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IX. EL AUTO DE FE

A la España del cuarto Felipe, como a la de sus antecesores, le encantaba quemar herejes y judaizantes. El auto de fe atraía a miles de personas, desde la aristocracia al pueblo más villano; Y cuando se celebraba en Madrid era presenciado, en palcos de honor, por sus majestades los reyes. Incluso la reina doña Isabel, nuestra señora, que por joven y gabacha hizo al principio de su matrimonio ciertos ascos a ese género de cosas, terminó aficionándose como todo el mundo. Por lo único español que la hija de Enrique el Bearnés no pasó nunca fue por vivir en El Escorial -todavía bajo la ilustre sombra del Rey Prudente-, que siempre encontró demasiado frío, grande y siniestro para su gusto. Aunque de cualquier modo la francesa terminó fastidiándose a título póstumo; pues, pese a que nunca quiso hollarlo viva, allí terminó enterrada a su muerte. Que no es mal sitio, vive Dios, junto a las imponentes sepulturas del emperador Carlos y de su hijo el gran Felipe, abuelos de nuestro cuarto Austria. Merced a quienes, para bien o para mal, a despecho del turco, el francés, el holandés, el inglés y la puta que los parió, España tuvo, durante un siglo y medio, bien agarrados a Europa y al mundo por las pelotas.

Pero volvamos a la chamusquina. La fiesta, donde para mi desgracia yo mismo tenía lugar reservado, empezó a prepararse un par de días antes, con mucho ir y venir de carpinteros y sus oficiales en la plaza Mayor, construyendo un tablado alto, de cincuenta pies de largo, con anfiteatro de gradas, colgaduras, tapices y damascos, que ni en la boda de sus majestades los reyes viose tanta industria y tanta máquina. Atajaron todas las bocas de calles para que coches y caballos no embarazasen el paso; y para la familia real se previno un dosel en la acera de los Mercaderes, por ser esta más pródiga en sombra. Como el desarrollo del auto era prolijo, llevándose todo el día, previniéronse aposentos para que se refrescaran y comieran, con toldos que hicieran resguardo; y decidióse que, para comodidad de las augustas personas, ingresaran a su palco desde el palacio del conde de Barajas, por el pasadizo elevado que, sobre la cava de San Miguel, lo comunicaba con las casas que el conde tenía en la plaza. Era tal la expectación causada por esta clase de sucesos, que las boletas para conseguir ventana solían convertirse en codiciadísima materia; y hubo quien pagó buenos ducados al alcalde de Casa y Corte por hacerse con las mejor situadas, incluyendo embajadores, grandes, gentiles hombres de cámara, presidentes de los consejos, y hasta el Nuncio de Su Santidad, que no se perdía fiesta de toros, cañas o chicharrones ni por una fumata blanca.

En tal jornada, que pretendía memorable, el Santo Oficio quiso matar varias perdices de un solo escopetazo. Resueltos a minar la política de acercamiento del conde de Olivares a los banqueros judíos portugueses, los más radicales inquisidores de la Suprema habían planeado un auto de fe espectacular, que metiera el miedo en el cuerpo a quienes no andaban ciertos en limpieza de sangre. Y el mensaje era nítido: por mucho dinero y favor del valido que tuvieran, los portugueses de origen hebreo nunca estarían seguros en España. La Inquisición, apelando siempre en último extremo a la conciencia religiosa del Rey nuestro señor -tan irresoluto e influenciable de joven como de viejo, de buena naturaleza y ningún carácter-, prefería un país arruinado pero con la fe intacta. Y esa, que a la larga tuvo efecto, y muy desastroso por cierto, en los planes económicos de Olivares, fue razón principal de que el proceso de la Adoración Benita, así como otras causas similares, se acelerase para eficaz y público escarmiento. De modo que resolvieron en pocas semanas lo que otras veces ocupaba meses, e incluso años de minuciosa instrucción.

Con las prisas, incluso, simplificáronse trámites del complicado protocolo. Las sentencias, que se leían a los penitenciados la noche anterior tras una solemne procesión de las autoridades, llevando éstas la cruz verde destinada a la plaza y la blanca que se levantaba en el quemadero, dejáronse para hacerse públicas en el mismo auto de fe, con todo el mundo ya presente en el festejo. El día anterior habían llegado desde las cárceles de Toledo los presos destinados al acto, que eran -éramos- una veintena, alojándonos en los calabozos que el Santo Oficio tenía en la calle de los Premostenses, por mal nombre calle de la Inquisición, muy cerca de la plazuela de Santo Domingo.

