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– ¿Quién sois? -preguntó de nuevo el picto, en voz más alta y en un tono desafiante que, en realidad, subrayaba su nerviosismo-. Dejad el camino libre. ¡No queremos pelearnos con vos!
Que hubiera cambiado al tratamiento de respeto y que asegurara, al único caballero que interceptaba el paso de sus tropas, que no tenían ninguna pretensión de pelear, evidenciaba su miedo muy a las claras. Ahora Lancelot estaba seguro de que en él veía mucho más que un simple jinete en medio del camino. Tal vez supiera de quién se trataba. Y tal vez aquél era el momento para obtener un par de respuestas.
– ¿Por qué no decís nada? -interrogó el picto, nervioso-. Si no queréis hablar, entonces… entonces…
Se interrumpió tratando de dar con las palabras apropiadas y, para su propia sorpresa, Lancelot se escuchó responder:
– Podéis hablar en vuestra lengua. Os entiendo -se había expresado en picto, una lengua ¡que había escuchado por primera vez hacía tan sólo unos días! ¡Las palabras habían acudido a su boca como si hubiera crecido hablando aquel idioma!
– Entonces, explicadme lo que queréis de nosotros, noble señor -respondió el picto en su lengua madre-. ¡Estamos realizando una misión importante y no tenemos mucho tiempo!
La mano de Lancelot señaló a Uther y a Ginebra. No dijo nada, pero el otro comprendió el significado de aquel gesto.
Se mostró asustado, pero no sorprendido, casi como si esperara justamente aquello.
– Soy responsable de que nuestros invitados lleguen con bien a su destino, señor -respondió-. Mordred nos matará a todos si no cumplimos la misión.
En la columna de los pictos se palpaba la agitación. La visera reducía el campo de visión de Lancelot, pero, de todas formas, él sabía lo que estaba ocurriendo: algunos de los guerreros llevaron sus monturas a un lado, para acceder a su espalda y rodearlo con más facilidad. No podía permitirlo.
– Liberadlos -ordenó y, al mismo tiempo, levantó la espada. La hoja decorada con runas salió de la vaina con un ávido chirrido y relampagueó en la luz de la mañana.
– No puedo hacerlo, señor -contestó el picto.
– Entonces, moriréis -dijo Lancelot.
Esta vez pudo percibir lo que sucedió, aunque ocurrió en menos de una fracción de segundo. Armadura, escudo y espada tomaron el control de su voluntad sin anularla por completo. Al contrario que la última vez, cuando había acabado con los dos guardianes, ya no era un mero observador. Pero las armas mágicas parecían decirle lo que debía hacer, y Dulac reaccionaba con tal rapidez y disposición como si hubiera gastado cada hora de su vida ejercitándose.
Contrariamente a lo que los pictos esperaban, no atacó al guerrero que tenía delante, sino que dio la vuelta a su caballo y se dirigió hacia los hombres que se habían colocado a su espalda.
Eran tres. Lancelot derribó al primero con una estocada certera en el pecho, levantó el escudo para atajar una arremetida del segundo y, al mismo tiempo, su espada sesgó el aire atravesando con su punta el brazo armado del tercer bárbaro. Mientras el hombre caía al suelo con un estridente grito de dolor, finalizó el movimiento del escudo y arrojó al segundo de la silla, derrumbando también a su caballo. Sin que él tuviera nada que ver, el caballo de Lancelot pasó por encima del animal caído, saltó tres o cuatro pasos a galope tendido y, luego, se dio la vuelta. El duelo completo no había durado más de un segundo.
El resto del ejército picto se había quedado paralizado. Las facciones de los soldados mostraban pánico, y Lancelot podía entenderles. Todo había trascurrido tan rápido, que apenas habían podido darse cuenta de lo que ocurría, y ahora tres de sus compañeros estaban muertos o próximos a la muerte.
