158247.fb2 La Leyenda de Camelot I - La Magia Del Grial - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 55

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Ginebra comenzó a reír a carcajadas. Por lo visto, tampoco las ropas eran un problema, y menos todavía, el regreso a Camelot. Ginebra no había dicho toda la verdad cuando aseguró estar sola. Se montó sobre su caballo y se alejó sin dar ninguna explicación. Pocos minutos después, apareció de nuevo arrastrando por las riendas un nuevo caballo ensillado y, sin decir nada tampoco, tiró al suelo un hatillo que contenía unas botas de finísima piel, unas calzas de tela gruesa y una blusa blanca. Ignoró por completo su pregunta sobre la procedencia de aquellos objetos, así como su mirada, que la invitaba a cerrar los ojos o, por lo menos, a darse la vuelta mientras se vestía, de tal modo que se vio obligado a hacerlo sin quitarse la capa blanca, que a esas alturas ya estaba empapada y se le pegaba al cuerpo como una segunda piel.

Ginebra observó sus movimientos con franca diversión. En cuanto el joven acabó y se quitó la capa mojada, se acercó un poco y señaló con la cabeza el caballo sin jinete que estaba a su lado.

– ¿Podrás montarte tú solo o corto unas cuantas ramas y te construyo una escalera? -preguntó en son de burla.

Dulac se tragó la respuesta que tenía en la punta de la lengua y señalando al animal, preguntó con desconfianza:

– ¿De dónde ha salido?

– Del establo de Arturo -respondió Ginebra-. Y date prisa. Mi doncella se estará poniendo nerviosa. Y me temo que mi guardia personal también.

– ¿Guardia personal? -Dulac se dio la vuelta sobresaltado-. ¿A qué guardia os referís? ¿Y cuál doncella?

– Pues a mi guardia y a una doncella -Ginebra entornó los ojos-. Soy la futura reina de Camelot.

Dulac comenzó a retorcer la capa mojada.

– ¿Y de dónde proceden estas ropas? -volvió a preguntar él.

– Son mías -respondió Ginebra y, cuando vio la mirada interrogativa de sus ojos, encogió los hombros y luego continuó-: A veces… cabalgo campo a través. O me pongo a galopar. Para esos casos estas ropas son más adecuadas.

Eso debía de ser; pero, de repente, Dulac se debatía entre pensamientos contrapuestos. Algo de aquella ropa que ahora llevaba le había parecido raro desde el principio, y ahora sabía el qué. Era bonita y de mejor calidad que cualquier prenda que había poseído. Pero eso no quitaba que fuera ropa de mujer…

– ¿Qué dirá Arturo si yo vuelvo vestido con vuestra ropa? -preguntó.

Ginebra se encogió de hombros.

– No creo que se dé cuenta. En estos momentos Arturo tiene demasiadas cosas entre manos como para fijarse en mis vestidos. Y si se fijara, ¿qué crees que diría si tú fueras desnudo en vez de llevar esto?

Dulac prefirió no pensar en ello. Tras un último titubeo, se montó sobre el caballo. Seguía sin creer que su regreso a Camelot fuera a transcurrir de manera tan sencilla como Ginebra imaginaba.

En todo caso, tal vez tendría la oportunidad de encontrar algo parecido a un hogar. Con Ginebra a su lado lo peor quedaba atrás.

Por lo menos, eso creía en aquel instante.

Todavía no había visto Camelot.

Ginebra no sólo iba acompañada de dos doncellas, sino que también llevaba cuatro guerreros que formaban su guardia personal. Verlos tendría que haber tranquilizado a Dulac, pero sucedió justamente lo contrario. Antes, nadie necesitaba una guardia personal cuando abandonaba Camelot.

Cabalgaban tan deprisa que las doncellas tenían serios problemas para no caerse. Sin embargo, tardaron más de una hora en avistar Camelot. Y cuando ocurrió, la visión le produjo a Dulac tal horror que tiró de las riendas de su caballo y lo clavó en el suelo.

La silueta de la ciudad se había transformado. Era como si, en el castillo, le hubieran dado un mordisco a la torre del homenaje; había menguado más de un tercio. En cuanto a la muralla exterior, parecía que un gigante la hubiera golpeado con un martillo. Y también varias casas estaban deterioradas, algunas casi destruidas.