Llegué así la noche del sábado, sin comunicarme con nadie desde que fui sacado de mi celda y puesto en un coche, con las cortinillas cerradas y fuerte escolta, del que no salí hasta que, a la luz de teas encendidas, me hicieron descender en Madrid, entre familiares de la Inquisición armados. Bajáronme a un nuevo calabozo donde cené de forma razonable; y con eso, una manta y un jergón, aviéme la incierta noche, que fue toda de pasos y ruido de cerrojos al otro lado de la puerta, voces que iban y venían, mucho trajín y aparato. Con lo que empecé a temer muy por lo serio que la siguiente jornada íbame a deparar pesados trabajos. Me estrujaba el seso rebuscando en los lances apretados que había visto en los corrales de comedias, a la espera, como siempre ocurría en ellos, de una traza oportuna con que salir. A esas alturas tenía la certeza de que, fuera cual fuese mi culpa, no podía ser quemado a causa de mi edad. Pero las penas de azotes y el encarcelamiento, incluso de por vida, entraban en los usos del caso; y no andaba yo cierto de cuál iba a resultar mejor libranza. Sin embargo -cosas de la prodigiosa naturaleza- los buenos humores de mi mocedad, las penurias pasadas y el agotamiento del viaje hicieron pronto su natural efecto, y tras un largo rato en vela, sin cesar de interrogarme por mi triste suerte, vencióme un sueño piadoso y reparador que alivió las inquietudes de mi entendimiento.

Dos mil personas habían velado para asegurarse un sitio. Y a las siete de la mañana en la plaza Mayor no cabía un alma. Disimulado entre la multitud, con el chapeo de ala ancha bien puesto sobre la cara y un herreruelo vuelto sobre el hombro a modo de discreto embozo, Diego Alatriste abrióse paso hasta asomarse al portal de la Carne. Los arcos estaban abarrotados de gente de todo estado y condición. Hidalgos, clérigos, artesanos, criadas, comerciantes, lacayos, estudiantes, pícaros, mendigos y chusma varia se empujaban unos a otros buscando situarse bien. Negreaban las ventanas de gente de calidad, cadenas de oro, argentados, ruanes, puntas de a cien escudos, hábitos y toisones. Y abajo, familias enteras, niños incluidos, acudían con cestas de vituallas y refrescos destinados a la comida y la merienda, mientras alojeros, aguadores y vendedores de golosinas empezaban a hacer su agosto. Un merchante de estampas religiosas y rosarios pregonaba a voces su mercancía, que en jornada como aquélla, aseguraba, traía bendición del Papa e indulgencias plenarias. Más allá, un supuesto mutilado de Flandes, que en su vida había visto una pica ni de lejos, limosneaba plañidero, disputándose el lugar con otro falso tullido y otro que fingía burdamente tener la tiña con una capa de pez sobre la cabeza rapada. jugaban de vocablo los galanes y gitaneaban las busconas. Y dos mujeres, una bonita sin manto y otra caríazogada y fea con él, de las que juran no sentarse en ramo verde hasta enamorar a un grande de España o a un genovés, convencían a un menestral aficionado a bizarrear de espada y dárselas de galán y caballero, de que aflojara la bolsa para regalarlas con unos azafates de fruta y unas peladillas. Y el pobre hombre, en la esperanza del lance, había aflojado ya dos de a ocho que llevaba encima, alegrándose para su coleto de no llevar más. Ignorante, el menguado, de que los verdaderos señores nunca dan, ni amagan; antes hacen gala de no dar, y después, también.