Lancelot, por el contrario, se sentía… grandioso. Una parte de él, Dulac, que a cada momento se debilitaba más y más, aullaba en silencio ante lo que había cometido pero otra parte, la mayor, saboreaba las mieles del triunfo. Se sentía fuerte. Su respiración era acompasada y los tremendos mandobles que había asestado a diestro y siniestro no le habían mermado las fuerzas, sino que le habían dotado de un nuevo vigor, como si la espada rúnica se hubiera bebido la vitalidad de los hombres. Su caballo, intranquilo, golpeaba el suelo con los cascos, pero no a causa del miedo o de los nervios, sino por la impaciencia que sentía de volver a la batalla. De pronto, al observar los rostros de los pictos, Lancelot sintió que podía ver el futuro. Sabía con absoluta seguridad que iba a matar a aquellos hombres, a cada uno de ellos.
De todas formas, levantó de nuevo la espada y señaló a Uther.
– ¡Liberadlos!
En lugar de responder, los pictos atacaron. Seis de los nueve que aún quedaban vivos guiaron sus caballos hacia él, profiriendo gritos de guerra, mientras los tres restantes agarraban de las riendas a los corceles de Uther y Ginebra y salían galopando en dirección contraria.
Lancelot maldijo en su interior. ¿Creía que iba a ser tan sencillo? Había menospreciado el valor de aquellos guerreros. Indudablemente, estaban al tanto de las malas expectativas que tenían de vencerlo, pero parecían dispuestos a ofrecer su vida para que sus compañeros llevaran a los prisioneros a la fortaleza y cumplieran las órdenes de Mordred.
De acuerdo. Los soldados no podrían detenerle; por lo menos, no lo suficiente para dejar escapar a los otros.
Se abalanzó sobre los pictos, levantó espada y escudo y, en el último momento, viró hacia la izquierda para no encontrarse en el centro de la acometida, sino en un flanco. Su estrategia funcionó. Un nuevo picto se derrumbó, muerto, de la silla, antes siquiera de que sus camaradas pudieran levantar las armas, pero segundos después los cinco supervivientes cargaban sobre Lancelot.
Sin la armadura mágica no habría sobrevivido ni a la primera embestida. Los pictos lo rodearon y lo atacaron por todas bandas con un aluvión de mandobles y estocadas.
Ninguno de ellos logró penetrar a través de su armadura mágica. Lancelot sentía los pinchazos; pero sólo se trataba de una rozadura, ningún dolor, tampoco el ímpetu con el que se acometía el mandoble. Mientras el primer guerrero al que había atacado todavía se bamboleaba, con el cuello cortado, de espaldas en su silla, realizó un enérgico gesto con su espada y sesgó el aire. No alcanzó a ninguno, pero consiguió que tres de ellos se mantuvieran a distancia y pudo volverse sobre los otros dos sin peligro. Levantó su escudo y golpeó a uno con tanta violencia que éste se balanceó en su silla y habría caído prácticamente inconsciente si no le hubieran aguantado los estribos. El otro cometió la falta de intentar utilizar sus mermadas fuerzas para asestarle un golpe en la espalda desprotegida. Echando chispas, la hoja produjo un sonido chirriante al friccionar el metal del espaldar, sin ni siquiera causar un arañazo en su superficie, y el picto pagó el ataque con su muerte. La espada de Lancelot cortó con un crujido penetrante su coraza. El hombre profirió un gemido, se tambaleó de la silla y cayó hacia un lado. Entonces, Lancelot se dirigió hacia el otro guerrero.
Le golpearon dos o tres veces más, pero la armadura decorada con los griales le protegió con lealtad mientras los mandobles de su espada coronaban con éxito su acción. Al final, sólo quedaba el hombre que había parlamentado con Lancelot. El Caballero de Plata fijó la mirada en los ojos del otro y vio miedo y desesperanza. Cuanto más convencido estaba de vencer en ese duelo, más claro tenía el picto que iba a morir. A pesar de ello, agarró su espada y atacó a Lancelot sin vacilación. ¿Por qué lo hizo? Mientras Lancelot estaba ocupado con sus compañeros, habría tenido tiempo suficiente para huir, pero ni tan sólo lo intentó, simplemente prefirió tomar su arma y marchar a una muerte segura.
Lancelot no quería matarlo. La espada de su mano demandaba sangre, pero él no lo deseaba. Aquel hombre no era su enemigo. Nunca antes se habían visto y lo más seguro es que sus caminos no volvieran a encontrarse. En vez de aceptar las exigencias de la hoja decorada con runas, Lancelot paró las dos primeras acometidas del picto y le asestó con todas sus fuerzas un único golpe que desarmó al atacante sin herirlo lo más mínimo. El guerrero se tambaleó a causa del ímpetu del revés, pero logró sentarse de nuevo en la silla y miró estupefacto sus manos vacías.
