158247.fb2 La Leyenda de Camelot I - La Magia Del Grial - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 42

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Cuando pasó junto a Sir Lioness, miró su rostro. Las facciones del caballero de la Tabla Redonda parecían esculpidas en piedra.

– Herejía -murmuró-. Esto es herejía.

Dulac estuvo a punto de responder, pero luego comprendió que aquellas palabras no iban dirigidas a él. Lo más seguro es que Sir Lioness ni siquiera hubiera notado su presencia. Su mirada se perdía en el círculo de piedra, y lo que Dulac descubrió en ella le estremeció hasta la médula. Era temor, un temor al que tampoco pudo sustraerse Dulac, pues el círculo de piedra proyectaba algo indescriptible, oscuro y reservado. El joven bajó la mirada rápidamente y se dio prisa por llegar junto al monarca, pero la vista de Sir Lioness siguió presa de aquel lugar.

Arturo miró a un lado cuando vio acercarse a Dulac, luego hizo que sí con la cabeza y desmontó con movimientos cansados. Los otros caballeros también hicieron lo mismo. Sólo Sir Lioness siguió rígido sobre la silla.

Arturo se acercó al caballo de carga y descargó el cuerpo de Dagda de la montura. Sir Braiden quiso ayudarlo, pero el rey negó con la cabeza, malhumorado, y se dio la vuelta. Muy derecho y sin parecer notar el peso del mago muerto en sus brazos, fue hacia el círculo. Sir Braiden y los demás lo siguieron, sólo Dulac dio un paso titubeante y se paró de nuevo. Se preguntaba por qué Arturo lo había llevado con él. Sir Lioness no era el único que no pertenecía a aquel lugar.

– ¿A qué esperas? -preguntó Arturo.

– Yo… no sé, señor, si… si yo… -tartamudeó.

– ¿… tienes que estar aquí? Tal vez más que todos los demás. Fue el deseo de Merlín que tú le acompañaras en su último viaje -y se marchó sin esperar la respuesta de Dulac.

Cuanto más se acercaban al monumento, más incómodo se sentía el muchacho. No era sólo el tamaño de los pesados menhires, que formaban un círculo de más de veinte pasos de diámetro. Es que de ellos emanaba una energía poderosa, antigua. En el granito negro había grabados signos y símbolos entrelazados, que le recordaron a los que había visto en Malagon, pero mucho más artísticos. También eran copias de las runas labradas en la espada y en la armadura de plata, pero en lugar de ser rústicas imitaciones, tenían mucho parecido con las originales. Dulac se propuso preguntarle a Arturo por su significado, en cuanto hubiera acabado la ceremonia. Si alguien lo sabría, sería él.

Cuando se aproximaron, divisó también el objeto del centro. Era un bloque cuadrado, enorme, construido con el mismo material de los menhires, pero que estaba a un lado, como si fuera una especie de altar. También se encontraba cubierto de runas y símbolos misteriosos, que parecían moverse a la pálida luz de la luna. Aunque aquello era imposible.

Dulac intentó apartar de su mente aquel pensamiento absurdo, pero no pudo lograrlo plenamente. Cuanto más se acercaban al círculo de piedra, con más nitidez sentía que allí había algo. Aquel antiguo santuario se componía de algo más que piedra y signos arcanos. Era un lugar sagrado, un lugar que tenía un alma y puede que, a su modo, también una conciencia.

Arturo pasó despacio entre las magníficas columnas, se acercó al altar y depositó a Dagda en el suelo frente a él. Entonces, sacó el cuchillo y con un movimiento rápido cortó el sudario con el que estaba envuelto el cuerpo.

El corazón de Dulac dio un vuelco cuando vio a Dagda. A pesar de lo cruel que había sido su muerte, en su rostro no había signos de sufrimiento. Su aspecto era normal y en sus labios se apreciaba, incluso, el esbozo de una sonrisa. De no ser porque había muerto en sus propios brazos, no le hubiera extrañado que abriera los ojos y le mirara.