Era un día luminoso, perfecto para la jornada, y el capitán entornaba los ojos claros, deslumbrados por el azul que se derramaba por los aleros de la plaza. Anduvo entre la gente abriéndose paso a codazos. Olía a sudor, a multitud, a fiesta. Sentía crecerle una desesperación sin consuelo posible; la impotencia ante algo que escapaba a sus limitadas fuerzas. Aquella maquinaria que se movía inexorable no dejaba resquicio para otra cosa que la resignación y el espanto. Nada podía hacer, y ni siquiera él estaba seguro allí. Andaba con el mostacho sobre el hombro, retirándose apenas alguien lo miraba un poco más de lo debido. En realidad se movía por hacer algo, por no estarse quieto pegado a la columna de un soportal. Se preguntó dónde diablos andaría a tales horas Don Francisco de Quevedo, cuyo viaje, resultara lo que resultase, era ya el único hilo de esperanza frente a lo inevitable. Un hilo que sintió romperse cuando sonaron las cornetas de la guardia, haciéndole mirar la ventana cubierta con un dosel carmesí en la fachada de los Mercaderes. El Rey nuestro señor, la reina y la Corte ocupaban ya sus asientos entre los aplausos de la multitud: de terciopelo negro el cuarto Felipe, grave, sin mover pie, mano ni cabeza, tan rubio como la pasamanería de oro y la cadena que le cruzaba el pecho; de raso amarillo la reina nuestra señora, tocada con garzota de plumas y joyas. Formaban las guardias con alabardas bajo su ventana, a un lado la española y al otro la tudesca, con la de arqueros en el centro, imponentes todas en su orden impasible. Aquello era un gallardo espectáculo para todo el que no corría peligro de que lo quemasen. La cruz verde estaba instalada sobre el tablado, y pendían de las fachadas, sembradas a trechos, las armas de Su Majestad y las de la Inquisición: una cruz entre una espada y una rama de olivo. Todo era rigurosamente canónico. El espectáculo podía comenzar.

Nos habían sacado a las seis y media, entre alguaciles y familiares del Santo Oficio armados con espadas, picas y arcabuces, y llevado en procesión por la plazuela de Santo Domingo para bajar a San Ginés y de ahí, cruzando la calle Mayor, entrar a la plaza por la calle de los Boteros. Marchábamos en fila, cada uno con su escolta de guardias armados y familiares enlutados de la Inquisición con siniestros bastones negros. Había clérigos con sobrepellices, gori-gori, lúgubres tambores, cruces cubiertas con velos y gente mirando por las calles. Y allí, en el centro, caminábamos primero los blasfemos, luego los casados dos veces, tras ellos los sodomitas, los judaizantes y los adeptos a la secta de Mahoma, y por último los reos de brujería; y cada grupo incluía las estatuas de cera, cartón y trapo de los que habían muerto en prisión o andaban fugitivos e iban a ser quemados en cadáver o en efigie. Yo estaba hacia la mitad de la procesión, entre los judaizantes menores, tan aturdido que me creía en mitad de un sueño del que, con algún esfuerzo, iba a despertar aliviado de un momento a otro. Todos lucíamos sambenitos: una especie de camisones que nos habían vestido los guardias al sacarnos de los calabozos. El mío llevaba un aspa roja, pero otros estaban pintados con las llamas del infierno. Había hombres, mujeres y hasta una niña de casi mi edad. Algunos lloraban y otros se mantenían impasibles, como un clérigo joven que había negado en misa que Dios estuviese dentro de la sagrada forma, y se resistía a retractarse. Una vieja a la que sus vecinos denunciaban por bruja, que por su mucha edad no podía tenerse, y un hombre a quien el tormento había tullido los pies, iban a lomos de mulas. Los acusados más graves llevaban corozas, y a todos nos habían puesto una vela en las manos. A Elvira de la Cruz la había visto con sambenito y encorozada, cuando nos formaban para la procesión y situábanla a ella entre los últimos. Después echamos a andar, y ya no pude verla más. Yo iba con el rostro inclinado, temiendo encontrar algún conocido entre la gente que nos miraba pasar. Iba, como pueden suponer vuestras mercedes, muerto de vergüenza.

Cuando la procesión desembocó en la plaza, el capitán me buscó con la mirada entre los penitenciados. No pudo hallarme hasta que nos hicieron subir al tablado y tomar asiento en las gradas allí dispuestas, cada uno entre dos familiares del Santo Oficio; y aun así lo consiguió con dificultad, pues ya he dicho que procuraba mantener la cabeza baja, y la elevación del tablado permitía gozar de buena vista a la gente de las ventanas, pero se la entorpecía al pueblo que miraba el espectáculo desde los soportales. Las sentencias no habían sido hechas públicas aún, de modo que Alatriste sintió un extremo alivio al comprobar que yo iba en el grupo de los judaizantes menores, y sin coroza; lo que, al menos, descartaba la hoguera. Movíanse entre los enlutados alguaciles de la Inquisición los hábitos negros y blancos de los frailes dominicos organizándolo todo; y los representantes de otras órdenes -menos los franciscanos, que se habían negado a asistir por considerar agravio asignarles sitio detrás de los agustinos- ya ocupaban sus asientos en los lugares de honor con el alcalde de Casa y Corte, y los consejeros de Castilla, Aragón, Italia, Portugal, Flandes e Indias. Acompañando al inquisidor general estaba fray Emilio Bocanegra, descarnado y siniestro, en la zona reservada al tribunal de los Seis jueces. Saboreaba su día de triunfo, como debía de hacerlo Luis de Alquézar en el palco de los altos funcionarios de Palacio, al pie de la ventana donde en ese momento el Rey nuestro señor juraba defender a la Iglesia católica y perseguir a herejes y apóstatas contrarios a la verdadera religión. El conde de Olivares ocupaba una ventana más discreta, a la derecha de sus augustas majestades, y mostraba el ceño adusto. A pocos iniciados en los secretos de la Corte escapaba que toda aquella representación era en su honor.

