron y otras encontraron a la persona adecuada. Pero yo me quedé solo, mientras todos los demás caminaban emparejados. Y me pregunté a mí mismo, con ansiedad y congoja repentinas, qué clase de vida era ésa, sin haber sido amado por una mujer ni una sola vez, ni siquiera un instante.

Entonces me pareció ver dos ojos mirándome con ansiosa curiosidad, dos ojos oscuros y llenos de profundo ardor, que desde la lejanía se aproximaban más y más. Y en torno a ellos se iba formando gradualmente, primero un rostro, luego una figura, y por último todo un ser. Lo contemplé como si estuviera ocurriendo en ese preciso momento, pese a que hacía casi veinte años de aquello.

Una vez cuando era estudiante alquilé una habitación a la viuda de un funcionario de provincias. Ésta había perdido tempranamente a su marido y a su hijo y se había mudado a la ciudad a fin de vivir del pequeño capital que su esposo le había dejado, recluida en la pobreza hasta el fin de sus días, a solas con sus recuerdos y su melancolía, sin preocuparse del mundo exterior ni de la gente, pues éstos no podían ya ofrecerle nada. En mi segundo año de residencia en dicho lugar, durante una de las visitas que a veces hacía a mi casera, conocí a una joven de pueblo a la cual sus padres habían enviado a la ciudad para estudiar algo, ahora no recuerdo qué. Nos encontramos en cinco o seis ocasiones, pero nunca intercambiamos más palabras que las usuales entre dos jóvenes que acaban de conocerse. Y no hubo nada entre nosotros -o por lo menos yo no noté nada, como te puedes figurar, ya que nunca te hablé de ello- que se apartara del camino principal por el que transitan los destinos humanos. Después de, me parece, aproximadamente medio año, se mudó a otra parte pero, por lo que supe, seguía visitando de vez en cuando a la anciana viuda, aunque nunca coincidí con ella desde que abandonó la casa. Un día casi de invierno, al anochecer, recibí un mensaje de la casera invitándome a visitarla. Yo acababa de regresar a casa tras una alegre jornada. Me hallaba sumido en esa agradable somnolencia en la que uno se pone sentimental con suma facilidad, y me había sentado a soñar a la luz del crepúsculo. Y ya sabes cómo en ese estado de ánimo te dejas acariciar por los recuerdos, pues toda amargura ha desaparecido y sólo queda una sensación de dulzor, y te pones a construir los castillos en el aire bajo el resplandor lunar, fascinador y falso, de la fantasía. Cuando llegué -¡con qué viveza puedo aún verlo todo!-, observé que era un reducido piso con tres habitaciones pequeñas y atestadas de muebles y alfombras: esa especie de nido cálido y recogido que invita a cobijar a un pájaro tímido y solitario, un típico hogar de viuda, en el que los recurrentes pensamientos melancólicos iban andando de puntillas, en el que los mismos recuerdos acechaban constantemente desde cada oscuro rincón; un lugar silencioso, tan silencioso, que uno sin darse cuenta comenzaba a hablar en susurros, y tan acogedor que hacía sentirse tan a gusto como cuando se está sentado junto a la chimenea en una lluviosa tarde otoñal. La anciana se hallaba recostada en el sofá, iluminada por el centelleo rojizo de la lámpara en la penumbra y ocupada en su labor; y un poco más allá, donde la luz era muy tenue, percibí, estando aún en la antesala, a la joven sentada en una otomana, en silencio y con las manos en el regazo, ataviada con un vestido negro y el rostro pálido, desapasionado, pensativo y con una lacia mata de pelo castaño oscuro peinado con raya en medio que le caía sobre la frente estrecha. Pero lo que ahora veo con una nítida y extraña claridad es el inquieto interrogante que mostraban aquellos ojos oscuros, ardientes pero diáfanos, y en cuyas profundidades había más raciocinio que sentimiento, mientras nos estrechábamos la mano: aún recuerdo haber mantenido su mano en la mía durante más tiempo de lo habitual, aunque entonces no comprendí por qué. Mas ahora lo entiendo, y esta noche he sentido cómo algo se iluminaba y clarificaba en mi interior, como cuando una repentina luz se enciende en la oscuridad para ayudar a alguien extraviado: la certeza, al menos durante un breve instante, de haber sido de verdad amado por una mujer. En aquel momento supe, con más seguridad que si me lo hubieran formulado con palabras y promesas, que aquella tímida plegaria y aquel tembloroso interrogante eran la expresión dolorosa del amor. Pues las palabras no son sino sonidos, y las promesas, burbujas relucientes, mientras que una mirada es la confesión directa y silenciosa del alma, la manifestación visible de los sentimientos imperturbables del ser humano.

Fue como una revelación, y al igual que Saulo, me vi cegado por la luz.

Cuando el último rescoldo rojizo de la chimenea se hubo apagado, me desperté en la oscuridad y medio mareado encendí la lamparilla y vi los cuadernos de examen y la tarea pendiente para esa noche. Entonces sentí tanta repugnancia que ignoré todo aquello, pues no me veía capaz de desgarrar el velo de emoción que envolvía mis pensamientos. Se me antojaba que algo grandioso me había ocurrido aquel singular día, algo así como una resurrección de lo mejor de mí mismo. A partir de aquel momento (que para mí llegó pronto) en el que perdí el contacto con la vida que me rodeaba y en el que se me rompió el último hilo de esperanza en el futuro, no tuve otro mundo que el de los recuerdos, y a través de él reviví toda mi corta y penosa juventud. Todas mis experiencias se convirtieron en algo rebosante de belleza, alegría y esplendor, pictórico de colores y perfumes. Más tarde, cuando también esto hubo terminado y me hallé ante mis recuerdos con una sensación de frío y de vacío y no había ya experiencias que me proporcionaran nuevo material, entonces me hundí en esta vida vacua y letárgica, poblada sólo por los mismos pensamientos cubiertos de polvo y las mismas emociones exangües día tras día: esta vida que he estado llevando durante los últimos diez años y a la que mañana volveré de nuevo.

Esto es para mí como unas vacaciones, y no sé por qué no habría de disfrutarlas del mejor modo posible, aunque tenga cuarenta años, el rostro surcado de arrugas y mi cabello empiece ya a encanecer, y ello aunque todos me tildaran de viejo loco si se enteraran. Por supuesto que lo que me ha ocurrido no es más que, lo de vez en cuando, le pasa a un viejo y pelado arbusto expuesto al sol cuando, un día de finales de otoño, florece de nuevo, aunque los brotes vayan a marchitarse con la siguiente helada nocturna.

Tu amigo,

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  1. <a l:href="#_ftnref9">[9]</a> Antecedente de la cinematografía, el diorama fue presentado por Louis Daguerre en 1822 como un expositor rotativo con fondos intercambiables que producía la ilusión del movimiento de los objetos reproducidos e iluminados.