158247.fb2 La Leyenda de Camelot I - La Magia Del Grial - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 26

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Ni siquiera esperó la respuesta del picto. Dio la vuelta al caballo y se puso en movimiento. También Dulac iba a hacer lo mismo, pero de pronto gritó para avisar al rey, pues el guerrero enemigo, en lugar de girarse, había arrancado la espada de su cincho y dio un contundente mandoble.

Arturo reaccionó con sobrenatural rapidez y de una manera totalmente distinta a la que esperaba Dulac; y seguramente, también el capitán de los pictos. En lugar de hacer un movimiento de defensa o intentar acurrucarse, hincó las espuelas en los flancos del caballo, de tal forma que el animal dio un brinco y se encabritó. La espada del picto cortó el aire a menos de un palmo de la espalda del rey britano. De haber alcanzado su objetivo, habría decapitado a Arturo sin duda alguna. Así, sin embargo, dio en el vacío y, además, estuvo a punto de causarle la muerte a su dueño. El impulso de su propio movimiento y, sobre todo, el enorme peso del arma tiraron al guerrero hacia delante con tanto ímpetu que casi salió por encima del cuello del caballo, aunque en el último momento consiguió permanecer anclado a la silla.

Mientras el enemigo luchaba por mantener el equilibrio, el rey tiró con todas sus fuerzas de las riendas del caballo para que éste hiciera una sorprendente maniobra que le llevó a ponerse sobre las patas traseras y patear con las delanteras, al mismo tiempo que relinchaba con violencia. Arturo consiguió que permaneciera un rato así, encabritado y bailando en el sitio. Y en lugar de volverse a poner a cuatro patas, el corcel pateó de pronto, con las pezuñas delanteras, al sorprendido picto.

El hombre, que acababa de recuperar el equilibrio y estaba colocándose de nuevo en la silla, echó la cabeza hacia atrás con un gesto de perplejidad y, de esa manera, consiguió esquivar el ataque del animal por los pelos. Los cascos mortíferos del corcel no machacaron el cerebro del guerrero, pero dieron de lleno en la espada e hicieron que ésta volara de sus manos.

El picto gritó iracundo y, durante unos segundos, tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no caer de espaldas.

Por fin, Arturo soltó las riendas y el caballo volvió a su postura habitual con un bufido de protesta, e inmediatamente retrocedió unos pasos. En la cima de la colina, delante del bosque, doscientas gargantas emitieron un poderoso alarido, y también el picto gritó de ira y sacó su hacha del cinturón. En el mismo instante, Excalibur pareció salir por sí misma de la vaina para saltar a la mano de Arturo.

El rugido de la colina se hizo más ensordecedor y, a pesar de que a Dulac le resultaba imposible apartar la vista de ambos contendientes, vio por el rabillo del ojo como más y más guerreros bárbaros se ponían en movimiento hacia ellos.

El picto empuñaba su vistosa hacha con las dos manos, como si hubiera perdido todo rastro del temor que le había producido la espada mágica de Arturo, porque no dudó en atacar bramando de cólera. Su caballo chocó contra la loriga de la montura de Arturo y estuvo a punto de caer sobre las patas delanteras; de todas formas, el hacha pasó rozando al rey.

Este amagó el golpe sin demasiados problemas. Su espada levantada atinó de costado en las muñecas del picto, logrando que soltara el arma, porque no había nada que resistiera la dentellada de Excalibur. Su mandoble fue tan violento que paralizó las manos del guerrero picto, con lo cual éste dejó caer el hacha con un grito de dolor y, aturdido, estuvo a punto de desplomarse. Sin embargo, Arturo evitó matar al hombre, o incluso herirlo severamente. En lugar de eso, guió al caballo para que rodeara al enemigo mientras él lanzaba la espada una y otra vez, sin infligirle sin embargo más que algunos rasguños y cortes inofensivos. Dulac no entendía qué pretendía con aquello. Era como si jugara con su enemigo, igual que un gato con un ratón que hubiese atrapado.

De pronto, Arturo grito:

– ¡Desaparece! ¡Están aquí!

Dulac miró en alto y comprendió con horror lo que quería decir el rey: los pictos atacaban de frente. La mayoría estaban todavía a cien pasos o más, pero los veinte o treinta que iban delante casi los habían alcanzado.

