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Habían salido solos una tarde de julio, en medio de una naturaleza, por así decirlo, febril. Salvajes ráfagas de frío perforaban el sofocante calor. En lo alto del cielo reinaba la tormenta. Las nubes se escabullían como fantásticas aves gigantescas y los pálidos destellos de los relámpagos estivales parpadeaban sobre el horizonte septentrional. El sol se había puesto, pero las nubes arrojaban reflejos metálicos sobre la apagada llanura del paisaje que, en amplia perspectiva, se abría ante ellos, detenidos en el lindero del bosque.
Él se hallaba sentado en el tocón de un árbol y dirigía la vista alternativamente hacia ella, apoyada de pie contra un tronco, y hacia el paisaje. Se le antojaba que este último, ya casi en penumbra e iluminado sólo por un gélido resplandor semejante al del acero, le miraba con los ojos entorna dos de un loco. Sentía como si le hubieran abierto el cráneo y su cerebro hubiera quedado expuesto, al desnudo, para ser atravesado por una fina y afilada pieza de frío metal. La fiebre que afectaba a la naturaleza hervía en su propia sangre: fuego y escalofríos; de pronto un intenso ardor, luego un vértigo desatinado y cortante como una lámina de hielo. Ante él se agolpaban visiones de distinto signo, ora placenteras, ora delirantes.
Y le parecía que ella encarnaba el mismo espíritu maligno del paisaje, ahí, reclinada sobre el árbol y mirando al tendido. Veía cómo la forma de ella se disolvía y los rasgos de su rostro se aflojaban. Su tez era de un gris mortecino: el proceso de disolución había comenzado en su organismo. Observaba el frío y voraz brillo de sus pequeños ojos descoloridos y la fría y voraz sonrisa que circundaba sus finos y descoloridos labios. Le parecía notar una unidad en su ser, algo que se escondía debajo de todo eso, muy en el fondo, y empleaba todas sus fuerzas mentales para intentar acercarse y averiguar qué era. Así como el cirujano hunde su bisturí en el cuerpo y efectúa una incisión alrededor del tejido enfermo, él hundía su mente en aquella sonrisa a fin de extraer el misterio de su ser y descubrir su peculiar estructura. Pero el bisturí siempre se le escapaba de las manos en el momento decisivo, sin importar con cuánto ansioso empeño hubiera entregado su ser al de ella: instantes después, ya se hallaban tan separados el uno de otro como de costumbre. Él seguía sentado en el tocón del árbol. Ella seguía apoyada en el tronco de otro, mientras él contemplaba nuevamente la sonrisa que rodeaba esos labios, finos y descoloridos, pero que denotaban una sensualidad cruel e insaciable, como si se excitaran ante el correr de la sangre o lascivamente soñaran con una eterna noche de pasión desenfrenada.
Aquel que es inducido a un estado de hipnosis, concentra todo su ser en un punto al mirar fijamente el prisma, paralizando todos los demás órganos y bloqueando todos los canales a través de los cuales se reciben las sensaciones del mundo externo; todos sus sentidos, su alma y su cerebro funcionan sin otra conexión con el exterior que la magnética y sonámbula relación con el hipnotizador, como en una densa niebla poblada de fuegos fatuos que, al parpadear, distorsionan todo en proporciones enormes y grotescas. De ese mismo modo él había fijado la vista mucho rato en aquella misteriosa sonrisa de esfinge, hasta tal punto que ahora se aferraba a ella con la mirada de su corazón, con las más delicadas fibras de su ser, sin conocimiento ni voluntad. Y todo el mundo que antes lo circundara con normalidad ahora estaba ahí en esa sonrisa, como una fantástica oscuridad con intensos chispazos de luz que hacía que los objetos asumieran nuevas y extrañas dimensiones, como si hubieran crecido informes o se les hubiera dado la vuelta o los hubieran puesto de canto. Quería adentrarse en persona por esas zonas secretas en las que residía aquella alma femenina, caminar por sus senderos, ver las mismas imágenes que ella y sumergirse en los mismos sentimientos. Lo anhelaba con el escalofrío de un terror voluptuoso.
