158285.fb2 Long John Silver - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 15

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Capítulo 14

Había oído que, de todos los nombres y lugares, el Angel Pub era el sitio idóneo para testimoniar en los casos de ahorcamiento. Era sabido que el juez Jeffries acostumbraba sentarse allí para quitarse el mal sabor de las ejecuciones con una o dos jarras de cerveza sin necesidad de mezclarse con el populacho en el mismo muelle de las Ejecuciones, donde se erigían las horcas alineadas como espantapájaros, para atemorizar a tipos como yo.

Cuando llegué, tres condenados se balanceaban de sus respectivas horcas. Me sacaban las lenguas azuladas, oscuras, o mejor dicho, lo que quedaba de las lenguas después de haberlas picoteado los grajos, los cuervos, las cornejas y las gaviotas, y me miraban con las cuencas de los ojos vacías. Los rodeaban enjambres de moscardones con un zumbido ansioso, y vi incluso hormigas. Tenían las carnes hinchadas y destrozadas por los picos voraces.

Sin duda, eso era la muerte, pensé. Los que perdieron la vida en los combates del Walrus, fueran nuestros o de los otros, estaban todavía calientes y aún eran seres humanos cuando los tirábamos por la borda o los enterrábamos en la arena. Había cadáveres, los que hubieran recibido una puñalada por la espalda, que igual podían estar vivos que muertos. Aquí, por el contrario, por Dios que no había necesidad de preguntarse si era la hora de la extremaunción, caso de que alguien la deseara. De todas maneras, ya era demasiado tarde.

Tiré de la pierna de uno de los cadáveres cuando pasaba por su lado. El aire se llenó de insectos, y el cuerpo giró de un lado a otro como el péndulo de un perpetuum mobile. Un lodo amarillento y pestilente empezó a gotear en el suelo; por lo visto, era un manjar para los moscardones, que se arracimaron alrededor de los goterones. Por gusto pisé unos doscientos y espanté a los pájaros. Yo tampoco era más que un ser humano, aunque fueran legión los que afirmaban lo contrario.

– ¡Dios lo bendiga! -oí que decía tras de mí una voz quebrada.

Me di la vuelta y vi una enjuta y pobre vieja a decir verdad más muerta que viva.

– Y ¿por qué iba a hacer Dios una cosa así? -pregunté.

– Porque usted espantó las moscas y los pájaros -dijo.

– Ni por éstas lograría mi bendición -dije con toda mi amabilidad, que no fue poca-. Por la suerte que me ha deparado la vida, seguro que verá usted que es voluntad inmensurable de Dios alimentar a los pájaros y las alimañas con los cadáveres de los pecadores y los ahorcados. Y en ese caso he atentado contra la voluntad de Dios.

– Mi hijo no ha pecado -aseguró la vieja.

Seguí su mirada y reparé más atentamente en uno de los cadáveres, pero no pude descubrir ningún parecido patente.

– ¿Qué hizo para acabar aquí? -pregunté.

– Cazaba conejos en las tierras del duque. No teníamos nada que comer, le prometo señor que fue así.

– ¡Por todos los demonios! -exclamé-. ¿Es que en este país pueden colgar a uno por cualquier cosa?

Efectivamente, se podía: ya lo había oído antes. ¿Cuántos se habían hecho caballeros de fortuna porque de todos modos acabarían colgándolos, ya fuera por una cosa o por otra, casi siempre por banalidades? En mis paseos por Londres había visto los anuncios de la nueva Ley de Hurtos, que estaban clavados por todas partes. A partir de entonces, estaba escrito con letras bien grandes, que cualquier robo cuyo valor superara los cinco chelines se castigaría con la muerte. Con eso se supo lo que valía la vida de una persona. ¡Cinco chelines! Pero… ¡ser ahorcado por cazar conejos, que además se reproducían justo como lo que eran…!

Me quedé un rato delante de los tres cadáveres, grabando el espectáculo para siempre en mi memoria. A pesar de todo, era lo que había querido ver sin rodeos ni añadidos. Me faltaba ver un ahorcamiento en directo, observar y aprender del mismo momento de la muerte, por mucho que lo temiera más que a nada en el mundo. Es decir, no temía a la misma muerte, porque era la nada, sino a la sabiduría de un tipo como yo, deseoso de vivir a cualquier precio, convertido de golpe en un cadáver putrefacto que sacaba la lengua violácea al mundo entero, sin provecho para ninguna de las partes.

