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– Está… está muerto -dijo tartamudeando-. La flecha de Mordred ha ido directamente a su corazón. Pero no os lo reprochéis, Sir Lancelot. No ha sido vuestra culpa. Vos sois el hombre más valiente con quien me he encontrado jamás, pero ni un valor como el vuestro puede vencer a la magia negra.
Lancelot observó a Ginebra con desconcierto. ¿Por qué le hablaba así? ¡Al quitarle el yelmo tenía que haberle reconocido! ¿A qué juego cruel estaba jugando? No podía imaginarlo. No, después de lo que había ocurrido.
Se incorporó con mucho cuidado, para que el dolor de su hombro no se redoblara, y miró a su alrededor. Uther yacía a pocos metros, sobre su espalda. Alguien -seguramente Ginebra- le había colocado la gualdrapa de un caballo sobre la cabeza. Los dos corceles pacían tranquilos mientras el unicornio permanecía algo más lejos, atento a sus movimientos. No había rastro del hada Morgana ni de Mordred.
– Se han ido -dijo Ginebra. Había interpretado lo que requerían sus ojos. Titubeando, añadió-: Ella… me ha dicho algo antes de marcharse.
– ¿Y? -preguntó Lancelot cuando vio que no continuaba.
Se dio cuenta de lo difícil que le resultaba a Ginebra responder a su pregunta.
– Tengo que recomendaros algo. Ha dicho que… que tenéis que hacer lo que os dicte el corazón. Que sólo así encontraréis el camino.
Lancelot meditó un instante aquellas palabras, pero no logró encontrarles ningún significado. No, si venían de boca de Morgana.
Consiguió levantarse tras algunos esfuerzos, recogió el escudo que había tirado al suelo e hizo señas al unicornio para que se aproximara. Pudo oír a Ginebra moviéndose tras él y ocupó unos segundos más en sujetar el escudo con tan solo una mano a la cincha de la silla. Seguía sin comprender por qué Ginebra actuaba como si no lo hubiera visto en la vida. ¿Podría ser a causa de la armadura? Claro que lo había reconocido, pero tal vez creía que era él el que había jugando con ella cuando se encontraron en Camelot.
Aquella situación tenía que terminar, ahora mismo. Se dio la vuelta de golpe y tuvo que hacer una mueca cuando su hombro reaccionó al brusco movimiento con un estallido de dolor.
– Ginebra -dijo-. Debo aclararos algo.
Ella lo observó expectante.
– ¿Sí?
– En Camelot -empezó-, cuando nos encontramos, yo no sabía que…
Se interrumpió al ver la expresión de incomprensión que se desplegó por el rostro de Ginebra.
– ¿En… Camelot? -repitió desconcertada-. ¿Vos… os referís a esa posada? El jabalí negro.
Esta vez fue Lancelot el que titubeó. La expresión de su cara no era ficticia. ¡Realmente no lo había reconocido!
– Bueno -dijo extrañado-. Perdón. Yo… estoy algo confuso -señaló al cadáver de Uther-. Lo lamento, pero tenemos poco tiempo. Que Morgana se haya marchado no significa que no vaya a regresar. ¿Podéis ayudarme a montarlo sobre el caballo? -rozó su hombro con la mano y Ginebra asintió. Al unísono subieron el cuerpo sin vida a la montura, luego montaron ellos mismos y cabalgaron hacia el sur.
Durante un largo periodo de tiempo, no habló ninguno de los dos. De vez en cuando, Lancelot dejaba escapar una mirada furtiva hacia ella. La mayoría de las ocasiones, la veía con la vista perdida, pero de tanto en tanto su mano rozaba casi con ternura el cuello del caballo sobre el que yacía su marido muerto, y las lágrimas asomaban a sus ojos. Aunque no hubieran vivido realmente como «marido y mujer», tal como le había contado en Camelot, estaba claro que le había querido.
También Lancelot sentía la muerte de Uther. Apenas lo había conocido, pero las pocas frases que habían intercambiado entre ellos le habían confirmado que Uther era un hombre recto; algo que se podía decir de muy pocos hombres de los que conocía. Su muerte carecía de sentido. Mordred no tenía ningún motivo para matarle.
– Lo lamento tanto, Mylady -dijo despacio-. Yo no conocía a Uther, pero por todo lo que he oído de él, sé que era un buen hombre.
– Lo era -aseguró Ginebra-. Y yo le he llevado a la muerte.
Lancelot la miró sobresaltado.
– ¿Qué queréis decir con eso?
