158247.fb2 La Leyenda de Camelot I - La Magia Del Grial - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 23

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Ginebra abrió los ojos desmesuradamente, sin poder creer lo que estaba oyendo.

– ¿Ningún ejército? -repitió-. Pero eso… eso no puede ser. Quiero decir: ¡Camelot es famoso en toda Britania por su fortaleza y su poder! Creía que teníais un ejército poderoso.

– Uther está diciendo la verdad, Mylady -dijo Arturo y con su mano hizo el gesto de abarcar a todas las personas que se encontraban alrededor de la mesa-. Nosotros somos el ejército de Camelot. Es más que suficiente.

– ¿Vosotros solos contra doscientos hombres?

– Ya hemos luchado contra ejércitos mayores y vencido -respondió Arturo-. No tengáis miedo. Mordred recibirá lo que se merece. Y pagará también por la muerte de vuestro padre y por lo que os hizo a Uther y a vos.

– Pero…

– Por favor, niña -dijo Uther con sosiego-. Arturo tiene razón. Mordred debe de haber perdido la razón para venir aquí con sus hombres. Sabe que no tiene ninguna posibilidad.

– Eso es lo que me preocupa -dijo Arturo en tono lúgubre-. Mordred puede ser muchas cosas, pero no un estúpido. Lleva a sus hombres a una muerte segura. Y me pregunto por qué -cerró el puño-. Se lo preguntaré antes de clavarle la espada en el corazón.

– ¿Por qué no le aguardamos aquí? -preguntó Uther-. ¡Dentro de los muros de Camelot sus hombres caerán como moscas!

– ¿Y traer la guerra a la ciudad? -Arturo señaló a Evan-. Los padres de este chico y los demás habitantes de la ciudad confían en que nosotros protegeremos sus vidas. No… saldremos dentro de una hora al encuentro de los pictos. Los atacaremos en campo abierto.

– Os acompaño -dijo Uther. Ginebra lo miró asustada y Arturo levantó la mano, sacudiendo la cabeza.

– Por mucho que os comprenda, viejo amigo, no puedo permitíroslo. Alguien tiene que velar por la seguridad de Lady Ginebra. Cinco de mis caballeros y la guarnición del castillo quedan a vuestro cargo, para protegeros.

Uther no quedó muy convencido, pero intuyó que era totalmente inútil alargar la discusión. Bajó la mirada y, un instante después, Ginebra se aproximó a él y puso la mano sobre su hombro.

Dagda se incorporó gimiendo del sillón.

– Entonces, tengo que ponerme a trabajar.

– Que vas a hacer ¿qué? -se asustó Dulac.

– Una hora no es mucho tiempo -respondió Dagda-. Los caballeros querrán comer antes de salir. Se pelea mal con el estómago vacío.

Alargó la mano y Dulac se dispuso a ayudarle cuando Arturo lo atajó con un gesto autoritario de su mano derecha mientras con la otra señalaba a Evan-. Que os ayude este chico. Quiero que Dulac nos acompañe.

– ¡Vaya disparate! -rumió Dagda-. ¿De que os iba a servir?

– Se encargará de vuestras funciones -dijo Arturo-. Estáis demasiado enfermo para acompañarnos, pero alguien tiene que actuar de testigo y cronista de los hechos. Le habéis enseñado a leer y escribir, ¿no?

– Sí -asintió Dagda-, pero…

– Entonces es suficiente -tomó la palabra Arturo-. No os preocupéis, sólo observará. Me ocuparé personalmente de que no toque ni un arma -se aproximó a Dulac y le dijo algo ceñudo-: Ve al establo y búscate un caballo. Y todos vosotros: disponed lo necesario. ¡Abandonamos Camelot dentro de una hora justa!

Era una magnífica a la par que vistosa cabalgata la que una hora después cruzaba la puerta de la fortaleza para dirigirse al norte: treinta y cuatro caballeros, un rey y un chico, nervioso, desconcertado y malhumorado, todo a un tiempo. Arturo había evitado por todos los medios que viera de nuevo a Dagda o a Ginebra. Uno de sus caballeros había pasado todo el resto del tiempo a su lado, supuestamente para ayudarle en la elección de la montura y enseñarle cómo ensillarla. Dulac no tenía dudas de que en realidad estaba obrando por mandato del rey.

Pero ¿por qué? Incluso, aunque Arturo percibiera que entre Ginebra y él había algo que no debía haber existido, ¿por qué lo mantenía apartado de Dagda? Hasta la bolsa de piel con las obleas y los utensilios de escritura se la había entregado Evan, no Dagda.

