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– No he podido llegar antes, señor -se apresuró Evan a contestar. Su voz tenía un dejo de miedo, y también de obstinación, aunque dominó el miedo. Y si Dulac no hubiera estado profundamente encolerizado y atemorizado al mismo tiempo, se habría percatado de la ridícula figura que ofrecía Evan a lomos de su burro. El animal no era muy grande, de tal modo que las piernas enjutas del muchacho casi rozaban el suelo, y por mucho que él intentara dárselas de sereno e, incluso, de desafiante, el aspecto que mostraba era justamente el contrario.
– ¿Y por qué no, si puedo preguntarte? -interrogó Mordred en un tono pretendidamente amistoso, que provocó un escalofrío en la espalda de Dulac.
– Ahora mismo no es tan fácil, señor, abandonar Camelot -respondió Evan-. Por lo menos, sin que lo sepan Arturo y sus caballeros. Reina mucha agitación, señor. Creo que por vuestra causa.
Los ojos de Mordred relampaguearon. Por espacio de un segundo no logró conservar la fachada de amabilidad e indulgencia de antes. La cabeza de Evan peligraba, pero él no parecía notarlo.
– ¿Y? -preguntó Mordred.
– He tenido que dar un gran rodeo para pasar inadvertido por la ciudad -aseguró Evan-. Y tampoco ha sido sencillo sacarle la verdad a ese estúpido posadero. Primero no quería hablar, pero al fin he podido averiguar lo que vos queríais.
– Ya… -dijo Mordred mientras su mano volvía a asir la espada.
Evan miró a su alrededor.
– Nos prometisteis una… recompensa -recordó.
– Y la tendrás -contestó Mordred-. Puedo garantizarte que va a ajustarse al valor de tus informaciones.
– ¿Señor? -preguntó Evan sin comprender.
Mordred suspiró.
– Tendrás tu pieza de oro -dijo resignado-. ¡Habla!
En la cara de Evan apareció una sonrisa ancha, casi triunfante
– Sé dónde están Uther y los suyos.
– Qué suerte para ti -dijo Mordred irónico-. ¿Y tendrás la amabilidad de hacernos partícipes de tu sabiduría?
– ¿Una pieza de oro? -se cercioró Evan-. ¿Para mí solo?
Mordred comenzó a sacar la espada de su vaina y, luego, la dejó caer con un sonido metálico.
– Digamos que, en cualquier caso, te prometo una pieza de metal -respondió, e incluso Evan comprendió por fin el sentido literal de sus palabras, porque se puso lívido de golpe.
– En… en El jabalí negro -dijo deprisa-. Van a hacer un alto allí hacia el mediodía.
– ¿El jabalí negro?
– Una posada a dos horas de camino -contestó Evan-. Con vuestros briosos caballos, mucho menos -respiró más tranquilo-. ¿Me vais a dar la pieza de oro?
Mordred apartó la mano de la espada y fue una gran suerte, mucho más de lo que se imaginaba Evan.
– En cuanto haya comprobado que dices la verdad -dijo.
– Pero… -protestó el chico.
– ¿Acaso desconfías de mi palabra? -preguntó Mordred con frialdad.
– Por… por supuesto que no, señor -tartamudeó Evan-. Es sólo que… que los demás confían en mí y…
– Recibiréis lo que os merecéis -le interrumpió Mordred-. Sí realmente encuentro a Uther en El jabalí negro y puedo hablar con él, regresaremos a Camelot como muy tarde mañana y obtendréis vuestra recompensa.
Evan meditó un momento la propuesta, pero pareció comprender que era mejor no irritar más a Mordred.
– Entonces… mejor me marcho ya -balbució.
– Hazlo -respondió Mordred-. Y ni una palabra de nuestro encuentro. Quiero sorprender a Uther.
– Claro -dijo Evan nervioso-. Y… y muchas gracias de nuevo, señor -el muchacho llevó al burro hacia el estrecho camino con el fin de montarse y partir.
La sombría mirada de Mordred lo siguió hasta que ya estuvo bastante lejos. Después el caballero dijo lentamente:
– Heldaar, encárgate de que no hable. Tiene una lengua muy ligera.
Uno de los tres guerreros pictos subió a su montura y se marchó por el mismo camino por el que habían llegado, y Mordred se dirigió al moreno con el que había dialogado al principio:
– Me resulta difícil de creer que Uther nos lo ponga tan fácil.
– No sabe que estamos aquí -consideró el picto.
– Lo sabe -afirmó Mordred torvo-. Estás cometiendo la misma falta que en el pasado llevó a tu pueblo a ser prácticamente aniquilado, amigo mío. Menosprecias a tus enemigos. Yo no lo hago. Conozco a Uther desde hace muchos años. Se ha vuelto viejo, un lobo al que se le están cayendo los dientes. Pero sigue siendo un lobo.
El picto apretó los labios desdeñoso.
– Nada más que un perro grande.
«Otro que tampoco vivirá mucho», pensó Dulac. El joven no podría aguantar mucho más en aquel lugar. No sentía ninguna parte de su cuerpo más abajo del ombligo, a excepción de los pinchazos de su rodilla derecha; pero el dolor de la espalda y de los hombros era insoportable. Así que, pese a todo, si hacía un solo movimiento -y el consiguiente ruido- el picto le sobreviviría seguro.
– Pongámonos en camino -dijo Mordred, como si no hubiera escuchado la respuesta del picto-. El chico ha hablado de dos horas. Seguramente necesitaremos sólo una, pero no queda mucho más para el mediodía.
Sus dos acompañantes montaron a caballo, y también Mordred se aproximó a su montura y alargó la mano hacia las riendas, pero se paró antes de asirlas y volvió la cabeza ¡justo en la dirección de Dulac!
– Hay alguien allí -murmuró. En lugar de subirse a la silla, se volvió de nuevo y se acercó despacio a la orilla.
Por un segundo Dulac fue presa del pánico y, contra sus propias convicciones, se agarró como un clavo ardiendo a la esperanza de que Mordred se pararía o tomaría otra dirección. Pero él no hizo ni lo uno ni lo otro. No se paró y siguió andando hacia el escondite de Dulac como si conociera su presencia.
Por la cabeza del joven pasaron mil pensamientos enfrentados. Aunque hubiera tenido la fuerza suficiente para huir -sus piernas estaban tan insensibles como si fueran de piedra -, era ya demasiado tarde. Mordred estaba sólo a dos pasos de distancia. Sólo le quedaba una posibilidad. El guerrero levantó los brazos, para apartar los tupidos juncos, y en el mismo momento en que penetró en el agua, Dulac se dejó caer hacia un lado.
La frialdad del agua le dejó sin respiración. Sus pulmones estaban a punto de explotar y sus dedos intentaron agarrarse de pura desesperación al lodo resbaladizo. Un momento más y tendría que salir; entonces Mordred lo mataría. Pero por lo menos así podría respirar. De pronto, sus dedos palparon algo duro y muy grande. Con el entendimiento casi perdido a causa de la falta del aire y del miedo, Dulac arrancó su hallazgo del barro y tuvo todavía energías suficientes no sólo para reconocer que se trataba de un viejo casco herrumbroso sino también para preguntarse cómo había ido a parar al fondo del lago aquella pieza de armadura.
Sin saber por qué, levantó el casco con la mano derecha, se lo puso en la cabeza y… pudo respirar.
La sensación de coger aire de nuevo fue en un primer momento tan reparadora que ni siquiera se preocupó por saber de dónde le llegaba el oxígeno salvador, simplemente inspiraba y espiraba, una y otra vez, como si fuera lo único fundamental en su vida.