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Aún me iba riendo yo solo cuando llegué a Lazy Cove y me encontré cara a cara con Dunn y con Elisa, estaban sentados frente a la lumbre, y al margen de lo que hubiera entre Elisa y yo no pude por menos que sentir cierta prevención por la inquietud y la preocupación que irradiaban sus ojos cuando me vieron. Me habían salvado la vida. ¿No era suficiente? ¿Tenía que reducirme aún más? ¿No era yo uno de esos que se reían de la muerte en su propia cara? Podía arreglármelas solo sin necesidad de la expresión preocupada de sus caras.
Elisa se puso resplandeciente al ver que no me había ocurrido nada, pero acto seguido volvió a adoptar aquella expresión angustiosa. Me miró las piernas como si fuese la primera vez que las veía.
– ¿Qué te pasa? -pregunté.
– Tienes sangre en los pantalones -observó quedamente.
Bajé la mirada y descubrí que el último acto de la señorita Warrender había sido estropearme los únicos pantalones que tenía y que me servían en tierra, un regalo de Dunn.
– Vaya. Lo que me faltaba.
Y volvió la risa a las caras de Elisa y Dunn. Los tuve en vilo un momento hasta que les expliqué detalladamente cómo había salvado el pellejo por los pelos. Si había supuesto que Elisa y Dunn hallarían graciosa mi historia, estaba muy equivocado.
– No deberías burlarte de una mujer tan desesperada que llegó al suicidio -me riñó Elisa.
– ¿No? -me asombré-¿De qué me voy a reír, entonces?
Los miré a los dos, pero no replicaron.
– Imagínate que hubiera sido yo -dijo Elisa.
– ¿Tú? -contesté-. ¿Por qué me lo tengo que imaginar? En primer lugar, no veo a Dunn disparando a su yerno por haberse dormido durante la guardia. Y en segundo lugar, tú no te tirarías del muro por mí.
– ¿Y tú qué sabes? -preguntó Elisa.
– Sí -dijo Dunn-, ¡quién sabe lo que haría yo si viera que mi yerno le daba mala vida a mi hija!
– ¡A mí no me mires! -exclamé, porque era justo lo que estaba haciendo.
– Si he entendido bien lo que pasó -prosiguió Dunn-, lanzaste tu verdadero nombre a la cara del oficial como si fuera un guante.
– Sí, así fue. Y seguramente lo volvería a hacer si tuviera la ocasión.
– Eso es lo que temo -suspiró Dunn.
– No te preocupes por mí -le dije alegremente.
– No, si no me preocupo por ti -me contestó Dunn-. Pienso en Elisa.
Ante eso esbocé una sonrisa.
– Si hay alguien en el mundo que se las sepa arreglar es ella -dije.
Era mi pensamiento más sincero, un elogio como pocos pueden salir de mi boca, un reconocimiento, pero no recibí nada a cambio.
– John -dijo Dunn-. Te aprecio y es evidente que Elisa también. No tiene nada que ver con que te salvara la vida. Lo hubiera hecho con cualquiera.
– Sí, incluso al gobernador Warrender -le interrumpí.
– Incluso al capitán Wilkinson -declaró Dunn.
¿Sería posible?
– Sí, pero no necesitas saber por qué, ni darme la razón. Ahora estamos hablando de otra cosa. Te acogimos y te cuidamos. Es difícil no apreciarte, John, a pesar de lo que opines y a pesar de lo que opine yo mismo. Elegiste ser mi socio, y el diablo sabrá si mi hija no te está eligiendo para que seas mi yerno. Eso lo sabe todo el mundo. Y entonces vas tú y lo pones todo en peligro gritando que eres John Silver, sin pensar que el capitán Wilkinson no podría oír mejor noticia. La verdad, creía que tenías más sentido común.
– Hice lo primero que se me ocurrió.
– Sí -dijo Dunn-, ni más ni menos. ¿Qué crees que pasará si se descubre que Elisa y yo hemos escondido a un amotinado como tú?
No contesté. No tenía nada que decir, ni a mi favor ni en contra mío. Había gritado mi nombre para tener aire bajo las alas y volver a ser yo mismo, nada más que eso.
– Nos pueden colgar -continuó Dunn-, igual que a ti.
– Vaya -dije yo-. Así que estamos en el mismo barco. A las duras y a las maduras.
– Sobre todo a las duras -dijo Elisa.
Después, en la cama, me agarró sin piedad, como si fuera la última vez. Al final tuve que pedirle clemencia.
– ¿Clemencia? -exclamó-. ¿Tú pides clemencia, tú, el grande, el fuerte, el que puede luchar solo contra el mundo entero? ¿Sabes siquiera lo que significa esa palabra?
– Claro que sí -respondí-. Significa que ya no puedo más.
Elisa se echó a reír sin alegría, como nunca la había oído reír.
– ¡Que ya no puedes más! -dijo con sorna y con tristeza a la vez-. Ojalá un día tengas que ponerte de rodillas y pedir clemencia como un ser humano, John Silver.
– ¿Y ahora qué soy? -pregunté.
Elisa no respondió. No entendía nada. ¿Por qué no decía lo que pensaba, como acostumbraba, sin rodeos? Para colmo de males, se echó a llorar.