Me despedí de la vieja, que se quedó sentada con las manos juntas, y dirigí mis pasos hacia el Angel Pub. En la puerta de la taberna alguien había pintado un ángel al que daban una bofetada cada vez que algún diablo sediento como yo abría la puerta. Por lo demás, el local no era digno de pasar a la historia, con la posible salvedad del hombre que estaba detrás de la barra, que por su tamaño más bien parecía el mismísimo arcángel. Antes de mirar a mi alrededor le pedí una cerveza a aquel personaje. Allí estaba sentada la colección habitual de bebedores abatidos, con todos sus matices y clases. Sólo uno se diferenciaba del grupo. Era un hombre que llevaba una peluca gastada y toscamente empolvada, que tenía montones de papeles delante de sí y que me miraba con dos ojos despiertos y rápidos, con verdadero interés, desde la mesa situada junto a la ventana, por la que gozaba de una vista inmejorable de las horcas erigidas en el muelle de las Ejecuciones. La mesa era grande, y me acerqué a preguntarle con suma cortesía si tenía algún inconveniente en que me sentara allí, más que nada por la vista, tal como le dije. Hizo un gesto afirmativo y siguió observándome mientras yo bebía y me acostumbraba al espectáculo de los cadáveres suspendidos.

– Entiendo que le interesen los ahorcamientos -dijo el hombre, siguiendo mi mirada.

Asentí con la cabeza sin comprometerme.

– No es usted el único -continuó-. Tendría que ver cómo está esto el mismo día del ahorcamiento. La gente acude como las moscas a los cadáveres un par de días después. Pero ¿se ha preguntado usted por qué? ¿Qué es lo que atrae a la gente, qué les hace salir de casa para presenciar la desgracia ajena? Si con eso consiguieran un trozo de cielo o del infierno… Y probablemente sea esto último, ya que ¿cómo sería si los que castigamos aquí en la Tierra acabaran sus días en el Paraíso? Quiero decir que no puede ser. Es algo más sencillo que todo eso. Mientras vive, uno quiere ver cómo se comporta la gente ante la muerte; uno quiere despreciar a los débiles que piden clemencia y admirar a los fuertes que van al encuentro de la muerte orgullosos y con la cabeza bien alta. O, aún mejor, los que van a su encuentro riendo. Esto, señor mío, la risa ante la muerte, es la reacción más deseada por todos. Siempre son los que sonríen o se ríen a carcajadas los que provocan los vítores e incluso aplausos del público. Lo que en el fondo queremos creer es que la muerte no ha de tomarse en serio, que no se ha de tener en cuenta. Si no, la vida resulta insoportable. Las promesas del Paraíso y del Reino de los Cielos, las promesas que reparten los curas con sus manos rechonchas, no surten ningún efecto en este mundo, créame. Las autoridades se imaginan que el gentío se arremolina ante las horcas para mofarse y escupir a los criminales, es decir, por respeto a la ley; piensan incluso que aquí vienen los criminales para escarmentar y para que se les quiten las ganas de cometer otros crímenes. Y es todo lo contrario. Es sobradamente conocido que montones de rateros acuden cuando la masa se arremolina ante la horca. Pero ¿qué otra cosa cabía esperar? Uno, que no carece de experiencia, se atreve a afirmar que conocer a la gente nunca ha sido uno de los puntos fuertes de los jueces. Los criminales… ¿cómo iban a ser testigos voluntariamente de una cosa tan desagradable como es su posible propio fin? Por ejemplo, usted mismo ¿qué piensa al respecto? ¿Qué sentido tendría un acto como éste?

– Algún que otro ahorcamiento seguramente anima a la reflexión -dije yo-. No es fácil vivir a la sombra de la horca si uno quiere sobrevivir.

– ¡Vaya! -exclamó el hombre con una sonrisa no del todo desagradable y mirándome satisfecho y algo socarrón-. Una reflexión interesante. Si no tiene inconveniente, la voy a recordar.

– ¿Por qué iba a molestarme?

– A pesar de todo, el pensamiento ha sido suyo. Y tengo la mala costumbre de hacer míos los pensamientos ajenos. He notado que a algunos no les gusta. Pero si usted me permite…

– ¡Sírvase, por favor!

Sin embargo, me quedé un poco sorprendido cuando sacó un lápiz y anotó mi pensamiento.

