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Capítulo 18

Cuando a la mañana siguiente volvió Butterworth, los hombres se estaban dejando la piel en el cabrestante al estibar el ancla. En Accra, el fondo del mar era tan pedregoso que nos veíamos obligados a inspeccionar la soga del ancla una vez al día por el riesgo de que se desgastara. Pero a pesar de que teníamos mucho que hacer, hubo bronca para el lugarteniente delante de toda la tripulación, porque no había ordenado silbato de navío en honor al capitán. Fue injusto, en opinión de todos, porque el Libre de penas, por mucho que lo deseara Butterworth, no era un buque de guerra. A pesar de su nombre, era una simple barcaza dedicada a la trata de esclavos, ni más ni menos.

Pero así estaban las cosas. Los barcos que transportaban esclavos tenían nombres más rimbombantes y protectores, desde condes y cardenales hasta la mismísima Virgen María. Y es verdad que navegaban con la bendición de Dios y del Papa. He visto cuadernos de bitácora de los barcos cargados de esclavos que habíamos saqueado que, con redacción enmarañada, daban las gracias a Dios por una cosa y por otra, por el buen viento, un periplo seguro, la desarticulación de los motines, los buenos precios en la subasta. En un cuaderno se escribió que moría un esclavo al día, pero que la misericordia de Dios era tan grande que lo iba a compensar asegurando buenos precios en las subastas.

Después de la bronca, Butterworth llamó a todos los hombres a cubierta. Nos dio la buena noticia de que éramos los primeros en llegar a Accra ese año, que las reservas del fuerte estaban a tope y que cargaríamos por tanto en el plazo de una semana, para zarpar entonces con destino a Saint Thomas.

– ¡Gracias a Dios! -concluyó como se esperaba.

– ¡Qué suerte ha tenido! -dijo Murrin, que por casualidad estaba a mi lado-. Esperar la carga tres meses en este sitio de mierda le hubiera supuesto un motín. Créeme, no sería la primera vez.

Murrin tenía razón. Se veía de lejos que la información de Butterworth había cambiado los ánimos a bordo. La gente sonrió y se oyeron vítores de alegría. Hasta Roger Ball parecía haber olvidado todo lo referente al motín. Ya se veía con las putas y el ron barato de las Antillas, y eso era suficiente para un tipo que tenía tan pocas luces. Sólo a Scudamore seguía como siempre. Me aseguré de que tenía a buen recaudo, en el bolsillo, el papel con los juramentos. Seguro que ellos lo habían olvidado con la alegría del momento, pero que se amotinarían era tan seguro como el amén en la iglesia. No pensaba yo arriesgar mi piel recién curada por transportar al otro lado del charco a unos malditos negros con sus enfermedades y otras desgracias.

Empezaron a acarrear esclavos, sólo varones, a la mañana siguiente. Parecían desalentados cuando sus cabezas rizadas asomaban por la amura. En fin, era normal. Estaban encadenados de dos en dos, con grilletes en los pies, desnudos por completo y marcados como el ganado.

Scudamore y yo los recibíamos. Colocamos a los indígenas en fila y los miramos por todas partes para ver si tenían viruela o gonorrea, porque lo uno los mataba como moscas y lo otro los dejaba inútiles. Una cosa puedo asegurar: no hubo ninguno que se empalmara cuando Scudamore les agarraba por los huevos. Claro que Scudamore era un auténtico artista. Apretaba bajo el escroto con sus dedos delgados y enseguida sobresalían sus pichas de manera que pudiéramos juzgar y rechazar.

Para que los esclavos se estuvieran quietos, teníamos dos fuertes marineros armados con hachas y mosquetes. Y a veces ni eso era suficiente. Una pareja que estaba encadenada saltó por la borda a través del agujero de la red que hacía de calabozo, la misma en que los habían subido. Unos gritos, y al cabo de un momento ya estaban convertidos en tiras por los tiburones que siempre se mantenían cerca de cualquier barco dedicado a la trata de esclavos que se preciara. Y pensar que, apenas unos días más tarde, yo mismo, John Silver, les proporcionaría todos los recursos para que lucharan por su vida y por la mía…

Pero si yo me impresioné, lo mío no fue nada comparado con la indignación de su amo, el cura Feltman, el cuervo que nos iba a acompañar como pasajero. Para su uso personal llevaba una decena de infieles a los que había marcado ya con la señal de la cruz al rojo vivo, para que no se mezclaran con el resto de la carga.

