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Era ya noviembre, los árboles aparecían despojados de sus hojas que, mojadas y sucias, se pudrían en el suelo. El parque se quedaba vacío a estas alturas del año: mi amigo y yo estábamos solos, caminando por los senderos que serpenteaban aquí y allá. Una húmeda neblina de finales de otoño se cernía pesadamente sobre las ramas; parecía como si el aire gris hubiera descendido y presionara sobre la delgada red de ramajes, y la humedad brotara a gotas que se hinchaban, se desprendían y caían. Era casi de noche, esa hora final de la tarde antes del ocaso. Nos deteníamos de vez en cuando. A nuestro alrededor todo estaba mojado y silencioso. El silbido de una locomotora en la lejanía rasgaba la calma, e inmediatamente después el chillido de un niño, agudo y aislado, como la estela de un cohete que quiebra el aire en su ascenso, pierde velocidad, se para y desaparece, y el silencio y la atmósfera gris, se cerraban de nuevo sobre el corte. Era como si el silencio se encarnara en esas mismas gotas que caían una tras otra, aquí y allá, grandes y pesadas.
Llegamos a un terraplén que bordeaba el parque y se abría a una amplia y desolada panorámica sobre los campos y el mar. Una esquina daba a una plazoleta, y allí percibimos de súbito la presencia de una figura femenina cuyo contorno se recortaba suavemente sobre el fondo grisáceo, alta y estilizada, irguiéndose contra el viento, inmóvil y solitaria en medio del silencioso y triste paisaje de noviembre. Se giró lentamente cuando pasamos a su lado, y en su rostro, en el dibujo de sus labios y en sus ojos azul oscuro, había algo de la misma tristeza sombría y dolorosa que la atmósfera otoñal circundante. Miré hacia atrás al doblar la avenida. Se hallaba aún en la misma posición, inmóvil, solitaria, alzándose contra el viento gris, una melancólica visión de finales de otoño y la encarnación de un estado de ánimo crepuscular.
Mi compañero empezó a relatarme un episodio de su vida. Miraba al frente con una sonrisa ausente y hablaba en voz baja. Era como si sus palabras no fueran dirigidas a mí, sino más bien como si el paisaje de finales de otoño y el recuerdo del verano le hubieran colmado de una emoción que ahora desbordaba las márgenes de su alma y brotaba convertida en palabras tan melancólicas y pesadas como el silencioso y solitario salpicar de las gotas en derredor.
– Estoy viendo en este momento un rostro de mujer con mayor claridad de lo que nunca lo vi desde la última vez que lo tuve ante mí en carne y hueso. No sé quién era ella ni cuál era su nombre, y nunca intercambiamos una sola palabra, y sin embargo este ser ha sido, durante todo un verano, el centro de todos mis pensamientos y emociones, lo único que para mí significaba la vida. Cuando en mis horas solitarias -y éstas son las únicas de las que ahora me es dado disfrutar- hurgo en el ayer y en mis experiencias pasadas, tratando de ordenarlas y clasificarlas (sabes a qué me refiero, es más o menos como cuando organizas tus viejas cartas y recuerdos), entonces esos dos meses conforman para mí una unidad. Y cuando abro el sobre que lleva esa fecha, no hay sino un retrato de una mujer desconocida y sin nombre que, sin embargo, ha estado tan cerca de mi espíritu como quizá no lo han estado aquellas con las que durante años he tenido un contacto diario. Si no nos hubiéramos encontrado, tal vez esos dos meses habrían sido borrados de mi vida como si nunca hubieran existido. Ahora de nuevo vuelvo a ese recuerdo como a algo maravilloso que se ha esfumado y desaparecido para siempre.