– Sólo una nota recordatoria -explicó cuando hubo acabado-. Ya no soy un niño, como puede ver. No me atrevo a confiar en la memoria. Hay infinidad de cosas que debo recordar.

Parecía que recapacitara sobre aquello antes de concentrar de nuevo sus pensamientos en mí.

– ¿Y a usted? -preguntó-, ¿por qué le interesan las ejecuciones?

Lo preguntó con una actitud de lo más inocente, pero a pesar de ello tuve la convicción de que, con toda su amabilidad, estaba a punto de engañarme. Ya no podía responder como a mí me apeteciera sin parecer uno de los que viven a la sombra de la horca, uno de los que iban por el camino más ancho, de los cuales tal vez me había erigido en portavoz. Quizás el viejo me había descubierto desde el principio: acaso descubrió algo en mis formas o en mi ropa que me delató. En realidad, ¿quién era, qué pretendía? De cualquier forma, me había dejado sin palabras aunque sólo fuera un momento, lo cual no ocurría muy a menudo.

– Espero que no se haya molestado -prosiguió como si me hubiera leído el pensamiento-. No era mi intención ser indiscreto. Sólo me di cuenta que dedicaba una atención extrema y poco común a aquellos tres pobres de allá, y por eso me entró la curiosidad. Es otra de mis malas costumbres.

– Entonces tenemos algo en común -dije, aliviado por el giro que había tomado la conversación, que me pareció a mi favor-. Me gustaría mucho saber por qué está usted sentado aquí, todo un caballero, como bien se ve, con montones de papeles ante usted. No entiendo qué hace usted en el Angel Pub, en Wapping, el barrio de los marineros, espiando a la gente normal y corriente como yo.

– ¡Espiar! -rió con un cloqueteo-. Acaba de decir una verdad más grande de lo que usted se imagina.

Espiar, sí, eso es lo que hago, eso he hecho desde que tengo uso de razón. Pero no sólo a la gente normal y corriente; desde luego, no creo que usted sea de ésos. Es cierto que espío, pero espío a todos sin distinción, los de arriba y los de abajo, los legales o los ilegales, los buenos y los malos. Me he convertido en el cronista de nuestra era.

Hice un gesto como si quisiera hablar, pero de todas formas no me entendió.

– ¿No me cree? -dijo-. Pues mire.

Me puso un papel ante la nariz.

– He tardado meses en acabar esto. ¿Se imagina? He dedicado meses de mi vida sólo a contar lo que hay.

Lo dijo como si de veras lo sintiera, pero en realidad daba brincos de satisfacción… por sí mismo, se supone.

– ¿No le parece extraño que sólo yo sepa en realidad lo que hay en este hormiguero llamado Londres? He preguntado al Rey y al Parlamento, al alcalde y a los fiscales, pero nadie, como se puede usted imaginar, nadie tiene una visión general. Entonces me vi obligado a contar: desde los mercados de carne, y hay catorce en total, hasta las cárceles, que son veintisiete, quizá tantas, creo yo, como en todas las ciudades del continente juntas. Aquí está todo. Y ése es el precio, comprenderá usted, que pagamos por vivir en un país que se vanagloria de tener más libertades que ningún otro. He contado a los muertos y a los enterrados, así como a los vivos y a los bautizados, los enfermos y los sanados en los hospitales, los vagabundos atendidos y los pedigüeños, los condenados a muerte y los liberados. Lo he contado todo. Las iglesias también. ¡Mire aquí! En Londres hay trescientas siete iglesias, de las cuales cincuenta están en construcción, y no he contado las casas de oración de los discordes, ya que, según la ley, es como si no existieran. Y ahora se preguntará usted, naturalmente, si Dios tiene necesidad de tantas iglesias, el triple de las escuelas y quince veces más que hospitales. Para eso, señor mío, no existe respuesta, que yo sepa, pero sí se podría decir que todas esas iglesias no bastan teniendo en cuenta la gran cantidad de cárceles, en primer lugar las normales, pero también las cárceles de morosos, donde se dejan encerrar voluntariamente los que tienen dinero hasta saldar la deuda o hasta que el asunto ha prescrito, para ahorrarse la vergüenza de ir a parar a una cárcel de las normales. Así es, pero estas cosas sólo se averiguan si uno se toma la molestia de mirar a su alrededor, como un espía si usted quiere, y contar, ser el contable de la vida. ¿No le sorprende? Seguramente no sabía que hay diez instituciones privadas como éstas, que además cobran por sus servicios, en las que se dejan encerrar voluntariamente los desaprensivos sólo para evitar el escándalo.