– Pero ¿qué te pasa? -me asombré-. Admito que tal vez no lo pensé demasiado, es cierto. Pero quiero ser yo mismo. ¿No te gusto precisamente por eso? ¿Porque soy como soy? Si quieres que me vaya y os deje en paz a ti y a Dunn, me lo podrías decir en lugar de ponerte a llorar como una cría.
De poco sirvieron mis palabras, porque Elisa lloró con más desgarro.
– ¿Por qué no me puedes decir cuál es el problema? -me impacienté.
– Claro que sí -sollozó al fin-, claro que puedo. El problema es que no entiendes lo que pasa.
Al día siguiente soltamos las amarras del Dana y nos dirigimos hacia Francia. Tanto Dunn como Elisa parecían aliviados al zarpar, y puede que sólo alguna mirada furtiva recordara el día anterior. Teníamos viento de popa, y el Dana navegaba que daba gusto. La espuma salpicaba y formaba el arco iris. El sol brillaba en el salitre adherido a las rojas velas de algodón. El aire me limpió a mí y a los demás, creí, de maldades y errores.
Facheamos sin ser vistos desde Ouessant hasta que cayeron las tinieblas amigas de los contrabandistas y nos escondieron; luego, a través de Le Goulet, pasamos por Brest y remontamos el curso del río Aulne, para fondear tan cerca de Chateulin como nos fue posible debido a la marea. Apenas salió el sol izamos la bandera francesa en la popa.
– No te imaginas cuántos se dejan engañar por una cosa tan simple -dijo Dunn-. La mayoría, y sobre todo las autoridades, están tan apegados a su bandera que no se les ocurre pensar que personas como nosotros podamos cambiar de bandera según nos plazca.
Tomamos la lancha para entrar en Chateulin, aprovechando la marea para no tener que remar, como si fuera una excursión de domingo. Entramos en la taberna Le Coq y Elisa pidió vino tinto para los cinco, porque con nosotros venían dos hombres de Dunn, Edward England, irlandés de pura cepa a pesar de su sorprendente apellido, y un medio franchute, un cruce callejero, me enteré después, entre una puta francesa, y que conste que no tengo nada contra la putas, y un putero de origen inusitado. La descendencia del encuentro atendía por el nombre de Deval. Poco o nada imaginaba yo entonces qué importancia tendrían estos dos señores en mi vida posterior, tan rica en acontecimientos.
En cualquier caso, éramos un grupo bien alegre. Dunn y Elisa tenían conocidos de viajes anteriores; bretones huesudos, de cara colorada, desenfrenados, sin asomo de mal humor. Los negocios se cerraban con un apretón de manos, sin remilgos, al sonido del descorchar de las botellas y de las ostras que desaparecían por el gaznate de un sorbo. Hacían bromas y se metían con todos los que mandasen algo en este mundo; eran tan ácidos como los marineros, pero más alegres. Se relataban historias de los guardacostas, quienes intentaban darles caza tras haber sido engañados por sus maniobras ingeniosas y arriesgadas. La verdad, ¿qué cosas no oiría yo a propósito de aventuras apasionantes y de toda clase de demostraciones de desprecio a la muerte? Mejor dicho, oír sí que oía, pero para entender me veía obligado a confiar en las explicaciones que me daban Elisa, Dunn e incluso Deval.
Cargamos coñac antes de pasar primero por el arsenal de Brest con la marea baja y después por el Chenal du Four, para adentrarnos por Aber-Wrach mientras rayaba el alba y aparecían las aguas en las cuales nos había adentrado Dunn. No había nada más que rocas rosadas, islotes, escollos y arrecifes que, casi siempre, estaban escondidos bajo la marea alta. Para mis ojos cargados y doloridos de cansancio era un auténtico milagro que siguiéramos con vida, pero Dunn, noche tras noche, demostró que en lo último que confiaba era en la Providencia. Le bastaba un asomo de luz de luna, o sólo el brillo de las estrellas, la sonda, las líneas de la brújula, poca cosa más.
– ¿Cómo demonios aprendiste a navegar así? -le pregunté lleno de admiración cuando, la cuarta noche, íbamos a entrar en el río Trieux a través de una malvada olla de rompientes como brujas que brillaban por todas partes como malos presagios-. Tiene que haber alguna forma más fácil de ganarse el pan.
– Sí, seguro que sí -dijo Dunn-, si te conformas con el pan. Pero si además te quieres divertir un poco, tienes que arriesgar.
Desde luego, tenía razón. La verdad es que esta vida valía la pena. Había excitación y aventuras, astucia y traiciones, bromas y apenas nada serio, al margen del viento y el tiempo; no había más religión que volver a casa entero y además ganar unos cuartos. Era la primera vez en mi vida que me sentía libre y forjador de mi propia suerte. Era una oportunidad que no quería perder, y trabajé como una bestia para hacerme indispensable a bordo. Hacía guardias dobles para poder aprender un poco de navegación en los pasos estrechos cuando Dunn llevaba el timón, y también en las travesías más largas, cuando lo llevaba England.
– Deberías irte a dormir -me dijo England-. Tu energía nos está matando a todos. A uno como yo le entran remordimientos de conciencia.
– Ya tendré tiempo cuando me haga viejo -le contesté como se acostumbra a decir, sin tener ni idea de cómo sería entonces.
– Eres joven -señaló England, que tampoco era tan viejo-. Admite un consejo y descansa mientras puedas. Nunca se sabe cuándo tendrás otra oportunidad.
