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Dulac había oído suficiente, así que, ayudándose de manos y rodillas, se apartó un trecho hacia el bosque, antes de atreverse a incorporarse otra vez. Quedarse más tiempo habría sido peligroso. Ya le parecía milagroso que ni Morgana ni Mordred hubieran notado su presencia.
Sin embargo, lo que ahora importaba era avisar a Arturo. Pero, ¿cómo? ¡Ni siquiera sabía en qué dirección se hallaba el cromlech!
A su espalda oyó el sonido de unos cascos. Dulac se dio la vuelta y descubrió al unicornio, que acababa de surgir tan de repente como había desaparecido antes. Esta vez no se escapó cuando él se aproximó, de tal modo que pudo echar mano a la silla y montarse con un impulso. Fuera el que fuera el secreto que rodeaba a aquel animal, estaba claramente de su parte. Con su ayuda podría alcanzar a Arturo sin problemas y avisarle antes de que los pictos llegaran al cromlech.
Como si hubiera leído sus pensamientos, el caballo enfundado en plata se giró y arrancó con tanto ímpetu que Dulac emitió un chillido y tuvo que asirse al pomo de la silla para no caer.
A pesar de la velocidad que el caballo imprimió a su carrera, a Dulac el viaje se le hizo eterno. Estaba al límite de sus fuerzas y apenas podía mantenerse sobre la silla cuando finalmente apareció un claro frente a él. Habían llegado al límite del bosque.
Pero no era el cromlech lo que surgió ante ellos. Al alivio de haber dejado tras de sí aquel misterioso bosque, se sumó la sorpresa sin igual de ver la extensa, en su mayor parte abierta, planicie que se extendía ante él. Y la ciudad que estaba detrás.
Camelot.
Era del todo imposible, pero ante él se encontraba Camelot.
¿Cómo podía ser? El unicornio había empleado un ritmo acuciante sí, pero no había tardado nada porque todavía no era medianoche. Sin embargo, aquella mañana ellos habían marchado de allí a la salida del sol y cabalgado durante todo el día sin descanso, para llegar al atardecer al cromlech. Absolutamente imposible… a no ser que fuera cosa de magia, algo que todavía se negaba a creer, a pesar de que ya lo había experimentado en más de una ocasión en su propio cuerpo. De todas formas, lo esencial ahora era saber, fuera cosa de magia o no, ¿por qué le había llevado el caballo de vuelta a Camelot en lugar de con Arturo y sus caballeros?
Por lo menos en ese punto se equivocaba, lo tuvo clarísimo cuando estuvieron a un paso de la Puerta Norte. En vez de atravesarla o quedarse quieto para que Dulac pudiera desmontar, el animal hizo de pronto un viraje hacia el norte y se dirigió al bosquecillo que se encontraba a media legua de Camelot. En unos segundos llegaron a él. El caballo penetró unos pasos en la espesura y se paró para que Dulac pudiera por fin apearse.
Un cúmulo de sentimientos inundó a Dulac mientras bajaba de la silla. Era horror, pero también rabia y algo más que le resultaba totalmente desconocido. Reconoció aquellas zarzas. Había jurado no volver a ponerse la terrible armadura nunca más, fuera lo que fuera lo que estuviera en juego. Pero presentía que no iba a cumplir ese juramento. Lo había hecho porque sentía miedo de sí mismo, pero ¿qué importancia tenía su destino si se trataba de la vida del rey y, por consiguiente, del bien de Camelot y de todos sus habitantes?
No tenía elección.
Dulac se agachó y separó las ramas. La armadura seguía intacta, allí donde la había dejado. Extendió la mano, titubeó y encogió el brazo de nuevo.
El caballo resopló e, inquieto, empezó a escarbar el suelo con una pata delantera. No tenían tiempo. Aún no había llegado la medianoche, pero cada minuto que perdía podía significar la muerte de Arturo y de sus acompañantes.
