143792.fb2 Un extra?o en la oscuridad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

Un extra?o en la oscuridad - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 6

6

La reunión no marchaba bien. Corrine lo sabía e intentaba controlar las cosas… cosas que esencialmente eran sus propias emociones. Pero con Mike ahí sentado a la mesa de conferencias, tan tranquilo y sereno, resultaba casi imposible. Podía sentir sus ojos sobre ella, intensos en su expresión. Y aunque debía ser una ilusión, le pareció que podía olerlo en su masculinidad limpia y sexy. Desde luego podía sentirlo, y ni siquiera la estaba tocando.

Había soñado con que la tocaba. Y lo hacía demasiado a menudo. Siempre de un modo que parecía inocente, desde luego. Un roce del brazo aquí. Un muslo allí. Aquí un contacto, allí un contacto, siempre un contacto.

– Los hechos son los hechos -dijo en el silencio tenso-. Se nos ha pedido que realicemos estos experimentos y lo haremos.

– Pero al menos podemos quejarnos. No son de la NASA, ni siquiera de la universidad -indicó Frank. Llevaban una hora con lo mismo-. Son unos estudiantes de instituto de Missouri que quieren probar unas semillas. Creo que todos estaremos de acuerdo en que, con el factor de tiempo desconocido para la reparación de los paneles solares ya instalados, sumado a la instalación de los nuevos, tenemos mejores cosas que hacer que preocuparnos de las semillas de unos chicos.

Tanto Jimmy como Stephen asintieron. Corrine miró a Mike.

Él le devolvió la mirada con expresión reservada y no dijo nada.

– Entiendo lo que planteáis -indicó, un poco perturbada por lo mucho que podía agitarla algo tan sencillo como un intercambio de miradas-. Pero esos chicos ganaron un concurso nacional en Washington. Fue una campaña publicitaria con la intención de recuperar la atención del público en el transbordador y en la Estación Espacial Internacional de una manera positiva -que ella estuviera de acuerdo con su equipo no importaba. Tenía las manos atadas. No tenía otra alternativa-. Hemos de hacerlo. El presidente prometió que lo haríamos.

– Comandante, sin duda él…

Movió la cabeza en dirección a Jimmy, odiando no poder hacer acopio de su ecuanimidad con la presencia de Mike allí. No debería ser difícil convencer a su equipo de que hiciera lo que ella quería. No debería sentir la decepción amarga que irradiaban todos los componentes ante su incapacidad para cambiar lo inalterable.

– El presidente le solicitó en persona el favor a la NASA y nosotros aceptamos.

– Sí, pero cuando aceptamos -señaló Stephen visiblemente irritado-, fue antes de que conociéramos los problemas adicionales de tiempo que íbamos a sufrir, tanto en el transporte como en la estación.

La Estación Espacial Internacional había tenido problemas, siendo el más grave el de los paneles solares defectuosos que ya estaban instalados. Como los astronautas se alojaban allí de manera permanente, reparar el problema era fundamental. Nadie quería dedicar horas cruciales de su misión de diez días a supervisar proyectos estudiantiles, entre los cuales figuraba exponer semillas, pelo, pan, hamburguesas e incluso chicle al entorno ingrávido del espacio para ver si se veían afectados por el cambio de presión, altitud o cualquier otra cosa.

– Aún no hemos descubierto cómo añadir los repuestos necesarios a nuestra carga sin aplastar los componentes originales -expuso Jimmy-. Mucho menos sacar tiempo para las reparaciones que debe llevar a cabo Stephen -miró con ojos atribulados a Corrine y a Mike, quienes en su papel de comandante y piloto, dirigirían la nave-. Tenemos poco tiempo.

– Por no mencionar que maniobrar en el reducido espacio de la estación va a resultar un milagro -añadió Frank-. ¿Estás preparada para eso? ¿Estás preparada para decirle a los países involucrados en esto con nosotros que no pudimos resolver el problema porque nos hallábamos demasiado ocupados llevando a cabo experimentos de ciencia de aficionados?

