143772.fb2
Jamás se me habría ocurrido escribir estas líneas de no ser por el sentimiento de flagrante injusticia que se apoderó de mí al leer las estupideces publicadas en la prensa tras la reciente muerte de Raymond Star. Supongo que a los periodistas no les faltan atenuantes: la urgencia de la hora del cierre y las lógicas limitaciones de espacio hacen que a menudo sus informaciones resulten un tanto precipitadas y superficiales, cuando no directamente desfiguradas. No obstante, cabría decir en su descargo que no siempre resultaba fácil entender a Raymond Star. Pero ofrecer de él la imagen de un playboy banal, obsesionado por coleccionar la mayor cantidad posible de aventuras amorosas, es hacer una caricatura, mediocre y perezosa, de un hombre que no sólo fue un amante extraordinario, sino que, además, llevó las teorías socialistas al amor. Por otra parte, Raymond fue el primero en declarar abiertamente (en un artículo de su puño y letra publicado hará cosa de diez años) que era un obseso sexual y que, en materia de mujeres, era incapaz de discriminar pues le gustaban todas sin excepción. Raymond siempre fue un ejemplo de curiosa y obstinada coherencia. Sostenía, tanto en el plano de la especulación teórica como en el de la praxis cotidiana, que ni el hombre ni la mujer están hechos para gozar de una sola pareja. En una ocasión, cuando yo intentaba refutar su teoría, Raymond me preguntó: "¿Cuál es tu novela favorita?" "Lolita", contesté yo sin apenas pensármelo. "¿Cuántas veces la has leído?" "Tres, si mal no recuerdo." "¿Y qué crees que ocurriría si te obligaran a leer únicamente Lolita durante veinte años? Piénsalo bien: Lolita y nada más que Lolita. Lolita cuando te apeteciera Lolita y Lolita cuando te apeteciera cualquier cosa menos Lolita." "Bueno -contesté yo tratando de ser sincera con Raymond y conmigo misma-, no creo que se pueda comparar a una persona con un libro pero supongo que al cabo de cierto tiempo de leer sólo Lolita acabaría precipitándome con irreprimible voracidad sobre la guía telefónica." "Pues bien, querida: yo opino que una persona es como un libro: te da acceso a una conciencia, a un mundo peculiar e irrepetible y amplía tu experiencia vital. Pero si te obligan o te obligas a confinarte dentro de los límites de ese único mundo, tarde o temprano ese espacio se torna prisión, no porque ya no te guste, sino porque un afán inexplicable e ineludible te empuja a conocer cualquier otro mundo que te haga descubrir y sentir cosas distintas, que te permita en cierto modo ser otro. Amar a una persona, querida, es viajar a lo largo y ancho de otro pellejo y por tanto, es también hacer estallar nuestros estrechos mundos. Hay muchos paisajes que recorrer y poco tiempo para hacerlo.”
Es probable, tal y como lo dijo la prensa, que Raymond tuviera más amantes que Casanova, Kennedy y Sinatra juntos. Pero es de justicia señalar que jamás ha pisado la tierra un hombre más generoso, exquisito y considerado. Cada vez que estoy en un bar, por ejemplo, y veo a una mujer compuesta de forma que no es difícil deducir que está esperando a un amante y lanzando nerviosas ojeadas a su reloj y a la puerta, recuerdo lo mucho que Raymond detestaba hacerse esperar o que lo hicieran esperar. No era ni mucho menos la clase de tipo vanidoso que se siente importante al pensar en la espera que impone a otros. Una vez me contó que, siendo apenas un adolescente, una gitana le hizo subir una tarde a un carromato para leerle las líneas de la mano. El chico que minutos después bajó del carromato sin el duro que su madre le había dado para comprar chocolatinas y que la gitana le exigió como pago por sus servicios, no era, según me dijo Raymond, el mismo que había subido a él: la gitana le había vaticinado una vida breve si bien, al ver la alarma que se asomaba a los ojos del niño, matizó que, pese a la brevedad, esa vida había de ser extraordinariamente intensa en sucesos y encuentros. Y esa tarde sin chocolatinas forjó al adulto que, desde ese preciso instante, emprendió una particular cruzada contra el tiempo. Pero, aunque se había propuesto hacer las cosas deprisa, también quería (y eso es algo que los periodistas hacen mal en olvidar) hacerlas muy bien, con todos sus sentidos puestos en ellas, para gozar de cada instante con la mayor intensidad y delectación posible.
