153321.fb2 La senorita de Tacna - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 19

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Es la moda en Argentina, hijita. ¿Para qué crees que estoy suscrita a Para Ti y Leoplán? Con mis sombreros, estoy trayendo la civilización a Arequipa. Tú también usarás sombreros, para verte más linda.

MAMAÉ

A ver si así conquistas a un abogado. (Al Abuelo) Tendrás que contentarte con un yerno leguleyo, en vista de que tus hijos no parecen entusiasmados con el foro.

AGUSTÍN

¿Y a la Mamaé qué le vas a regalar si la cosecha es buena, papá?

ABUELO

¿Qué es eso de la Mamaé? ¿A Elvira le dicen Mamaé? ¿Y por qué?

AMELIA

Yo te digo, papacito. Mamá–Elvira, Mamá–é, la E es por Elvira ¿ves? Yo lo inventé.

CÉSAR

Mentira, a mí se me ocurrió.

AGUSTÍN

Yo fui, tramposos. ¿No es cierto que fui yo, Mamaé?

ABUELA

Díganle Mamá o Elvira, pero Mamaé es feísimo.

AMELIA

Pero Mamá ya eres tú, ¿cómo vamos a tener dos Mamás?

AGUSTÍN

Ella es una Mamá sin serlo. (Se dirige a la Mamaé) ¿Y a ti qué quieres que te regale el papá con la cosecha de algodón, Mamaé?

MAMAÉ

Un cacho quemado.

CÉSAR

Anda, Mamaé, en serio, ¿qué te gustaría?

MAMAÉ

(Viejita de nuevo)

Damascos de Locumba y una copita del mosto que destilan los mandingos.

Los hermanos, adultos otra vez, se miran intrigados.

AGUSTÍN

¿Damascos de Locumba? ¿El mosto de los mandingos? ¿De qué hablas, Mamaé?

CÉSAR

Algo que habrá oído en los radioteatros de Pedro Camacho.

ABUELA

Cosas de su infancia, como siempre. Había unas huertas en Locumba, cuando éramos chicas, de donde llevaban a Tacna canastas de damascos. Grandes, dulces, jugosos. Y un vino moscatel, que mi padre nos daba a probar con una cucharita. Los

mandingos eran los negros de las haciendas. La Mamaé dice que cuando ella nació todavía había esclavos. Pero ya no había ¿no es cierto?

CÉSAR

Siempre con tus fantasías, Mamaé. Como cuando nos contabas cuentos. Ahora los vives en tu cabeza ¿no, viejita?

AMELIA (Con amargura)

Vaya, es verdad. A lo mejor tú tienes la culpa de lo que le pasa a mi hijo. Tanto hacerle aprender poesías de memoria, Mamaé.

BELISARIO

(Soltando el lápiz, alzando la cabeza)

No, no es verdad, mamá. Era el abuelo, más bien, el de las poesías. La Mamaé me hizo aprender una sola. ¿Te acuerdas que la recitábamos juntos, un verso cada uno, Mamaé? Ese soneto que le había escrito a la señorita un poeta melenudo, en un abanico de nácar… (Se dirige a Agustín.) Tengo que contarte algo, tío Agustín. Pero prométeme que me guardarás el secreto. Ni una palabra a nadie. Sobre todo a mi mamá, tío.

AGUSTÍN

Claro, sobrino, no te preocupes. Si me lo pides, no diré una palabra. ¿Qué te pasa?

BELISARIO

No quiero ser abogado, tío. Odio los códigos, los reglamentos, las leyes, todo lo que hay que aprender en la Facultad. Los memorizo para los exámenes y al instante se hacen humo. Te juro. Tampoco podría ser diplomático, tío. Lo siento, ya sé que para mi mamá, para ti, para los abuelos será una desilusión. Pero qué voy a hacer, tío, no he nacido para eso. Sino para otra cosa. No se lo he dicho a nadie todavía.

AGUSTÍN

¿Y para qué crees que has nacido, Belisario?

BELISARIO Para ser poeta, tío.

AGUSTÍN

(Se ríe)