– No entendéis la presión a la que está sometida la NASA para lograr el favor del público en algo tan gravoso para el bolsillo del contribuyente -indicó Corrine-. La microgravedad del espacio se ha convertido en una herramienta importante para el desarrollo de materiales nuevos y sofisticados -adrede no miró a Mike, de modo que pudo dejar que su famosa frialdad se reflejara en su voz. Estaba al mando y era quien tenía la última palabra, les gustara o no-. Y el público está perdiendo interés.

– Estupendo -dijo Stephen, y tanto Jimmy como Frank rieron.

– No es estupendo -corrigió Corrine-. Necesitamos un total de cuarenta y tres vuelos para construir la estación. Eso representa mucho dinero de los impuestos.

– Ya estamos comprometidos como nación -expuso Stephen-. Es demasiado tarde para que los políticos decidan que no queremos estar. Me decanto a favor de Frank y Jimmy. Olvida los experimentos.

– Stephen -intervino Mike con suavidad-. Esto no es una democracia. -Corrine respiró hondo, pero no lo miró. Al parecer, se ponía del lado de ella. ¿Porque estaba realmente de acuerdo o porque se habían acostado juntos? Odiaba cuestionarlo.

– No vamos a olvidarnos de los experimentos -insistió Corrine.

Stephen apretó la mandíbula.

Jimmy también parecía irritado, pero preguntó con calma:

– ¿Podemos acordar cancelarlos si arriba nos surgiera algún problema?

– Tomaremos esa decisión si surge la necesidad.

– Bueno, entonces pongámonos a trabajar en el horario -pidió Stephen con tono hosco-. Y cerciórate de que nada entre en conflicto, en particular un estado premenstrual. Cielos. Los otros parecieron luchar por controlar sus expresiones faciales, sin éxito. Jimmy y Frank sonrieron.

Mike bajó la vista hacia sus manos unidas. Pero Corrine estaba furiosa. No sabía por qué, pero si una mujer poseía una opinión marcada o necesitaba poner bajo control a su grupo, terminaba por ser una bruja caprichosa. Sin embargo, cuando un hombre hacía lo mismo, actuaba dentro de sus derechos como varón al mando.

La injusticia no le resultaba nueva, pero por algún motivo, ese día fue dura. Lo achacó a la falta de sueño, no al calor no sofocado que Mike había avivado en su cuerpo la noche anterior, y puso la expresión de que era mejor no jugar con ella para poner en su sitio a sus hombres.

Jimmy y Frank estaban descontentos, como mínimo. Stephen también.

– Creo que esto apesta -dijo-. Que quede constancia de ello.

– No importa lo que tú pienses -indicó Mike.

Justo o no, al oír que la, defendía, Corrine se crispó. No deseaba ninguna heroicidad, deseaba… deseaba… Maldita sea, lo deseaba a él.

– Es evidente que necesitamos un descanso -dijo Corrine, poniéndose de pie-. Este es tan buen momento como cualquiera -Mike fue el último en ir hacia la puerta, y lo detuvo-. Quiero hablar contigo.

– ¿Sí?

– No necesito que me defiendan – supo que sonaba rígida y desagradecida, pero no pudo evitarlo, ya que sentía ambas cosas en ese momento-. Menos delante de mi equipo. Ni ahora ni nunca.

– También es mi equipo -indicó él con demasiada suavidad-. Y no dejaré que nadie te hable de esa manera. Ni ahora ni nunca -repitió.

Si ella hubiera dormido más, lo habría visto venir y habría podido evitarlo. Pero tanto calor en la mirada de él la distrajo, de ¡nodo que cuando le acarició la mejilla con su mano grande, cálida y extrañamente tierna, lo único que pudo hacer fue quedarse quieta y temblar como una condenada virgen.

– Corrine.

– No -susurró ella.

– Ni siquiera sabes lo que te voy a decir.

– No quiero saberlo.

– Te lo diré de todos modos.

– Por favor, no.

– «Por favor» -sonrió-. La única vez que te he oído pronunciar esas palabras fue cuando estaba dentro de ti…

– ¡Mike!