Lleno de pánico, hizo girar a su caballo… y gritó de miedo e impotencia al descubrir que tampoco en aquella dirección había escapatoria, pues los caballeros de la Tabla Redonda galopaban hacia él.

Todo iba demasiado deprisa como para que pudiera meditar con claridad. Arturo dejó por fin a su indefenso contrincante y, unos instantes después, los dos frentes se mezclaron a su alrededor. El número de soldados era similar, pero eso era lo único en lo que coincidían ambos bandos.

Pocos minutos después, el primer choque había pasado, y Dulac tenía la sensación de que casi no había habido pelea. El ejército dorado y plateado de los caballeros de la Tabla Redonda había atacado al de los pictos, y lo arrasó en toda regla. La mayor parte de los jinetes fueron arrojados de los caballos en la primera embestida o se desplomaron junto con sus monturas, y los pocos que sobrevivieron al ataque cayeron bajo los despiadados mandobles de los caballeros. Sólo un instante después de que hubiera comenzado la contienda, ésta ya se había acabado. Ningún picto logró superarla, sin que hubiera ni un solo herido por parte de los caballeros de Arturo. Arturo alineó su caballo al lado del de Dulac.

– Ahora vete de una vez -dijo-. Pronto esto va a resultar muy desagradable. Espéranos arriba, en la linde del bosque -se rió-. Ha sido mucho para la caballería enemiga. Pero demasiado fácil para nosotros.

Dulac creyó comprenderlo. El extraño comportamiento de Arturo tenía su razón de ser, una razón muy poderosa además. Estaba casi seguro de que había provocado la alevosa ofensiva de los pictos conscientemente, para propiciar el ataque de su ejército al completo y, de esa manera, mermar sus fuerzas.

El joven se giró estremecido. Media docena de caballos muertos y aproximadamente treinta pictos asesinados cubrían el suelo, una visión que le recordó a la acaecida en El jabalí negro, sólo que incomparablemente peor. Y eso que la verdadera batalla todavía no había comenzado.

Arturo levantó la voz.

– ¡Formación! -gritó.

Los caballeros comenzaron a colocarse alrededor de su señor, formando un gran círculo, y Dulac comprendió que había llegado el momento de evaporarse. Los pictos estaban como mucho a treinta pasos de distancia, pero la estructura de su ejército comenzó a cambiar. Los soldados del centro abandonaban sus posiciones para reforzar los flancos, con el claro propósito de cercar a los caballeros de Arturo y caer sobre ellos desde todos los ángulos. De algún modo, Dulac intuyó que justo eso era lo que esperaba Arturo de ellos…

Antes de que también él cayera en el cerco, hincó las espuelas y galopó colina arriba. Sólo a mitad trayecto, dejó que el caballo corriera más despacio y miró hacia atrás por encima del hombro.

Los pictos habían culminado su maniobra. El anillo de los caballeros estaba rodeado ahora por un segundo círculo, que en el momento en que se cerró, comenzó también a contraerse. Pero también los caballeros de la Tabla Redonda se estaban situando. En lugar de acometer el ataque de los pictos en una densa barrera frontal, como éstos esperaban sin duda, se dispusieron rápidamente en dos grupos de igual tamaño y se abalanzaron sobre los pictos, rompiendo el anillo. Casi en el mismo instante su formación se disolvió por completo.

La atención de Dulac se concentró de nuevo en el frente y galopo hacia ahajo tan rápido como pudo. Cuando llegó a la linde del bosque, saltó de la silla y corrió unos pasos parra protegerse en la espesura. Luego, se volvió de nuevo.

Aquellos segundos habían bastado para que la visión se transformara de lleno. En lugar de dos ejércitos perfectamente ordenados, no vio más que una única y caótica confusión. Los caballeros de Arturo, organizados en grupos de tres, se daban mutua protección mientras hacían estragos sin misericordia en el bando de los bárbaros.

Incluso desde aquella distancia, Dulac pudo darse cuenta de que la situación era desesperada para los pictos. Aproximadamente eran diez veces más, pero iban mal armados, a pie y sin apenas protección. No tendrían ninguna posibilidad sobre los caballeros, que, protegidos por sus corazas y armados hasta los dientes, embestían sobre ellos como demonios de un lejano pasado. Por lo que pudo ver Dulac, hasta aquel momento no había caído ninguno de los caballeros de la Tabla Redonda, tampoco ninguno había sido herido al precipitarse ferozmente sobre los pictos. En breves minutos el ejército enemigo sería aniquilado.