El monarca se incorporó de nuevo y colocó el cuerpo de Dagda sobre el altar. Luego, dio un paso atrás, cerró los ojos un instante y levantó la mirada al cielo.

Permaneció mucho rato así, quieto, mirando la luna, que lucía completamente redonda sobre el cromlech. Parecía aguardar algo, pero Dulac era incapaz de saber el qué. Miró furtivamente a Sir Gawain, pero el caballero se mostraba tan perplejo como él. Salvo el propio Arturo, nadie parecía saber a qué esperaba el rey.

Y ocurrió… algo.

No vio nada, no oyó nada, no sintió nada a través de ninguno de sus sentidos humanos; sin embargo, Dulac percibió una sensación. Algo en el misterioso halo que emanaba del cromlech comenzó a cambiar. De pronto, había en él una disposición… expectante.

Temblando, Dulac miró a su alrededor; pero aunque sentía aquella transformación misteriosa, sus ojos no vieron nada fuera de lo común. Los caballeros, que formaban las tres cuartas partes de un círculo, en cuyo centro se encontraban Arturo y el altar, parecían tan desprotegidos y temerosos como él. Al otro lado, estaba Sir Lioness, que por fin había desmontado y se había arrodillado junto a su caballo para rezar. El oscuro bosque semejaba un muro impenetrable. La vereda por la que habían accedido al claro había sido engullida por la noche.

De repente, Dulac vio algo.

Fue sólo un relámpago fugitivo, más breve que un pestañeo, como si un rayo metálico se hubiera roto en dos. Dulac observó con más atención y el relámpago plateado se repitió una vez más. Metal en algún lugar de la linde del bosque, allí donde no tenía por qué haber metal.

Dulac quiso dirigirse a Sir Braiden para hacerle partícipe de su descubrimiento, pero cambió de idea cuando vio la expresión de su rostro. Titubeó un instante, pero después se dio la vuelta, abandonó el círculo de piedra y se aproximó con pasos rápidos a la orilla del bosque.

Al principio no vio nada y creyó haberse confundido, pero de pronto oyó un crujido sordo, semejante al sonido que hace una rama seca al quebrarse, y cuando miró en aquella dirección, el relámpago volvió a repetirse.

Dulac fijó la vista de nuevo en el cromlech; entonces, se giró y penetró en el bosque con el corazón palpitante, decidido a no dar más de dos o tres pasos. Con lo oscuro que estaba, existía un peligro evidente de perder la orientación y extraviarse sin esperanza.

Pero, al momento, olvidó la oscuridad.

Delante de él se hallaba el unicornio. Iba cubierto por la barda y embridado, y de su cincha colgaba una lanza corta con la punta plateada. El animal lo miró con sus grandes e inteligentes ojos, a una distancia de unos cinco o seis pasos, pero se dio la vuelta y corrió algo más lejos cuando Dulac intentó aproximarse. Entonces, se quedó parado, volvió la cabeza y lo miró de nuevo, como invitándolo a acercarse. Estaba claro lo que pretendía, que Dulac lo siguiera.

El joven vaciló. Miró indeciso hacia la linde del bosque. Aunque todavía estaba muy cerca, ya no la divisaba. Dos pasos más y no tendría ninguna posibilidad de encontrar el camino de regreso.

El unicornio resopló y Dulac se decidió y lo siguió. Esperaba que el animal permaneciera parado y le diera la oportunidad de montar sobre la silla. El caballo aguardó hasta que Dulac estuvo a pocos pasos, luego volvió a alejarse, para pararse un poco más allá.

De ese modo le fue adentrando más y más en el bosque. Ya hacía tiempo que Dulac había perdido la orientación, no sólo espacial sino también temporal. No sabía cuánto había penetrado en el bosque y si había pasado un minuto o una hora entera. El caballo volvió a trotar lejos de él y Dulac confió en que se pararía nuevamente pocos pasos después para que él pudiera alcanzarlo. En lugar de eso, el animal comenzó a galopar y desapareció, y Dulac se quedó solo.

