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Un mediodía de principios de verano, un nutrido grupo de amigos nos hallábamos sentados en una pérgola en la terraza de un restaurante. Las mesas, bancos y macetas acababan de ser trasladadas fuera, por primera vez en la temporada. Cualquier resto de frío o de luz mortecina estaba a punto de desaparecer: el cielo tenía ya el cálido matiz azul del pleno verano. La luz del sol iluminaba espléndidamente la ciudad, y el zumbido de invisibles insectos resonaba en el aire. El adoquinado se recalentaba y los toldos de las tiendas estaban medio echados. La conversación saltaba de un tema a otro, y de modo abrupto cambiaba su objeto, o bien se perdía en palabras aisladas o en un silencio, como un riachuelo que fluye hasta llegar al mar. Un caballero se acercó e intercambió saludos con uno de los miembros del grupo, y entonces la conversación cambió de golpe y comenzó a dar vueltas en torno a su persona, como cuando una araña teje la red alrededor de una mosca. Su conducta indecente, un tipo de conducta prohibida, era un secreto conocido, así que enseguida nos encontramos hablando sobre este delicado asunto en términos muy generales. Uno daba su opinión y otro la suya; lo único que recuerdo es un comentario de este tenor:
– Una cosa es que dicho tipo de relación entre dos individuos del mismo sexo sea, en toda su crudeza física, repugnante y brutal. Pero lo que me gustaría recalcar con vehemencia, ya que hemos abordado esta cuestión, es que no todo caso debe ser juzgado del mismo modo como si no hubiera diferencias, porque ocurre que un hombre puede intimar con una persona de su mismo sexo sintiendo una emoción que no es burdamente física, sino de una naturaleza completamente distinta y también mucho más honda que la simple amistad. Sea esta relación natural o no -podemos darle el calificativo que prefiramos-, lo más importante es que se trata de un fenómeno psicológico.
»Hace tres o cuatro años tuve una relación muy cercana con una persona, que a todos os es completamente desconocida y cuyo nombre no voy a mencionar: y en una ocasión me relató un episodio de su vida que me hizo familiarizarme con el asunto de que estamos tratando, y pensar en el mismo con gran hondura y seriedad. Y si he de ser totalmente sincero acerca de mis ideas y sentimientos, a partir de entonces no he podido evitar ver ese tipo de relaciones de forma muy distinta a como las veía con anterioridad. Pues antes, al igual que la mayoría de la gente, no me paraba a reflexionar sobre ellas, sino que simplemente dejaba brotar las ideas mecánicamente de acuerdo con el modo de pensar tradicional, en lugar de examinar cada caso en detalle a fin de ver si sólo se trataba de un caparazón sin nada dentro, o por el contrario tenía un núcleo de vida y realidad. Debo hacer notar de entrada que la persona de la que hablo era una de las más puras que jamás haya conocido. Se trataba de una de esas personas que, en las profundidades de su ser, alberga una densa y melancólica bruma de emociones, de la cual emergen pensamientos saturados de un vago dolor, como cuando en un día de otoño tardío se divisa a un caminante solitario que surge de la niebla para luego desaparecer de nuevo en ella. Era tan delicado como el satén blanco, y en su alma se arremolinaban las luces y las sombras, al igual que el viento cuando azota los trigales, o el mar cuando a principios de año se muestra como una sonrisa luminosa pero un día, de repente, te mira con un enorme ojo melancólico, sólo porque una pequeña nube ha tapado el sol. Pero lo que de verdad se alojaba en el interior de su refinada naturaleza era un penoso e irremediable sentimiento de soledad.
»E1 destino se precipitaba sobre la humanidad como cuando la tormenta barre la noche, la lluvia cae a raudales y los relámpagos se azotan unos a otros hasta formar un solo rayo. Y él, entre asustado y abatido por el cansancio, se hallaba postrado en medio de la vida, y con ojos llenos de miedo y de tristeza buscaba a su alrededor alguien a quien poder unirse con intimidad y afecto verdaderos. Si acaso encontraba con quien poder fundirse del todo, sin que ni una sola partícula de su natural patológicamente sensible sintiera repulsión o se retrajera, entonces era como si de las profundidades de su ser brotaran de súbito manantiales caudalosos y comenzaran a fluir. Y en su fuero interno caía de rodillas y apoyaba la cabeza en aquella persona para desvanecerse en una seguridad dolorosamente placentera, mientras notaba cómo la vida seguía corriendo rauda por el exterior.