Sin embargo, si se ponía la armadura…
Dulac tenía la absoluta certidumbre de que no iba a poder enfundarse la armadura sin más y, luego, volver a quitársela como si tal cosa. El precio que la última vez ésta le había demandado fue grande, pero tenía la seguridad de que en la próxima ocasión lo sería mucho más. Más de lo que quería pagar y, tal vez, todavía más de lo que podía pagar.
Sin embargo, no tenía elección. Y nunca en toda su vida le habían regalado nada.
Dulac miró otra vez hacia Camelot, luego sacó la armadura del arbusto y se la puso.
Ya no era Dulac el que subió al caballo y tomó el camino de regreso hacia el bosque mágico, sino Lancelot.
El corcel embrujado salvó el trayecto hacia el cromlech con la misma velocidad mágica que había empleado para ir a Camelot y, a pesar de eso, llegó tarde. Lancelot oyó los tintineos de las armas, los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos ya cuando se aproximaba a la linde del bosque, y antes de que en su cabeza se formara la imagen de la batalla que se estaba librando en el claro, percibió cómo una hormigueante excitación recorría todo su cuerpo. Era un sentimiento nuevo y extraño, que no le resultaba desagradable, y lo que más le asustó fue, quizá, que comprendía plenamente su significado. Algo dentro de él… se alegraba ante la batalla.
Quería pelear, peor aún: quería matar. Sin la intervención de su conciencia, soltó la lanza de la cincha, la sujetó bajo su brazo derecho y cerró la mano en torno al asta. El unicornio ya había llegado a la orilla del bosque y se lanzó como una quimera de plata desde los arbustos.
En un primer momento, la lanza no logró ningún objetivo. La pelea se estaba llevando a efecto con la dureza inmisericorde y la ira que había esperado, pero se había circunscrito al círculo de piedra al que se habían retirado Arturo y sus hombres. Mientras Lancelot acudía al cromlech, reconoció a cuatro o cinco figuras con corazas de cuero negro, caídas en el suelo, y varios caballos sin jinete que corrían desconcertados por el claro. Para su desasosiego, vio también a una figura, vestida de azul y oro, que ya no se movía. Había llegado tarde. Su titubeo antes de decidir enfundarse la armadura le había costado la vida a uno de los hombres de Arturo, y lo más seguro es que fueran más los muertos.
Lancelot espoleó al caballo para que corriera todavía más, dobló su cuerpo sobre el cuello del animal y ensartó la espalda del guerrero picto que tenía delante. Con toda probabilidad el hombre ni siquiera notó que le habían atinado. La lanza penetró exactamente entre sus omoplatos, taladró su pecho y tuvo la fuerza suficiente para traspasar la barda del caballo. Mientras jinete y caballo morían juntos, Lancelot desenvainó la espada y embistió a otro picto con tanta fuerza que el hombre cayó en unión de su caballo. A continuación, se llevó por delante a un tercer bárbaro, antes incluso de que los restantes soldados percibieran que él estaba allí.
El estado de la batalla le confirmó que los caballeros no iban a resistir mucho más. Arturo y sus cuatro acompañantes, montados a caballo, se defendían con uñas y dientes; y como se habían refugiado en el círculo de piedra, sus atacantes no podían beneficiarse de su superioridad como habían planeado.
De todas formas, la situación de los caballeros de la Tabla Redonda era desesperada. Ninguno de los hombres, tampoco Arturo, estaba ileso. Sus armaduras se encontraban cubiertas de sangre. Sir Galahad había perdido el escudo y apretaba su mano izquierda contra un desgarrón de su coraza, del que manaba sangre abundantemente, y en el lugar donde debía estar la mano derecha de Sir Braiden podía divisarse tan sólo un muñón ensangrentado. El caballero seguía peleando con la mano izquierda, pero sus movimientos habían perdido buena parte de la elegancia y la rapidez que le caracterizaban. Bastarían unos segundos para que los enemigos le vencieran no sólo a él, sino a todos los demás.