– Y también eso -los ojos se le oscurecieron-. El modo en que pronuncias mi nombre me excita, Corrine.

– Me aseguraré de no volver a decirlo -soltó a través de los dientes apretados.

– Te deseo -movió la cabeza, claramente desconcertado-. Dios, todavía te deseo.

Ella cruzó los brazos en un intento desesperado por recuperar la normalidad, algo imposible con ese hombre. Sin siquiera intentarlo, le encendía el cuerpo.

– Hablábamos de lo que sucedió en esta sala hace apenas unos minutos. Sobre el hecho de que viniste en mi defensa cuando no lo necesitaba.

– No, tú hablabas de eso. Yo quería hablar de algo completamente diferente. O no hablar -los ojos centellearon con un deseo inconfundible-. No hablar también está bien.

Era mucho peor de lo que Corrine habría podido creer, porque no entendía cómo aún podía haber tanto calor entre ellos. Habían hecho el amor, ¡más de una vez! Debería estar acabado. Y la irritaba que siempre que lo miraba todo pensamiento racional desaparecía de su mente. Lo peor era que no sabía cómo hacer para no revelarlo.

– Tantas preocupaciones -musitó él, sosteniéndole la cara mientras la obligaba a mirarlo a los ojos-. Compártelas conmigo.

– Sí, claro -logró responder débilmente, apartándole las manos-. No puedo.

– No quieres -la observó caminar por la sala-. ¿Por qué haces esto? Por qué conmigo eres esa mujer cálida, suave, apasionada, y, sin embargo, con tu equipo eres tan…?

– ¿Tan qué? -giró para inmovilizarlo con la mirada.

– Dura -soltó sin rodeos-. Eres dura, Corrine.

Eso dolió, y tuvo que tragar saliva para poder hablar.

– Si tengo que explicártelo, significa que nunca lo entenderías.

– Prueba.

Lo miró a la cara y, por algún motivo, sintió un nudo en la garganta.

– Mike. Aquí no.

En ese momento, oyeron unos pasos en el pasillo.

– Después, entonces -acordó él-. Corrine, habrá un después.

Al menos la sesión de la tarde transcurrió con más normalidad, aunque el daño ya estaba hecho. Corrine se hallaba tensa.

Sin embargo, los demás parecían dispuestos a olvidar la escena de la mañana, de modo que ella ocultó toda su tensión detrás de una sonrisa distante y una dura determinación. Después de todo, tenía trabajo que hacer y una misión que organizar. Los paneles solares que iban a trasladar al espacio tenían que tratarse con sumo cuidado, tanto durante el embalaje como en el transporte, y luego durante la construcción y el montaje en la estación espacial.

Cada uno de los miembros de la misión, Corrine, Mike, Stephen, Frank y Jimmy, tenía un trabajo específico, y cada tarea era crítica y requería meses y meses de planificación, y luego más meses de práctica. Por ejemplo, para montar las largas alas solares, cada una de las cuales, al estar completamente extendida, mediría setenta y dos metros de punta a punta, Corrine primero debería maniobrar hasta dejar el transbordador, en posición para poder abrir el compartimiento de carga y trabajar allí. Eso solo sería una proeza asombrosa.

Stephen y Mike dirigirían el brazo robótico. Frank y Jimmy, con amplio entrenamiento técnico, llevarían a cabo las reparaciones. Se necesitaban tres paseos por el espacio, y en cada ocasión, el brazo robótico se emplearía como plataforma móvil sobre la que pudiera apoyarse un astronauta. Dicho astronauta, Jimmy en este caso, quedaría sujeto por unas correas mientras Corrine dirigía a Mike y a Stephen para que lo llevaran hasta donde necesitaba ir. El equipo integrado medía cinco por cinco por cinco metros y pesaba cinco mil quinientos kilos. Requería un trabajo de grupo muy preciso, todo en una atmósfera sin gravedad, flotando entre el estrecho corredor del transbordador y la estación, con un voluminoso traje que pesaba cuarenta kilos. Los demás y ella depositarían literalmente la vida en manos de los otros. Se necesitaba práctica. Mucha práctica. Como piloto, Mike pasaba gran parte del día a su lado. Ni un segundo tenían para estar solos. A pesar de que cada centímetro de piel quedaba oculto a la vista, todo menos los ojos a través de la máscara, era tan consciente de él que cada vez que respiraba hondo, ella lo sabía. Si la miraba, lo sentía. Y cuando por azar, o quizá no tanto azar, la rozaba, sus sentidos experimentaban una sobrecarga.