Edward England sabía de lo que hablaba. Según contaba, sus padres participaron en todas las rebeliones contra los ingleses, y por consiguiente perdieron todo lo que tenían, incluido, por así decir, su hijo adolescente, que se había cansado de la vida de prófugo y perseguido, de no pasar nunca dos noches en el mismo sitio, de no tener jamás la barriga llena, ni nadie de su misma edad con quien pasar el rato. El mismo día en que capturaron a sus padres en una cueva de Wicklow-bergen, cuando lo iban a llevar al hospicio, se escapó a Cork. Allí quiso hacerse campesino para pisar tierra firme, como decía él, en lugar del tremedal en el que había vivido desde que sus ojos vieron la luz. Pero ¿qué pasó? Como campesino, naturalmente, se quedó quieto, pero a medida que pasaba el tiempo más se hundía en el barro cenagoso y en el estiércol pestilente. Tampoco era vida para él. Temía que el ir y venir se le hubiera metido en la sangre de tal manera que le hormigueaba el cuerpo si se quedaba quieto. Así que se fue a Kinsale para hacerse pescador y gozar de la vida libre en el mar, como decían los que en el fondo no sabían lo que decían. Porque ¿no era constantemente el mismo trabajo duro en los bancos de pesca, dentro y fuera, ir y volver, no descansar nunca para variar, sino sólo porque el tiempo hacía imposible faenar? Y entonces se estaba obligado a vigilar los amarres o estar de guardia en las anclas. Aquello tampoco era vida. Fue al embarcarse con Dunn cuando pensó que valía la pena la desgracia. A bordo no había prisa, por lo menos si se utilizaba la cabeza para no meterse en líos demasiado a menudo. Al contrario, era importante dormir suficiente y estar descansado de manera que no se cometieran errores idiotas cuando se divisaba en el horizonte la gavia efe los guardacostas.
– Por eso, buen hombre -añadió England-, debes hacerme caso e irte al catre.
– Se bien hasta dónde puedo llegar -contesté.
Y yo creo que todos quedaron sorprendidos de lo que aguantaba. Nada de descanso, ni un minuto de reposo, y siempre con frases alegres, risas y bromas; así era yo, y eso se convirtió en mi sello personal. Eso y el temor que inspiraba, así toda la vida.
Cuando nos acercábamos a la entrada de Saint Malo, con el cabo Fréhel a estribor, a la luz de la luna que dibujaba los contornos, llevaba yo el timón con Dunn a un lado y Elisa al otro. Dunn ya me había explicado lo de las señales y los rumbos, y parecía que estuviera en mi examen de oficial. Y que me lleven los demonios si no emboqué sin que Dunn tuviera que corregirme ni una sola vez. El orgullo y la admiración por mí mismo no tenían límites, al menos hasta que Elisa me pusiera de nuevo con los pies en la tierra, que era en realidad el sitio que me correspondía.
– La verdad, me extraña mucho que siendo tan tonto aprendas tan rápido.
Lo dijo con cariño, pero de todas formas sus palabras fueron como un jarro de agua fría para mi orgullo. ¿Por qué tenía que estropear mi alegría de un momento como aquél? Quizá sólo tenía miedo de que alguien como yo fuera por su camino y no siguiera el de nadie más, y que no me conformaría con menudencias; no en vano había sido capaz de amotinarme. Pero casi siempre me he conformado con cualquier cosa, si era por una buena causa: la mía.
El segundo y último desacuerdo de aquel momento vino de Deval. Cuando estibábamos el ancla para volver a casa no me seguía el ritmo y se limitaba a coger lo que corría por mis manos. Cuando íbamos a cambiar la vela trabajaba tan despacio que sólo era un estorbo; colgar y desgarrar trapos era algo que, por lo menos, yo ya había aprendido en el Lady Mary. Cuando alguna vez amarrábamos en el muelle yo hacía nudos con una sola mano, mientras Deval sólo sabía hacer nudos hacia un lado. Cuando izábamos la lancha con las poleas, Deval apenas podía subir la proa a la superficie cuando la popa, que estaba de mi lado, ya la había subido a la altura de la borda. No, la verdad es que no servía para mucho si nos comparamos honestamente.
Le pregunté a England cómo era posible que Dunn hubiera reclutado como marinero a un inútil como aquél.
– Todos tenemos nuestras cosas -dijo England, que ya era un hombre que más tarde sería respetado por su comprensión-. Siempre puede ser útil tener a bordo a un francés.
– Pero seguro que se puede conseguir mejor gente -repliqué.
– No en nuestros círculos -contestó England-. ¿Conoces a muchos lobos de mar que se las arreglen en otro idioma distinto del suyo? ¿En tierra firme?
Tuve que admitir que no. A bordo del Lady Mary se hablaban todos los idiomas posibles a excepción del español y el francés, ya que la guerra los prohibía, pero nosotros teníamos el idioma propio de los lobos de mar, una jerigonza bienaventurada, mezcla de todos los idiomas posibles. Sin embargo, ¿quién iba a utilizarlo con una mínima seguridad y haciéndose entender? Que yo supiera, nadie.
– Además…
England dudaba.
– … además, no se elige a los más cercanos aunque uno quiera.
– ¿Los más cercanos? -repetí-. ¿Qué quieres decir?
– No sé si debiera decírtelo, pero te aprecio y confío en que sabrás cerrar el pico.
– Claro -aseguré-. Siempre se puede confiar en John Silver.