La aparición de Lancelot cambió el rumbo de las cosas. Logró derribar a un picto más, antes de que los demás formaran una resistencia organizada, pero luego se quedó en medio de la masa de soldados que se le echaron encima. Daba la impresión de que Lancelot solo no iba a poder defender a Arturo y a sus hombres de lo peor, pues fue todo el ejército bárbaro el que cargó contra él. Pero los guerreros enemigos debieron de creer que él no luchaba solo, sino que era la avanzadilla de una tropa mayor que estaba a punto de atacar, así que muchos se dieron la vuelta en su silla y miraron horrorizados hacia la linde del bosque.
Arturo y sus hombres utilizaron aquella oportunidad para pasar brevemente al ataque. Lancelot estaba muy ocupado en repartir y devolver mandobles, como para poder observar el cariz que estaba tomando la batalla, pero de todos modos vio que Sir Braiden se desplomaba del caballo mientras Arturo y los tres restantes acosaban a los pictos en vez de limitarse a tratar de defenderse de sus ataques en mayor o menor medida.
Con un envite violento hacia la derecha y, al mismo tiempo, un golpe del escudo hacia la izquierda, Lancelot abrió una brecha y dejó que su caballo ganara unos pasos. Uno de los guerreros pictos interpretó esa maniobra como signo de miedo y fue tras él para pagar ese error con la vida. Hasta aquel momento, el ímpetu de su ataque imprevisto había procurado a Lancelot una ventaja que había anulado la superioridad numérica de los pictos, pero la sorpresa de aquellos guerreros no iba a durar siempre y el Caballero de Plata sabía a ciencia cierta que no era invulnerable ni invencible. Arturo y sus caballeros no se encontraban en posición de mantenerlos a distancia mucho tiempo más. El peso principal de la batalla caería sobre sus hombros. Él podría vencer, pero no lo haría si mantenía la misma táctica y seguía atacando a ciegas. Tarde o temprano, una espada o la punta de un venablo abriría un agujero en su armadura o uno de sus contrincantes haría blanco en él.
Dulac era capaz de meditar con un desconcertante distanciamiento. Eran los pensamientos de un guerrero, no los suyos propios, y los concebía sin otorgarles ningún sentimiento.
Incluso la posibilidad de caer herido le asustaba sólo en la medida de que la lesión pudiera influir en el desenlace de la batalla.
Lancelot obligó al unicornio a recular unos pasos, dio media vuelta y salió galopando un trecho, antes de regresar y abalanzarse sobre los pictos. Derrumbó de su silla a un hombre, que había actuado de manera más valiente que razonable, pues se había apartado de los demás para atacarle en solitario; se agazapó para amagar el envite de un segundo y lo arrancó de su caballo con un golpe del escudo cuando éste se precipitaba sobre él; luego, estampó al unicornio con la fuerza de un puño de hierro contra un grupo de cinco o seis pictos.
El ímpetu del golpe arrojó a dos de los caballos al suelo, y uno de ellos se llevó por delante a su jinete. El segundo guerrero consiguió levantarse y buscó su salvación en la huida, pero, lleno de horror, Dulac se vio a sí mismo inclinándose sobre la silla y clavando la espada entre los omoplatos del picto.
Entonces, los cuatro guerreros restantes atacaron a un tiempo por los cuatro costados. Lancelot consiguió neutralizar con su espada y su escudo a dos de ellos, pero los otros dos alcanzaron su objetivo. La armadura paró la mayor parte de los golpes, pero a pesar de ello el caballero estuvo a punto de caer de la silla. Con esfuerzo consiguió mantenerse derecho y al instante se desequilibró de nuevo hacia el cuello del caballo cuando una poderosa embestida le atinó por la espalda.
Con un agudo relincho, el unicornio se levantó sobre las patas traseras. Sus pezuñas plateadas patearon el aire como mazas mortales, golpearon la sien de uno de los guerreros y destrozaron los ollares y la quijada de un caballo, que se derrumbó con un bufido de dolor, y antes de que el unicornio volviera a su posición habitual, la espada de Lancelot hizo un viraje y mató a otro soldado.