Feltman perdió completamente los estribos y la confianza cuando llegó a sus oídos que era deseo de Dios ver cómo dos de sus siervos marcados con la cruz eran pasto de los tiburones. Seguramente no rezó ninguna oración por la memoria de los muertos, sino que gritó, juró y maldijo hasta que se hartó. Por su uso del idioma habría sido un buen oficial de a bordo. En el mismo momento vaticinó a los marineros que estaban de guardia que arderían en los infiernos, después de lo cual se arremangó las vestiduras y subió volando a ver a Butterworth, para asegurarse que su promesa se iba a cumplir allí mismo.

Butterworth le escuchó, pero nada más. Seguro que no sentía mucho aprecio por los curas; no había muchos capitanes que lo tuvieran, ya que cuestionaban su autoridad. Sí, la mayor parte prefería que los curas brillasen por su ausencia en los barcos. A bordo, sólo el capitán, y nadie más que él, tenía la gracia de Dios. Y precisamente por eso decidió Butterworth recriminar a los dos marineros. La próxima vez podrían ser los esclavos normales del barco los que saltaran por la borda, y sobre ésos Butterworth sí tenía comisión.

– Cada esclavo que salte por la borda y muera se os descontará del sueldo -les dijo Butterworth secamente a los dos.

No fue preciso decir más. El valor de dos esclavos, dos varones adultos, superaba con creces lo que un marinero experto podía ganar en un año entero.

Día tras día, con un calor sofocante e insalubre, Scudamore y yo permanecíamos en cubierta con los pies tan hinchados que se pegaban al suelo. Había pedido ocuparme de dos quehaceres que cumplí con fervor y empeño: mirarles los ojos a los indígenas pata ver si padecían enfermedades como cataratas o purulencia, y despojarles de los amuletos que les hacían invulnerables o los protegían de cualquier enfermedad o de la mala suerte, contra todo, menos contra la locura del hombre blanco.

Empecé quitándoles sus sencillas vestiduras, salvo la marca hecha con el hierro al rojo, y después vi tanto odio y tanto miedo al mirarles a los ojos a cierta distancia, que un hombre más débil que yo se hubiera echado atrás. Pero después cambiaron de golpe, cuando les devolví sus baratijas a escondidas. Me miraron tan fijamente como si yo fuera el bote salvavidas de un barco que se hunde. No con todos, claro. A algunos ya no les quedaba nada que yo pudiera quitarles, ni siquiera el orgullo o la dignidad. Y otros estaban tan hundidos en una podredumbre interior, en sentido anímico, que todo les daba igual.

Cuando acabamos Scudamore y yo, otros se ocuparon de llevar a los indígenas a la bodega. El lugarteniente estaba presente y vigilaba la carga. Para evitar alborotos separó a los esclavos que hablasen el mismo idioma o fueran de la misma tribu. La experiencia les había enseñado lo que tenían que hacer. Y, si no hubiera sido necesario que comieran para que siguieran con vida, seguro que les habrían cosido la boca.

Los últimos esclavos eran tres hombres altos y majestuosos, sin grilletes en los pies. Miraron a su alrededor, apartaron de golpe mis manos y las de Scudamore, dirigieron sus pasos hacia el lugarteniente y se pusieron a su servicio.

– ¡Capataces! -exclamó Scudamore.

– No parecen esclavos -observé yo.

– Pero como si lo fueran. ¿Ves, Silver? Los hombres blancos no siempre son tan tontos como parecen. Apresan a algunos hijos de los reyes o algo parecido, de esos que ya se creen que son más importantes que los otros, les enseñan algunas palabras en inglés, lo justo para entender las órdenes del capitán, se les da un látigo y se les deja que se muevan libres por cubierta, y así ponen orden entre los suyos. Y te aseguro que no lo hacen sólo para asegurarse sus mínimas prebendas. No, Silver, los negros son como nosotros: ni mejores ni peores.

Después de los varones llegó la hora de las mujeres y de sus criaturas ya nacidas o aún por nacer. Estaban desnudas y marcadas a fuego como los demás, pero sin grilletes en los pies.

