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– Bien, como quieras -dijo Mordred un rato después y se rió en voz baja-. No voy a andar buscándote. Tal vez solo seas un curioso. Mientras no me estropees mis planes, no te haré nada. Pero intenta ir en mi contra y te las verás conmigo.
Y sin más se marchó, mientras el chico se quedaba con el corazón latiéndole a mil por hora. Si Mordred hubiera ido a buscarle, no habría tenido ninguna posibilidad de escapar. El entumecimiento de su cuerpo había desaparecido, pero todo él tiritaba y su corazón palpitaba tan deprisa que le impedía hasta respirar. ¿Cómo podía ser que Mordred hubiera descubierto su presencia? Estaba convencido de no haber hecho ningún ruido, y en aquel lugar el bosque era tan oscuro que resultaba imposible que lo hubiera visto. Y, sin embargo, había sabido que estaba allí.
Por otro lado… también él, por su parte, había sentido ya en dos ocasiones que Mordred estaba en las proximidades, y ese sentimiento le había salvado ambas veces. Si él notaba la cercanía de Mordred, tal vez podría ocurrir lo mismo a la inversa.
Aunque eso no daba respuesta a la pregunta de cómo era posible algo así.
Dulac permaneció allí varios minutos más, agachado en su escondite, esperando que su corazón se sosegara, y sus piernas y rodillas dejaran de temblar. Las dos cosas terminaron por ocurrir, pero el agitado caos de sus ensoñaciones no se calmó. Finalmente, consiguió levantarse y, con el mayor sigilo, salió de nuevo.
Mordred y sus acompañantes habían desaparecido y la batalla se acercaba a su fin. Los soldados pictos apenas ofrecían resistencia. La mayoría buscaba salvación en la huida, pero Dulac dudaba que pudieran escapar a la acometida de los caballeros de la Tabla Redonda. El estrecho valle estaba cubierto de cadáveres y moribundos, y los hombres de Arturo andaban a la caza de los supervivientes sin demostrar la más mínima piedad. Dulac tenía una visión clara de lo que iba a ocurrir a continuación. Arturo y los suyos no eran conocidos precisamente por hacer prisioneros.
Camelot.
¡Tenía que ir a Camelot!
El caballo estaba próximo a la extenuación cuando alcanzaron la ciudad. Para un trayecto en el que, esa misma mañana, habían tardado más de tres horas, empleó ahora menos de la mitad. El animal estaba bañado en sudor. Jadeaba, tenía temblores por todo el cuerpo y una espuma blanca salía por sus ollares.
Pero llegó demasiado tarde.
Dulac había visto el humo ya desde lejos: una nube negra, que se levantaba desde el corazón de la ciudad y se extendía como una manta compacta que fuera a volcar una terrible tormenta sobre Camelot. Por unos instantes, se asió a la dudosa esperanza de que tan sólo se tratara del humo proveniente de algunas chimeneas, pero no era más que un deseo.
Camelot ardía.
Cuando se aproximó, descubrió al menos una docena de fuegos llameando tras las murallas, y también sobre las almenas del castillo se levantaba un humo negro y denso. Dulac penetró en la ciudad a través de la Puerta Norte, pero tras breves minutos tuvo que retener a su caballo y acabó desmontándose de él, porque las calles estaban plagadas de personas corriendo y gritando, y le resultaba imposible avanzar. Probablemente, así, le salvó la vida al caballo, pues, al desmontar, éste se tambaleó unos pasos hacia un lado a punto de caer agotado, pero Dulac no reparó en ello. Hundido en la desesperación, salió corriendo de allí.
Le bastaron diez minutos para llegar al centro, pero esos diez minutos le parecieron una eternidad. Camelot era una pesadilla. Numerosas casas ardían y en muchas más descubrió el rastro de fuegos apagados. También el rejado de la posada había quedado reducido a un armazón de vigas renegridas, y muchas de las personas con las que se cruzó llevaban vendajes ensangrentados o heridas abiertas… También vio más de un picto muerto.