No le gustaba. No le prestaba atención.

Lo conseguía manteniéndose distante y en control, negándose a distraerse. En una ocasión, cuando el resto del grupo se hallaba del otro lado de un gran mecanismo que empleaban para elevar las enormes piezas del equipo, Mike se plantó delante de ella y adrede clavó la vista en sus ojos mientras deslizaba las manos enguantadas hacia sus caderas para apretar con suavidad.

A pesar de estar separados por los trajes, sintió los dedos de él como si sus pieles entraran en contacto. Cerró los ojos y el corazón se le aceleró. La dominó un poderoso anhelo. Cuando al fin abrió los ojos, esperaba encontrar una expresión de triunfo en la mirada castaña, pero lo único que vio fue una reacción que reflejaba la suya propia de manera exacta.

Después de eso, se hizo más y más difícil evitarlo. Como resultado de aquella situación, quizá les exigió más de lo normal, pero se dijo que era una perfeccionista y que simplemente esperaba sacar lo mejor de ellos. Saber que entregaban lo mejor de ellos la ayudó a mitigar el conocimiento de que al resto del grupo no le caía particularmente bien. Pero la respetaban y poseían la misma ética de trabajo que ella, de modo que con eso le bastaba. Además, estaba acostumbrada a no caer bien. Pocos entendían el impulso que la motivaba, su necesidad de éxito. En ocasiones, ni ella misma lo comprendía. Sus padres la apoyaban; sus amigos la apoyaban. Toda su vida había sido querida y respetada. No era una carencia de afecto lo que la motivaba, sino un simple y abrumador anhelo de éxito.

Y lo iba a conseguir.

Mike aguardaba en el pasillo a oscuras, en silencio y tenso, atento a la habitual visita de Corrine al cuarto de baño.

Era una estupidez, incluso patético, y más cuando no tenía ni idea de lo que quería decirle o hacer. No, eso era mentira. Sabía exactamente qué quería hacerle, y en ello implicaba no tener ropa, una cama y muchos gemidos.

¿Qué era esa loca necesidad que tenía de ella? Carecía de sentido. Menos cuando ella había dejado bien claro que quería olvidar que lo había conocido. También él debería querer olvidarla, dado lo dura y estricta que era como comandante. Pero no podía hacerlo. Por eso esperaba.

Y ella no lo decepcionó. Justo pasada la medianoche, salió de la habitación con sus pantalones cortos y camiseta. Mike se encogió en las sombras y la observó hasta que con su andar decidido desapareció en el cuarto de baño.

Cuando volvió a salir dando un enorme bostezo, la agarró.

Corrine estuvo a punto de soltar un grito, pero se controló en el acto. Y así como él admiraba el control que exhibía durante el trabajo, en ese momento no quería que estuviera controlada, la quería encendida y perturbada, único momento en que llegaba a ver a la mujer que sospechaba que era la verdadera Corrine Atkinson.

Se opuso a él, pero Mike empleó su fuerza superior para acercarla hasta que quedaron pecho contra pecho, muslo contra muslo, y con todos los deliciosos puntos intermedios fundidos.

– ¿Qué haces? -susurró Corrine con ferocidad.

Ni él mismo lo sabía.

– ¿Qué te parece esto? -le capturó la boca con la suya.

Corrine se quedó absolutamente quieta, y Mike supo que la tenía. Si se hubiera opuesto, la habría soltado al instante. Si le hubiera brindado algún indicio de que no era eso lo que quería, habría retrocedido y regresado a la cama. Podría haberse quedado duro como el acero y frustrado más allá de lo imaginable, pero la habría dejado.