– ¿Las mujeres pueden moverse como quieran? -pregunté a Scudamore.

– Claro que sí. ¿Por qué no?

– ¿No es arriesgado dejarlas sueltas?

– Silver -dijo Scudamore con voz sorprendentemente amable-, con tanta experiencia como tienes, aún te falta mucho que aprender.

Miró con ojos encendidos el primer barco, en el que una docena de cuerpos negros de mujer brillaban bajo el intenso sol.

– ¿Has intentado montar a una mujer encadenada a otra? -preguntó riendo-. No es que sea completamente imposible -continuó; -, pero te aseguro que resulta bastante complicado.

– Creía que estaba prohibido -dije.

– Sí, hay algo así en las instrucciones que dan los armadores a los capitanes. Pero los oficiales son tan cabrones como la tripulación. Y ¿quién crees tú que iba a pasar informe de los desmanes? ¿Las esclavas? ¿Pesaría su palabra más que la de un marinero blanco, aunque sólo fuera la del grumete? No, Silver. Manos libres, y tú y yo podemos elegir antes que ningún otro.

Scudamore no había mentido respecto a los cabrones del barco, porque cuando las mujeres aparecieron en cubierta, los hombres se levantaron como las setas de la tierra. Las sonrisas, los palmoteos en la espalda, las miradas obscenas y descaradas con que recorrían todo el cuerpo de las mujeres sin fijarse en sus caras, y sus pichas tiesas, que se tocaban sin darse cuenta de que lo hacían, les daba el aire más repugnante y lascivo que yo hubiera visto en mi vida.

¿Y yo? ¿No era como ellos? Ni el mismísimo Diablo lo sabrá. También a mí me ponía de buen humor la carne firme y tierna de mujer, es verdad. ¿Y qué? Porque después, cuando la picha se había saciado, ¿qué gracia tenía todo aquel jaleo? No, de todas maneras yo no era como los demás, porque ellos no sabían lo que hacían cuando habían derramado sus jugos. Sí, lo cierto es que sólo perdí la cabeza por Elisa, y ¿cuáles fueron las consecuencias? Que nunca volví a ser el de antes.

Butterworth gritó a voz en cuello para que la gente volviera a sus puestos, pero él mismo tenía dificultades para apartar los ojos de las apariciones que Scudamore y yo habíamos juntado en la amura de babor.

– Ahora, Silver, ahora me toca a mí -dijo Scudamore llamando a un capataz-. Diles a las mujeres que vamos a ver si tienen enfermedades y que después se irán bajo cubierta -le ordenó.

– Les calma si están entretenidos un rato -explicó Scudamore cuando el Bomba desapareció de la vista.

– ¿Entretenerse con qué?

Scudamore se rió.

– Voy abajo -contestó-; tú, mírales los ojos como antes. Así veremos cuáles tienen algo especial y nos las quedamos para nosotros.

De rodillas, como un cura, empezó a tocar a las mujeres aquí y allá, pero con tranquilidad, prudente y metódico, así era él, e incluso lo hizo suavemente, en serio. Iba deslizando sus delgados y delicados dedos por los muslos, frotándolos en los pubis de las mujeres y sólo al final les introducía su impaciente dedo corazón en los coños mientras hacía vibrar el pulgar como una cuerda de guitarra cosquilleante. ¿Y qué hacía yo mientras Scudamore, encantado, intentaba despertar el placer de las mujeres?

Permanecí allí quieto, examinando los ojos de las mujeres para ver si tenían alguna enfermedad contagiosa que las pudiera dejar ciegas, pero creo que vi todo lo que los ojos podían expresar en este mundo y en el otro, mientras Scudamore rebuscaba en sus bajos vientres como si fuera un minero en busca de una veta aurífera.

– Dime si ves a alguna que quiera más -decía Scudamore de vez en cuando-. Porque en ese caso, ésa es mía.

Mantuve la boca cerrada hasta que de pronto vi un par de ojos que parecían mirarme el alma en lugar de ser al revés. Scudamore tenía bastante con lo que estaba haciendo y no notó nada.

– Si alguna ha de ser mía -le dije-, ésa eres tú.