El verano pasó, y el otoño, y el invierno.
Una tarde tormentosa del mes de marzo la encontró sola en casa. Se hallaba recostada en un escabel junto a la ventana, y él se sentó a sus pies. El viento de marzo soplaba con fuerza en las calles. Se oían portazos, el chirriar de los postes, el aullido de los gatos callejeros. El rostro reclinado de ella reflejaba el titilar de la llama de la lámpara, y ante él sus ojos aparecieron como dos trazos fosforescentes. De pronto notó cómo una mano temblorosa le acariciaba el cabello. Se abrazó a su cintura, y presa de una angustiosa emoción miró fija y directamente su sonrisa, congelada y entumecida en sus finos labios incoloros, que lucían espectrales a la luz de la lámpara. Ella tembló y se estremeció en sus brazos, y entonces él pudo ver, en las profundidades de su sonrisa, como a lo lejos, una imagen, una orgía retozante, la espeluznante visión de la muerte danzando con desgarbados esqueletos y desnudos femeninos a la manera de Jordaens. [10]
Mas esa imagen que él viera por primera vez, como en la lejanía, en algún recóndito lugar de su sonrisa, se le aproximaba más y más cada día que pasaba. Al poco tiempo empezó a ver esa sonrisa en todas las mujeres que se cruzaban en su camino. Se la encontraba a su lado en la cama cada vez que se despertaba durante la noche, refulgiendo con brillo fosforescente en la oscuridad. Por fin, le pareció que había llegado al límite, que había traspasado un umbral para adentrarse en su sonrisa, más y más adentro, hasta que se sintió apresado por ella, la sintió en su piel y en sus venas: y tenía la forma de un escalofriante deseo que era imposible satisfacer sin que sus propios huesos se hallaran de pronto cimbreándose en medio de aquella orgía juguetona, aquella espeluznante danza de la muerte con desgarbados esqueletos y desnudos femeninos a la manera de Jordaens que giraban en torno a él jadeando, sin aliento y rebosantes de lujuria, en una amalgama de cálido sudor y frío cadavérico.
Un caluroso día de verano en el que había salido a pasear, se paró en seco y se quedó detenido en medio de la calle. Todos los transeúntes habían salido corriendo de la manera más apresurada, como huyendo del infierno, y al mismo tiempo se hizo un silencio total: parecía que los pies de éstos no rozaran ya el suelo o que todos los sonidos hubieran desaparecido del mundo. Como humo negro desaparecieron a lo lejos, agrupados y encogidos en pequeñas partículas que se encaminaban hacia los cuatro puntos cardinales. Entonces, de súbito, el cielo se oscureció hasta hacerse de noche, pero al mismo tiempo se vio salpicado por un infinito número de chispas fosforescentes, y alrededor de cada una de ellas se formaba un rostro, un rostro de mujer, el rostro sonriente de ella. Era una multitud de rostros sonrientes que revoloteaban sin cesar, hasta que se agolparon para formar una única efigie gigantesca que, con su cruel e insaciable sonrisa, llenaba todo el universo.
Con los ojos cerrados, rechinando los dientes y agitando los brazos, permaneció ahí detenido en medio de la calle. Algunos viandantes se hicieron cargo de aquel perturbado.
<a l:href="#_ftnref10">[10]</a> Jacob Jordaens, pintor barroco flamenco (Amberes, 1593 – 1678), el último gran maestro de la época en los Países Bajos, tras la muerte de Rubens (del que muestra una notable influencia) y Van Dyck. Caracterizado por un naturalismo un tanto tosco, realizó obras decorativas de gran formato cuya temática se centró en fiestas, grandes banquetes y alegres escenas de género.