– No -le contesté bruscamente, sin pensarlo antes-, no me lo puedo creer, maldita sea.

Pero en cuanto eso estuvo dicho, me di cuenta de que de nuevo me había descubierto un poco. El viejo no había contestado a mi pregunta de quién era y qué hacía; en cambio, había seguido con su cháchara entusiasmada y con visible complacencia, sólo para hacer después una pregunta que, sin previo aviso, me afectaba a mí y a nadie más. Sólo quedaba hacer una reverencia y desaparecer. Era un juego limpio, es verdad, por lo que yo alcanzaba a juzgar.

– Casi lo sospechaba -sonrió el viejo.

– ¿Sospechar qué? -pregunté con bastante cuidado.

– Que no era usted uno de esos tipos que pagan por estar detrás de una reja para evitar el escándalo.

Quería haber replicado, pero el viejo se me adelantó.

– No quisiera que se ofendiera. Es verdad, es la segunda vez que se lo pido, permítamelo, pero tengo malas costumbres, como seguramente habrá notado. He estudiado a la gente durante toda mi vida, y no puedo dejar de poner a prueba mis experiencias y conocimientos para comprobar si en efecto sirven. He descubierto que hay gente como usted, señor mío, gente que parece crear espacio a su alrededor. En su estilo y en su mirada hay algo, si me permite decirlo, y creo que sí, que me recuerda a los piratas o a los filibusteros, no quiero decir al lobo de mar normal y corriente, el que se hace aventurero para salvarse del látigo y de la paliza, o porque se ve obligado a elegir entre este estilo de vida y morir en una trifulca. No, pienso en los grandes nombres, en Davis, Roberts y Morgan, aquellos que sabían lo que querían, los que habían apurado el cáliz de la libertad hasta las heces y ya no podían vivir sin ella. ¿Tengo razón?

El viejo me escrutó esperanzado, y yo seguramente me retorcí bajo su mirada. Sin embargo, me cuidé de responder: no era tan tonto, así que me eché a reír, pero no sonó sincero.

– No supondrá -dije- que le voy a contar a usted, que tanto puede ser fiscal u oficial de aduanas como cualquier otra cosa, que soy pirata… en caso de que lo fuera, claro.

– Creo que no me ha entendido bien -contestó con la misma sonrisa bondadosa y comprensiva de antes-. Además, yo en todo caso no soy el brazo extendido de la ley. No quería en absoluto acusarle de piratería, de ninguna manera, sobre todo teniendo en cuenta la espantosa vista que tenemos desde aquí. Sólo me preguntaba por mera curiosidad si no será usted parecido a ellos.

– ¿Cómo voy a saberlo? -contesté.

– A lo mejor -continuó el viejo, infatigable- prefiere pensar que usted no se parece a nadie, que es usted único. He notado que de ese tipo de personas también hay muchas, entre los nobles en especial, pero sé sinceramente por mi propia experiencia que en el fondo sólo es orgullo y vanidad. En la alta sociedad ser igual que los demás es el pecado más grave de todos los pecados, se lo aseguro. Se ha malentendido por completo el primer Mandamiento. Dios, como usted sabe, no tiene ni quiere tener ningún igual. Pero ¿no es el primero un Mandamiento de orgullo y vanidad? Dios no ha predicado con el ejemplo. La humildad no es, bromas aparte, la principal característica de Dios, y por tanto, señor mío, ésa es la razón de que intentemos todos alzarnos por encima de nuestra capacidad y de nuestra posición, por encima de los demás. Somos como niños caprichosos. Siempre queremos mostrarnos con la luz a favor y nunca ser iguales a los demás, ello se debe a que no somos nada.

– Dios no ha sido nunca plato de mi gusto -dije con mordacidad.

El viejo esbozó de nuevo una sonrisa.

– No me extraña en absoluto. Y admito que usted no es como los demás, ni siquiera como los piratas.

– Ahora soy yo el que cree que me malinterpreta. Yo no he dicho que no exista nadie como yo.

– No, quizá no. Pero el hecho es que sus palabras me sorprenden, y he oído mucho en mi vida, se lo aseguro. En estos tiempos, nada me satisface más que el hecho de sorprenderme. Por tanto, más que continuar con esta conversación para mí tan enriquecedora, ¿puedo con toda la buena intención y sin compromiso de ningún tipo invitarle a una cerveza?