Empezaron a leer sentencias. Uno por uno, los penitenciados eran llevados ante el tribunal y allí, tras la minuciosa relación de crímenes y pecados, les comunicaban su suerte. Los que habían de ser azotados o iban a galeras salían con sogas, y los destinados a la hoguera con las manos atadas. A estos últimos llamábanlos relajados, pues como la Inquisición era de naturaleza eclesiástica, no podía verter ni una gota de sangre; de modo que para guardar las formas se los relajaba o entregaba a la justicia seglar, para que ella cumpliese en sus carnes las sentencias. Y aun así se ejecutaba mediante hoguera, para mantener hasta el fin la ausencia de efusión de sangre. Dejo a vuestras mercedes el cuidado de valorar la muy jodida sutileza del asunto.

En fin. Sucediéronse, como cuento, lecturas, sentencias, abjuraciones de levi y de vehementi, gritos de angustia de algunos sentenciados a penas graves, resignación en otros, y satisfacción del público cuando se aplicaba el máximo rigor. El cura que negaba la presencia de Cristo en la sagrada forma fue condenado a la hoguera entre grandes aplausos y muestras de contento; y después de rayerle con violencia las manos, lengua y tonsura en señal de despojo de sus sagradas órdenes, se lo llevaron camino del quemadero, que se había puesto en la explanada que quedaba por fuera de la Puerta de Alcalá. La vieja acusada de sacadora de tesoros y hechicería quedó sentenciada en cien azotes, con un añadido de reclusión perpetua; largo se lo fiaban sus jueces. Un bígamo salió con doscientos azotes, destierro por diez años y los seis primeros remando en galeras. Dos blasfemos, destierro y tres años en Orán. Un zapatero y su mujer, judaizantes reconciliados, cárcel perpetua y que abjurasen de vehementi. La niña de doce años, judaizante, reconciliada, recibió sentencia de hábito y cárcel por dos años, a cuyo término sería puesta en casa de una familia cristiana que la instruyera en la fe. Y su hermana de dieciseis años, judaizante, fue condenada a cárcel perpetua irremisible. Habían sido denunciadas en el tormento por su propio padre, un curtidor portugués condenado a abjurar de vehementi y hoguera, que era el hombre a quien habían llevado en mula por estar tullido. La madre, en paradero desconocido, iba a ser quemada en efigie.

Además del clérigo y el curtidor salieron relajados rumbo al quemadero un comerciante y su mujer, también portugueses, judaizantes, un aprendiz de platero -pecado nefando-, y Elvira de la Cruz. Todos menos el clérigo abjuraron en debida forma y mostraron su arrepentimiento, de modo que serían piadosamente estrangulados con garrote antes de encenderles la hoguera. La hija de Don Vicente de la Cruz -cuya grotesca efigie y la de sus dos hijos, el muerto y el desaparecido, estaban puestas en una grada, al extremo de pértigas- iba vestida con sambenito y coroza, y así fue llevada ante los jueces que leyeron su sentencia. Abjuró, según le pidieron, de todos los delitos habidos y por haber, con una indiferencia estremecedora: judaizante y conspiración criminal, violación de sagrado y otros cargos. Parecía muy desamparada sobre la tarima, inclinada la cabeza, con los ropajes inquisitoriales puestos como un colgajo sobre su cuerpo atormentado; y luego de abjurar oyó confirmarse la sentencia con resignada dejadez. Movióme a piedad, pese a las acusaciones que contra mí había formulado, o dejado formular; pobre moza, carne de suplicio e instrumento de canallas sin escrúpulos y sin conciencia, por mucho que blasonaran de Dios y de su santa fe. Lleváronsela, y vi que faltaba poco para mi turno. Dábame vueltas la plaza, angustiado como estaba de pavor y de ignominia. Desesperado, busqué con la mirada el rostro del capitán Alatriste o el de algún amigo que me confortase, más no hallé alrededor ni uno sólo que expresara piedad, o simpatía. Sólo un muro de rostros hostiles, burlones, expectantes, siniestros. La cara que adopta el vulgo miserable cuando le sirven gratis espectáculos de sangre.

