158247.fb2 La Leyenda de Camelot I - La Magia Del Grial - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 41

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Mike hizo un ruido espantoso con la garganta antes de lograr, por fin, recobrar el aliento y Stan se volvió gimiendo a un lado, apretó las rodillas contra el pecho y escupió sangre.

Cuando alcanzó el castillo, Camelot estaba iluminado por docenas de antorchas. En el patio se alineaban casi una quincena de caballos embridados. A su alrededor, un gran número de caballeros -entre ellos, Arturo, Galahad y Perceval-, enfundados en sus armaduras, observaban cómo sus escuderos disponían los pertrechos sobre los animales de carga, y controlaban la perfecta colocación de arreos y gualdrapas en los corceles. Un ánimo de viaje se había adueñado de todo el patio, y al mismo tiempo se palpaba gran tensión en el ambiente.

Sólo un momento después comprendió que estaba en lo cierto, pues estalló una pelea entre Arturo y Sir Lioness.

El caballero, equipado con la armadura completa y todas las armas, como la mayoría, tenía la cara congestionada de rabia.

– ¡No lo decís en serio, Arturo! -dijo atropellándose-. ¡Os pido que lo penséis de nuevo! -el tono de su voz no encajaba con la palabra «pido» y su aspecto demostraba las ganas que tenía de desenvainar el arma y acabar la discusión con otros argumentos.

Arturo permanecía sereno. Saludó a Dulac con un movimiento de cabeza y se dirigió de nuevo a Lioness.

– No hay nada que tenga que pensar -respondió-. Y tampoco hay nada que justifique vuestra excitación, Sir Lioness. Vamos a enterrar a un amigo y cumpliremos su último deseo. Todos nosotros tenemos mucho que agradecerle a Merlín. Casi todo. También vos, amigo mío.

Lioness no dio muestras de registrar el reproche que escondían las palabras de Arturo. Y antes de responder, echó un vistazo rápido y lleno de enfado hacia Dulac, casi como si le echara la culpa a él de su desacuerdo con el rey.

– Nadie niega los beneficios que Merlín aportó a Camelot -respondió-. Era un gran hombre y el amigo más leal que se puede desear. Pero vos no sois sólo un amigo y un caballero, sois también rey. Vuestros súbditos observan todo lo que hacéis.

– Por eso debo honrar a Merlín con esta última celebración -respondió el rey con tranquilidad-. ¿Qué pensarían los súbditos de un monarca que negara a su sirviente más leal su última voluntad?

– ¡Un rito pagano! -se quejó Lioness-. Es pecado, Arturo.

El rey suspiró. No parecía enfadado, sino un poco decepcionado.

– Mi decisión es firme, Sir Lioness -dijo-. Marchaos si queréis. Merlín era el último de los viejos magos y vamos a enterrarlo como él deseaba, esta noche, en el cromlech, a la luz de la luna llena. Será el último… -apretó los labios formando una sonrisa amarga- rito de esta clase. Os comprendo, Sir Lioness. También yo conozco la Biblia y sé lo que dice Nuestro Señor sobre los ídolos y las creencias paganas. Hacedlo por Merlín.

Sir Lioness permaneció en silencio. Durante un rato fijo la vista en Arturo, luego sus ojos parecieron ir más allá, hacia un punto en el vacío. Por fin, asintió y dijo:

– Os acompañaré. Y rezaré por vuestra alma, y la de todos los que os acompañen. Tal vez Dios Nuestro Señor se apiade de vosotros y perdone todos vuestros pecados.

Se dio la vuelta y se marchó mientras Arturo lo seguía con la vista, meneando la cabeza. El rey no dijo ni una palabra más, sólo observó a Dulac, dibujando una sonrisa cansada, pero muy sincera, en su cara.

– Estoy contento de que hayas venido -dijo-. No estaba seguro.

– ¿Señor?