Cuando yo fui su amante (aunque creo que siempre fue así), Raymond Star era un hombre muy ocupado. Estaba embarcado en otras dos aventuras amorosas (nunca vivía simultáneamente más de tres o cuatro, pues decía que si uno pretende oler más de tres o cuatro perfumes al mismo tiempo los sentidos acaban por embotarse) y, amén de sus ocupaciones sentimentales, tenía que dirigir sus florecientes negocios, que constantemente lo llevaban de un punto a otro del planeta, de forma que, muy a pesar suyo, a veces le era del todo imposible acudir a sus citas a la hora fijada. Con todo, era un tipo tan considerado y admirable que había pergeñado un ingenioso sistema para hacerse perdonar la espera. Llevaba yo apenas dos meses de regocijantes amoríos con Raymond cuando, una noche, a la hora exacta en que habíamos acordado encontrarnos en mi casa, sonó el timbre de la puerta. Esperé unos segundos para no traicionar mi impaciencia y, cuando abrí la puerta, un enorme ramo de flores ocultaba el rostro de un hombre que resultó no ser Raymond. Tampoco era, a decir verdad, un recadero cuya función se limitara a retirarse una vez entregadas las flores. Para mi absoluta perplejidad, el tipo me contó con pasmosa calma que acudía a mí en calidad de telonero de Raymond Star.
– ¿Cómo dice? -pregunté reprimiendo un arrebato de ira y deseando ardientemente haber entendido mal.
– Raymond vendrá, de eso no hay la menor duda. Lamentablemente, no podrá hacerlo hasta dentro de un par o tres de horas, porque su vuelo desde Sidney se ha retrasado, así que me envía a mí como telonero, ya sabe, esa palabra que se aplica al grupo que toca antes que la estrella en los conciertos, como una especie de aperitivo mientras el público espera.
– ¿Cómo se atreve? -troné yo, tratándolo de usted para marcar distancias y expresándome en un tono de voz que sonara tan disuasivo y terminante como el que habría empleado una walkiria.
– No siempre soy mal recibido.
Señalé hacia la puerta para dar a entender con inapelable claridad que ahí acababa mi trato con aquel tipo (y con el monstruo de desvergüenza y cinismo que me lo había enviado). Pero el tipo era obstinado.
– Escucha, escúchame tres minutos y luego, si sigues queriendo que me largue, me iré. Pero ¿sabes lo que ocurrirá si me marcho? En primer lugar, la cena que has preparado para Raymond, y que me imagino que te ha llevado horas preparar…
– La he encargado en una charcutería -mentí.
– No importa; supongo que es un manjar delicioso. Y yo tengo bastante hambre.
Por primera vez me fijé en aquel tipo. Tenía unos hermosos ojos, grandes y tristes, de un color verde acuoso, sombreados por unas espesas pestañas negras. Era alto y de complexión recia, pese a lo cual desprendía un aire de delicadeza, vulnerabilidad y misterio. Sentí cierta curiosidad por saber qué clase de tipo podía prestarse a ser el "telonero" de otro hombre. Y, aun cuando mi curiosidad se me antojó impertinente e irritante, decidí concederle el tiempo que me pedía. Al fin y al cabo, tres minutos, habida cuenta de que la esperanza de vida en el mundo occidental ronda los setenta años, no suponen una gran pérdida.