Lancelot se disponía a decirle que se marchara cuando su caballo hizo un rápido movimiento hacia delante. La barda del corcel chocó contra el flanco del caballo picto, desequilibrándolo, y el cuerno en espiral de su testera horadó con un crujido la coraza del guerrero y penetró en su pecho por completo.
Lancelot observó al herido con una mezcla de horror e incredulidad. El hombre cayó hacia atrás en la silla y en sus ojos había una expresión que el caballero no iba a olvidar nunca en la vida. Su caballo trastabillo, intentó recuperar el equilibrio con un trotecillo torpe y cayó una vez más cuando el corcel de Lancelot lo empujó de nuevo por el flanco. Unas patadas raudas de sus potentes cascos bastaron para sellar el destino del animal definitivamente.
Lancelot estaba profundamente afectado. Sabía que acabaría peleando y que varios soldados pictos iban a encontrar la muerte en la batalla. Sin embargo, lo que le había sucedido a aquel guerrero no tenía nada que ver con el combate. Éste ya había acabado y Lancelot quería regalarle la vida. ¿Para qué matar a un contrincante cuando ya había sido vencido y no podía defenderse?
El corcel giró la cabeza y lo miró de una manera sombría e inquietante, luego relinchó a media potencia y golpeó con los cascos sobre la tierra ensangrentada. Todavía no había acabado todo. La misión por la que estaba allí aún no había concluido.
Lancelot se dio la vuelta en la silla y buscó con la mirada a los tres pictos huidos. Se habían alejado aproximadamente media legua y se encaminaban a galope tendido hacia el bosquecillo que había bordeado Lancelot anteriormente. Tal vez confiaban en ocultarse del Caballero de Plata en la espesura del monte bajo. Pero Lancelot sabía que nunca lo iban a lograr. Su unicornio era mucho más rápido que los pesados caballos que montaban y, además, los dos prisioneros harían todo lo posible para retrasarlos.
Emprendió el galope. Tras breves instantes, el unicornio plateado corría como una flecha y sus cascos apenas rozaban el suelo. A pesar de su gran empuje no alcanzó a los guerreros hasta unos cincuenta metros antes de la linde del bosque, los superó y giró tan bruscamente al animal que éste estuvo casi a punto de caer sobre las patas delanteras.
Los tres soldados habían contemplado la pelea y sabían con quién tenían que vérselas pero, como sus compañeros, estaban dispuestos a luchar hasta monir. Mientras uno de ellos asió las riendas de los caballos de Uther y Ginebra y los apartó con rapidez a un lado, los otros dos sacaron sus armas y se abalanzaron sobre él. El primero llevaba una espada; el segundo, un mangual, un arma cuya sola visión producía siempre en Dulac un enorme espanto.
Interceptó con su escudo la embestida que le propinó el primer guerrero; pasó por debajo de la cadena acabada en una bola plagada de pinchos, tratando de atinar en el picto que la manejaba, pero falló y sólo le ocasionó un leve arañazo en el hombro, que únicamente consiguió reforzar la ira del hombre. El guerrero lanzó de nuevo el mangual hacia la espalda de Lancelot y esta vez alcanzó su objetivo.
La bola de hierro del tamaño de un puño no pudo taladrar la armadura con sus puntiagudos pinchos, pero el golpe fue tan fuerte que Lancelot cayó sobre el cuello envuelto en metal del unicornio. Casi en el mismo momento, un mandoble resonó sobre su escudo a escasos centímetros de la ranura entre el yelmo y el peto.
De nuevo, fue el caballo el que decidió la victoria. Cuando el picto volvió a la carga, el unicornio giró bruscamente la cabeza. El cuerno de su testera rajó el flanco del otro caballo y el animal se derrumbó relinchando de dolor y aplastando a su dueño con su cuerpo.
