– Perfecto -dijo Dagda-. Tenía miedo de no poderte agasajar como es debido. Pudiera ser que estuvieras acostumbrada a mejores caldos.
Ginebra intercambió una rápida mirada con Dulac antes de responder:
– Cómo se os ocurre, señor…
– Tu vestido -dijo Dagda-. Es tan lujoso que podría ser el de una reina.
– Ah, eso -dijo ella-. Yo también lo encuentro exagerado. Pero mi madre dice que tengo que llevarlo por lo menos los primeros días. Para dar buena impresión.
– ¿Tu madre?
– Sí, es modista, señor -dijo Ginebra-. Ella cose vestidos como éste.
– Asombroso -Dagda movió la cabeza y se rió en voz baja-. Bueno, sí; no se te puede negar que tienes el don de la palabra. Dulac, ¿viene ese zumo?
Dulac se dio la vuelta y corrió a buscar la bebida. Cuando regresó, Dagda se había sentado de nuevo frente a su escritorio. Ginebra estaba junto a él y hojeaba el libro. Dulac sintió una leve punzada de celos. A él Dagda nunca le había permitido hacer aquello.
– Así que sois nuevos en la ciudad -dijo Dagda mientras Dulac ponía dos vasos sobre la mesa y los llenaba con el líquido rojo de una jarra.
– Sí, efectivamente -afirmó Ginebra-. Antes vivíamos en el campo, pero mis padres pensaron que aquí podrían hacer mejores negocios.
– Es curioso -Dagda tomó un vaso, se lo pasó a Ginebra, y cogió el otro, de tal manera que Dulac se quedó sin ninguno-. A veces me da la impresión de que aquí el tiempo no se mueve y, de pronto, pasan muchas cosas juntas. Tú y tu familia, ya sois los segundos que habéis llegado a Camelot en poco tiempo.
– ¿Sí? -preguntó Dulac nervioso.
– Sí. Hoy mismo ha llegado a mis oídos que el rey Uther y su mujer estaban en la ciudad. ¿No has oído hablar de la bella Ginebra? Es raro, viviendo como viven en la posada de Tander.
– Puede… puede ser -tartamudeó Dulac-. He pasado todo el día en el granero y luego Tander me ha mandado cortar leña, hasta que se ha hecho de noche.
– Pues te has perdido algo grande -dijo Dagda-. Dicen que la reina Ginebra todavía es muy joven, pero que se ha convertido en la mujer más hermosa de toda Inglaterra. Personalmente creía que exageraban -volvió la cabeza lentamente, miró a Ginebra con atención y añadió-: Pero sin duda lo será en pocos años.
– No… no entiendo… -murmuró Ginebra.
– ¡Por favor, niña! -dijo Dagda sonriendo-. ¿De verdad creías que no te iba a reconocer? Te senté sobre mis piernas cuando no tenías ni un año.
– ¿A mí? -Ginebra abrió más los ojos.
– Fui a menudo al castillo de tu padre -confirmó Dagda-. ¿No te lo contó nunca?
– No -dijo Ginebra-. Y Uther tampoco.
– Uther, sí -suspiró Dagda-. El viejo Uther. Es un hombre recto, pero no ha sido muy listo viniendo hasta aquí. No en tiempos como éstos.
– ¿No se lo diréis a Arturo? -preguntó Ginebra atemorizada.
– ¿Qué te crees? -respondió el anciano. Sonaba algo ofendido-. Lo que hay entre Uther y él es cosa suya. No me mezclo -se giró en la silla-. Ha sido inteligente por tu parte no llevarla ante Arturo. La habría reconocido sin duda y eso no habría traído más que complicaciones. En este momento tiene otros intereses.
– Mordred -supuso Dulac.
Dagda asintió con la cabeza.
– El hombre que atacó el castillo de Uther y os expulsó de vuestra patria, sí -afirmó Dagda mirando a Ginebra-. Ha estado aquí. Pero no te preocupes. Arturo y sus caballeros lo mantendrán a raya.
Ginebra no pareció muy convencida. De todas formas, no continuó con ese tema, sino que señaló la pared de enfrente.
– Eso que habéis hecho… ¿Era Avalon?
– Sólo ha sido un truco -respondió Dagda-. Un juego de manos para engañar los sentidos, una ilusión para la vista.
– Pero parecía real.
– Esa es la esencia del truco -explicó Dagda-. Y tú quieres volver a adularme, me parece a mí. No ha sido bueno. Antes, yo era muy bueno haciendo ese tipo de cosas, pero me he hecho viejo y estoy entumecido.
– Me ha parecido muy convincente -aseguró Ginebra-. Pero, ¿era Avalon? ¿Tengo razón?
– Tal vez -contestó Dagda.
– ¿Tal vez?
– Tal vez -dijo Dagda de nuevo-. Nunca he estado allí. Ningún mortal ha pisado el suelo de Avalon. Nadie sabe cómo es. O si existe realmente.
– ¡Todo el mundo sabe que Avalon existe! -protestó Ginebra.
– Que todo el mundo crea saber algo no provoca que eso sea real -contestó Dagda con una sonrisa-. Este castillo, por ejemplo. Todo el mundo cree que sus murallas son de oro y, a pesar de eso, no es cierto.
– ¿Y la magia? -preguntó Ginebra-. ¿Tampoco existe realmente?
– Una pregunta inteligente -respondió Dagda-. La respuesta es sí y no.
– ¿Sí y no?
– Todo depende del punto de vista -dijo Dagda-. Lo que a uno le parece totalmente normal, otro lo ve como mágico, y viceversa.
– ¿Eso lo decís vos? -se asombró Ginebra-. ¿Un mago?
– Yo no soy un mago -dijo Dagda de nuevo-. Sé hacer unos cuantos trucos, eso es todo; ni siquiera los domino.
– Lo que acabo de ver era bueno.
Dagda encogió los hombros.
– Tal vez sea este sitio -dijo-. Creo que si hay algo parecido a la magia es porque está ligada a un determinado lugar. En el mundo hay lugares mágicos. O, por lo menos, lugares en donde reinan fuerzas que se nos escapan.
– Y Camelot es un lugar de esos.
– No Camelot -Dagda hizo un gesto con la mano libre-. Estos muros son mucho más viejos que los que forman las torres y las paredes de Camelot. El castillo se construyó sobre las ruinas de una fortaleza mucho más antigua. Y antes de esa fortaleza había aquí un templo al que acudían las personas para adorar a sus dioses y ofrecerles sacrificios, y antes otro más, y otro y otro. Y cuando dentro de muchos años Camelot caiga y se convierta en polvo y el nombre del rey Arturo sea olvidado para siempre, aquí se erigirá otro lugar sagrado. Las personas sienten que un lugar es especial.