– Querías irte -dijo Arturo-. Me odias por lo que te estoy haciendo y estos últimos días no has pensado en nada más. Lo que más te gustaría sería cortarme el cuello -rozó sonriente la zona de su cuello en donde Dulac le había herido-. Además, estás decidido a no ir a York.

– ¿Podéis… podéis leer mis pensamientos? -preguntó Dulac profundamente aturdido.

– Los llevas escritos en la frente -afirmó Arturo-. Además, yo también tuve tu edad, aunque tal vez no puedas creerlo. No hagas nada de lo que tengas que arrepentirte después, Dulac. El mundo es grande y seduce con sus aventuras. Hay dragones que matar, y también reyes, unos después de otros; y doncellas que liberar. Pero créeme: lo que te espera fuera es sufrimiento, dolor y muerte. No vas a encontrar tesoros, sino seguramente un puñal que te rebane el cuello.

Dulac estaba muy desconcertado, no tanto por lo que Arturo estaba diciendo, sino, sobre todo, porque se lo dijera a él. ¿Quién era él comparado con el rey? Arturo no tenía necesidad de justificarse o explicarle nada. ¿Por qué, de pronto, era tan importante para el monarca?

– Ha llegado el momento de partir -dijo éste-. He ordenado que te ensillaran un caballo. Creo que lo conoces -esbozó una sonrisa-. ¿Me prometes que también nos acompañarás a la vuelta?

– Sí -respondió Dulac. No le resultó fácil hacer aquella promesa, pero lo decía de verdad.

– Entonces sube a tu caballo -ordenó Arturo-, Tenemos un largo camino por delante y no mucho tiempo.

Salieron poco después. La comitiva que, al amanecer, atravesó cabalgando la Puerta Norte de la ciudad no tenía nada que envidiarle en lujo y tamaño a la que, con Dulac entre sus filas, había salido días antes. Cierto que estaba compuesta por menos caballeros, pero llevaba más impedimenta y criados, que -junto a Dulac- abandonaron la ciudad unos pasos por detrás de Arturo y los demás caballeros de la Tabla Redonda.

Además de Dulac y Sir Lioness, habían comparecido Sir Galahad, Sir Braiden, Sir Gawain y Sir Leodegranz; los demás no habían aparecido en el patio o habían encontrado pretextos más o menos creíbles para no acompañarlos. Dulac adoptó el lugar que le habían asignado al final de la columna, pero aun así podía echar de vez en cuando un vistazo al rey. A simple vista parecía tan firme y aplomado como siempre, pero Dulac lo conocía mejor que muchos de los hombres que se sentaban a su mesa, y no le pasó inadvertida la mezcla de desilusión y enojo que había en sus ojos. De más de cincuenta caballeros sólo le habían seguido cinco, y uno de ellos, Sir Lioness, no contaba, porque no había dejado ninguna duda sobre las causas de su asistencia. Arturo tenía que estar realmente muy decepcionado. Mientras formaban en el patio, Dulac había tenido la leve esperanza de que también Ginebra acompañara a Merlín a su última morada. Pero probablemente era demasiado cansado y peligroso para ella. Dulac no terminaba de comprender por qué Arturo corría el riesgo de abandonar el castillo con tan pocos guerreros armados. Al fin y al cabo, se encontraban en medio de una guerra, aunque en esos instantes parecía haberse tomado un respiro.

No se encontraron ni con pictos ni con otros enemigos y, salvo en la primera hora de viaje, no vieron ni una sola persona en todo el camino.

La comitiva de duelo se dirigió hacia el norte, casi en la misma dirección en la que había cabalgado Dulac sobre el unicornio días antes. Pero una hora después cambiaron el curso ligeramente hacia el oeste, con lo que se alejaron de la costa para internarse en el país.

Poco a poco, el paisaje fue cambiando. En un primer momento, el cambio fue tan tenue que Dulac se habría sentido incapaz de describirlo con palabras, pero lo percibía. Entraron en una zona en la que no vivían personas; y no era la presencia de personas lo que sentía, sino de algo extraño. Precisamente algo que existía allí porque no había seres humanos en las proximidades.