– En segundo lugar, si me marcho, te pasarás dos o tres horas sin hacer nada más que esperar a Raymond, con lo que, cuando él llegue, estarás de un humor de perros y, por mucho que te esfuerces, acabarás arruinando vuestra cita. Ya sabes: es una puñetera ley a la que el comportamiento humano casi nunca escapa: empezarás por tratarlo con frialdad, para demostrarle que no es tan importante en tu vida, luego te crisparás por cualquier detalle estúpido y acabaréis discutiendo y peleándoos. En cambio, si yo me quedo, bueno, soy bastante malo haciendo publicidad de mí mismo… Sólo te pido que me concedas el beneficio de la duda. Tal vez mi música no sea tan buena como la de Raymond, al fin y al cabo es la suya la que deseas, y no tengo la menor intención de competir con él, pero… Te diré que estoy incluso de acuerdo contigo en que todo esto es un disparate, pero también creo que a veces no viene mal un poco de locura…
– Espero que te guste el roastbeef poco hecho -dije a modo de veredicto. Todavía no estaba segura de querer "oír la música" de aquel tipo, pero me había gustado lo suficiente como para compartir con él una cena.
A lo largo de la velada, me enteré de que Tom era el hermano menor de Raymond.
Cuando ya habíamos dado cuenta de una botella de vino e íbamos por la segunda, me contó que había nacido con una anomalía física que había hecho de él un ser taciturno, esquivo y solitario que de pequeño solo aceptaba de buen grado la compañía de Raymond, a quien idolatraba. De hecho, prosiguió, si no hubiera sido por Raymond, jamás se habría atrevido a relacionarse sexualmente con una mujer. Advertí que vacilaba antes de contarme que la primera vez que se metió en la cama con una chica fue su hermano quien lo obligó a hacerlo. Pese a que Raymond estaba locamente enamorado de ella (en realidad era su primer amor), le rogó a la chica que, antes de acostarse con él, lo hiciera con Tom. Así era Raymond, siguió contándome Tom: un tipo sentimental que sencillamente no podía ser feliz si no contribuía en alguna medida a que los demás lo fueran.
– ¿Estás seguro -lo interrumpí secamente- de que su caritativa actitud no obedece al propósito de humillarte, de dejar bien claro que es él quien gusta y conquista a las mujeres?
Pero mi pregunta no obtendría respuesta hasta mucho más tarde, porque el timbre de la puerta sonó en ese preciso instante. Era Raymond, por supuesto, y Tom se despidió de nosotros.
Las siguientes veces en que Raymond me mandó teloneros, me descubrí algo decepcionada por el hecho de que no fueran el misterioso Tom Star. Pero siempre se trataba de tipos que merecían la pena, hombres atractivos en un sentido u otro (por mucho que me esforcé, jamás detecté en ellos anomalías físicas) pero que tenían o habían tenido problemas en sus contenciosos afectivos con las mujeres. Algunos eran demasiado tímidos e inseguros como para dominar el lenguaje de la caza, otros acababan de pasar por alguna experiencia amarga que había socavado su confianza en sí mismos. Una no podía sino llegar a la conclusión de que Raymond seleccionaba cuidadosamente a sus teloneros. Hubo ocasiones en las que incluso llegué a lamentar que el titular de la plaza apareciera. Empecé a pensar que Tom tenía razón. Tal vez no era exactamente felicidad lo que Raymond se proponía repartir, pero conseguía despertar en mí un apetito por otros hombres, otros mundos. Y esos hombres eran por lo general tipos cuyo atractivo no se desvelaba a la primera ojeada; había que detenerse en ellos y tomarse el trabajo de "leerlos" con atención.
