158247.fb2 La Leyenda de Camelot I - La Magia Del Grial - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

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– Más bien, me ha admirado, diría yo -respondió ella-. Qué mujer no se enorgullecería de sentirse admirada por un muchacho guapo, aunque la mayoría no lo acepte. ¿Cómo te llamas?

– Du… lac -tartamudeó el joven, sin poder creer que aquella aparición feérica le dirigiera la palabra.

– ¿Dulac? Un nombre poco corriente… pero me gusta. De algún modo encaja contigo. ¿He oído bien? ¿Trabajas en el castillo de Camelot?

Dulac asintió. No conseguía emitir ni una palabra.

– Eso es un poco exagerado, noble Ginebra -Tander se dio mucha prisa en corregirla-. Sólo es mozo de cocina. Aparte de la despensa y el foso, no ha visto mucho más de Camelot -a medida que hablaba se inclinaba más y más, lo que no le impidió echar una mirada a Dulac que dejó bien a las claras que todavía pensaba en el castigo-. No creáis todo lo que dice. Es un niño y a los niños les gusta fanfarronear.

– Debe de tener la misma edad que yo, por lo menos -respondió Ginebra burlona. Tander se inclinó nuevamente-. Y con todo lo que ha visto de Camelot, sabe más del castillo del rey Arturo que yo -y dirigiéndose al propio Dulac, dijo-: ¿Has visto al rey alguna vez?

– Le sirvo diariamente su comida -respondió Dulac impulsivo. Los ojos de Tander mostraron instinto asesino, pero Ginebra pareció entusiasmada.

– ¡Tienes que contármelo! -dijo nerviosa-. Hace tanto tiempo que deseo ver al famoso rey Arturo y a sus caballeros de la Tabla Redonda, ¡y tú pasas cada día un rato a su lado!

– Disculpad, noble Ginebra -dijo Tander-, pero al chico lo necesitan en la cocina. Y él no es compañía adecuada para vos. Un inútil vagabundo, que sólo por lástima dejo vivir bajo mi propio techo.

Por un instante los ojos de Ginebra mostraron ira. No estaba acostumbrada a que la contradijeran. Y Dulac estuvo casi seguro de que con unas pocas palabras iba a poner a Tander en su lugar. Pero entonces la joven observó a Dulac de nuevo y una expresión amable regresó a sus ojos.

– Seguramente tienes razón… en lo que se refiere al trabajo -dijo-. No quiero que tenga complicaciones. Pero me alegraría de que fuera él quien nos sirviera la cena a mi esposo y a mí. ¿Podría ser, posadero?

¿Esposo?, pensó Dulac incrédulo. ¿Había dicho esposo?

– Por supuesto, señora -acató Tander-. Él estará a vuestro servicio todo el tiempo que deseéis.

– Perfecto -respondió Ginebra-. Entonces hasta después, Dulac. Ah, una última cosa -señaló a Lobo-. Trae tu perro contigo. Es encantador.

Se recogió levemente la falda, se dio la vuelta y desapareció en la casa. Tander esperó a que no pudiera oírle, luego se giró de golpe hacia Dulac y lo miró lleno de odio.

– ¿Qué esperas echándole miraditas? -susurró para no ser oído-. ¿Quieres que caiga la desgracia sobre nosotros?

– Pero si yo no…

– ¿Sabes quién es? -le interrumpió Tander.

– ¿Ginebra?

– ¡Lady Ginebra! -corrigió Tander-. ¡Es la mujer del rey Uther, desgraciado! ¡Sólo con que la miraras, podría costamos a todos la cabeza! ¿Eso es lo que quieres? ¿Ese es el agradecimiento que me profesas por haberte acogido y ofrecido techo, comida y bebida?

Dulac no había oído hablar jamás del rey Uther, pero no lo dijo.

– ¿Su mujer? -murmuró incrédulo-. Pero… debe de tener los mismos años que yo.

– Hay reyes que son más jóvenes que tú -le aseguró Tander mientras comenzaba a frotarse las manos tan desesperado como si acabara de ver al verdugo-. Ahora ya sabes quién es. Compórtate como corresponde. Como sigas mirándola a los ojos en presencia de Uther, nos cuelgan a todos. No podrá ayudarnos ni tu amigo Dagda. Y no se hable más, ¡A la cocina! Lávate antes de servir las viandas. Y dile a Wander que te preste sus mejores ropas, no vayas a avergonzarnos delante de tan altas personalidades.

Dulac se había ido a la cocina, como le había ordenado Tander, y después se había dedicado a cortar leña, bajar al sótano a buscar provisiones y sacar agua del pozo. Empleó casi una hora en disponer la mejor vajilla de plata de la alacena, y lavar y pulir todas sus piezas con agua y arena, hasta que parecieron recién bruñidas y pudo ver su reflejo en ellas; finalmente, ayudó en la preparación de los distintos manjares y en la elección del vino que Tander quería ofrecer a tan nobles comensales.

A pesar de ello, el día parecía no tener fin. Cuando Tander entró en la cocina y le indicó que fuera a lavarse y ponerse la ropa limpia, tuvo la sensación de que había transcurrido una semana entera.

