158247.fb2 La Leyenda de Camelot I - La Magia Del Grial - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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– Tengo que hablar contigo -dijo Dagda despacio-, pero no aquí. Después volveré a mi aposento. Espera unos minutos y ven. Es importante.

Antes de que pudiera responder, Dulac vio por el rabillo del ojo que Ginebra se levantaba y se acercaba hacia ellos con pasos rápidos. Mientras lo hacía, se apartó el velo de la cara y el corazón de Dulac comenzó a latir con más fuerza todavía. El rostro de la joven estaba pálido y muy serio, pero era tan hermoso como en su memoria; por no decir más. Cuando se cruzaron sus miradas, tuvo que contenerse para no responderle con una sonrisa reluciente o, mejor todavía, ir a su encuentro y estrecharla entre sus brazos.

– Dagda -empezó Ginebra-. No podéis imaginaros lo que me duele veros así -se aproximó más, se inclinó sobre el anciano y le dio un beso en la mejilla. Luego se dirigió a Dulac en voz muy baja-: No le he dicho a Arturo que nos conocemos. Déjalo así.

Sus palabras le provocaron un pinchazo de dolor, aunque eran razonables. A pesar de ello, se sintió casi traicionado.

Pero quizá era demasiado tarde para aquel aviso. Arturo había vuelto la cabeza y miraba con el ceño fruncido en su dirección. Luego se levantó de un salto y se acercó a ellos. Posó los ojos en Dulac brevemente, pero de manera nada amigable, y le preguntó a Dagda:

– ¿Cómo os encontráis?

– Mejor -respondió éste con una mueca-. Pero voy a acabar volviéndome sordo si sigo escuchado vuestro parloteo durante más tiempo. Sois peor que los gansos.

Arturo asintió.

– Estáis mejor -dijo y se volvió a Ginebra-: Tengo que disculparme por mis rudas maneras, Mylady -dijo-. No he logrado daros la bienvenida como os merecéis. Camelot debe transformarse en una fortaleza de oro ahora que vos moráis en ella.

– Me aduláis, rey Arturo -dijo Ginebra sonriendo, pero el tono de su voz era algo más frío de lo que debería haber sido.

– Al contrario, Mylady -respondió Arturo-. Y no me llaméis rey, os lo suplico. Arturo. Mi nombre es Arturo. Ya os conocía cuando vos erais una niña pequeña. Por lo que veo, os habéis convertido en una hermosísima joven.

– Vuestro marido es causa de envidia -dijo Dulac. En cuanto pronunció aquellas palabras, se arrepintió de haberlo hecho.

Arturo no reaccionó en un primer momento y el joven confió en que no hubiera escuchado el comentario.

Pero claro que lo había escuchado. Un instante después, se volvió a Dulac y su rostro había adoptado la textura de una roca. No había ira en sus ojos, sino otra cosa. Su mirada se clavó en Dulac, buscó la de Ginebra y volvió a Dulac. «Lo sabe», pensó éste. Sencillamente, lo percibía.

– Sí -dijo Arturo con frialdad-. Vuestro marido es causa de envidia.

Dulac temió algún reproche por parte de Arturo y estaba pensando ya en cómo aplacarlo cuando las circunstancias vinieron a ayudarle: se abrió la puerta y un hombre con las vestimentas desgarradas se precipitó en la sala. Respiraba con dificultad y parecía que ni siquiera le quedaban fuerzas para permanecer de pie. Bamboleándose, dio dos o tres pasos hacia atrás, chocó contra la mesa y cayó de rodillas llevándose por delante dos sillas.

Arturo se aproximó a él mientras casi todos los caballeros se levantaban de sus asientos: algunas manos se habían posado en las empuñaduras de sus espadas y en la mayoría de los rostros afloró el desconcierto y el sobresalto.

– ¿Que ha ocurrido? -Arturo alcanzó al caído y se arrodilló a su lado-. ¿Quién tres? ¡Habla!

– Yo… yo… señor -gimió el hombre-. Los… los pictos. Ellos…

Su voz se quebró. Por mucho que lo intentó, no pudo proferir más que unos tremendos estertores. Arturo se dirigió a Dulac y le ordenó:

– ¡Chico! ¡Trae agua!