»La primera vez que la vi -hace ya dos años-, me había establecido en H. a fin de nadar, descansar y revitalizarme con el sol veraniego y el aire del mar. Había sido un día fresco, en el que un húmedo cielo azul oscuro asomaba entre negras y esponjosas masas de nubes que, a baja altura, se precipitaban con el viento sobre el mar y la ciudad: a ratos lucía el sol y a ratos caía un chaparrón. Avanzada la tarde, se había instalado una calma absoluta y bajo una reluciente puesta de sol me dirigí al muelle, en medio de un fresco silencio inundado de vaporosos perfumes que la lluvia había liberado de las flores y la vegetación estivales, de intensos colores en el aire y en el agua suavizados por la humedad; todo era la cegadora fiesta de aroma y colorido que, como sabes, traen esas noches de junio. Como sin duda recordarás, a cierta distancia del muelle hay una plazoleta, y una escalera conduce por el muro a una gran explanada con adoquines y un túmulo de piedras, a la que los lugareños han dado el romántico nombre de "Promontorio de los suspiros", y donde en las noches de verano suelen sentarse los jóvenes que desean entregarse con calma a la ensoñación y al romance, dejando que sus sentidos sean mecidos por el murmullo de las olas y refrescados por la salina brisa. Había mucha gente. Me senté en uno de los adoquines: todo el mundo estaba en silencio, sólo de vez en cuando se oía alguna palabra suelta, dicha en voz baja, que emergía del ambiente y que ni esperaba ni recibía respuesta. Era como si cada uno de nosotros estuviera inmerso en sus pensamientos y no nos atreviéramos a molestarnos mutuamente con conversaciones banales y cotidianas. Llevaba un buen rato ahí sentado cuando, al volver la cabeza, de pronto vi dos ojos posados en mí. Al principio no vi nada salvo esos dos ojos: no sólo mi vista, sino todo mi ser quedó de una vez atrapado y retenido. Era como si me arrastraran y absorbieran y algo me inclinase hacia delante, como si todos mis sentidos y pensamientos habitaran en las profundidades de esos ojos y yo no tuviera ya existencia independiente o verdadera. Cuando esto se acabó y me recompuse y recuperé mi raciocinio y mi capacidad de análisis, lo único que vi, de ese rostro de mujer que tenía ante mí, fueron sus ojos. Eran de color gris oscuro, y mostraban unas pupilas casi anormalmente dilatadas, como inquisidoras y aterradamente desvalidas, y en su expresión había algo indefinible que soy incapaz de identificar y que nunca he sabido describir con palabras, pero que ahora reconozco en estos árboles desnudos, en esta atmósfera brumosa, en aquella mujer solitaria a lo lejos, y en el caer sucesivo de estas grandes, pesadas y aisladas gotas de lluvia. Y en la medida en que pude liberar mi propia mirada, descubrí que tenía una cabeza pequeña y un cuerpo delicado, un traje negro y un rostro pálido al que un rictus alrededor del fino labio superior daba un aire de melancolía. Era como una hermosa flor blanca que exhibe al sol otoñal su belleza enfermiza, en medio de una naturaleza moribunda. Aún no sé cuánto tiempo estuvimos así, sentados y con la cabeza vuelta el uno hacia el otro, mirándonos a los ojos, pues en momentos como ése se pierde el contacto con todo lo que nos rodea y el tiempo flota sobre nosotros como un tenue susurro. Cayó la noche, todos los colores se apagaron, había ya oscurecido y ella se había marchado. Me levanté; me sentía como cuando uno se despierta tras un largo y agradable sueño y permanece la sensación interior de descanso y alivio. Me encaminé hacia casa, y poco a poco conecté otra vez con la realidad, que nuevamente se cernía en torno a mí. Pero a cada cosa que me encontraba, veía u oía, me parecía que esa realidad externa se dividía, diluyéndose y desapareciendo como la niebla matutina. De manera inconsciente sabía que tenía algo a lo que agarrarme y con lo que ser feliz, algo que nadie podía ver ni entender mejor que yo, solamente yo, y que por lo tanto era mío y nada más que mío.
«Aquello acabó siendo una relación de amor que duró tres meses enteros, una relación de amor sin acontecimientos externos, sin contacto físico, sin una sola palabra. ¿Me creerás y me entenderás de veras si te digo que nunca he conocido a una mujer tan íntimamente como a ésa, que no hay punto de comparación con ninguna de todas las que he poseído físicamente y a las que he susurrado palabras en esos precisos instantes, si es que existen, en que las almas son forzadas a abrirse? Verás, había estado deambulando todo un invierno, dejando pasar los días, las semanas, los meses, dejando pasar todo y sólo aferrándome a lo que me parecía digno de ser mirado con más atención. Había tenido muchas relaciones sexuales con mujeres, sobre todo de las baratas, en un par de ocasiones causadas por la pura atracción. Y en todas ellas el objetivo y el fin eran los mismos, y una vez satisfecho mi deseo, todo había terminado: lujuria, un acto brutal, relajo, a menudo repugnancia, en el mejor de los casos una vaga melancolía al recordarlo, voila tout. <strong>[11]</strong> Cuando llegaba a la casa de baños, mis sentidos estaban ahítos, y no era capaz de ver a ninguna mujer sin desnudarla mentalmente y sentir asco ante la idea del banal acto del apareamiento, esa miserable y voraz coronación de todas las bendiciones del amor. Ante mí se aparecía esa imagen con la claridad de una alucinación, y, sin poder librarme de ella, sentía repulsión hacia la mujer y repulsión hacia mí mismo. Pero al mismo tiempo deseaba con más fervor e impaciencia que nunca sentir esas puras y silenciosas vibraciones tonales que sólo una mujer es capaz de evocar en el alma de un hombre.
