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¿Quién lo hubiera dicho? Dolores, estuvimos juntos diecinueve años pero sin decirlo. Y ahora es demasiado tarde. Te llevaste tu secreto a la tumba. Ayer noche, después de haber escrito cómo nos encontramos tú y yo, le pedí a una de las mujeres que durmiera conmigo.
Vino con una sonrisa, como si se alegrara de que se lo hubiera pedido. Se desnudó ante mí, me mostró su cuerpo oscuro y se acostó en mi cama con sus piernas abiertas y seductoras. Yo también me quedé desnudo, con mis carnes blancuzcas, rosáceas, decrépitas, resecas y arrugadas. Le pedí que se pusiera de lado, dándome la espalda, y entonces apreté todo mi cuerpo contra ella, menos una pierna, y la tuve abrazada fuertemente toda la noche sin moverme.
Noté correr su calor por mi cadáver helado de frío mientras pensaba en ti, Dolores, hasta que me quedé dormido al amanecer.
Cuando desperté, la mujer se había levantado y estaba vistiéndose con lo poco que llevaba. En uno de sus hombros y en uno de sus muslos vi las huellas de mis manos espasmódicas. Me echó una mirada interrogante a la vez que compasiva, o eso creo, sin que me importara.
– Gracias -le dije en su propio idioma, y ella brilló de alegría.
Se me ocurrió que probablemente era la primera vez que oía aquellas palabras salir de mi boca.
Perdone, señor Defoe, mis arrebatos imprevisibles, pero soy como una vieja brújula que necesita corrección. Puedo corregir las declinaciones y tenerlas en cuenta, pero la desviación dependerá del curso, la carga y los objetos del equipo que han quedado mal fijados. Le iba a hablar de Edward England, es decir, todo lo que nunca le dije cuando hablamos en el Angel Pub. Pero mi memoria no tiene ninguna tabla de declinaciones. Pongo el rumbo, pero no sé cómo lo voy a compensar, y al poco rato me siento inseguro de la situación. «Tiempo muerto»: así se llama, señor Defoe, navegar sólo con la corredera y la brújula. ¿Lo sabía? De todas formas, así es; la historia de mi vida no es más que tiempo muerto. Uno sabe dónde está, pero cuanto más se aleja del punto de partida más dudosa es la situación. El círculo en el cual podría uno encontrarse se hace cada vez más grande. Así pues, ¿qué se hace? Se dobla la vigilancia para descubrir tierra antes de que sea demasiado tarde. Uno vuelve al cuaderno de bitácora y sopesa lo uno con lo otro, las faltas que contenga el libro, la deriva por el viento y la corriente, los remeros que aguantan o caen con las lluvias, los remeros que van demasiado despacio o demasiado deprisa en la oscuridad. Pero ¿alguna vez se llega a estar seguro? No, todo lo contrario. El navegante más sabio es el que hace que su círculo sea cada vez más amplio, el que comprende que la inseguridad es la única sabiduría a la que hay que acudir.
Me fui al diario de a bordo para saber dónde estaba, pero por lo visto sólo calculaba mi círculo. Sin embargo, no he puesto hombres en la cofa del vigía, porque al menos eso lo he comprendido bien, y sé que sólo son imaginaciones, presunciones o deseos de creer que yo había navegado por la vida sabiendo adonde iba y con un destino seguro. No, mi vida ha sido tiempo muerto, pero quizás aún tenga oportunidad de determinar la situación antes de naufragar.