Retuvo mi mirada sin echarse atrás como las demás. Comprendí que ella sabía qué tipo de hombre era, sí, y que incluso entendía lo que yo le decía. Al momento siguiente llegó Scudamore arrastrándose con sus dedos viscosos y los puso en los muslos de la mujer. Me quedé perplejo y le dejé hacer hasta que vi el odio que inflamaba los ojos de la mujer.

– Quita tus asquerosos dedos de esta mujer -le dije a Scudamore-. Es mía.

Scudamore se encogió, y con sorpresa vi que tenía miedo.

– Claro, Silver -contestó con una sonrisa aduladora-. Claro que es tuya. Como se suele decir, ya tengo el saco lleno. Es más de lo que yo aguanto.

A pesar de todo, no pudo dejar de mirar a la mujer de arriba abajo, o sea, de la garganta hacia abajo.

– Por todos los demonios -exclamó-. No sabía que entendieras de mujeres. ¡Y además mulata! Ahí estabas tú, como si no pasara nada y lo único que hacías era esperar tu hora.

– Cierra el pico -le espeté, y en ese mismo momento cerró su bocaza como un bacalao.

Pero yo también miré el cuerpo de la mujer: por todos los diablos, ¡vaya si él no tenía razón! Estaba esculpida como una virgen que fuera el mascarón de proa en el galeón de un almirante. Desde luego que no se avergonzaba. «No -pensé-, ésta no es como las demás.»

¿Cómo podría yo, como grumete, el de menor importancia de a bordo, guardármela para mí? Sin embargo, me preocupaba sin necesidad. Del castillo de popa bajó Butterworth y cogió a la mujer por el brazo.

– Necesito a alguien que limpie mi camarote -dijo-. Como ya sabéis, el grumete murió anteayer.

La verdad es que así había sido, unos días después de haber limpiado los botones de latón, la última buena acción que hizo el jovenzuelo en su corta vida.

El látigo de Butterworth se quedó pegado en el cuerpo moreno y dorado de la mujer como si estuviera vestida con alquitrán pegajoso.

Y yo, ¿qué hice sino decirle al maldito miserable que la dejara en paz? Butterworth dio un respingo e incluso vi en él una ráfaga de miedo antes de darse cuenta de quién era él y quién era yo.

– Vaya, y lo dice Silver -dijo con una de sus peores sonrisas-. No es la primera vez que Silver pone en cuestión mis órdenes. Tras cuatro semanas en aguas de África, es seguro que el casco del Libre de penas está como un arrecife de coral.

– No, señor -dije con mucho valor, sobreponiéndome-. Sólo tengo en cuenta su salud, señor. Creo que tiene viruela.

– ¡Bien dicho, Silver! Desgraciadamente es usted un hombre con cabeza, a pesar de que la utiliza para el Infierno. Por mi parte, no he visto nunca a una mujer tan sana, sanísima, y con unas carnes tan prietas como una ternera recién sacrificada. Créame, he navegado por esta ruta y puedo juzgar una enfermedad tan bien como ustedes, que son unos chapuceros. No arriesgo nada. Al revés, esto me sentará bien.

Miró a su alrededor con superioridad antes de irse con la mujer. La miré y me dio la sensación de que se quedaba su mirada. Y la vi sonreír, con una sonrisa que haría temblar las rodillas de cualquiera, de miedo y de espanto quiero decir. Porque no era bonita. Pero Butterworth estaba demasiado satisfecho con su próxima felicidad para darse cuenta de nada.

Noté la mano de Scudamore sujetarme el brazo con un apretón firme.

– Nada de tonterías otra vez -dijo como si me hiciera un favor-. Una mujer no es una línea blanca en cubierta, sólo es una raja. Y de ésas hay a montones.

– ¿Y qué cojones sabrás tú? -le dije deshaciéndome de su garra-. Si crees que soy tan tonto como para dejar que me pasen por la quilla otra vez sólo por una mujer, estás muy equivocado.

– Era lo único que quería saber -dijo contento-. No quiero que te pase nada. Si el barco llega a buenas manos, por lo menos sabrás que soy una persona de fiar. Quizás ahora deberíamos bajar al infierno a ver cómo están nuestros protegidos. Prepárate para lo peor.