Pero Alatriste sí me veía a mí. Estaba pegado a una de las columnas de los soportales, y desde allí divisaba la grada que yo ocupaba junto a otros penitenciados, flanqueado cada uno por un par de alguaciles mudos como piedras. Ante mí, precediéndome en el funesto ritual, había un barbero acusado de blasfemo y pacto con el demonio; un tipo bajito y de aspecto miserable que lloriqueaba con la cabeza entre las manos, pues nadie iba a sacarle de encima el centenar de azotes y unos años de apalear peces en las galeras del Rey nuestro señor. El capitán se movió un poco entre la gente, situándose de modo que yo pudiera verlo si miraba hacia él, pero yo no era capaz de ver nada, sumido como me hallaba en los tormentos de mi propia pesadilla. Junto a Alatriste, un tipo endomingado, grosero, hacia chacota de quienes estábamos en el tablado, indicándoselos entre chanzas a sus acompañantes, y en un momento dado hizo algún comentario jocoso, señalándome. A esas alturas, en el habitual temple del capitán se había asentado la cólera impotente de los últimos días; y fue ella, sin que mediase reflexión alguna, la que le hizo volverse un poco hacia el zafio, hundiéndole, como al descuido, un doloroso codazo en el hígado. Revolvióse el otro con malas trazas, pero su protesta le murió en la garganta cuando encontró, entre el embozo del herreruelo y el ala del chapeo, los ojos claros de Diego Alatriste mirándolo con una frialdad tan amenazadora que en el acto quedó callado y prudente, como una malva.

Apartóse Alatriste un poco de allí, y al hacerlo pudo ver mejor a Luis de Alquézar en su palco. El secretario real destacaba entre otros funcionarios por la cruz de Calatrava que llevaba bordada al pecho. Vestía de negro y mantenía inmóvil su cabeza redonda, coronada por el cabello miserable y ralo, sobre la golilla almidonada que le daba una grave quietud de estatua. Pero sus ojos astutos se movían de un lado a otro, sin perder detalle de cuanto ocurría. A veces aquella mirada ruin encontraba el fanático semblante de fray Emilio Bocanegra, y ambos parecían entenderse a la perfección en su inmovilidad siniestra. Encarnaban demasiado bien, en ese momento y en tal sitio, los auténticos poderes en aquella Corte de funcionarios venales y curas fanáticos, bajo la mirada indiferente del cuarto Austria, que veía condenar a sus súbditos a la hoguera sin mover una ceja, sólo vuelto de vez en cuando hacia la reina para explicarle, tras el disimulo de un guante o de una de sus blancas manos de azuladas venas, los pormenores del espectáculo. Galante, caballeroso, afable y débil, augusto juguete de unos y de otros, hierático y mirando siempre hacia lo alto por incapaz de ver la tierra; inepto para sostener sobre sus reales hombros la magna herencia de sus abuelos, arrastrándonos por el camino que nos llevaba al abismo.

Mi suerte no tenía remedio, y de no hormiguear por toda la plaza corchetes, alguaciles, familiares de la Inquisición y guardias reales, tal vez Diego Alatriste habría hecho alguna barbaridad, desesperada y heroica. Al menos quiero creer que así habría sido, de mediar ocasión. Más todo era inútil, y el tiempo corría en su contra y en la mía. Aunque Don Francisco de Quevedo llegase a tiempo -con nadie sabía aún qué-, una vez mis custodios me pusieran en pie llevándome hasta el estrado donde se leían las sentencias, ni siquiera el Rey nuestro señor o el Papa de Roma podrían cambiar mi destino. Atormentábase el capitán con esa certeza, cuando de pronto dio en comprobar que Luis de Alquézar lo miraba. En realidad era imposible aventurarlo, pues Alatriste se encontraba entre el gentío y embozado. Pero lo cierto es que de pronto halló los ojos de Alquézar fijos en él, y luego pudo ver que el secretario real miraba a fray Emilio Bocanegra y éste, cual si acabara de recibir un mensaje, volvíase a escudriñar entre la gente, buscando. Ahora Alquézar había alzado lentamente una mano hasta ponerla sobre el pecho, y parecía requerir a alguien más entre la multitud a la izquierda de Alatriste, pues sus ojos quedaron quietos en algún punto allí situado; la mano subió y bajó despacio, dos veces, y luego el secretario fue a mirar de nuevo hacia el capitán.