– La madre de Deval también es la madre de Elisa. Elisa y Deval son hermanastros. Cuando era joven, Dunn fue a un burdel en Francia, como todos nosotros solemos hacer. Cuando volvió el año siguiente le comunicaron que era padre de una criatura, si es que eso se puede saber a ciencia cierta en el caso de una puta, pero el caso es que Elisa era igualita que su padre. Desde luego, Dunn no lo dudó. La criatura era suya. Y no te lo creas si no quieres, pero exigió hacerse cargo de ella; su hija no iba a crecer en un burdel mientras él pudiera evitarlo. Y pudo, ya sabes cómo es, pero a qué precio, si me permites que lo diga. La puta accedió a cambio de una determinada cantidad de dinero, pero además obligó a Dunn a que se hiciera cargo de otro de sus vástagos: Deval.
¡Elisa y Deval, hermanastros! Si no podían ser más diferentes…
– ¡Por todos los demonios! -fue lo único que pude decir.
– ¿Verdad que sí? -contestó England-. Dunn es el hombre más justo que conozco, pero tiene sus puntos flacos. Como todos.
En ese instante apareció Dunn en cubierta. Se puso al lado de la amura y miró hacia la oscuridad. England me dirigió una mirada de advertencia.
– Está bien, Edward -dijo Dunn sin darse la vuelta-. Debería habérselo contado yo mismo. Supongo que me daba vergüenza.
– ¿Te daba vergüenza? -pregunté-. ¿Por qué?
– Por navegar con un marinero inútil. Porque eso es lo que es. Pero di mi palabra, así que no se puede hacer nada.
Pensé que no era tan difícil hacer algo, pero no dije ni pío.
– Sin embargo -continuó Dunn-, no di mi palabra de contarle a Elisa cuál es su procedencia. Ninguno de los dos lo sabe. Os pido que lo tengáis muy en cuenta. Sí: a ti, Edward, no necesito decírtelo. Todos tenemos nuestros puntos flacos, es verdad. El mío es Elisa. Así que ya lo sabes, John.
– Hago todo lo que puedo -contesté.
– Es preciso que Elisa sea feliz -dijo Dunn en un tono que no se diferenciaba mucho del de Wilkinson.
Dio media vuelta y se volvió al camarote, ya que no estaba de guardia.
– Nunca entenderé a la gente -dijo England en voz baja al cabo de un rato-. Y mucho menos a los padres. ¿Sabes por qué me pusieron England? Para que nunca olvidara al opresor de nuestro país. Para que me rebelara y luchara contra los ingleses con las manos desnudas si fuera necesario. ¿Te imaginas?
Guardó silencio y continuó tras un momento de reflexión.
– Pero una cosa es bien cierta: aprecio mucho a Dunn, aunque por nada del mundo quisiera ser su yerno.
Yo ya empezaba a creer que algo de verdad había en sus palabras, al margen de lo que yo sintiera por Elisa y por la vida en libertad de los contrabandistas en alta mar, que por lo demás parecía una forma de vida adecuada y agradable para un tipo como yo.
– ¿Por qué tiene que ser todo tan complicado? -pregunté irritado-. Llevamos una vida que ya la quisieran muchos. Igual que ese Deval, que se enfada sólo porque soy mejor que él. Y luego resulta que no se puede hacer nada para remediarlo. Ni siquiera tirar al pobre diablo por la borda.
– No te preocupes -dijo England de buen humor-. Podía haber sido mucho peor.
– ¿Quieres decir que todos tenemos nuestros puntos flacos?
– Exacto.
Estaba claro que tenía mucho en qué pensar, pero no me dejé abatir. No tenía intención de dejar a Elisa mientras ella me permitiera ir a mi aire. Sólo me preocupaba una cosa: saber qué unidad de medida utilizaba Dunn para calcular la felicidad de su hija. ¿De qué se trataba? ¿De que no llorara más que una vez al mes? ¿Que pareciera contenta la mayor parte del tiempo? ¿Que hablara como siempre, a mi costa? Por ejemplo, a ojos de Dunn, ¿era culpa mía que Elisa se pusiera triste porque yo, como ella lo expresó, era demasiado tonto para entender lo que no entendía? ¿Me iba a cargar Dunn con esa responsabilidad? En fin, estuve dándole vueltas a estos asuntos hasta que me rendí, cansado de hacerme preguntas que no podía contestar, por lo menos con toda sinceridad.
Lo cierto es que los enfados de Deval no me preocupaban en absoluto. Al contrario: me hacían ser especialmente amable con él después de entender que estaba a bordo para quedarse. Con amabilidad conseguía más de lo que se podía esperar. Cuando atracamos bajo los muros de granito de Saint Malo había conseguido de él mucho más de lo que hubiera deseado. Ahora era casi como un perro, y me hubiera lamido el culo con sólo pedírselo, cosa que me cuidaría muy mucho de hacer. No estaba el horno para bollos.
Dunn tenía negocios con los armadores bien establecidos de Saint Malo, que cargaban sus barcos con cualquier mercancía, ya fuera bacalao o producto de los saqueos de los corsarios, pasando por los botines logrados y las mercaderías corrientes. Se llevó a Elisa para que no lo engañaran, cosa que podía ocurrir fácilmente con gente tan especuladora como aquélla. England sugirió que nosotros tres, que componíamos la tripulación, nos habíamos ganado merecidamente una noche de asueto sin mujeres ni capitanes, como dijo él.