Pero no, no estaba solo. Oyó ruidos; luego, voces, e identificó sin problemas la dirección de donde venían. Sin hacer ruido y aguantando la respiración, se deslizó hacia allí y pocos pasos después encontró un claro.

Frente a él se movían varias figuras vestidas de negro. Pudo oír las voces con mayor nitidez, pero seguía sin comprender las palabras. Sin embargo, identificó la lengua en la que conversaban los hombres, pues no hacía mucho que la había escuchado. Era picto.

¿Pictos? ¿Allí?

Debían de ser una veintena, o más, y la causa de que estuvieran allí pronto la tuvo clara. Era una emboscada para Arturo y sus caballeros. De alguna manera los pictos habían averiguado que el rey iba a desplazarse hasta allí.

Tenía que advertir a Arturo. Pero, ¿cómo? Dulac no tenía ni idea de dónde estaba y en qué dirección tenía que ir para regresar al cromlech. No dudaba de que, a pesar de la superioridad de los otros, Arturo y sus cinco acompañantes podrían acabar con ellos en una pelea limpia, pero no sería así si caían en una trampa. Y no podía imaginarse ni con la mejor de las voluntades que aquellos bárbaros retaran a Arturo y a los otros a un duelo entre caballeros.

Al otro lado del claro se produjo agitación y, entre los pictos, aparecieron dos jinetes. El corazón de Dulac dio un vuelco. ¡Mordred! Dulac se agachó para ocultarse mejor tras el arbusto donde había buscado cobijo.

Mordred cabalgó hasta el centro del claro y se paró. Dulac trató de reconocer a su acompañante, pero no lo consiguió. Iba cubierto con una capa larga con capucha, bajo la que solo se veía oscuridad.

– ¿Estáis preparados? -preguntó Mordred a uno de los guerreros pictos.

Éste le respondió en un inglés dificultoso:

– Nuestros guerreros están preparados, señor. Sólo esperamos la vuelta de nuestro espía.

– ¿Espía? No es necesario. Arturo sólo lleva un puñado de hombres consigo.

– Hemos descubierto un nuevo grupo acampado al otro lado del bosque -remachó el hombre.

– Unos pobres campesinos -respondió Mordred con desprecio-. No os preocupéis. No se van ni a atrever a pisar el bosque. Son todavía más supersticiosos que vosotros.

– ¿Y Arturo? -preguntó el picto.

– ¿Qué pasa con Arturo? -replicó Mordred-. Vosotros sois más de veinte. ¿Os dan miedo cinco hombres?

– No tenemos miedo de cinco hombres -respondió el otro con serenidad-, sino de la magia de uno.

Mordred iba a contestar, pero su acompañante se le acercó mientras se quitaba la capucha. Dulac se sorprendió.

El hada Morgana llevaba la misma diadema negra con la que la había visto tras la batalla contra los puros, pero su rostro le pareció más afilado y su expresión todavía más fría. Sus penetrantes ojos brillaban despreciativos cuando se dirigió al guerrero.

– A lo que teméis es a la magia de Merlín, no a la de Arturo -dijo-. Pero Merlín está muerto y su magia se ha ido con él. La luz de la luna acompañará sus restos al otro mundo. Esperad a medianoche, entonces os enfrentaréis con un muerto cuya espada será tan poco peligrosa como la vuestra. Pero tened en cuenta que quiero a Arturo vivo. Por mí podéis matar a todos los demás, pero a él lo quiero vivo.

– En el caso de que estéis en posición de hacerlo -añadió Mordred, lo que le valió la mirada de enojo de su madre.

– Lo haremos -respondió el picto con un tono de voz cortante.

El rostro de Mordred se tornó torvo y fue a responder, exasperado, cuando Morgana se lo impidió con un gesto autoritario.