La batalla estaba sentenciada. El último de los pictos dio media vuelta a su caballo y salió a galope rendido, y también los restantes guerreros, que venían del cromlech, cambiaron de pronto el curso de la marcha y huyeron de allí.
Lancelot salió tras ellos sin dudarlo. Alcanzó al primero a medio camino del bosque, lo empujó de la silla y, al galope, fue a la caza del siguiente.
Ninguno de los pictos consiguió escapar. Estaban muertos de pánico y eran ya incapaces de pensar en batallar, ni siquiera para defenderse. Con horror infinito, Dulac se vio a sí mismo matando y degollando -no peleando-, sin que pudiera hacer nada por impedirlo. La armadura le otorgaba una fuerza sobrehumana y, en su mano, la espada reclamaba sangre. Y cuanta más bebía, más sed sentía. Cuando todo pasó, su armadura ya no era plateada, sino que brillaba bajo el rojo húmedo de la sangre. Jadeando, se dio la vuelta en la silla. Los pictos que habían tratado de huir estaban todos muertos, pero la batalla aún no había terminado. Desde el cromlech llegaba el tintineo de los aceros que chocaban entre sí y Lancelot vio oscuras sombras que parecían bailar una loca danza de la muerte.
Más.
La mano que sujetaba su espada comenzó a temblar. La hoja olió la sangre que se estaba vertiendo allí y demandaba su parte. Sin que él interviniera, el unicornio se giró y galopó hasta el círculo de piedra.
Allí seguía la batalla con renovada crueldad. Arturo y dos de sus caballeros se defendían con desesperación de una docena de pictos, que combatían como si no sintieran aprecio por su vida… Lancelot sabía por qué.
Mordred no había dejado ninguna duda al respecto, o sus hombres volvían con Arturo prisionero o no hacía falta que lo hicieran.
La espada de Lancelot llegó cuando más se la necesitaba. Tanto los caballeros de la Tabla Redonda como sus enemigos habían saltado de sus monturas y seguían luchando a pie en medio del círculo de piedra. Lancelot fue como una aparición demoníaca para ellos. Su espada mató a la mayoría de los pictos y empujó a la huida a los pocos supervivientes que quedaban.
Al final, sólo Arturo permanecía peleando tras el altar de piedra contra un único enemigo, portador de una armadura guarnecida con pinchos metálicos y una capa negra que ondeaba al viento. Su rostro se escondía tras la visera de su yelmo, que tenía la forma de un cráneo de dragón.
A pesar de ello, Lancelot lo reconoció al instante.
Era Mordred.
El odio se apoderó de Lancelot y borró cualquier rastro de reflexión que pudiera quedar en él. Giró al unicornio y se abalanzó tan precipitadamente hacia los dos contrincantes que arrolló sin más contemplaciones a Gawain, que no se había retirado a tiempo. Estaba todavía a unos diez pasos de distancia de Arturo y Mordred y no sabía si iba a llegar a tiempo. Arturo se defendía con la fuerza de la desesperación, pero sangraba por varias heridas y no parecía poder aguantar mucho más de pie. Las embestidas de Mordred caían sobre él con violencia desmesurada. De algún modo, Arturo conseguía pararlas en el último segundo o lograba protegerse con el escudo, pero Lancelot se dio cuenta de que, con cada nuevo golpe, el rey se tambaleaba más y más. Tenía la armadura destrozada y el escudo tan abollado que prácticamente no le servía para nada. Dos o tres golpes más y no viviría para contarlo.
Lancelot rodeó el altar a galope tendido y cargó sobre los combatientes. Lo más probable es que Mordred ni siquiera se diera cuenta de su presencia. Estaba de espaldas y absolutamente concentrado sobre Arturo.
Lancelot no tenía remordimientos por haber ensartado con su lanza la espalda del picto y ahora no sentía ningún escrúpulo por hacer lo mismo con Mordred. Decidido, se inclinó sobre la silla e impulsó el arma. La espada rúnica sesgó el aire y chocó con enérgica violencia contra el espaldar del Caballero del Dragón Negro.
Y retornó.