Nada de eso importaba. Dulac corría con la lengua fuera para alcanzar el castillo y, sin embargo, tenía la sensación de no moverse de su sitio. Hasta el último instante, se aferró a la esperanza de que la fortaleza hubiera soportado el ataque y que el humo de las almenas fuera sólo de los fuegos de defensa utilizados para hervir el aceite y la pez que se arrojaba sobre los enemigos.
Pero era una esperanza vana.
La puerta del castillo no había sufrido desperfectos, pero estaba abierta, y bajo el pétreo arco de entrada yacían, cubiertos de sangre, tres cadáveres ataviados con los colores de Camelot. El humo negro que inundaba el patio impedía respirar a Dulac. La mayor parte de las ventanas que daban sobre el patio estaban reventadas y en algunas de ellas todavía podían verse llamas rojizas. Docenas de hombres iban y venían, intentando apagar los fuegos o tratando de poner los bienes a buen recaudo. Dulac vio más muertos vestidos con los colores de Camelot. La armadura de uno estaba manchada de sangre. También había muertos del bando de los bárbaros; por lo menos una docena, si no más. Los pictos habían pagado un alto precio por el triunfo sobre Camelot, porque tal como se desprendía de la situación: habían ganado.
Dulac permaneció en el patio por un momento, mirando desamparado a su alrededor; por fin, corrió hacia las escaleras del sótano. Por lo menos, no había humo en esa zona. Esperaba que los pictos no hubieran bajado hasta allí. Al fin y al cabo, ¿para qué iban a atacar una cocina?
El humo y el calor agobiante quedaron fuera mientras él bajaba por las escaleras. Allí el ambiente era hasta fresco.
Reinaba un misterioso silencio. La devastación no había llegado a aquel lugar. Si alguno de los enemigos había bajado al sótano, no había arremetido contra nada. En esa zona no se había producido ninguna lucha.
Dagda no andaba por allí.
– ¿Dagda? -gritó Dulac-. ¿Dónde estás?
No recibió contestación. De pronto, se dio cuenta de algo que le resultó inquietante: no es que el ambiente fuera fresco, es que hacía frío, un frío tan helador que su propia respiración provocaba que un vaho gris saliera por su boca, y la piel de sus manos empezó a escocerle.
– ¿Dagda? -llamó otra vez-. ¡Contéstame!
Tampoco esta vez recibió respuesta. Sin ni siquiera notarlo, sus pasos se hicieron cada vez más lentos y, al llegar a la puerta del dormitorio de Dagda, todo su cuerpo temblaba. La puerta estaba entornada. La madera resplandecía, y cuando Dulac la empujó con la mano, descubrió que era a causa del… hielo.
Imbuido de un mal presagio, abrió la puerta del todo y entró en el cuarto.
Se quedó sin respiración.
La visión era tan fantástica que en un primer momento no pudo ni sentir miedo, se limitó a mirar a su alrededor con los ojos abiertos como platos.
La habitación de Dagda se había convertido en una cueva de hielo. Los blancos cristales relucían en las paredes, el techo y el suelo, todo lo que se encontraba en aquel lugar estaba cubierto por una capa de hielo de un dedo de grosor. Incluso el fuego de la chimenea se había helado. Resplandecía rojo y amarillo, pero no se movía ni siquiera un poco, y si se observaba con detenimiento podía divisarse la coraza de hielo que rodeaba las llamas.
¿Qué había dicho el picto? Mientras la bruja se ocupe del mago…
El cuerpo de Dulac fue presa de un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío que invadía la estancia.
Magia. Aquellos fenómenos eran producto de la magia negra, cosa de brujería. No había duda. La causante tenía que haber sido la bruja de la que hablaba el picto… ¿Cómo la había llamado?… El hada Morgana. Y, en última instancia, ella sería también la responsable de la caída de Camelot. Ningún ejército, por fuerte que fuera, podría haber tomado Camelot, aunque sólo hubiera estado defendido por cinco caballeros y un puñado de armas. De pronto, tuvo que pensar otra vez en la desasosegante sombra que había visto allá abajo, y comprendió que había sido testigo de la primera agresión de magia negra que había tenido lugar en el sótano.