Así pues, tres marineros desenfrenados se mezclaron con otros muchos en la Rue de la Soif, la calle de la Sed, donde las fondas, las tabernas, los tugurios, las cervecerías y las bodegas se sucedían una tras otra. Fuimos de tasca en tasca, probamos todas las bebidas posibles, de todos los colores del arco iris, e incluso algunas más; blasfemamos y reímos, gritamos y voceamos, entonamos canciones descaradas y atrevidas, contamos historias de los personajes más pintorescos que habíamos conocido en los puertos y en el mar, fanfarroneamos de nuestras bravuconadas marinas cuando capeamos un temporal, o de las ocurridas en burdeles, cuando bullían los sentimientos; les tocamos el culo a las camareras y nos arrearon más de una bofetada como respuesta; nos peleamos con cuatro holandeses de gorra roja y supimos que seguíamos vivos, así que al final, extenuados, bizcos y encorvados de cuerpo y alma, pero satisfechos con el trabajo del día, nos quedamos agarrados a una cerveza tibia como un meado en un local que se llamaba Liberty Bar. Las fuerzas y la resistencia nos habían abandonado, y entonces, como acostumbra a pasarnos a los lobos de mar a última hora, llegó el lloriqueo, la añoranza del hogar, la autocompasión, el pensar en todas las cosas que no nos habían salido bien.
El propio England, que durante mucho tiempo no había demostrado ninguna debilidad en este sentido, se puso a hozar en los rincones más tristes de su vida, que aparentemente era tan sencilla.
– ¡Por todos los demonios! -exclamó-. No debería haberme embarcado nunca. Presiento que esto acabará mal. Me debería haber quedado en tierra firme, diablos, haber conservado un pedazo de tierra.
– ¿Y ahogarte en la mierda de vaca y en el estiércol? -le reprendí-. ¿Hubiera sido mejor?
Deval empezó a desvariar sobre su querida y añorada madre, que según decía murió antes de que él naciera, y siguió con toda clase de desatinos sobre sí mismo, que no servía para nada, y se quejaba de que todos lo miraban por encima del hombro sin que él se lo mereciera.
– Tú estás aquí -le dije-. Eso es lo que falla.
– ¿Qué quieres decir con eso? -preguntó. Se le trababa la lengua.
– Cuando los otros te miran, se ven reflejados en ti. Y está claro que no les gusta lo que ven.
– ¿Tú crees? -preguntó Deval casi radiante, como si su desgracia hubiera adquirido un sentido en la vida. Luego continuó-: ¿Y tú? ¿Tú también te ves reflejado en mí?
– No, por Dios. Si así fuera, me colgaría en el primer árbol que encontrase.
Llegados a este punto, Deval apoyó su mugrienta cabeza sobre mi hombro e hizo un puchero.
– John, quiero ser tu amigo -dijo.
– Deval -contesté-, por mí puedes hacer lo que te dé la gana siempre y cuando no me mezcles.
Después salimos del Liberty Bar dando tumbos, tartajeando y alborotando como buenos amigos: la borrachera nos hacía creer que lo éramos. Pero una cosa comprendí cuando me desperté a la mañana siguiente, con la impresión de que los ojos me iban a saltar de las órbitas: que no merecía la pena beber para olvidar, si no era eso lo que quería. Lo dicho, nada importante, me entró por un oído y salió por el otro. Así era la vida. Otros ahogaban sus penas y yo las recordaba. Al menos las penas de los demás, claro.
Dunn se rió de buena gana al ver la cara que teníamos al día siguiente. Elisa no estaba tan contenta. Aseguraba que tenía dolor de cabeza por culpa de nuestros vapores en el camarote, pero nosotros nos negamos rotundamente a admitirlo. Cargamos con cierta fatiga lo que necesitábamos para apagar la sed al otro lado del canal. Dunn y England estuvieron hablando de la guerra mientras nosotros esperábamos que la marea nos pusiera a flote, treinta y seis pies de fondeo había por allí, pero me hice el sordo. La guerra no era asuntó mío.
Cuando nos acercábamos a Irlanda nos quedamos al pairo hasta que amaneció, y navegamos después hacia tierra para mezclarnos con los balandros que estaban de pesca en los caladeros de Old Head. Echamos las redes durante casi todo el día para demostrar que éramos gente de honor, legales, por si alguien se extrañase. Ya al anochecer recogimos igual que los demás, enfilamos hacia Kinsale y fondeamos cerca de los muelles de pescadores después de haber dejado a Elisa en Lazy Cove.
Descargamos al amparo de la oscuridad y nos encontramos con los amigos de Dunn, que nos ayudaron a transportar la carga por Nicholas Gate. Los guardias nos saludaron, pues sabían qué recompensa les esperaba por cerrar los ojos o por mirar hacia otro lado. Hacer guardia en Nicholas Gate era tan atractivo que nadie, ni el soberano, ni el gobernador de Kinsale, ni los ingleses, consiguió nunca que los guardias delataran a los contrabandistas. Después oí decir a un pescador de Kinsale que iba en compañía de Edward England que Nicholas Gate, así de claro, había sido tapiada a cal y canto, y que a partir de entonces se llama la Puerta Ciega.