Volvióse Alatriste y advirtió dos o tres sombreros que se movían entre la gente, acercándose bajo los soportales. Su instinto de soldado actuó antes que el pensamiento tomara las disposiciones adecuadas. En tan apretada multitud resultaban inútiles las toledanas, así que previno la daga que llevaba al costado izquierdo, desembarazándola del faldón del herreruelo. Luego retrocedió internándose en el gentío. La inminencia del peligro le daba siempre una limpia lucidez, una economía práctica de gestos y palabras. Anduvo junto al palenque, vio que los sombreros se paraban, indecisos, en el sitio que él había ocupado antes; y al echar una ojeada al palco comprobó que Luis de Alquézar seguía mirando impaciente, sin que su inmovilidad protocolaria bastase a disimularle la irritación. Se alejó más Alatriste, bajo los soportales de la Carne y hacia el otro lado de la plaza, y asomóse de nuevo al tablado en aquel ángulo. Desde allí no podía verme, pero sí alcanzaba el perfil de Alquézar. Holgóse mucho de no llevar pistola -estaba prohibido, y entre tanta gente comprometía andar con ella encima-, pues le hubiese costado reprimir el impulso de subir al tablado y volarle al secretario las criadillas de un pistoletazo. «Pero morirás», juró mentalmente, fijos los ojos en el abyecto perfil del secretario real. «Y hasta el día en que mueras, recordando mi visita de la otra noche, nunca podrás dormir tranquilo».

Habían sacado al estrado al barbero acusado de blasfemia, y empezaban a leer la larga relación de su crimen y la sentencia. Alatriste creía recordar que yo iba tras el barbero, e intentaba abrir camino para allegarse un poco más y verme, cuando advirtió de nuevo los sombreros que se acercaban peligrosamente. Eran hombres tenaces, sin duda. Uno se había retrasado, demorándose como si buscara en otra parte; pero dos -un fieltro negro y otro castaño con larga pluma- progresaban en su dirección, hendiendo la multitud con rapidez. No había otra que ponerse en cobro; de modo que el capitán hubo de olvidarse de mí y retroceder bajo los soportales. Entre la multitud no iba a tener la menor oportunidad, y bastaría que cualquiera apelase al Santo Oficio para que los mismos ociosos colaborasen con los perseguidores. La oportunidad de zafarse estaba a pocos pasos. Había allí un callejoncito muy estrecho con dos revueltas, comunicado con la plaza de la Provincia, que en días como aquél la gente aprovechaba para hacer sus necesidades, pese a las cruces y santos que los vecinos ponían en cada esquina para disuadir a los incontinentes. A él se encaminó, y antes de internarse en el angosto paso, por el que no podía transitar con holgura más de un alma a la vez, atisbó sobre el hombro que dos individuos salían de entre la gente, tras sus talones.

Ni siquiera se entretuvo en mirarlos. Rápidamente soltó el fiador del herreruelo, lo hizo girar en torno a su brazo izquierdo, envolviéndoselo a modo de broquel, y desenvainó la vizcaína con la diestra; para gran espanto de un pobre hombre que vaciaba la vejiga tras la primera revuelta, que al ver aquello salió a toda prisa abrochándose la bragueta. Desentendido de él, Alatriste apoyó un hombro en la pared, que olía como el suelo a orines y suciedad. Lindo sitio para acuchillarse, pensó mientras se afirmaba volviéndose vizcaína en mano. Lindo sitio, pardiez, para ir en buena compañía al infierno.

El primero de sus perseguidores dobló la esquina del callejón, y en aquellos escasos codos de anchura Alatriste tuvo tiempo de ver unos ojos aterrados al toparse con el centelleo de su daga desnuda. Aún alcanzó un bigotazo grande, de guardamano, y unas pobladas patillas de bravonel mientras, inclinándose como un relámpago, le desjarretaba al recién llegado una corva de una cuchillada. Luego, en el mismo movimiento hacia arriba, tajóle el cuello y cayó a medias el otro sin tiempo a decir Virgen santísima, atravesado en el callejón con la vida yéndosele a rojos chorros por la gola.

