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– Dagda, ah, sí… ¿El coci…?
– Es mucho más que el cocinero de Arturo -respondió Dulac-. Cocinero, astrólogo, amanuense, cronista… Sencillamente, todo.
– Entonces, espero que cumpla con sus otras obligaciones mejor que con las del caldero -Ginebra sintió un escalofrío-. Uther explica historias de terror sobre la comida de Camelot.
A Dulac le habría encantado contradecirla, pero no pudo hacerlo. Las especialidades de Dagda eran tristemente célebres en toda la zona. Buena parte del sustento de Dulac corría a costa del castillo, pero no era extraño que el chico regresara a la posada con indigestión.
– Tengo frío -dijo Ginebra un rato después. Antes de que Dulac pudiera responder, se aproximó a él, le agarró del brazo y se apoyó en su hombro-. Así está mejor.
Dulac siguió caminando, pero interiormente sintió que se iba a convertir en estatua de sal. Ni en sus sueños más íntimos se habría atrevido a imaginar que Ginebra le tocara, pero al mismo tiempo tenía claro lo peligroso que aquello podía llegar a ser. Si llegaba a oídos de Uther, podía costarle la cabeza. De todas maneras, no se separó de su brazo como había sido su primer impulso. Su cercanía resultaba maravillosa. Con mucho cuidado dijo:
– No interpretéis mal mis palabras, Ginebra, pero…
De nuevo, ella lo interrumpió con su risa clara.
– Tienes miedo de que mi marido te cuelgue de tus partes más nobles.
En ese castigo exacto no había pensado, pero intuyó que se acercaría bastante a la verdad. Asintió perplejo.
– No tengas miedo -dijo Ginebra-. Uther no es celoso.
– ¿No? -se asombró Dulac-. Si yo tuviera una mujer como vos, sería celoso.
– Gracias por el cumplido -dijo Ginebra-. Pero nosotros no somos… marido y mujer, ¿sabes? No realmente. El podría ser mi abuelo.
– Lo sé -dijo Dulac-. Pero vos misma dijisteis que era vuestro esposo.
– Lo es -aseguró Ginebra. Dulac ya no entendía nada-. Llevamos dos años casados ante Dios y ante la ley.
Dulac la observó desconcertado.
– Pero si vos no… Quiero decir, si vosotros no… Bueno… Uther y vos, vosotros…
– No, no lo hemos hecho y no lo haremos -Ginebra se rió cuando descubrió su creciente perplejidad. Dulac notó que la sangre afloraba a su cara y que sus orejas se ponían como la grana.
– Pero entonces, ¿por qué se ha casado con vos? -se asombró el joven.
– Para protegerme -respondió Ginebra, súbitamente seria-. Uther y mi padre eran buenos amigos. Lo conozco desde que nací. Hace tres años mataron a mi padre.
– ¿Mataron? -preguntó Dulac asustado-. ¿Quiénes?
– Un hombre que juró acabar con toda mi familia -la voz de Ginebra se hizo amarga-. Vinieron por la noche. Docenas de hombres nos atacaron sin misericordia. Nuestros soldados no tuvieron ninguna oportunidad. Todos fueron asesinados, también mis padres.
– Qué horror… -susurró Dulac-. Lo siento mucho.
– Yo fui la única superviviente -añadió Ginebra despacio-. Y también habría muerto si Uther no me hubiera salvado. Me llevó a su castillo, pero el asesino de mis padres se presentó allí y pretendió que me entregase. Así que Uther decidió casarse conmigo para protegerme. Esperaba que Mordred no comenzara una guerra… pues eso es lo que tendría que hacer para matar a la mujer de Uther.
– ¿Mordred? -se sorprendió Dulac-. Mordred, el hi… -se mordió los labios para no seguir, pero ya era muy tarde. Ginebra levantó la cabeza y le miró interrogante.
– El hidalgo -respondió Dulac rápido-, el hidalgo que ha visitado a Arturo esta mañana.
– Sí, ese Mordred -dijo Ginebra-. Yo no lo llamaría hidalgo. Es un monstruo que no respeta la vida de un hombre. Uther dice que tiene parentesco con el diablo.
– No os preocupéis -dijo Dulac con convicción-. Mientras estéis en Camelot, no os ocurrirá nada. Arturo os protegerá.
Ginebra sacudió la cabeza con tristeza.
– Uther no le pediría ayuda a Arturo jamás en la vida -dijo-. Nosotros permaneceremos sólo esta noche en la ciudad. Mañana a primera hora continuaremos nuestro viaje.
A pesar de que Dulac se dijo que no tenía derecho a ello, sintió una punzada de decepción. ¿Qué podía esperar? Que Ginebra y él… era absurdo.
– ¿Qué sucedió entre Uther y el rey Arturo? -preguntó un rato después.
– No lo sé -respondió Ginebra-. Fueron buenos amigos, pero algo ocurrió. Uther no habla de eso. No habríamos venido si Mordred y sus pictos no nos hubieran interceptado el paso.
– ¿Os persiguen?
– No, ni siquiera saben que estamos aquí. Por eso mañana saldremos temprano. Uther no quiere que Arturo se vea envuelto en su lucha contra Mordred.
«Seguramente ya lo está», pensó Dulac. A su mente acudió aquel hombre de cabello negro y aspecto rudo y un escalofrío recorrió su espalda. Fue incapaz de descubrir la causa de aquel sentimiento, pero intuyó que con Mordred una gran desgracia se cernería sobre Camelot y sobre sus habitantes.
– Ya hemos intercambiado demasiados negros pensamientos -dijo Ginebra de pronto y, con un tono muy distinto, añadió-: Tengo un ruego que hacerte. ¿Querrás cumplírmelo?
«Si supiera lo que es», pensó Dulac. En voz alta dijo:
– Claro.
– Camelot -dijo Ginebra-. Quisiera ver Camelot.
– ¿Camelot? -el chico se quedó parado-. ¿Queréis decir…?
– El castillo -confirmó Ginebra-. Quiero ver el castillo. La sala del trono del rey Arturo, y la famosa Tabla Redonda.
– Yo… no sé… -Dulac intentó ganar tiempo.
– ¡Por favor! -imploró Ginebra.
– Es tarde -dijo el joven algo molesto-. Ya estarán todos durmiendo y… y…
– Mucho mejor le interrumpió Ginebra-. Sólo quiero ver el castillo, no hablar con Arturo. Uther se enfadaría mucho si lo hiciera. Seguro que conoces un camino para llegar al castillo sin ser vistos.
– Sí lo conozco -dijo Dulac-, pero yo…
– Me lo has prometido -se enfurruñó Ginebra.
Realmente no lo había hecho. Ni siquiera lo había insinuado.