Un gemido apagado rompió sus pensamientos. Dulac se sobresaltó, miró alarmado a su alrededor y observó con espanto que el contorno helado de la cama de Dagda ¡se movía!
De un solo salto se plantó allí y su espanto se trocó en pánico cuando descubrió que, efectivamente, era Dagda el que reposaba bajo la manta congelada.
Se habían formado carámbanos en su barba y en sus cabellos ralos, y cuando levantó los párpados, Dulac vio que también sus ojos estaban cubiertos por una fina capa de hielo. Al respirar, profería un rugido desagradable, como si varias astillas de hielo se friccionaran unas con otras.
– ¿Dagda? -murmuró Dulac. No recibió respuesta, así que tendió la mano para rozar el hombro del anciano, pero se lo impidió el absurdo temor de que aquel gesto pudiera romper al viejo como ocurriría con una estatua de hielo blando.
Volvió a susurrar el nombre de Dagda dos o tres veces, sin que en los nublados ojos del anciano se produjera signo alguno de reconocimiento. De pronto, siguiendo su instinto, decidió utilizar el nombre que había citado Mordred durante su conversación con el picto en la linde del bosque.
– ¡Merlín!
Dagda volvió la cabeza y le miró directamente a los ojos. Levantó la mano y sus delgados dedos se agarraron con tanta fuerza al antebrazo del chico, que el dolor le hizo asomar las lágrimas. Su mano estaba tan fría como un témpano de hielo.
– Lancelot -susurró con una voz muy fina, vidriosa-. Morgana. Me ha… yo… yo no la creía capaz.
– No hables, Dagda -dijo Dulac despacio. Intentó desasirse, pero el viejo tenía una fuerza inusitada-. Te sacaré de aquí. Vas a congelarte.
– Demasiado tarde -murmuró Dagda, moviendo la cabeza ligeramente. La almohada helada hizo un ruido semejante al de unas uñas afiladas arañando cristal-. Lancelot…, atiende -respiró con fuerza-. No puedes…
– ¿Qué es lo que no puedo? -preguntó Dulac cuando Dagda no siguió hablando. No estaba seguro de obtener una respuesta. A pesar de que los dedos de Dagda continuaban agarrando su muñeca con la fuerza de un torno, podía percibir que otra fuerza, mucho más poderosa, se estaba apagando muy dentro de él, silenciosa y con terrible determinación.- ¡Dagda, no te mueras! -murmuró.
– Lancelot -gimió Dagda-. Mordred ha… la… la armadura… Avalon… Tú no… puedes… bajo ningún… concepto…
Y se murió. No fue nada especialmente dramático. Aquella fuerza apagada que Dulac había percibido, desapareció de un momento a otro, y sus ojos no fueron ya más que bolas muertas de hielo pintado.
– ¡No! -murmuró el chico-. Dagda, no, tú… tú no…
Su voz enmudeció, pero no sólo porque el dolor le atenazó la garganta. Hacía tanto frío allí dentro, que el aire parecía helarle los pulmones, y cuando se miró las manos, comprobó que también él estaba cubriéndose de una fina y brillante capa de escarcha, al igual que sus ropas. Tenía que salir de aquel lugar lo antes posible, si no quería acabar congelado.
Tuvo que emplear todas sus fuerzas para lograr separar los dedos de Dagda de su muñeca y conseguir que el brazo del anciano reposara sobre la cama congelada, y a pesar de todo, se quedó unos segundos más para cerrar los ojos de Dagda. Sólo entonces se dio la vuelta y salió del aposento tan rápido como pudo.
Tiritando todavía de dolor y frío, alcanzó el patio con los ojos llenos de lágrimas. Aunque le parecía mucho el tiempo transcurrido, sólo había estado unos minutos en el sótano y las cosas allí habían cambiado poco. La mayor parte de los fuegos continuaban encendidos y los hombres seguían yendo de acá para allá, cargados con cubos de agua o mantas, o intentando penetrar entre las llamas para arrebatarle los víveres al fuego.