El mal humor de Dulac se fue apaciguando en cuanto abandonaron el castillo. Para alcanzar la calzada hacia el norte, tenían que atravesar la ciudad y, naturalmente, tanta impedimenta provocó la curiosidad y agitación de sus habitantes. Los hombres cabalgaban ataviados con sus armaduras completas y también los caballos portaban gualdrapas y bardas. La ciudad resonaba bajo los cascos de los caballos, de las lanzas de los soldados colgaban gallardetes de colores y a la cabecera de la cabalgata ondeaba el estandarte de Camelot. El sol se reflejaba en el acero y en las piezas plateadas y doradas de las armaduras, de tal manera que era imposible observar de cerca el paso de las tropas sin ser cegado por su luz. Pero, a pesar de aquella visión tan espectacular, las masas que pronto abarrotaron las calles permanecían asombrosamente silenciosas. Dulac oía sólo, de vez en cuando, un vítor o un «¡Larga vida al rey!», y la expresión en la mayor parte de los rostros era de temor. Las malas noticias se habían divulgado con rapidez. Las personas sabían que Arturo y sus caballeros acudían a la guerra y no a una simple parada militar.

Salieron de la ciudad y durante dos horas trotaron a ritmo ligero hacia el norte. Aunque al principio se cruzaron con algunos carruajes, jinetes o personas a pie, a medida que avanzaban, el paisaje, a derecha e izquierda del camino, se fue haciendo cada vez más solitario. Ya no había haciendas, ni casas; al final, desapareció hasta la calzada, y bajo los cascos de los caballos no quedó más que tierra baldía y hierba.

Galoparon durante una hora y sólo cambiaron el rumbo para bordear los bosques o los territorios pantanosos, que iban aumentando cuanto más hacia el norte avanzaban.

Dulac no sabía de dónde sacaba la fuerza para mantenerse sobre la silla. Le dolía cada músculo de su cuerpo y cada paso que daba el caballo era como un puntapié que caía directamente sobre él. La montura que Sir Braiden le había asignado era un animal poderoso, entrenado para grandes distancias, pero era evidente que estaba al límite de sus fuerzas. Le resultaba cada vez más difícil mantenerse a la altura de los otros caballos, a pesar de que no llevaba barda ni tenía que cargar a un caballero con su armadura completa. Para Dulac era un misterio cómo lograban los caballeros de la Tabla Redonda y sus corceles soportar tanta fatiga.

Justo en el momento en que creía que iba a desplomarse de la silla, Arturo levantó el brazo en señal de parada. Frente a ellos se divisaba una colina poblada de árboles, que ofrecía, incluso a un ejército con tanta impedimenta como el de ellos, una protección perfecta en el caso de un ataque sorpresa. Una vez que se acalló el golpeteo de los cascos, Dulac pudo oír el sonido de un río, que corría muy próximo, seguramente al otro lado del bosque.

Los caballeros se apearon de sus monturas, y también Dulac lo intentó, pero se quedó quieto soltando un silbido de dolor. Las corvas, la zona interior de los muslos y, sobre todo, la parte de su cuerpo sobre la que estaba sentado le ardían como el fuego.

– ¿A qué esperas? -también Arturo había desmontado y caminaba a paso rápido hacia él. Llevaba el casco de cobre en el brazo izquierdo y tenía un aspecto descaradamente vigoroso, como si llegara de un paseo tranquilo por el bosque y no de una cabalgada de horas. De pronto, paró la marcha, inclinó la cabeza a un lado y sonrío-. Ya entiendo -dijo-. ¿Te has sentado en un campo de ortigas?

– ¿Señor? -preguntó Dulac sin comprender.

– Estás escocido -explicó Arturo-. Ese es el verbo que se emplea en estos casos.

– Oh -murmuró Dulac-. Entiendo.

La sonrisa de Arturo se ensanchó más y el rey le tendió la mano.

– Yo te ayudo. Baja. Sin más. Si quieres ser un caballero, tendrás que superarlo.

Dulac le cogió la mano, apretó los dientes y bajó de golpe de la silla. Le dolía muchísimo todo el cuerpo y tuvo la sensación de que su espalda iba a quebrarse como una rama seca.

Arturo mantuvo su mano algo más del tiempo necesario, como si no estuviera muy seguro de que Dulac lograra ponerse en pie por sí mismo. Luego le preguntó:

– ¿Lo quieres?

– ¿Que?

– Ser un caballero, como yo y los otros -respondió Arturo.

– Por supuesto, señor -contestó Dulac espontáneamente.

– ¿Qué chico de tu edad no lo querría? -dijo Arturo-. La pena es que Dagda tenga otros planes para ti.

Aquellas palabras desconcertaron a Dulac. Estaba casi convencido de que Arturo se lo había llevado para castigarlo por algún motivo. Pero ahora el rey utilizaba con él un tono de lo más afable. ¿Adonde quería ir a parar?

Sin aclarar el motivo de su comportamiento, Arturo pasó al otro lado del caballo y llamó a un caballero:

– ¡Sir Lioness! Los pictos se encuentran en la otra parte de la colina. Por favor, comprobad lo lejos que están. Me gustaría orar un poco antes de ir a la batalla.

El caballero ataviado de rojo y oro desapareció rápidamente, dispuesto a acatar las órdenes del rey, y Dulac se quedó mirando a Arturo realmente asombrado.

– ¿En la otra parte de la colina? ¿Cómo lo sabéis?

Arturo rió en voz baja.

– Doscientos hombres no marchan sin dejar huellas -dijo-. ¿Ves esos puntos arriba, en el cielo?