Como detuvo el caballo tan de improviso, Ginebra siguió cabalgando un rato más antes de darse cuenta de que él ya no montaba junto a ella. La dama dio la vuelta y se alineó al lado de Dulac.

– ¿Qué te ocurre? -le preguntó.

Dulac levantó el brazo y señaló con la mano temblorosa la ciudad. Le costaba trabajo incluso hablar.

– ¿Qué… qué es lo que ha sucedido… aquí? -logró articular por fin.

– El terremoto -entre las cejas de Ginebra se formó una profunda arruga.

– ¿Terremoto? ¿Pero… qué… qué terremoto? -preguntó Dulac con desaliento.

– El gran terremoto de hace cuatro semanas -dijo Ginebra.

¿Hacía cuatro semanas? Dulac la miró con desconcierto, callado.

– ¿No sabías nada? -Ginebra parecía sensiblemente consternada-. Tienes que haber estado muy lejos si no has oído hablar de él.

«¿Muy lejos?», pensó Dulac. Sí, realmente había estado muy lejos. Más lejos todavía de lo que ella se podía imaginar.

Ginebra hizo un movimiento de cabeza.

– Sigamos. Pero no te asustes, porque la ciudad no tiene buen aspecto.

Y no había exagerado nada, más bien se quedó corta. Cuanto más se acercaban a Camelot, más rastros de destrucción descubría. La muralla no había desaparecido por completo en ninguna zona, pero en varias partes se había quedado a la mitad de su altura. No quedaba ninguna sección completa de los túneles de defensa, y la puerta por la que entraron colgaba torcida de los goznes. Ni una sola casa intacta. Muchísimos tejados se habían hundido o venido abajo del todo. Enormes grietas se abrían en las paredes de los edificios y, en algunos casos, habían tenido que poner vigas para apuntalarlos. También pasaron por delante de casas, que ya eran únicamente montones de escombros y piedras de la altura de un hombre. Tras el asalto del ejército picto, Camelot había sido de nuevo arrasada y con mucha más saña.

La angustia de Dulac crecía a medida que se aproximaban al castillo, porque allí los destrozos eran todavía mayores. Una parte del muro se había caído y docenas de artesanos bajaban y subían por los andamios, iban y venían como hormigas entre las ruinas, para intentar arreglar los desperfectos, aunque era evidente que no podrían reparar todos los daños. El techo del castillo se había desplomado y lo habían sustituido por un armazón de troncos recién cortados, y el último tercio de la torre había desaparecido por completo. Dulac intentaba representar en su cerebro el momento en que la torre se había venido abajo, pero su fantasía capitulaba ante aquella tarea. Debían de haber llovido piedras, literalmente.

– ¿Cuántas…? -murmuró, tragó con dificultad el nudo que tenía en su garganta y comenzó de nuevo-: ¿Cuántas personas murieron?

Ginebra sacudió los hombros.

– Ninguna.

– ¿Ninguna? -se aseguró Dulac con incredulidad.

– Fue un milagro, lo sé -respondió Ginebra-. Cuando sucedió, imaginé que todos íbamos a morir. Hubo muchos heridos, pero ni un solo muerto en el castillo, y tampoco en la ciudad.

– ¿Estabais aquí? -preguntó Dulac asustado, y enseguida se dio cuenta de lo tonta que había sido la pregunta.

– Fue horroroso -en la voz de Ginebra había un dejo que le hizo comprender el miedo que le producía la sola mención de la tragedia-. La tierra tembló como… como un animal a punto de morir. Tres veces.

Dulac detuvo su caballo con un tirón de las riendas y la miró con los ojos abiertos de par en par.

– ¿Tres… veces? -se asombró.

Ginebra asintió.

– La primera sacudida no fue muy fuerte -explicó-. Lo suficiente para mover unos cuantos muebles y despertarnos a todos.

– ¿Despertaos? -el corazón de Dulac comenzó a latir más deprisa-. ¿Fue poco antes de la salida del sol?

Ginebra frunció la frente.

– Al principio del amanecer -afirmó-. ¿Cómo lo sabes?