El de atrás era Gualterio Malatesta, y fue una lástima que no hubiese sido el primero. Bastó la aparición de su negra y flaca silueta para que Alatriste lo identificara en el acto. Con la persecución, las prisas y el encuentro inesperado, el italiano aún no empuñaba hierro alguno, de modo que retrocedió de un salto, con el otro aún cayéndose y atravesado delante, mientras el capitán le tiraba un jiferazo largo que erró por una cuarta. La angostura no daba lugar a herreruzas, de modo que Malatesta, cubriéndose como podía tras el compañero moribundo, tiró de vizcaína y, cubriéndose con la capa al modo del capitán, apuñalóse con éste muy en corto, apechugando con brevedad y entrando y saliendo de los golpes con buena destreza. Rasgaban las dagas al romper el paño, tintineaban en las paredes, buscaban al enemigo con saña, y ninguno de los dos decía palabra, ahorrando el resuello para interjecciones y resoplidos. Aún había sorpresa en los ojos del italiano -esta vez no hacía tirurí-ta-ta, el hideputa- cuando la daga del capitán hincó en blando tras la improvisada rodela de la capa, que el otro mantenía en alto mientras lanzaba mojadas por lo bajo, desde atrás del compañero que seguía atravesado entre ambos, ya con el diablo o de buen camino. Dolióse el italiano de la puñalada, trastablilló, cerró Alatriste sobre el caído, y la daga de Malatesta fue a enredarse en su jubón, tajándolo al salir mientras saltaban botones y presillas. Trabáronse por los brazos arrodelados en capa y herreruelo, tan cerca los rostros que el capitán sintió en los ojos el aliento de su enemigo antes que éste escupiera en ellos. Parpadeó, cegado, y eso dio lugar a que el otro le clavara la daga, con tal fuerza que de no haberse interpuesto la pretina de cuero, habríalo pasado de parte a parte. Tajóle aun así ropa y carne, y sintió Alatriste un escalofrío nervioso y un agudísimo dolor al tocar el filo de acero el hueso de su cadera. Temiendo desfallecer, golpeó con el pomo de su vizcaína el rostro del otro, y la sangre corrióle al italiano desde las cejas, regando los cráteres y cicatrices de su piel, empapándole las guías del fino bigote. Ahora el brillo de sus ojos fijos y tercos como los de una serpiente también reflejaba el miedo. Echó hacia atrás el codo Alatriste y acuchilló innumerables veces, dando en capa, jubón, aire, pared y, un par de veces, por fin, en el otro. Gruñó Malatesta de dolor y rabia. La sangre le caía sobre los ojos y tiraba cuchilladas muy a ciegas, peligrosísimas por impredecibles. Sin contar el golpe de la frente, tenía al menos tres heridas en el cuerpo.

Riñeron durante una eternidad. Los dos estaban exhaustos, y dolíase el capitán del tajo en la cadera; más llevaba la mejor parte. Era cuestión de tiempo, y Malatesta se resolvía a morir intentando llevarse al enemigo con él, ofuscado de odio. Ni le pasaba por la cabeza pedir cuartel, ni nadie iba a dárselo. Eran dos profesionales avisados de lo que se libraba, parcos en insultos o palabras inútiles, acuchillándose muy por lo menudo y lo mejor que podían. A conciencia.

Entonces llegó el tercero, vestido también a lo bravo, con barba y tahalí y mucho hierro encima, doblando la revuelta del callejón y abriendo unos ojos como escudillas cuando encontróse aquel panorama, uno atravesado y muerto, dos que seguían trabados a puñaladas, y el angosto suelo lleno de sangre que se mezclaba con los charcos de orines. Tras un momento de estupor murmuró Cristo bendito y rediós, y luego echó mano a la daga; pero no podía pasar por encima de Malatesta, que ya flaqueaba sosteniéndose sólo gracias a la pared, ni salvar el obstáculo de su otro camarada para alcanzar al capitán. De modo que éste, al límite de sus fuerzas, tuvo ocasión para desembarazarse de su presa, que seguía tirándole cuchilladas al vacío. Cruzóle a Malatesta un carrillo de un postrer tajo, y gozó por fin la satisfacción de oírlo blasfemar en buen italiano. Luego le arrojó al otro el herreruelo para enredar su vizcaína, y huyó callejón arriba hacia la plaza de la Provincia, con el resuello quemándole el pecho.