Tampoco estaba yo poco sorprendido. No le cogía el truco a aquel hombre ceremonioso y pícaro, incomparable, y que claramente demostraba interés por mí, aunque yo no sabía por qué, mientras él, con sus preguntas, ya parecía haber logrado averiguar lo uno y lo otro en lo que a mí se refería. Si continuábamos como habíamos empezado, tenía miedo de que me hiciera hablar sin darme cuenta, pero de momento no tenía nada pendiente con el viejo, y tampoco lo deseaba. Sólo quería saber con quién estaba hablando.

– Tengo la impresión -dije yo muy serio- de que me ha interrogado sobre esto y sobre lo de más allá, puede ser que sin mala intención, pero como si mi persona tuviera algún interés especial para usted o para otra persona. Así pues, si vamos a seguir dialogando, ¿no sería razonable que nos presentáramos?

– Claro, claro -contestó el viejo-. Mi nombre es Johnson. ¿Y el suyo?

– Long -contesté-. Y ya que estamos, quizá podríamos decir la profesión con toda franqueza.

– Contable -aseguró el viejo.

– Hombre de negocios -repliqué yo, pero en el mismo momento se cruzaron nuestras inocentes y sinceras miradas, tras lo cual nos echamos a reír con tan estruendosas carcajadas que hasta la peluca del viejo se ladeó.

– Será mejor que empecemos por el principio -sugirió-. Pero, en ese caso, con toda la discreción posible, naturalmente. Por ambas partes.

Alargó la mano.

– Me llamo Defoe -se presentó-, y quizá no sea totalmente desconocido ni siquiera para usted, pero es un nombre incómodo de llevar durante mucho tiempo, sobre todo ahora que estoy endeudado hasta las orejas. Profesión: escritor. ¿Y usted?

– John Silver. No es un nombre tan conocido como el suyo, pero quizá más cómodo de llevar, al menos para algunos. Profesión…

– Contramaestre de Edward England -añadió Defoe muy bajo, para que nadie más lo oyera-. En la actualidad probablemente desempleado, desde que destituyeron a England cerca de Madagascar. Me alegro de haberle encontrado, me alegro mucho más de lo que se pueda imaginar.

Hice un gesto defensivo con la mano.

– No se sorprenda tanto. La cuestión es que estoy preparando un libro sobre piratas, la primera descripción completa de los crímenes y pecados de los piratas. Sí, ya he tanteado un poco en el género. He escrito una obra de teatro sobre el capitán Avery, aunque desgraciadamente sin gran éxito. Después he publicado unos relatos sobre la vida del capitán Singleton. Fue algo mejor, y se han hecho varias ediciones. Quizá lo haya leído.

– No -dije-, no he tenido el honor. Sin embargo, Crusoe… ¿Quién no ha leído a Crusoe?

– Debo admitir que además es usted un aventurero culto. Sí, ya sé que los hay. Robert fue uno de ellos. Un gran estilista en sus proclamaciones. La ironía, diría yo, era connatural a su carácter.

Defoe sacó un libro de un bolso que estaba a su lado.

– Aquí tiene al capitán Singleton -anunció-. Me atrevo a recomendarle su lectura. Le agradecería su opinión sobre la credibilidad y la veracidad de la obra. Aquí en Inglaterra la gente es tan ingenua e inocente que asombra su candidez. Creen a pie juntillas que el capitán Singleton ha existido, incluso que ha salido en los periódicos, y que fue él quien descubrió las fuentes del Nilo. Como comprenderá, me río yo de todo eso. Son puras patrañas. No, la gente normal, e incluso los más lerdos, quieren creer que lo que se escribe es verdad. Ellos no me sirven para evaluar mi obra. Pero una persona como usted es diferente; usted podrá decidir si he acertado con la naturaleza y los escándalos de los piratas. ¿Querrá usted hacerme ese favor?

– Claro que sí -contesté, ya favorablemente predispuesto.

– ¿Sería mucha osadía pedirle que me ayudara también con mi libro de piratas? ¿Sabe usted? Me picó el gusanillo, con su permiso, después de Avery. Usted tiene que haber sido enviado por Dios por haber aparecido tan oportunamente.

– Más bien por obra del mismísimo Demonio, según todos los cánones que regulan este mundo.