»Todas las noches, hacia la hora de la puesta de sol y del crepúsculo, me dirigía al muelle. Tenía casi la certeza de que la hallaría sentada en el mismo lugar en el que la vi por primera vez, y me decepcionaba bastante el no encontrarla allí, cosa que ocurrió en algunas contadas ocasiones. Me sentaba a poca distancia de ella; el reflejo del sol poniente reposaba como un tenue fulgor arriba en el cielo, mientras abajo se veía ya todo oscuro. La superficie del mar dibujaba un nítido trazo en el nocturno horizonte septentrional. Ella miraba al frente, sola e inmóvil, su silueta recortada contra el agua y el aire. Entonces se volvía hacia mí lentamente, y yo de pronto sentía, de modo instintivo y antes de verla, cómo sus ojos se clavaban en mí. Sin que ninguno de los que se sentaban alrededor se diera cuenta de nada, nos poseíamos el uno al otro con toda la amplitud con que dos seres humanos pueden poseerse. ¿Es en realidad el acto físico de la cópula entre hombre y mujer algo más íntimo que esta fusión del ser de dos personas en que las emociones se mezclan y se fertilizan unas a otras y los pensamientos se entrelazan y dan fruto?
»Llegó la noche, y todos se levantaron y se fueron, uno tras otro; el lugar se iba quedando cada vez más vacío, las piedras deshabitadas. Cuando también ella se hubo marchado y yo mismo me dirigí a casa, tenía la sensación de albergar un secreto en mi interior, un secreto que nadie, salvo otra persona más, conocía; algo que, por así decirlo, me esperaba y que sería capaz de transportarme hacia lo lejos y por una eternidad. Ese algo crecía dentro de mí, llenaba mi ser, proporcionándome nuevas emociones y una nueva perspectiva, de modo que todo lo que me rodeaba, todo lo que hasta ahora era como si no existiese, cambiaba de aspecto y cobraba interés para mí, se convertía en carne de mi carne y sangre de mi sangre: el agua en que me bañaba, el sol ardiente y cegador, el estival cielo azul, las flores, las plantas, las calles, las casas, lo más ínfimo y lo más grandioso. Era como si de súbito me fueran revelados nuevos secretos que antes parecía no haber percibido. Las palabras que escuchaba adquirían un nuevo sonido y un nuevo significado, y las mismas personas que las pronunciaban se me antojaban seres que hasta ahora no conocía. Esa nueva y extraña cosa que llevaba dentro de mí, sin del todo comprender qué era, crecía y se hinchaba de repente: sentía en mi sangre escalofríos de lacerante voluptuosidad; los párpados me ardían y se humedecían; mi mirada se agrandaba; mis pensamientos, saturados de emoción, arrojaban un rayo de luz sobre el secreto de la existencia y se transformaban en visiones; y yo temblaba y me retorcía ante la violenta necesidad de dejarme caer de bruces al suelo y llorar, llorar por todo y por nada, o llorar sin saber por qué. Cuando me preguntaba por la causa y el origen de este estado de ánimo, de esta compasión por todo y por todos, que había sustituido a mi habitual indiferencia, la única respuesta que se me ofrecía era esa mujer triste de rictus melancólico y de mirada dolorosamente inquisitiva, ese extraño amor, hermoso y enfermizo como el cutis de un convaleciente; cuando su lacerante dulzura se mostraba con mayor intensidad y plenitud, se convertía en un melancólico anhelo de abrazarnos fuertemente, ella y yo, como dos fieras asustadas en medio de la tormenta, dejando a la vida, la triste, cruel y espantosa vida, seguir su precipitado curso al margen de nosotros.
Oscurecía. Sobre la ciudad se condensaba un leve vapor, y las gotas seguían cayendo pesadamente en el silencio.
– Y pasaron los días, y el verano se esfumó, y llegó el otoño. Una noche de septiembre -precisamente una noche como ésta, con una húmeda y pesada niebla sobre el mar y siendo mis pensamientos tan turbios como el aire-, mientras nos hallábamos como de costumbre allí sentados sobre los adoquines y prácticamente solos, ocurrió que nos sonreímos, con una afligida sonrisa de triste impotencia, como si los dos nos hubiéramos dado cuenta, en el mismo y preciso instante, de que ya habíamos saboreado lo mejor de la vida y del amor y de que no nos quedaba nada por ofrecernos el uno al otro, de que todo había acabado y de que cualquier palabra que intercambiásemos constituiría un sacrilegio: ahora no nos era dado sino, cada uno por nuestra cuenta, conservar aquel recuerdo.
»A la mañana siguiente me marché.
»Pero también había habido una suerte de gratitud en su mirada».
<a l:href="#_ftnref11">[11]</a> «Eso es todo» (en francés en el original).