Dulac apartó aquellos pensamientos de su cabeza. Darle vueltas a razonamientos como ésos era estúpido, pero, además, no conducía a nada. En los alrededores dominaban los bosques y las tierras pantanosas, que iban alternándose y a veces se superponían, de tal manera que no podía determinarse dónde empezaban unos y acababan otras. Una niebla lo cubrió todo, a pesar de que no era ni la época ni la hora del día propia para ello.

De todas formas, no aminoraron la velocidad. Su meta debía de estar muy lejos, porque Arturo, que cabalgaba el primero, imprimía un ritmo ligero. La seguridad con la que guiaba a su caballo por los pantanos, torciendo en ese arbusto a la izquierda, dando un gran rodeo por aquel árbol o escogiendo los lugares donde el suelo era firme, confirmó a Dulac en la idea de que no era la primera vez que el monarca transitaba por allí.

Cabalgaron sin pausa hasta mediodía, cuando Arturo, con visible mala gana, ordenó el alto para darles un pequeño respiro. Después, continuaron al mismo ritmo durante toda la tarde. Cuando empezó a anochecer, el terreno se hizo cada vez más pedregoso y comenzó a subir en una pendiente pronunciada, que les obligaba a cabalgar más despacio. Era un paisaje de peñas redondeadas y colinas algo más altas, que rara vez llegaban a una altura de veinte metros, ni siquiera alcanzaban las medidas de las torres de Camelot, pero tan escarpadas que tenían el aspecto de montañas, y tan abruptas y extrañas que parecían de otro mundo, un mundo en el que las personas no eran bienvenidas.

Ese mundo misterioso provocó temor entre los hombres. Dulac lo leyó en los rostros de sus acompañantes y tampoco él pudo esquivar aquella sensación. Aunque los terrenos pantanosos anegados en niebla, por los que habían cabalgado buena parte del día, le habían resultado extrañamente familiares; las duras líneas, las zonas en sombras, los precipicios y hendiduras cada vez más pronunciados lo llenaban de miedo. Se alegró mucho cuando el rey, por fin, dio la señal de detenerse y Dulac, tropa y criados -no, Arturo ni los otros caballeros- ataron sus caballos. El monarca condujo su corcel hacia ellos, mientras Lioness y los otros cuatro permanecieron sin apearse de sus monturas.

– Preparadlo todo para pasar la noche aquí -ordenó Arturo-. Estaremos de vuelta en dos o tres horas como mucho. Encended un fuego y estableced turnos de vigilancia. Aquí hay animales salvajes e, imagino, que puede haber ladrones -hizo un gesto de rechazo cuando vio que Dulac iba a desmontar-. Tú, no. Necesito tu ayuda. Preparad algo de comer. Estaremos hambrientos cuando regresemos.

Dulac guió a su exhausto caballo hacia donde estaba Arturo, pero lo detuvo al ver cómo él sacudía la cabeza y, al mismo tiempo, señalaba con un gesto autoritario el caballo de carga sobre el que descansaba el sencillo saco de lino que contenía los restos de Dagda. Dulac lo entendió. Para eso lo necesitaba el rey.

Volvió atrás, agarró las riendas del animal y regresó junto a Arturo. Contaba con que el rey se reuniría con Lioness y los otros caballeros, que esperaban veinte o treinta metros más allá con signos de impaciencia. Sin embargo, Arturo lo esperó y sólo movió su caballo cuando Dulac llegó junto a él. Entonces, dijo algo muy extraño:

– Lo que veas u oigas a partir de ahora no se lo contarás a nadie.

– Por supuesto, señor -respondió Dulac-. Pero ¿por qué…?

– Es mejor así -le interrumpió Arturo-. Lo comprenderás cuando lleguemos a nuestro destino. Ya no estamos muy lejos.