– Sea como fuere, sea como fuere, señor mío. Tenemos mucho de que hablar. Poco me importa quién lo haya enviado, si me quiere hacer el honor. Pero primero algo para apagar la sed. Si quisiera ser tan amable de pedir cerveza o ron, a mi cuenta, para los dos, nada me alegraría más que invitar a una persona tan viajada como usted.

Así pues, me levanté, me dirigí a la barra y pedí a la estantigua que había detrás dos cervezas y dos rones de la mejor marca a cuenta del señor Johnson.

– En ese caso tendrá que aflojar usted -gruñó el hombre-. Aquí no se bebe a crédito. La gente se muere con sus borracheras antes de pagar las deudas.

Me di la vuelta y que me lleven los demonios si no era el mismo Defoe quien me dedicó su mejor sonrisa. Me había engañado de nuevo. Jugase limpio o no, de ninguna manera podía perdonarle del todo, así que cambié el pedido.

– Mejor dicho, dos cervezas y dos mezclas -dije y vi al espíritu infernal alegrarse con una sonrisa irreconocible mientras mezclaba la cerveza, la ginebra y el jerez.

»Y añade también un poco de esto -le dije, poniendo una pequeña bolsa de pólvora sobre la barra.

Asintió efusivamente y su sonrisa se hizo aún más ancha. Saltaba a la vista que tenía experiencia con las bebidas típicas de los piratas.

– Bueno -le dije cuando acabé de espolvorear y mezclar una pizca de pólvora en cada jarra-, ¿qué barco y qué capitán?

– Queen Anne's Revenge. El capitán era Teach.

– Me lo imaginaba -dije sacando una moneda de oro-. Barbanegra era también feo como el Diablo.

El hombre se lo tomó como un cumplido. Le señalé la moneda.

– Éste es mi crédito y el de Johnson -dije-. ¿Cómo se llama?

– Hands, señor. Israel Hands.

– Bien, Hands. Veo que es un hombre en quien se puede confiar. El señor Johnson y yo no queremos que nos molesten curiosos ni preguntones.

Me miró, agudo como creía ser, y abrió la boca.

– Sí, ya sé lo que está pensando -me adelanté-. No nací ayer. Cobrará por los servicios prestados. Pero recuerde, camarada, el precio de la deslealtad.

Hands asintió y yo le llevé la cerveza a Defoe.

– El señor de detrás de la barra, si se le puede llamar así, nos ha dado crédito y nos van a dejar en paz, según he solicitado.

A Defoe le brillaban los ojos.

– ¿También es él…?

– … testigo de primera clase -añadí-. Claro que sí, pero en primer lugar tendría usted que pagar por cada una de sus palabras si quisiera hacerlas suyas. En segundo lugar, dudo que a usted le diera otra respuesta que gruñidos, pagara lo que pagase.

– ¿Y usted, señor? -dijo Defoe con voz inquieta, como un niño al que le ofrecen un puñado de golosinas y duda de que vayan a terminar en su boca-. ¿Es usted también caro?

– ¿Yo? -repliqué, riéndome sinceramente de su gesto-. A mí no me podría comprar ni con todo el oro del mundo.

– Mucho es lo que yo quisiera saber -advirtió Defoe.

– ¡Brindemos por ello! -grité de corazón y Defoe, con su buen humor, se echó al coleto un buen trago del brebaje, aderezado esta vez con pólvora, cuando lo normal era ron puro.

Pocas veces he visto transformarse una cara de aquella manera, tanto en el color como en la forma. Las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos creando surcos en el maquillaje, de manera que se quedó a rayas rojiblancas cuando surgieron sus mejillas hinchadas de aire. Era mi revancha por casi haberme engatusado. Cuando acabó de toser y hubo recuperado su color natural le expliqué amablemente que yo sólo había querido hacerle partícipe de mis conocimientos, sin que me lo pidieran, y que ese brebaje era lo que bebían los piratas para demostrar que eran peores que nadie.

– ¡Páselo con cerveza! -añadí-. Yo tengo esa costumbre. El brebaje sabe a diablos, es cierto.

– ¡Y tan cierto! -le salió a Defoe, y se puso a anotar algo tan pronto pudo coger el lápiz sin que le temblaran los puños, que ya estaban tan gastados como su peluca-. ¿Así que me permite que le interrogue? -preguntó como si no se atreviera a creer que yo era la diosa de su felicidad, cosa comprensible si bien se piensa.

