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– Sí, señor -dijo Dulac respetuosamente.
– Todo bien, entonces -dijo Arturo-. Y ahora… atácame.
Dulac no se movió.
– Vamos -dijo Arturo animoso-. Sin miedo. Coge tu espada e intenta tocarme con ella.
– ¿Estáis… seguro, señor? -preguntó Dulac.
– Claro que estoy seguro -contestó Arturo. Su voz sonó algo impaciente-. ¿A qué esperas? ¡Atácame!
El muchacho agarró la espada con ambas manos… y, un momento después, Arturo estaba jadeando de espaldas en el suelo, mientras miraba atónito la espada cuya punta Dulac apoyaba en su garganta.
Nadie estaba más asustado que el propio Dulac. Con un movimiento de horror, saltó hacia atrás, dejó caer el arma y sus ojos desconcertados fueron de sus manos a Arturo, y viceversa.
– ¡Disculpad, señor! -balbuceó-. Por favor, ¡no me lo tengáis en cuenta! Yo… no sé cómo… Oh…
Enmudeció cuando comprendió que Arturo no escuchaba sus palabras. El rey se levantó inseguro, observó a Dulac y, luego, con ojos de desamparo buscó el lugar al que había volado su espada.
– ¿Cómo lo has hecho? -se asombró.
– No lo sé, señor -respondió Dulac, y era cierto. No sólo no tenía ni la más remota idea, sino que tampoco recordaba exactamente lo que había hecho. Todo había ocurrido muy deprisa-. ¡Por favor, disculpadme, señor! ¡No quería heriros! No sé cómo…
– Tengo que haber tropezado -murmuró Arturo-. Qué torpe por mi parte. Levanta tu espada, vamos a intentarlo otra vez.
– Mejor no, señor -dijo Dulac-. No creo que…
Arturo se agachó para recoger su arma, se levantó enérgicamente e insistió:
– ¡Levanta tu espada e inténtalo otra vez!
Era una orden que Dulac no podía rebatir. Con manos temblorosas levantó la espada de adiestramiento y miró a Arturo.
– Realmente no quiero hacer esto, señor -dijo-. Quiero decir…
– Pero yo quiero que lo hagas -le interrumpió el rey. Su voz ya no sonaba amistosa-. ¡Atácame!
– Como ordenéis, señor -suspiro Dulac.
Cuando Arturo se levantó por segunda vez del suelo, su rostro había perdido buena parte de su color y un hilillo de sangre manaba a través de una herida de su cuello. Su espada había salido volando tan lejos que no se distinguía en la oscuridad.
– Lo… lo… lo siento muchísimo, señor -volvió a balbucear Dulac. Estaba próximo a las lágrimas. ¡Había vertido la sangre del rey! Daba lo mismo que lo hubiera hecho a propósito o no, merecía la muerte.
– Ah, ¡cierra la boca! -gruñó Arturo. Se levantó, palpó su cuello y miró con el ceño fruncido la sangre adherida a sus dedos.
– Así que no has tenido nunca una espada en tus manos, ¿no? -gruñó-. O tienes un talento natural o eres el mayor mentiroso con el que me he topado jamás.
– Yo os juro, señor, que no… no sé lo que ha sucedido -tartamudeó Dulac, y decía la verdad. Sólo recordaba que… algo había ocurrido. Como si no hubiera sido él quien hubiera blandido la espada, sino la espada quien le hubiera dirigido a él, y tan rápido que ni siquiera había planeado sus propios movimientos.
Temblando de miedo, cayó sobre sus rodillas y hundió la cabeza.
– ¡Perdonadme, señor! -imploró-. Por favor, no me matéis. Os juro que no ha sido intencionado.
Arturo lo observó con una mirada lúgubre, luego se dio la vuelta y se arrodilló junto a la orilla del río para lavarse la sangre del cuello.
– Puedes irte -murmuró.
– ¿Irme? -Dulac levantó incrédulo la cabeza-. ¿Queréis decir que no vais a castigarme?
– ¿Por qué? -pregunto Arturo malhumorado.
– Os he herido -dijo Dulac.
– ¿Herido? ¡No me hagas reír! Ha sido mi propia torpeza, ¿qué te crees, chico? ¿Tengo que aceptar que un mozo de cocina me gane con la espada? -sacudió la cabeza con fuerza-. Vete de una vez. Ve y busca a Dagda, ese viejo curandero. Que venga deprisa y traiga vendas. Y en lo que se refiere a ti, no quiero verte por la corte en los dos próximos días.
Media hora después se hizo de día, pero no encontró a Dagda. Para decir la verdad: no había empleado mucho tiempo en buscarlo.
Dulac se encontraba al otro lado de la ciudad, pero no sabía muy bien cómo había llegado hasta allí. Continuaba absolutamente turbado. Seguía sin comprender ni un ápice de lo que había ocurrido en la ribera del río, pero algo sí tenía claro: no había sido una simple casualidad y tampoco una torpeza del rey. Seguramente Arturo no era invencible en el manejo de la espada, como decía la mayor parte del mundo (los que no vivían en Camelot, se entiende), pero sí era un caballero con largos años de experiencia. Era del todo imposible que un mozo de cocina que nunca antes hubiera empuñado una espada pudiera desarmarlo, y dos veces seguidas.
Y, sin embargo, eso es lo que había ocurrido.
Tenía que hablar con Dagda.
Dulac meditó un momento. No sabía si regresar al castillo, donde a esas alturas Dagda estaría ya sanando las diversas heridas que Arturo y sus caballeros se provocaban cuando se ejercitaban con las armas. Pero el rey le había prohibido muy claramente aparecerse por allí en los dos próximos días, y no tenía ganas de probar hasta dónde llegaba su paciencia. De pronto, recordó que Dagda había emprendido el camino de la posada. Con un poco de suerte todavía podría encontrarlo y les daría tiempo a conversar de regreso al castillo.
Se puso rápidamente en camino. La ciudad despertaba a su alrededor cuando llegó, las calles estaban llenas de gente enfrascadas en su trabajo.
La posada todavía estaba en silencio. No había ninguna luz encendida, pero se oían ruidos que provenían de la cocina y, cuando fue hacia allí, se chocó con Tander, todavía muy dormido y del mismo humor de siempre: detestable.
– ¿Qué haces aquí, holgazán? -le espetó antes de que Dulac dijera una sola palabra-. Hace horas que tendrías que estar en el castillo, trabajando.
– El… el rey me ha mandado -improvisó el joven- para buscar a Dagda.
– Ha estado aquí -gruñó Tander-. Pero llegas tarde.
– ¿Se ha marchado ya?
– Sólo ha estado un momento -dijo Tander contrariado-. Ha hablado con Uther y su esposa.
– ¿Has oído lo que han dicho? -preguntó Dulac.
Tander entrecerró los ojos.
– ¿A ti qué te importa? ¿Estás acusándome de espiar a mis huéspedes?
No, no quería acusarle. Simplemente sabía que era así.