Una noche, Tom Star volvió a irrumpir en mi vida. Huelga decir que le dispensé una acogida mucho más calurosa que la primera vez. Creo que se dio cuenta de que yo estaba contenta de volver a verlo y, durante toda la velada, se mostró radiante. No era la clase de tipo que te deslumbra de buenas a primeras, pero su atractivo iba haciendo lentamente mella en mí. A diferencia de Raymond, Tom no parecía tener prisa alguna por exprimirle el jugo a la vida. Hubo un momento, cuando ya habíamos acabado de comer el postre, en que ambos nos levantamos a la vez, como movidos por un doble resorte. Yo tropecé, estuve a punto de caerme y Tom se apresuró a sujetarme. Rocé accidentalmente su entrepierna y noté que él se estremecía. Lo miré a los ojos y advertí un matiz de aprensión en su mirada. Me pregunté por qué perdía el aplomo precisamente cuando mi actitud demostraba tan a las claras que lo deseaba físicamente. Para que no cupiera ya la menor duda, me lancé vorazmente en pos de su boca. Minutos después, Tom Star y yo rodábamos alborozados por la moqueta del salón. Yo llevaba un vestido ligero que, al poco, se vio reducido a ejercer de bufanda mientras Tom, todavía vestido, acariciaba y succionaba mi palpitante topografía. Era un amante fogoso y a la vez de una parsimonia poco frecuente. Parecía disfrutar llevándome una y otra vez al borde del orgasmo con la lengua; cuando se daba cuenta de que yo estaba a punto de correrme, dejaba de chuparme el clítoris y me lamía el interior de las orejas, el cuello y las tetas, dejándome tan mojada como un pantano tras unas lluvias torrenciales. Cada vez que yo intentaba abrirle la bragueta, se escamoteaba con juguetona habilidad. Vaya, pensé, al chico dulce y tímido le gusta imprimirle su propio ritmo a la "lectura". De pronto, se sacó una venda negra del bolsillo y me tapó con ella los ojos. Tras una breve espera, se echó encima mío, dispuesto a follarme. Cuál no sería entonces mi sorpresa al sentir que Tom me penetraba simultáneamente por los dos agujeritos vecinos con que Madre Naturaleza nos ha dotado, con su característica sabiduría, a las mujeres. Primero pensé que utilizaba un consolador de refuerzo pero enseguida me di cuenta de que eso no era posible; las dos pollas con que Tom me embestía se movían al mismo ritmo y, por otra parte, las manos de mi amante me estrujaban las tetas, con lo que difícilmente habría podido manipular un consolador. En cualquier caso, el placer que me producían los dos falos entrando y saliendo de mi interior era tan enorme que no me hallaba en situación de hacerme demasiadas preguntas. La polla que se agitaba en mi culo comunicaba a la vulva violentas oleadas de placer. Era una sensación enloquecedora que me hacía rugir de gusto, pero Tom acalló mis gritos tapándome la boca con la suya. Fue entonces cuando un orgasmo salvaje, un seísmo que debió marcar la puntuación máxima en la escala de Richter, me sacudió entera. Tom retiró su boca para que gritara y llorase a gusto mientras él se derramaba en mis diversas interioridades. Afortunadamente, ese día Raymond acudió muy tarde a la cita, de forma que su hermano y yo pudimos seguir explorándonos a placer. La única condición que impuso Tom a nuestros intercambios carnales fue que yo no debía mirar jamás sus encantos bifálicos. En cuanto alguien lo hacía, me explicó, sus dos pollas gemelas, que eran más bien vergonzosas, perdían todo su vigor y esplendor y ya nada era capaz de reanimarlas durante bastante tiempo. Cuando Raymond apareció, fue Tom quien debió abrirle, pues para entonces yo ya estaba inmersa en un sueño dulce, profundo y reparador. Ignoro lo que dijeron pero, al día siguiente, era Tom quien estaba conmigo en la cama. Siempre me ha gustado desayunar en la cama pero, esa mañana, el desayuno, compuesto en lo esencial por un par de huevos con salchichas -bendito plural- se me antojó especialmente sabroso aun cuando me viera obligada a tomarlo con los ojos tapados con una venda.
Desde entonces, Tom Star y yo nos hicimos inseparables. Raymond, que se percató de que estábamos locos el uno por el otro, se retiró con la discreta caballerosidad del buen perdedor. Digamos que siguió la senda de la aventura, mientras Tom y yo, por naturaleza más sedentarios, profundizábamos en nuestra mutua "lectura". Aun hoy seguimos haciéndolo con resultados bastante felices. Todavía no conozco visualmente a las encantadoras hermanas gemelas que tanto placer le dan a mi anatomía, pero Tom me ha prometido que quizá algún día, quién sabe, las dos chicas estén dispuestas a ser formalmente presentadas.