Como Dagda antes, tuvo el hombre que conformarse con beber vino. Ingirió ávidamente unos sorbos, y, aunque escupió la mayor parte, se atragantó y acabó con un fuerte ataque de tos. Cuando hubo bebido la mitad del vaso, Arturo se lo quitó de las manos y dijo con algo más de suavidad:

– Ahora, tranquilízate. Lo mismo da un momento más o menos.

El hombre asintió agradecido. Dulac pudo darse cuenta de que intentaba con todas sus fuerzas recobrar el ritmo de la respiración. Tenía muy mal aspecto. Sus ropas, con los colores y el emblema de Camelot, llamaban la atención por su suciedad, pero también por la sangre que tenían pegada, y tardó un buen rato en lograr ponerse en pie. Arturo levantó del suelo una de las sillas y lo ayudó a sentarse en ella.

– Ahora, habla.

– Los pictos, señor -respondió el soldado, todavía jadeando por la fatiga y con temblores en todo el cuerpo-. Han traspasado la frontera del norte con doscientos hombres.

– ¿Doscientos?

– ¡Por lo menos, señor! -contestó el soldado-. Tal vez, incluso, más.

– ¿Cuándo? -interrogó con dureza Galahad.

– Ayer por la tarde, a la caída del sol. No tuvimos ninguna oportunidad, señor. Nos sorprendieron del todo. Eran demasiados.

– Nadie te está reclamando nada -dijo Arturo-. ¿Eres el único que ha sobrevivido?

Por un instante una expresión de miedo se asomó a los ojos del hombre.

– Me habría quedado con mis compañeros, para morir con ellos, pero…

– … Pero entonces no estarías aquí para avisarnos y Camelot podría acabar como el resto de tus tropas, acorralada también -le interrumpió Arturo-. Has hecho lo correcto. ¿Estaba Mordred con ellos?

– No lo sé, señor -respondió el guerrero. Alargó una mano tembloroso hacia Dulac y éste le sirvió otro vaso de vino, una vez que Arturo le hizo un gesto de conformidad con la cabeza. En esta ocasión bebió más lentamente y con tragos mayores, antes de empezar a hablar de nuevo:

– No conozco a Mordred, pero al mando iba un hombre que no tenía aspecto de ser picto.

– Mordred -dijo Galahad con rabia-. No pierde el tiempo.

– Menos de lo que vosotros pensáis -dijo el soldado-. Cuando estuve seguro de que había conseguido esquivarlos, me quedé un rato acechándolos. Marchan hacia Camelot, señor. Muy rápido.

Galahad iba a hacer una nueva pregunta, pero Arturo le hizo callar con un gesto brusco.

– ¿Estás seguro? ¿A qué distancia se encuentran de aquí?

– A no más de medio día -respondió el guerrero-. He intercambiado dos caballos para llegar lo más rápido posible, pero ellos marchan muy deprisa, señor.

– Bien -dijo Arturo con aspereza-. Nos has prestado un gran servicio, amigo mío. Más tarde hablaré contigo de nuevo, pero por ahora ya basta. Ve abajo y que te sirvan algo de comer; luego descansa. Te mandaré llamar.

El hombre se levantó y se fue con paso inseguro. Nadie habló hasta que abandonó la sala y cerró la puerta tras de sí.

– Me resulta difícil de creer -dijo Gawain-. Ni el propio Mordred osaría levantar la mano contra Camelot.

– Creedlo, Gawain -dijo Uther-. Camelot es lo que ansiaba de veras, desde el principio.

– Pero…

– Uther tiene razón -le interrumpió Arturo-. Sabía que iba a suceder, sólo esperaba tener algo más de tiempo.

– Doscientos hombres es un gran ejército -dijo Ginebra-. Y están cerca. ¿Habrá tiempo suficiente para movilizar a vuestro propio ejército y organizar la defensa?

Arturo la miró muy serio y sin pronunciar una sola palabra, y Uther le dijo con dulzura:

– Camelot no tiene ningún ejército, querida niña.