158247.fb2 La Leyenda de Camelot I - La Magia Del Grial - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

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– No… señor -tartamudeó Stan-. Yo… yo -se calló, bajó la mirada y susurró con una vocecilla sofocada-: Perdón, señor. Lo… lo siento. Al principio… no… no os había reconocido.

– Desaparece -dijo Arturo-. Corre a tu casa y piensa si es honrado pegar a alguien desarmado.

Stan no se lo hizo decir dos veces: se dio la vuelta y desapareció tan rápidamente como si la noche se lo hubiera tragado. Con el corazón latiéndole con fuerza, Dulac miró un momento en la dirección por la que el chico se había evaporado, luego se levantó con dificultad y se volvió hacia Arturo.

– Os doy las gracias, señor -dijo-. Si no hubierais venido, no…

– No te habría ido nada bien -acabó Arturo la frase mientras Dulac lo miraba con los ojos muy abiertos.

Porque Arturo ya no era Arturo, sino Dagda.

– ¿Dag… da? -murmuró Dulac tartamudeando.

– La última vez que hablaron conmigo así me llamaron -dijo Dagda sonriendo-. ¿Estás herido?

– No -respondió Dulac sin pensarlo demasiado. Realmente le dolían todos los huesos del cuerpo, pero no era momento de detenerse en ello-. Pero… pero, ¿cómo puede ser?

– ¿Qué? -preguntó Dagda.

– Arturo -murmuró Dulac-. Yo… Tú… eras…

– ¿Sí? -preguntó Dagda sin mostrarse sobresaltado.

Dulac se calló. Estaba convencido de haber visto a Arturo y, a la vista de sus reacciones, también a Stan y a los otros les había ocurrido lo mismo. Dio medio paso a un lado para mirar hacia la oscuridad, justo detrás de Dagda. No pudo entrever nada más allá de la negritud, pero de haber habido alguien, lo habría sentido.

– ¿Esperas a alguien? -en los ojos de Dagda apareció un brillo de diversión.

– No -respondió Dulac-. Estaba pensando en ayer por la noche. En lo que dijiste de… tus juegos de manos.

– A veces son muy útiles -aseguró Dagda-. ¿Estás bien de verdad?

– No ha sido tan grave- contestó Dulac-. Otras veces he recibido más golpes.

– ¿De esos tres? ¿Quiénes son?

– Tres majaderos -Dulac hizo un gesto con la mano, como si quisiera quitárselos de encima-. No merece la pena ni hablar de ellos. ¿Qué haces aquí?

En cuanto lo hubo dicho, se percató de que no debía haberle hecho esa pregunta. Pero el viejo mago no pareció tomarlo a mal, porque encogió los hombros y dio un paso atrás, metiéndose de nuevo en la oscuridad.

– Por ejemplo, salvarte a ti el pescuezo -dijo-. Pero, ¿qué haces tú aquí, en medio de la noche?

– Tú mismo me dijiste que tenía que llegar pronto -le recordó Dulac-. Arturo y los demás iban a adiestrarse en el manejo de las armas. Y ya sabes lo que sucede en esos casos.

Dagda asintió. Dulac no pudo ver la expresión de su cara porque estaba sumergido en las sombras.

– Sí, ahora que lo dices… Me temo que me estoy haciendo muy mayor. Vete. Espérame en el río.

– ¿Y cuánto vas a… tardar? -preguntó Dulac.

– Lo que tarde -respondió Dagda de forma vaga. Saludó con la mano-. ¡Ahora vete! -su voz había cobrado tanta fuerza que Dulac se sintió incapaz de rebatirle.

El joven se dio la vuelta, caminó un paso, y se paró de nuevo para mirar a Dagda.

Mejor dicho: para mirar el lugar donde había estado Dagda.

Él había desaparecido.

Dulac emprendió deprisa el camino hacia el castillo y la hora larga que quedaba desde allí para llegar a la orilla en donde Arturo y sus caballeros solían ejercitarse. Estaba casi seguro de que Stan y los otros dos habían corrido a sus casas como si el demonio en persona les pisara los talones, pero nunca se sabía… En todo caso, mejor andarse con ojo. Su cupo de aventuras estaba cubierto por el momento. El de peleas también. Con el recuerdo de la odiosa escena, su rostro se ensombreció. Le había asegurado a Dagda que el incidente no le importaba, pero no era cierto. No era para nada cierto.