Lancelot se colocó derecho sobre la silla. Sin apenas tiempo de agarrar la espada con energía y marchar a una posición más segura, el segundo picto salió a su encuentro blandiendo de nuevo su mangual. Su éxito anterior le había dado confianza y se sentía dispuesto a terminar el combate con aquel asalto. Un error que le costó la vida.
El arma cayó con fuerza aniquiladora sobre el escudo de Lancelot, pero el terrible golpe no hizo ni un arañazo en el metal plateado. Además, en el último momento, Lancelot había girado ligeramente el brazo que portaba el escudo, de tal manera que desvió la bola de hierro y el impulso de la misma estuvo a punto de arrojar al guerrero de su silla. La espada de Lancelot remató la batalla casi sin su intervención. El caballo del picto arrancó a correr de pronto, mientras Lancelot espoleaba al unicornio para que saliera en persecución del último guerrero.
No tardó más que breves segundos en alcanzarlo y, para su alivio, el hombre se reveló más inteligente que sus compañeros. Comprendió lo inútil que era oponer resistencia y optó por soltar las riendas de los dos caballos y salir galopando lo más rápido que pudo. Por un horrible momento, a Lancelot le pareció que el unicornio iba a desoír sus órdenes y salir detrás del hombre para matarlo, pero finalmente le obedeció. El picto desapareció a galope tendido y Lancelot dio la vuelta y regresó junto a Uther y Ginebra. Mientras metía la espada en el cincho y se aproximaba a los dos prisioneros, hizo un nuevo descubrimiento: su corazón latía por el esfuerzo, y la espalda y los hombros le dolían de manera casi insoportable. Junto a otras cosas a las que le gustaría renunciar, había aprendido que la armadura de plata le transformaba en un adversario poderoso, pero no invulnerable.
Mientras se acercaba, Ginebra y Uther le miraban con los ojos abiertos como platos. Uther estaba muy pálido. Tenía hinchada la parte izquierda del rostro y un corte profundo sobre el ojo. Por lo visto, no había caído en manos de los pictos sin oponer resistencia. Por un breve espacio de tiempo, permanecieron frente a frente, en silencio; luego, Lancelot se inclinó, sacó el puñal del cincho y cortó con un movimiento rápido las ataduras que asían las muñecas de Uther al pomo de la silla. Ginebra aproximó su caballo, sin duda esperaba que Lancelot hiciera lo mismo con ella. En lugar de eso, el se puso derecho de nuevo y le ofreció el puñal a Uther. Seguía sin mirar a Ginebra. Ella no reconocería su cara tras el yelmo de plata, pero no estaba seguro de que sucediera lo mismo con sus ojos. Y no creía que pudiera contenerse cuando ella le mirara.
Uther cogió el puñal de plata, vacilante. Sus manos llevaban horas atadas, inmóviles, y le costó romper las ataduras de Ginebra. Pero lo logró sin herirla.
– Os lo agradezco -dijo, devolviéndole el cuchillo a Lancelot. Intentó sonreír, pero su boca se abrió en una mueca.
Lancelot cogió el puñal con un asentimiento de la cabeza, pero sin pronunciar ni una palabra, y lo introdujo en su cincho. Percibió que Ginebra le miraba y se dio cuenta de que era una verdadera sandez hacer como que ella no estaba allí. Volvió la cabeza con cierta reticencia y la observó con una mirada furtiva, y cuando vio su cara, su corazón comenzó a palpitar de dolor.
Ginebra no estaba herida, pero el agotamiento había hecho mella en su rostro y, bajo el alivio del momento, planeaba un dolor que tal vez nunca iba a desaparecer. Seguía siendo tan hermosa como siempre, pero ya no parecía una chiquilla. Lancelot se preguntó cómo pudo creer, aunque sólo fuera por espacio de un segundo, que el hada Morgana tenía algo en común con ella.
– Esta es la segunda vez que vos nos liberáis de los bárbaros, noble caballero -dijo Uther-. Me parece que un simple agradecimiento no es suficiente.
Lancelot se volvió hacia él. Era curioso: ahora que ya había pasado todo, no sabía qué debía decir.
– Dejadme ver vuestro rostro, noble caballero -pidió Ginebra-. Quiero saber cuál es el aspecto del jinete a quien mi marido y yo debemos agradecer nuestras vidas.