Naturalmente, dudé en pasar el muro que rodeaba al capitán Wilkinson, pero el mismo Dunn dijo que el riesgo era mínimo. Estaba entre amigos acostumbrados a moverse por la ciudad sin que se les viera o se les oyera, así que los acompañé y me llevaron por estrechos pasajes hasta Tap Tavern, la taberna de la mujer del herrero, donde había irlandeses como Dunn, honestos e insobornables, que amedrentaban a los soldados ingleses para que se fueran con la música a otra parte.
He estado en muchas tabernas en mi vida, como corresponde a la profesión; casi todas están olvidadas, a Dios gracias, pero Tap Tavern es un caso aparte. Mary y su hijo Brian, el hogar donde chisporroteaba el fuego; los gatos negros, uno de los cuales, muy a la irlandesa, fue bautizado con el nombre de Cromwell, lo mismo que a England se le bautizó como England; la medida de whisky de cobre que estaba colgada en los ganchos del techo; el examen de oficial herrero y las miniaturas que se apretujaban con los barriles en el espacio que había detrás de la barra; los bancos corridos a lo largo de las paredes, con la pátina que sólo da el uso; las jarras con el nombre de los clientes fijos grabado en las asas; los pomos de latón brillante en los grifos de la cerveza… Todo esto bastaba para que incluso yo me tranquilizara y me sintiera en casa, como siempre había deseado.
Mary, como es de suponer, lo sabía todo acerca de todos los de Kinsale, ya fueran residentes o transeúntes como yo. Con los ojos entreabiertos y una boca vivaz, que relampagueaba con una sonrisa o con el gesto torcido, según fuera el tema y la persona, se la veía detrás de la barra dispuesta a cualquier cosa. La verdad es que ahora entiendo que gracias a Tap Tavern y a Mary yo compré luego la taberna Spy-Glass en Bristol. ¿Por qué me iba a ir arrastrando con una sola pierna, buscando a la carroña de Billy Jones cuando, tal como hacía Mary, podía obtener toda la información que necesitaba sin moverme del sitio?
La escasa tripulación del Dana rizamos el rizo para celebrar nuestro primer viaje como socios. Nos habían pagado la mercancía y llevaba en el bolsillo el peso de catorce libras. Era bien distinto que el miserable sueldo del Lady Mary, en caso de que te lo pagaran, aunque una parte de las catorce libras se tuvieran que ahorrar para el siguiente viaje. Pagué una ronda y me hubieran pagado unas cuantas más, como es costumbre en Irlanda, si no se hubiera abierto la puerta dando paso a un hombre que tras echar un vistazo al local se dirigió directamente hacia nosotros. Saludó a Dunn con la cabeza y luego se volvió hacia mí.
– ¿Te llamas John Silver? -preguntó como si fuera lo peor que pudiera ocurrir en la vida.
– ¿Y si así fuera? -pregunté.
– Si así fuera -dijo el hombre-, harías bien en salir por piernas lo antes posible. El nuevo gobernador del fuerte ha enviado a un montón de gente en tu busca.
– ¿El gobernador? ¿Qué podría querer de un pobre hombre como John Silver? ¿Es que ha hecho algo malo?
El hombre se volvió hacia Dunn, que parecía una nube de tormenta. Me pareció impresionante.
– Los ingleses afirman que es un peligroso espía a cuenta de Francia, y que se metió en el fuerte hace unos días.
La cara de Dunn se ensombreció más aún.
– Claro que es mentira -añadió el hombre rápidamente-. Pero puedes dar por hecho que quieren colgar a John Silver, aunque no entiendo por qué.
Hizo un movimiento con los brazos.
– Así que eso es lo que quieren -grité indignado, sin poder contenerme más-. Pues entonces, maldita sea, me voy a adelantar. Piensan colgarme para que nadie se entere de lo que ocurre en su fuerte ejemplar, en sus disciplinadas cabezas. Pero no les va a servir de nada, tan cierto como que me llamo John Silver.
Así pues, me dispuse a relatar de nuevo toda la historia en voz alta, para que la oyera todo el que quisiera.
Mary aguzó el oído, nadie podía dudarlo si tenía ojos en la cara, y que mi historia se iba a propagar como la pólvora también estaba fuera de toda duda. Pero era una pobre venganza.
– Y por eso, ¿va a columpiarse en la horca un hombre como yo, un marinero inocente? -concluí-. ¿Os parece justo?
Oí un murmullo de asentimiento desde varios rincones.
– ¿Y creen que será suficiente? No, porque cuando yo les haya lavado sus trapos sucios ante todos y cada uno de nosotros, me colgarán de todas maneras por espía, para que nadie se atreva a creer que mi historia es verídica. Así se hacen las cosas en este mundo, en nombre de Dios y del Rey. A uno lo cuelgan por decir la verdad y por expresar sus sentimientos. Pero subid al fuerte y pedid que os permitan hablar con el gobernador Warrender o con la casquivana que tiene por hija y veremos lo que responden. O preguntad por sir Ashurst. Preguntadles si ya se ha despertado, el muy dormilón.
Noté un brazo en mi hombro. Era England.
– Tranquilízate, John -dijo.
– ¿Tranquilizarme? ¿Por qué demonios me iba a tranquilizar? ¿Me lo quieres explicar?
– Por tu bien, ya que no por otra cosa -dijo England.
Esta vez sí que metió el dedo en la llaga.
– Si continúas vociferando así -continuó-, los casacas rojas no tardarán en presentarse para colgarte del árbol más cercano sin darte tiempo de rezar tus últimas oraciones. Además…
– Sí, ya lo sé -le interrumpí-. Además, podía haber sido mucho peor. Podía estar muerto, por ejemplo. Una cosa es verdad, y es bien sabida: nunca entenderé a los irlandeses, pero puede que tengas razón de todas maneras. ¿Qué propones?