Dulac hervía de rabia cuando pensaba en ello de nuevo. No era por los golpes que había recibido. A eso estaba acostumbrado. Además, había asestado más de los que había recibido: los tres iban a amanecer al día siguiente con una buena colección de rasguños y moratones, que nada tendrían que envidiar a los de Dulac.

Pero lo que más le dolía era la humillación.

Stan y los otros llevaban martirizándole desde que había llegado a la ciudad. Y a medida que pasaban los años la cosa iba a peor. Cuanto mayores se hacían, más duras eran las bromas que se permitían con él, y desde hacía unos meses el juego se había vuelto realmente peligroso. Estaba próximo el momento en que uno de ellos (lo más probable, Dulac) caería severamente herido, y cuando Stan fuera un poco mayor y un día, no muy lejano, tuviera un arma en sus manos…

No, Dulac prefería no pensar en lo que podría suceder en ese caso. Algún día, lo sabía, ellos iban a pagárselo. Cuando vistiera una armadura y se hubiera ganado su lugar en la Tabla Redonda del rey Arturo…

– Hasta entonces te queda un largo trecho, amigo mío -esta vez Dulac reconoció la voz enseguida. Asustado, se dio la vuelta.

– Y me temo que está un poco alejado para ti -añadió Arturo. Su voz había adquirido un tono de reproche, pero sonreía y Dulac se dio cuenta de que no estaba enfadado.

De todas formas, desanduvo dos o tres pasos y bajó la vista. Dando un respingo, comprendió que había pronunciado parte de sus pensamientos en voz alta, y por eso Arturo los había oído.

– Perdonad, señor -murmuró-. No quería…

– ¿Qué? -le interrumpió Arturo-. ¿Soñar? Por eso no tienes que disculparte. Los sueños son el bien más preciado que los hombres poseen.

Dulac no entendió realmente lo que quería decir, pero estaba tan embargado por la admiración que tampoco era capaz de darle muchas vueltas. Aunque no acostumbraba a pasar ni un solo día sin ver al rey, Arturo no parecía sentir su presencia. Y que le hablara -salvo para comunicarle alguna orden- le resultaba portentoso. Dulac se preguntó si Arturo sabría en realidad quién era él.

– Me temo que yo… yo no entiendo del todo lo que decís -balbuceó.

Para su sorpresa, Arturo sonrió como si él hubiera dicho algo divertido.

– Entonces eres un chico con suerte -dijo y rió despacio-. Así que quieres convertirte en un caballero -añadió tras una breve pausa-. Si es así, tendrás que familiarizarte con el escudo y la espada -miró en todas direcciones-. Es temprano. Los otros tardarán un rato. Si quieres… -Desenvainó la espada y los ojos de Dulac se abrieron de la emoción. Arturo debió de entender mal su gesto, porque bajó rápidamente el arma y dijo en tono tranquilizador-: No tengas miedo. No voy a hacerte nada.

– Lo… lo sé, señor -tartamudeó el chico-. Sólo que me… me he sorprendido. ¿Arturo, rey de Britania, quería enseñarle el arte de la espada a un simple mozo de cocina? Resultaba difícil de creer.

– Palabras -dijo Arturo.

Se dio la vuelta, se dirigió hacia su caballo y regresó un instante después. En la mano llevaba una segunda espada algo más pequeña y ligera; se la entregó a Dulac por el lado de la empuñadura.

– Cógela -le invitó-. No va a morderte.

Dulac la asió con el corazón desbocado. El arma era más pesada de lo que imaginaba y tenía un solo filo y la punta roma, seguramente para ejercitarse sin peligro de salir mal herido. Tampoco había sido forjada con valioso acero como la espada de Arturo, sino con simple hierro. A pesar de eso, cuando asió la espada con miedo se sintió, por decirlo de alguna manera,… bien.

– ¿Has tenido alguna vez una espada en tus manos? -preguntó Arturo-. Quiero decir: para pelear, no para bruñirla o jugar con ella sin ser visto.

Dulac negó con la cabeza. Realmente, había desenvainado la espada de Arturo en numerosas ocasiones secretamente. Le gustaba admirar el resplandor de su hoja y blandiría para sentirse un verdadero caballero, pero a la pregunta de Arturo debía responder honestamente que no.