Ella no le dio esa señal, aunque tampoco le devolvió el beso. Mike anhelaba mucho más, ansiaba ver sus ojos somnolientos y sexys con el mismo apetito que lo devoraba a él, quería que el cuerpo le vibrara y lo necesitara, quería que lo mirara como había hecho en la habitación del hotel, con esa expresión que le decía que era el único que podía hacérselo en ese momento.

Pensó que quizá él mismo anhelaba incluso algo más, pero la idea lo inquietó, de modo que se concentró en el deseo físico. La boca de Corrine era cálida y tenía el sabor que tan bien recordaba. Aflojó las manos con que la agarraba y le acarició la espalda mientras le mordisqueaba los labios en busca del acceso que ella tendría que darle por decisión propia.

Cuando pronunció su nombre con suavidad y le enmarcó el rostro con las manos para mirarla a los ojos ella gimió y le rodeó el cuello con los brazos.

– Mike.

Él soltó un gemido ronco cuando Corrine ladeó 1a cabeza en busca de una conexión más profunda. A los dos segundos, dicha conexión no solo era más profunda, sino abrasadoramente caliente. Ella cerraba una mano en su pelo, reteniéndolo como si creyera que podría irse.

Imposible.

Deslizó la otra mano a la cintura de Mike para pasar los dedos por debajo de la camiseta, rodearle la cintura y acariciarle la espalda. Un contacto simple, incluso inocente, pero que lo encendió: Él también ocupó las manos; las bajó por sus brazos hasta las caderas y las metió entre la camiseta y su piel. El beso fue largo, húmedo, profundo y ruidoso, pero justo cuando Mike subía las manos para tomarle los pechos, detrás de ellos se abrió una de las puertas de un dormitorio.

Corrine se quedó helada y él percibió el horror que la dominó. En silencio, maldiciendo la pérdida de su cuerpo ardiente y de la intimidad, apoyó un dedo en sus labios y con rapidez la metió en el cuarto de baño.

Como dos adolescentes, se quedaron inmóviles en la habitación a oscuras, atentos a cualquier sonido.

Nada.

– Dios mío -susurró ella-. No puedo creer que… Que tú…: Que nosotros…

– ¿Estuviéramos a punto de devorarnos?

– No lo digas.

Sonaba disgustada y eso volvió a enfurecerlo. Se preguntó por qué le importaba esa mujer. ¿Por qué le importaba que sus compañeros gruñeran sobre su conducta fría y distante porque no veían como él a la verdadera Corrine? ¿Por qué le importaba que más allá de la fachada que presentaba al mundo, tuviera los ojos más profundos y anhelantes que jamás había visto?

– Hemos estado a punto… otra vez – cerró los ojos y se masajeó las sienes, y la desdicha que exhibía lo enfureció.

– ¿Puedes disfrutar del sexo conmigo solo siendo un desconocido? ¿Es eso?

– ¡No disfrutábamos del sexo!

– Entonces cuando te retorcías y jadeabas en mis brazos hace menos de un minuto, tirando de mi camiseta y suplicando más… ¿qué era?

Intentó mirarlo con altivez, pero no era algo fácil. Mike pudo ver cómo los engranajes de su mente luchaban por darle una explicación a la situación en su pequeño mundo de ensueño, donde no experimentaban esa abrumadora necesidad mutua.

– Lo único que hicimos fue besarnos – respondió ella al fin, asintiendo como si pudiera soportar esa fantasía concreta.

Se dijo que era el momento de estallar esa burbuja.

– Encanto -soltó una risa incrédula-, si eso fue solo un beso, me comeré los calzoncillos.

– ¡Lo fue!

– Entonces, ¿cómo es que te hallabas a dos segundos del orgasmo cuando apenas te había tocado los pechos?

No necesitaba tener luz para ver el rubor furioso que apareció en la cara de ella.

– ¡Eres imposible! -espetó-. ¡Odio eso!

– Y te avergüenza lo que hicimos. Yo odio eso.

Se miraron, pero no quedaba nada por decir.