Wander, el hijo mayor de Tander, no se sintió muy entusiasmado ante la idea de tener que prestarle su mejor traje, pero su padre acalló su tímida protesta de la manera habitual: le pegó una sonora bofetada que hizo brotar lágrimas de ira en Wander y el chico acabó saliendo de la casa dando un portazo. Por un momento, Dulac sintió alegría ante el mal ajeno, pero enseguida se tornó preocupación. Estaba claro que Wander iba a vengarse antes o después. Dulac no le caía bien y siempre aprovechaba cualquier oportunidad para humillarle o hacerle daño. En cuanto Ginebra y Uther partieran, las cosas irían todavía mucho peor.

Pero nada iba a enturbiar su felicidad por volver a ver a Lady Ginebra. Se aseó a conciencia, se vistió con la ropa que le había dado Wander y bajó a la cocina.

Había oscurecido. En el comedor vecino sonaba la música, se oían voces amortiguadas y, de vez en cuando, una risa cantarina, que provocaba en el corazón de Dulac saltos de placer. Era la voz de Ginebra. Aunque sólo la había escuchado una vez, la reconocería entre otras mil.

– ¡Lleva vino a nuestros huéspedes! -le ordenó Tander, mostrando de nuevo un nerviosismo que ya había estado a punto de hacerle volcar la jarra de plata cuando supervisó la bandeja-. Lady Ginebra acaba de preguntar por ti. Ni se te ocurra mirarla a los ojos. ¡Si lo haces, te fustigaré con el látigo!

Dulac asintió, tomó la bandeja con ambas manos y entró en el comedor.

La gran sala, por lo común bastante sucia, estaba por completo transformada. Las estrechas ventanas se habían cubierto con lienzos para no incomodar a unos huéspedes de tan alta condición con la visión de la pobre ciudad y, sobre todo, para protegerlos de las miradas de curiosidad de fuera. Tander había comentado que aquella noche la taberna estaba cerrada para cualquier otro cliente; a pesar de eso, allí había otras personas además de Ginebra y su esposo. A ambos lados de la mesa, dos criados con ricas vestiduras estaban al tanto para que ningún deseo de sus amos quedara sin atender, y dos soldados hacían guardia algo más alejados.

– ¿Qué haces ahí como un pasmarote? -silbó la voz de Tander en su oído-. ¡Muévete de una vez, chico!

Dulac se dio cuenta de que llevaba un buen rato parado bajo el dintel de la puerta. Dio un respingo, se puso rápidamente en movimiento y balanceó la bandeja hasta la mesa. El posadero había unido tres de sus sencillas mesas de madera para improvisar algo parecido a una mesa de banquete. Seguía siendo tosca, pero muy larga. Uther estaba sentado en una cabecera, Ginebra en la otra. Dulac no osó mirar a Ginebra directamente, pero también sentía una cierta timidez que le impedía fijar sus ojos en el rostro del rey. Mientras se aproximaba a la mesa con la cabeza inclinada, vio de todas formas que Uther era mucho mayor de lo que imaginaba. Tras la corta conversación con Tander, no se habría asombrado de encontrarse con un hombre que pudiera ser el padre de Ginebra. Pero Uther era lo bastante viejo para ser, pura y llanamente, su abuelo. Uno de los dos guardianes que estaban junto al rey le impidió el paso, pero Uther le hizo una seña y dijo:

– ¡No! Sólo es un niño. No tendrá ninguna intención de envenenarme -se rió despacio, hizo un gesto conciliador con la mano y tomó la jarra de vino de la bandeja de Dulac. Antes de que uno de sus criados o el propio Dulac pudieran impedirlo, se sirvió él mismo un vaso de vino, lo cató, se agitó exageradamente y dijo-: ¿O quizá sí? ¡Posadero!

Tander apareció al momento.

– ¿Señor? -preguntó nervioso.

– ¿Éste es el mejor vino que tienes en tu bodega? -preguntó Uther.

Por decirlo con más precisión: era su único vino; pero Tander respondió de todas maneras:

– El mejor de los mejores, señor. Sólo tengo unas cuantas cubas, reservadas para los huéspedes más especiales. El mismo rey Arturo lo saborea cuando viene por aquí.

– Sí. He oído que Arturo no rehusa jamás un rato de placer -respondió Uther, confiriéndole a la frase un sentido mucho más amplio. Bebió otro trago, agitó su cuerpo de nuevo y puso el vaso con fuerza sobre la mesa-. Bueno, si no hay nada mejor… Trae ya la comida.

Dulac iba a darse la vuelta, pero Uther lo retuvo.

– Tú no.

– ¿Señor? -respondió Dulac desconcertado. ¿Había hecho algo mal?

– ¿Eres el chico del que me ha hablado Ginebra? -preguntó Uther-. ¿El que sirve en el castillo de Camelot?

Dulac asintió, incapaz de decir una palabra.

– Entonces cenarás con nosotros -afirmó Uther-. Ginebra está ansiosa de escuchar historias del rey Arturo y de los caballeros de la Tabla Redonda… Y yo también, si he de decir la verdad. Puede ser, ¿no?

Tras la última frase, Tander, que casi se atraganta, se apresuró a contestar con una inclinación de cabeza.

– Por supuesto, señor. Lo que deseéis -se dio la vuelta y se marchó cerrando la puerta tras de sí. Dulac lo oyó dando órdenes en la cocina.

Uther rió en voz baja.

– Eso le tendrá un rato entretenido -dijo-. Mírame, chico.