»Se trataba de una persona de una fineza y hondura nada comunes: esto es lo que, por encima de todo, quiero subrayar, antes de pasar a relatar lo que él mismo me contó y que tiene conexión directa con el tema que estamos debatiendo.
»En aquella época en que nos conocimos, esta persona tenía una peculiar relación con otra persona del mismo sexo, una relación que naturalmente nadie conocía salvo él mismo y que consistía exclusivamente en los vaivenes secretos de sus emociones. El otro era, sencillamente, un muchacho de catorce años que servía las mesas del restaurante donde nos reuníamos para almorzar: un joven frágil pero bien constituido, de cabeza noble y rostro de niña, de rasgos suaves y cutis pálido, con un semblante trigueño en el que destacaban unos aterciopelados ojos oscuros, de color azul noche y con delicados destellos. Había en su expresión y en su mirada algo de mujer y de paloma, algo sensible, bondadoso y conmovedoramente tímido, algo que yo prácticamente jamás había visto. Junto a él se sentía constantemente una especie de miedo a tocar su frágil nervadura, y había que tener un cuidado casi angustioso en modular la voz adecuadamente, ya que el menor tono de dureza, imperceptible para uno mismo, pero que este muchacho instintivamente registraba, le producía una dolorosa tensión, y era como si una nube ensombreciera aquel rostro semejante a los pétalos de una mimosa. Y entonces uno mismo sentía ese dolor, se arrepentía y se reprochaba a sí mismo algo que no había podido evitar o que no tenía ningún motivo para reprocharse.
»¿Qué nombre deberíamos darle a la relación que mi amigo mantuvo durante varios meses con ese joven, al sentimiento que hacia él albergaba? Lo ignoro, y él mismo lo ignoraba: no se trataba pura y simplemente de amistad, y mucho menos de un crudo y antinatural impulso sexual. Sus sentimientos más bien tenían que ver con los tiernos celos que nos unen a nuestro mejor amigo durante la infancia, esa necesidad codiciosa de tenerle en exclusiva y el orgullo de saber que uno es la persona que mantiene con él una relación más estrecha. Sin embargo, al mismo tiempo, era algo más. A menudo le consumía un afligido anhelo simplemente por ver al otro, y si por casualidad lo avistaba de lejos, se desviaba sin motivo aparente hacia una calle paralela para evitar encontrarse con él. Se retorcía de dolor por el deseo de decirle algunas palabras amables, pero en cuanto tenía la oportunidad de hacerlo, se quedaba sin habla, tartamudeaba y enrojecía. Sentía que su mirada era como un imán atraído sin remedio hacia el lugar en que su intuición le decía que él otro se hallaba, pero a la hora de la verdad no se atrevía a dirigirla hacia ese punto, por el miedo tan propio del enamorado a que su secreto se descubra y todo constituya motivo de escarnio. Sufría todos los tormentos propios de los celos cuando interceptaba una sonrisa o una mirada amable hacia cualquier desconocido, así como la comezón causada por ese suave rencor que se siente cuando la joven que nos agrada parece preferir a otro. Como henchido de una gran y secreta felicidad, se le veía alegre si una tarde era capaz de decir tan solo unas palabras que hicieran feliz al muchacho, y así poder vislumbrar en los ojos de éste aquella devota atención que sin embargo le provocaba la inquietud de no haber correspondido plenamente. A base de enfermizas cavilaciones se ponía después nervioso sospechando que, de una u otra forma, había herido la sensible naturaleza del joven con algún comentario que ahora no podía recordar, o con cierto tono de voz que, pensaba él, había sonado severo. Por la noche, al regresar a casa, si alguna de estas ideas le rondaba por la imaginación, daba vueltas en su cuarto durante horas y horas, sin descanso.
»En resumidas cuentas: mostraba casi todos los primeros síntomas inconscientes del enamoramiento. Mas al mismo tiempo sus sentimientos encerraban la misma triste compasión y la misma lacerante sensualidad que, en una poderosa corriente magnética, le atrajeron hacia las mujeres que había amado. Y cuando miraba ese semblante y esos ojos de sensitiva, se sentía aniquilado por un nirvana de tristeza, en el cual sólo oía esa melodía tocada en sordina que es la vida: tan incisivamente amenazadora y silenciosa como la noche cuando cae repentinamente en derredor, y en ella se oye de pronto un sollozo que no se sabe de dónde ni de quién proviene.