«Entienda que para un tipo como yo no es fácil ponerse en contacto con un tipo como usted -señaló-. Antes de abrir la boca ya estaría usted colgado de aquella horca, callado para mí y para el mundo. Si no, a lo mejor se esconde usted tras un nombre y unos ropajes prestados. Y nadie puede asegurar que los caballeros de fortuna tengan especial cuidado con su fama póstuma. Después de nosotros, el diluvio universal parece que sea lo más natural. Además, claro que usted no puede saberlo, tengo que pensar en mi reputación… No, no me interprete mal. No es que tenga que cuidar de mi buen nombre, ya no lo tengo. Ora me hago llamar Johnson o Drury, ora Singleton o coronel Jack. Sí, lo crea o no, hace bien poco escribí las memorias de Mesnager, el cuáquero francés, y es que ese hombre vive y disfruta de un envidiable bienestar en Francia. Me gustaría verle la cara si alguna vez le llega el libro a las manos. ¿A usted no? No, señor mío, mi propio nombre está hipotecado no sólo por mis deudas, sino también por las opiniones y pensamientos que yo creía invertir en bien de la humanidad, pero sin haber recuperado ni un chelín. Por el contrario, y quizás usted ya lo sepa, me han metido en la cárcel por eso mismo. Me escondo como si fuera el pensamiento de un criminal condenado. Defoe no es más que una sombra, una palabra que anda de boca en boca salvo en la mía, una suposición, un chismorreo de sociedad, un simple recuerdo en el seno de su propia familia, ante la que no me atrevo a presentarme por culpa de los acreedores. Así están las cosas, pero ¿qué hago aquí lamentándome ante usted? No era mi intención. Lo que quiero es que comprenda que incluso una persona como yo puede sentir la soga alrededor del cuello, y no porque me vayan a colgar, sino sólo porque la soga puede estar tan tensa, tanto, que el aire no llegue a mi cerebro. No crea que he intentado seducirle con malas intenciones, pero le ruego, no de rodillas, porque ya no me quedan por lo mucho que las he gastado para conseguir el pan de cada día, que recuerde que hay muchos que están deseando hacerme pasar por amigo y cómplice de los piratas, de manera que me pudieran meter en la cárcel y callarme la boca para siempre. ¿Se imagina los gritos de alegría que darían si pusiera un anuncio en uno de nuestros periódicos? "Daniel Defoe desea conocer pirata para intercambiar opiniones e información, para satisfacción de ambos."

Defoe sonrió amargamente y se pasó el dedo por el gaznate para demostrar cómo acabaría aquello.

– Dicho de otro modo, estoy atado de pies y manos y soy demasiado viejo para embarcarme en un navío en busca de piratas, para ver dónde actúan y cómo trabajan. Sin embargo, no estoy falto de medios del todo. Estoy aquí en el Angel Pub, no sólo porque ninguno de mis acreedores se atrevería a poner los pies por aquí, sino para ser testigo de los ahorcamientos y para oír la jerga de los lobos de mar. Por otra parte, también he sido testigo de todos los juicios que se han hecho en Londres contra los piratas, he leído las actas de los que han tenido lugar en otros rincones del Imperio, he leído los cuadernos de bitácora y los diarios de a bordo. No está mal, pero ¿es suficiente? No, ni mucho menos. Salvo contadas excepciones, como los señores Dampier, Exquemelin y Wafer, los piratas no se preocupan de relatar sus hazañas. Pero ¿se puede confiar en ellos? Lo hicieron John Locke y los miembros de la Comisión de Investigación de la Compañía de los Mares del Sur y ¿qué sacaron de ello? Unas expediciones malogradas y un comercio insalubre. ¿Lo ve, señor Silver… quiero decir, Long? No se volverá a repetir, pues la verdad exige otro tipo de fuentes. Nunca se puede confiar en lo que se escribe como verdad para hacer girar el mundo hacia un lado o hacia el otro y si hay alguien que debiera saberlo, ése soy yo. Le recompensaría generosamente si usted realmente estuviera dispuesto a ser mi fuente, pero…

Dirigió una mirada insinuante hacia la barra.

– … usted ya habrá comprendido, si bien ha tenido la delicadeza de no mencionarlo, que mis recursos son extremadamente limitados… -Estiró los brazos y bebió de su brebaje sin hacer esta vez una sola mueca. No sé cómo lo consiguió-. Por no decir inexistentes.

Puse veinte libras de oro sobre la mesa y las empujé hacia Defoe.