Salió así afuera, recomponiéndose al dejar atrás el callejón. Había perdido el sombrero en la refriega y llevaba en la ropa sangre de los otros, mientras que la suya le goteaba por dentro del jubón y los gregüescos; de modo que, por si acaso, encaminóse para acogerse a la iglesia de Santa Cruz, que era la más cercana. Allí estuvo un rato quieto en la puerta, recobrando el aliento sentado en los escalones, listo para meterse dentro a la primera señal de alarma. Dolíase de la cadera. Sacó el lienzo de la faltriquera y, tras buscarse la herida con dos dedos y comprobar que no era grande, se lo puso en ella. Pero nadie salió del callejón, ni nadie fue a fijarse en él. Todo Madrid andaba pendiente del espectáculo.

Estaba a punto de llegar mi turno y el de los desgraciados que venían detrás. Al barbero acusado de blasfemia le adjudicaban en ese momento cuatro años de galeras y un centenar de azotes; y el infeliz se retorcía las manos en el estrado, cabeza baja y lloriqueando, mientras apelaba a su mujer y sus cuatro hijos en demanda de una clemencia que nadie iba a concederle. De cualquier modo salía mejor librado que quienes en ese instante iban, encorozados y en mulas, camino del quemadero de la puerta de Alcalá; donde antes de caer la noche quedarían convertidos en churrascos.

Yo era el siguiente, y sentía tanta desesperación y tanta vergüenza que temí faltáranme las piernas. La plaza, los balcones llenos de gente, las colgaduras, los alguaciles y familiares del Santo Oficio que me rodeaban, producíanme un vértigo infinito. Hubiera querido morir allí, en el acto, sin más trámite ni esperanza. Pero a esas alturas ya sabía que no iba a morir, que mi pena sería de larga prisión, y que tal vez fuese a galeras cuando cumpliese los años necesarios. Y todo se me antojaba peor que la muerte; hasta el punto que llegué a envidiar la arrogancia con que el clérigo recalcitrante iba al quemadero sin pedir clemencia ni retractarse. En ese momento me pareció más fácil morir que seguir vivo.

Ya terminaban con el barbero, y vi que uno de los engolados inquisidores consultaba sus papeles y luego me miraba. Aquel era negocio hecho; y eché una última ojeada al palco de honor, donde el Rey nuestro señor se inclinaba un poco para comentar algo al oído de la reina, que pareció sonreír. Sin duda hablaban de caza, o se galanteaban, o vete a saber maldito qué, mientras abajo los frailes se despachaban a gusto. Bajo los soportales, la gente aplaudía la sentencia del barbero y se tomaba sus lágrimas a chirigota, relamiéndose con la perspectiva del siguiente reo. El inquisidor consultó de nuevo sus papeles, miróme otra vez y volvió a revisarlos una vez más. El sol caía a plomo sobre el tablado y me hacía arder los hombros bajo la estameña del sambenito. El inquisidor recogió por fin sus papeles y echó a andar lentamente hacia el atril, fatuo y satisfecho, disfrutando de la expectación que creaba. Miré a fray Emilio Bocanegra, inmóvil en las gradas con su siniestro hábito negro y blanco, saboreando la victoria. Miré a Luis de Alquézar en su palco, taimado, cruel, con aquella cruz de Calatrava que en su pecho quedaba deshonrada. Al menos, me dije -y era, vive Dios, mi único consuelo- no habéis podido sentar aquí al capitán Alatriste.

El inquisidor estaba ante su atril, lento, ceremonioso, a punto de pronunciar mi nombre. Y entonces, un caballero vestido de negro y cubierto de polvo irrumpió en el palco de los secretarios reales. Llevaba ropas de viaje, botas altas de montar manchadas de lodo, espuelas, y su aspecto era de haber cabalgado reventando monturas de posta a posta, sin descanso. Traía en la mano una cartera de cuero, y con ella fuese por derecho al secretario real. Vi que cambiaban unas palabras, y que Alquézar, tomando la cartera con gesto impaciente, la abría para echarle un vistazo y luego miraba en mi dirección, después a fray Emilio Bocanegra y de nuevo a mí. Entonces el caballero vestido de negro volvióse a su vez, y pude reconocerlo al fin. Era Don Francisco de Quevedo.