De repente, Dulac tuvo la intensa sensación de que no estaba solo. Se dio la vuelta, nervioso, y comprobó que sí. A su alrededor reinaba el silencio lleno de sombras del bosque, acompañado únicamente por el mismo olor a humedad que ya había notado antes. Y, a pesar de ello, aquel sentimiento de que alguien o algo estaba allí se reforzaba a cada segundo. La agitación de Dulac se hizo mayor, miró hacia atrás de nuevo y, luego, dio unos pasos para guarecerse entre los árboles. La batalla continuaba abajo, todavía más encarnizada, pero desde allí los gritos de los guerreros y heridos habían perdido volumen.

A su izquierda crujió una rama. Dulac se ocultó con presteza tras unos arbustos mientras Mordred y dos hombres con el atuendo negro de los pictos salían del bosque dos pasos más allá. De haberse escondido dos segundos más tarde, lo habrían descubierto con toda seguridad.

– La batalla no marcha bien -dijo uno de los pictos.

Mordred miró hacia abajo durante unos segundos para comprobar el estado de los acontecimientos y sacudió los hombros.

– Todo depende del punto de vista con que lo mires -dijo-. Yo creo que va bien. Arturo está ganando. Así es como tenía que ser, ¿no?

El picto puso una mirada sombría.

– Esos de allí abajo son nuestros hermanos, Mordred. Arturo quiere matarlos a todos.

– Y en eso estará ocupado un buen rato -dijo Mordred-. No te hagas el sorprendido. Las cosas marchan tal como las habíamos planeado. Los soldados están para morir. Míralo desde otro punto: si hubiéramos atacado el ejército de Arturo en campo abierto, os habría costado mucho más que doscientos soldados. Imagino que los de allí abajo no son vuestros mejores hombres…

– No -aceptó el picto con sequedad.

– Entonces es un precio pequeño por lo que al final vais a recibir de mí… cuando vuestros hombres cumplan su trabajo en Camelot, se sobreentiende.

¿Camelot? Dulac abrió los oídos. ¿Qué sucedía con Camelot?

– Lo harán -aseguró el picto-. Mientras la bruja se ocupe del mago.

Mordred se abalanzó sobre el picto con un movimiento irascible y lo cogió del cuello con ambas manos.

– Si vuelves a llamarla bruja, ¡te corto el cuello! -siseó.

– Yo… perdonadme, señor -farfulló el picto. Casi no podía hablar porque el ataque de Mordred le había quitado la respiración. Su rostro había perdido el color-. Yo… por supuesto, me refería a Lady Morgana.

Mordred lo sostuvo por espacio de unos segundos más, luego dejó de presionar su cuello y lo empujó con tanta fuerza que el otro estuvo a punto de caer.

– Acepto tus disculpas -dijo-. Pero en el futuro procura sujetar la lengua. Si haces un comentario similar en su presencia, ¡será el último sin duda!

– Por supuesto, señor -dijo el picto con nerviosismo-… Perdonad.

Mordred hizo un gesto con la mano.

– Olvídalo. Y en lo que se refiere al hada Morgana, ten por seguro que se ocupará del viejo loco. Tiene una cuenta pendiente con Merlín y ya lleva demasiado tiempo esperando para cobrársela -movió el brazo de forma autoritaria-. Cabalga hasta Camelot y encárgate de que todo vaya según el plan convenido. Os espero a ti y a tus hombres como muy tarde mañana temprano en Malagon.

El picto y sus compañeros se alejaron rápidamente, pero Mordred se quedó un momento quieto, observando la contienda. Entonces, sucedió algo que casi provocó que la sangre de Dulac se coagulara en sus venas. Mordred se dio la vuelta, miró en su dirección exacta y dijo:

– No sé quién eres o lo que quieres, pero sé que estás ahí. Estabas ayer en el lago, ¿no es cierto?

Un sentimiento de pánico creció en el interior de Dulac. ¡Mordred sabía que estaba allí! Pero ¿cómo podía ser? El horror le hizo contener la respiración, pero por el rabillo del ojo buscó la forma de escapar.

– Muéstrate -exigió Mordred-. No tienes nada que temer, ¡te doy mi palabra!