– Tome esto -dije-. Y no debe pensar en remuneraciones. Al contrario, le pagaré con gusto si puedo oír algo de esto y de aquello. Estoy aquí en Londres para ver y aprender. Se dice que soy un hombre culto, porque soy uno de los que, a bordo, saben leer algo más que un contrato y las disposiciones del navío. Pero he comprendido que eso no es mucho. Los caballeros de fortuna como yo no saben gran cosa del mundo. Vivimos de la reputación, sí, pero somos como las gallinas ciegas, y tampoco mucho más listos que ellas, si quiere que le diga la verdad. ¡Y a pesar de eso, creemos que podemos conservar la vida! No, por mi parte creo haber entendido que no se puede estar a buen recaudo sin saber cómo está organizado el mundo y cómo funcionan las cosas. Dicho de otro modo, puedo hablarle de las desgracias de los piratas si usted a cambio me cuenta lo que pasa en Inglaterra. Usted ha espiado y ha controlado, y puede por tanto proporcionarme lo que necesito. Es pago suficiente. Sin embargo, pido una sola cosa más.

– ¿De qué se trata? -preguntó Defoe mientras hacía desaparecer mis veinte libras en su bolsillo interior de forma tan natural como pudo-. Ya está concedido.

– Es decir, usted escribe un libro sobre las malandanzas de los piratas y, quizá, por qué no, sobre las buenas acciones de que se hayan hecho acreedores, se supone que por error. ¿Y usted cuenta con que ese libro se publicará y se leerá?

– Naturalmente. De lo contrario, no tendría razón de ser.

– Lo que le pido es que yo mismo, llamado John Silver, nunca apareceré nombrado en este libro.

– Señor Long -dijo Defoe-, no deja usted de sorprenderme.

Saqué mis guantes de piel.

– Estos guantes los he llevado en el mar desde que tenía unos quince años o así. Me han protegido las manos de heridas y de cicatrices, de las quemaduras típicas de los lobos de mar. ¿No querrá usted que todo esto haya sido inútil, que usted me vaya a poner un nuevo sello que me lleve directamente a la horca?

– No es poco lo que pide. ¿Quiere que, por así decirlo, le dé la vuelta a la historia?

– Tampoco hay que exagerar. Lo único que tiene que hacer es como si yo no hubiera existido, igual que usted ha creado la ilusión de que han existido otros cuando en realidad no ha sido así. Ahí tiene a Singleton y a Crusoe, por ejemplo. ¿No tengo razón? ¿Acaso es peor una cosa que otra?

– No sé -contestó Defoe con cierto apuro, como si le hubiera pisado un callo-. Es posible que tenga usted razón, que la muerte de uno pueda ser el pan de otro en el orden del mundo. Es posible. Se roba la vida de alguien, como el pobre Selkirk, olvidado para siempre, y se le da a otro, a Crusoe, que puede vivir para siempre con un poco de suerte, pero a costa del otro. ¿Hay derecho? ¿Sabe usted que hace tiempo una mujer me dijo que había naufragado en la isla de Crusoe, que había acompañado a Crusoe cuando fueron rescatados por un navío holandés e incluso que vivía con Viernes en Londres y que yo le había robado la historia para escribir la mía propia? Pues me acusó de haberla matado, de haberla silenciado para siempre, ya que no la nombré en mi relato. ¿Qué está bien y qué está mal? ¿Me puede contestar a eso?

– No -le contesté-, ése es su problema. Sólo insisto en que no me mezcle en su libro de piratas, es lo único que pido.

– Tiene mi palabra -dijo, aunque me pareció oír un tono pesaroso.

Así de fácil era sacar a Long John Silver de la historia, pensé. Estaba tachado del archivo del Almirantazgo y de las listas, eliminado de los libros de historia, como si no hubiera existido nunca.

Me recliné y puse una mano sobre el hombro del viejo.

– ¡No se lo tome tan a pecho! -le animé-. Si es eso lo único que le remuerde la conciencia, debería ver la mía.

No sé si aquellas palabras ayudaron, pero se animó y cuando nos despedimos ese primer día parecía estar de un humor inmejorable. Yo, por mi parte, estaba alegre, y le di una libra o dos a la vieja que estaba velando el cadáver de su hijo.

– ¡Dios le bendiga! -dijo como un loro que sólo supiera una frase o dos.

– ¡Que se lo lleven los demonios! -contesté para variar.