En ese momento comprendí que debería haberle hecho aquella pregunta a Dunn, no a England. Dunn me lanzó una mirada escalofriante que me puso la carne de gallina.
– Lo mejor que podemos hacer es irnos a Francia -dijo England-, y que tú te quedes allí hasta que pase la tormenta.
England pasó una mano por el hombro de Dunn, lo mismo que me había hecho a mí, tranquilo y sosegado, como si no hubiera ocurrido nada. Claro que no era a él a quien buscaban para colgarlo.
– ¿Qué dices tú, Dunn? -preguntó England-. Por lo visto, están bien cerca, y no queremos ahogar a toda la población de Cork en coñac, pero podríamos llevar a John y nosotros aprovechar para traer otro cargamento. Seguro que lo vendemos.
Dunn apartó la mano de England.
– ¿Y Elisa? -escupió.
¡Y yo que había creído que estaba loco de preocupación por mí! ¡Lo que se engaña uno! Tuve ganas de decirle que unos callos de los maravillosos pies de su hija no eran gran cosa comparado con los daños que podrían sufrir mi nuca y el resto de mi cuerpo cuando me pusieran la soga al cuello.
– ¿Por qué te preocupas por ella? -dijo England con gran sensatez-. Sabes tan bien como yo que sabe arreglárselas sola y que nos esperará en Lazy Cove. ¿Por qué le iba a ocurrir algo justamente esta noche?
»No ganamos nada si seguimos perdiendo un tiempo que puede ser precioso -sentenció England con una voz autoritaria de la que no le creía capaz.
Tras ello tomó el mando y nos sacó de Tap Tavern. Antes de que se cerrase la puerta me encontré con la mirada de Mary y noté que me entendía y que haría todo lo que estuviera en su mano por mí. Antes de que amaneciera, toda la ciudad sabría lo de los Warrender, padre e hija, lo del yerno Ashurt, y la poca importancia que tenía el papel del supuesto espía en aquella comedia. Comprendí demasiado tarde que todo aquello también llegaría a oídos del capitán Wilkinson, pero ¿qué importancia tenía? Corría el riesgo de acabar colgado, está bien claro. Ser espía o amotinado, ¿qué más daba? A muchos los habían colgado por menos. El castigo por robar un saco de patatas irlandesas medio podridas era el mismo que por cortarle el cuello a un capitán de navío. ¿De qué me quejaba? Me colgarían con razón, aunque todo fuera una cochina mentira.
England nos llevaba por delante a Dunn y a mí, como si fuéramos dos ovejas, a través de las mismas callejuelas oscuras que habíamos recorrido a la ida. Detrás venía Deval al trote.
– Te ha llegado la gran oportunidad -le dije-. Ser amigo mío, como querías si mal no recuerdo. Ayúdame a salir de ésta y serás uno del grupo, uno de los amigos de John Silver, ni más ni menos.
– John -dijo Deval con una voz repleta de agradecimiento-, puedes confiar en mí.
A pesar de las circunstancias, tuve serias dificultades para contener la risa, pero por una vez estuve seguro de que nadie comprendería qué me parecía tan divertido.
Alcanzamos el muelle de los pescadores sin que nadie nos molestara. Subimos a la lancha y fue entonces, cuando ya no nos podía oír nadie desde tierra firme, cuando England nos expuso sus planes.
– Tú y Dunn cogéis la lancha y vais hasta Lazy Cove ahora mismo. Deval y yo aparejamos el Dana para navegar y os seguimos tan pronto como podamos. Fondeamos lejos de la playa y esperamos a John. O a los tres. El viaje lo podemos hacer igual de bien si vamos toda la tripulación. ¿Tú qué dices, Dunn?
– Elisa y yo nos quedamos -declaró Dunn-. Comprenderéis que no podemos desaparecer al mismo tiempo que John. Si aún no nos consideran sus cómplices, lo harán si nos vamos de aquí. ¿Y qué creéis que le pasaría a Elisa en ese caso?
– Tienes razón, Dunn -convine-. Me marcho solo. No quiero viajar como una mercancía, tal como te dije cuando nos conocimos. ¿Recuerdas? ¿Te acuerdas que me ofrecí a marcharme, que John Silver no quiere ser una carga para nadie?
Dunn no contestó. Realmente, era como si yo hubiera dejado de existir mientras él no supiera a ciencia cierta si le había pasado algo a Elisa. Fue un viaje fantasmal en la lancha, con neblina y lloviznando, con los contornos de los dos fuertes uno a cada lado de nosotros y Lazy Cove, una oscura grieta de mal agüero en alguna parte más alejada. El único sonido tranquilizador era el ruido amortiguado de un motón y una vela que se hinchaba; el Dana que avanzaba sigiloso tras nuestra estela.
Cuando llegamos, Dunn saltó a tierra y corrió hacia la casa por el sinuoso sendero. Yo al menos tuve el sentido común de sacar la lancha a tierra antes de salir disparado tras él, pero aún me dio tiempo de notar que llevaba encima la pistola que Dunn me había regalado y también de pararme a cargarla.