– Lo que he dicho -respondió Ginebra. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas, pero su cara permaneció impenetrable y en su voz había un profundo vacío-. Sobre mí pesa una maldición. Llevo a la muerte a todos los que se cruzan conmigo. Así que haríais bien en permanecer lejos de mí, caballero Lancelot.
– Qué tontería -la contradijo Lancelot con vehemencia.
– No es una tontería -las lágrimas de Ginebra se hicieron más evidentes, pero su cara continuó igual que antes, como cincelada en piedra-. Primero fue mi padre. Perdió su reino, su castillo y, al final, la vida. Y ahora Uther. Primero Mordred le quitó su territorio, luego su castillo y ahora la vida.
– Yo no tengo ningún territorio que pueda perder -dijo Lancelot-. Tampoco tengo un castillo.
– Pero sí una vida -Ginebra se rió con amargura-. Quizás tendría que seguir a Uther para no llevar a la muerte a más personas inocentes.
– ¡No habléis así! -dijo Lancelot enfadado-. ¡No lo permito! ¡Es una blasfemia!
Para su sorpresa, Ginebra se dio la vuelta en la silla y le sonrió, de una forma que hizo que su corazón saltara desbocado.
– Blasfemia… -bajó la cabeza, pensativa-. ¿Sois cristiano, Sir Lancelot?
– ¿Por qué lo preguntáis? -preguntó Lancelot evasivo.
– Estamos cabalgando hacia Camelot -respondió Ginebra-. Hace mucho que Arturo ha incluido la cruz de la cristiandad en su estandarte, pero yo veo los símbolos de los viejos dioses en vuestro escudo.
– ¿Y? -preguntó Lancelot.
– Eso no le causa ningún problema a Arturo -explicó Ginebra-. Uther me contó que, aunque fue bautizado, todavía no ha abandonado del todo la creencia en los viejos dioses. Muchos de sus caballeros no son tan tolerantes tomo él -examinó la armadura con una mirada penetrante-. No podéis ocultar vuestra armadura, pero tal vez sería mejor que a la hora de conversar sobre vuestras creencias… os reservarais un poco.
Lancelot entendió a qué se refería. Decir de ciertos caballeros que no eran tan tolerantes era decir bien poco. Algunos -sobre todo Sir Lioness, a pesar de la amabilidad con la que trataba a todo el mundo- eran verdaderos fanáticos de la religión.
– Yo también creo en los viejos dioses -dijo Ginebra de pronto.
– ¿Vos? -se asombró Lancelot-. Pero Uther…
– Uther -Ginebra le cortó la palabra- era un hombre muy inteligente que sabía interpretar correctamente los signos de los tiempos. La cristiandad va a conquistar este país por entero. Estas tierras se han doblegado a la fuerza contra la que lucharon durante años, en lugar de quebrantarla. El cristianismo puede erigir con toda tranquilidad sus símbolos en los tejados de nuestra casa, pero nuestros corazones no los conquistará… ¿Y qué ocurre con vos?
Lancelot nunca había meditado realmente sobre ese tema. No pudo contestar. Pero las palabras de Ginebra le afectaron; sintió que algo muy profundo en él sí había formado su propia opinión, sólo que ésta no llegaba a su conciencia. Calló, desconcertado.
– No queréis hablar de ello -dijo Ginebra algo decepcionada-. Lo comprendo. Tal vez sea lo más inteligente.
– Si la actitud de Arturo y sus caballeros es la que vos decís, Mylady -comentó Lancelot-, tal vez sería mejor que también vos os reservarais vuestras verdaderas convicciones.
– Nadie me hará nada -respondió Ginebra convencida-. Más segura que con Arturo no lo estaré con nadie -se rió-. Y dejad de llamarme Mylady. ¡Me da la impresión de ser viejísima!
– Sólo si vos dejáis de llamarme Sir y caballero -respondió Lancelot.
– ¿Lancelot? -propuso Ginebra.
– Ginebra -afirmó él riendo.
Y Ginebra coreó esa risa. A pesar de que no podía quitarse de encima la profunda tristeza que la envolvía, aquella risa resultó reparadora y pareció devolverle a la luz del sol un poco de su primitivo brillo. En el mar de dolor en el que amenazaban con hundirse, esa sencilla carcajada fue como un atisbo de esperanza, la confirmación de aquella fuerza silente que siempre capacitaba a las personas para llevar a cabo lo que se propusieran, aunque fuera a todas luces imposible.
– ¿Conocéis a Arturo? -quiso saber Ginebra.