Dulac tuvo que darse por satisfecho con esa contestación, aunque no le dejó muy tranquilo precisamente.

Dejando una distancia de respeto, siguió a Arturo. El rey colocó su caballo de nuevo a la cabeza del grupo, ahora compuesto sólo por siete personas. Sir Gawain saludó a Dulac con cansancio, pero los demás no dieron muestras de verlo, a excepción de Sir Lioness, que le echó un vistazo rápido, pero muy hostil, cuya causa Dulac siguió sin comprender.

Siguieron cabalgando sin tregua. Como había dicho Arturo, el camino no era muy largo, pero a Dulac se le hizo interminable. Pronto, el sendero se tornó tan estrecho, que los animales tuvieron que ir en fila y, aun así, en algunos momentos parecía que no iban a lograr pasar. Serpenteaba en múltiples vueltas y revueltas entre las rocas mientras se empinaba cada vez más. Los cantos rodados del suelo hacían resbalar a los caballos y a punto estuvieron de provocar la caída de los animales en más de una ocasión.

De repente, el paisaje cambió. Habían trepado por uno de los peñascos de mayor pendiente y Dulac esperaba toparse con una planicie pelada o con un páramo colmado de piedras, pero fue justo lo contrario: delante de ellos se extendía un espeso bosque sólo interrumpido por una pequeña senda. Arturo siguió cabalgando sin titubear, pero Dulac vio que los demás caballeros dieron un respingo y se miraron asustados.

Tal vez Dulac fue el único que permaneció inalterable ante aquel camino. Los caballeros -también el rey- escrutaban cada vez más nerviosos a izquierda y derecha, y a Dulac le costaba creer que su respiración se mantuviera reposada. El bosque por el que cabalgaban era más negro que la noche. La poca luz que lograba atravesar el techo de hojas sobre sus cabezas proyectaba una cierta claridad por delante de ellos, pero un palmo después se perdía entre los matojos sin dejar rastro, como si en ese bosque acechara algún ser que se tragara la luz. También ese pensamiento tendría que haber provocado el miedo de Dulac. Sin embargo, sucedía lo contrario. El joven se sentía… a salvo. Algún poder misterioso, lóbrego, aguardaba en ese bosque, pero cuanto más intensivamente sentía su presencia, más percibía que ese poder no iba a hacerle ningún mal.

Por fin, surgió la luz delante de ellos. Arturo cabalgó más deprisa y, unos instantes después, Dulac, el último del grupo, entró en un claro de forma ovalada. Debía de medir quinientos o seiscientos pasos en su parte más ancha, y estaba rodeado por todos lados por el mismo bosque impenetrable por el que llevaban cabalgando unos buenos diez minutos, así que era mucho más grande de lo que parecía a simple vista. El joven no derrochó ni un segundo pensando en ello. Estaba demasiado ocupado en examinar el círculo de piedra que se erigía en el centro del claro.

Cada uno de los gigantescos menhires medía unos cinco metros de alto y debía de pesar docenas de toneladas. Las inmensas columnas de granito cuidadosamente cincelado formaban un círculo perfecto, en cuyo centro destacaba algo que Dulac no pudo reconocer a causa de la distancia, pero que intuyó grande, sagrado y muy poderoso.

Recordó el nombre que le había dado Arturo a aquel lugar: cromlech. Esa era la palabra que había utilizado. Cromlech…

Dulac la repitió varias veces en su cabeza y le pareció que tenía un sonido inquietante y, al mismo tiempo, familiar. Fuera lo que fuera lo que significara… estaba allí delante.

Arturo levantó la mano derecha y dio el alto. Sir Lioness tiró de las riendas de su caballo con tanta fuerza como si hubiera chocado contra una pared invisible, y permaneció quieto, mientras los demás caballeros se aproximaban a Arturo y formaban un círculo a su alrededor. Dulac tuvo la impresión de que lo hacían para protegerlo. Pero, ¿de qué?