Y menos mal, porque cuando llegué a la casa estaba Dunn al lado del hogar con un trozo de tela roto en las manos, el mismo algodón blanco, me pareció, que silueteaba tan bien los contornos de Elisa cuando entraba y salía por la puerta iluminada por el sol, hacía muy pocas semanas. Pero vi también a la luz de la lumbre que la tela blanca estaba manchada de rojo. Miré rápidamente a mi alrededor. Estaba todo revuelto. Los cofres estaban abiertos y con los cerrojos rotos, y el contenido aparecía esparcido por toda la habitación.
Y entonces me vio Dunn, si es que fue a mí al que vio, y su cara se torció en una mueca pavorosa.
Se había vuelto loco, pensé, loco de remate. Pero no por mí, de eso estaba seguro.
– ¡La has matado! -gritó-. ¡Has matado a Elisa!
– ¡Por todos los diablos! ¡Sabes de sobra que no! -le respondí también gritando-. Lo sabes tan bien como yo.
Por lo visto, eso era lo que no sabía. Vi desaparecer su brazo tras la espalda, y acto seguido tenía su bien afilado cuchillo de marinero en la mano y corría hacia mí como un demente. En el último momento saqué la pistola y le disparé en el pecho. Quizá murió en el acto, pero continuó hacia delante, vivo o muerto, me cortó la pernera del pantalón y me hundió la hoja en el muslo. Después cayó pesadamente ante mis pies, sobre aquella tierra irlandesa bien apisonada, y cuando de nuevo todo estuvo en completo silencio comprendí que no era a Dunn a quien había disparado, sino a Elisa, caso de que aún estuviera viva.
No estaba satisfecho, he de reconocerlo. Pero comprendí a tiempo que no podía quedarme donde estaba si quería seguir viviendo la única vida que me ha tocado en suerte. ¿Qué les iba a decir a England y a Deval? Desde luego, imposible contarles la verdad. La promesa de Deval, cuando aseguró que iba a ser mi amigo, ya no valía nada. Cualquiera podía comprarlo con una pizca de amabilidad. England era otro cantar. Nada parecía afectarle. Todo podía ser peor o tener varias caras. ¿Cómo se podía confiar en un tipo así? Por lo tanto tenía que mentir para estar a salvo, dar alguna explicación factible. ¿Qué podía ser?, me preguntaba. Que los ingleses se habían escondido en la casa a esperarnos, que fueron ellos los que dispararon a Dunn, pero que yo había escapado; esto me pareció natural. Sin embargo, los ingleses no podrían haber disparado solamente un tiro. Así pues, volví a cargar y disparé varios tiros en la oscuridad mientras bajaba hasta la playa donde estaba atracada la lancha. Una vez allí me tiré en el sollado y remé con todas mis fuerzas, con una breve pausa para disparar un último tiro que envié a la altura del agua y que con un poco de suerte daría en el casco del Dana para que mi relato resultara más real. Yo vivía, como suele decirse, de fiado. En lo sucesivo, y para siempre, se había acabado mi tranquila y cómoda existencia en tierra. Y ya estaba bien, porque ese idilio no era lo más apropiado para un tipo como yo.
Remé hasta que el sudor empezó a caerme por el rostro; la cara me ardía y la herida me sangraba copiosamente. No tardó mucho en aparecer la silueta del Dana en la oscuridad, irreal como un holandés errante, con dos siluetas apoyadas en la amura, dispuestas a echarme una mano. Dejé que la lancha rozara el costado del Dana con un ruido sordo y me colgué de la escalerilla de mano con mis últimas fuerzas. No creo que exagerase, y recuerdo que me dio tiempo a pensarlo, antes de notar que England me izaba a bordo con sus fuertes brazos, como si fuera un barril de coñac.
– ¡Deprisa! -dije jadeando-. ¡Los ingleses están en camino!
– ¡Ata la lancha a popa! -dijo England a Deval sin preguntarme más de momento-. Ya la subiremos luego.
Como hombre previsor que era en los buenos momentos, England había dejado el Dana a la deriva en lugar de anclarlo, porque no tardé mucho en oír el estimulante murmullo del agua que corría por el casco del Dana.
Cuando noté el pulso lento de la marejada que nos hacía subir y bajar acompasadamente y nos removía el estómago, me levanté con esfuerzo y relaté mi versión de los hechos. No se alegraron ni Deval ni England, pero me creyeron, por lo que consideré que se cerraba un capítulo y otro nuevo empezaba en esa historia que precisamente era la mía, y que hubiera sido difícil de creer de no haber sido atestiguada por mis propios ojos. Tenía sus más y sus menos, como habría dicho England, pero no era desde luego desagradable estar en el centro. No puedo negar, ni tampoco olvidarlo sin más, que no era tan divertido ser Dunn, Elisa o Deval, pero sus desgracias eran suyas y allá ellos con sus problemas. ¿Por qué iba yo a pagar por sus vidas, si yo sólo me ocupaba de lo mío y dejaba a los demás que hicieran lo mismo?
Pero Elisa… No pude evitar pensar en ella cuando la última luz del día desapareció tras el faro de Old Head of Kinsale. A pesar de todo, quizás Elisa había intentado darme algo que yo de hecho no tenía, pero por mi vida que no entendí lo que era. Tampoco se me podía cargar con ello. Quise convencerme de que entre los millones de mujeres que habitaban la Tierra tenía que haber otras como Elisa. Quizá sea cierto pero, maldita sea, yo no he conocido a ninguna en toda mi larga vida.