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Dicho de otro modo, allí estaba yo con Deval colgado al cuello por más que, bendito fuera, a aquellas alturas yo ya lo tuviera olvidado. Si yo hubiera creído en Dios tanto esta vez como la otra, cuando me destrozó la pierna, habría pensado que Deval era el castigo por todos mis pecados. Naturalmente, no era así. Tal vez fuera el castigo a la tontería de dejar que se colgara de mi cuello pensando que un parásito como aquél no podía hacer daño a nadie. Me traicionó igual que yo le había traicionado a él. No se puede jugar con esos personajes infelices, desgraciados, amargados y miserables, que tanto se desprecian a sí mismos. Para poder mantenerse en pie siempre tienen que odiar a alguien, y necesitan a alguien a quien calumniar. Y estoy convencido de que, si te mantienes cerca de ellos, tarde o temprano, cuando menos te lo esperas, te atacan por la espalda.
– ¡Sácame de aquí, John! -me rogó-. Ya no puedo más.
– ¿Qué ha pasado con England? -pregunté.
– No lo sé -contestó-. Nos vendieron por separado.
– ¿Que os vendieron?
Deval parecía avergonzado.
– Un estafador nos echó el guante, nos emborrachó hasta que nos caímos redondos y nos engatusó para que firmáramos un contrato por tres años en las colonias. Te traicionamos Edward y yo.
– Es más o menos lo que me ha pasado a mí.
– ¿Te han traicionado? ¿A ti?
– No quería decir eso. Otro estafador me engañó para que subiera al primer barco.
– ¡Sácame de aquí, John!
– Veré lo que puedo hacer -le prometí para que se callara.
Tom el Certero puso los ojos como platos, como era de esperar, pero le hice un guiño y le expliqué que Deval era un viejo conocido que se me había colgado al cuello por casualidad y no por culpa de mis pecados, como se podría creer.
– No, claro -dijo Tom cuando salimos de allí-, porque, ¿quién iba a querer como amigo a una rata zalamera como Deval? No tiene orgullo. Se puede humillar por cualquier cosa menos para trabajar. Quizá tú logres convencerlo.
– Es posible.
Al día siguiente le pedí a Tom que me enseñara su pequeño bergantín, pero lo cierto era que aquellos bucaneros no podían presumir de un gran barco. Tenía un casco bien compacto, afirmaba Tom, pero se convertía en un cedazo en cuanto empezaba el trabajo en el mar. Las velas estaban medio podridas y probablemente no aguantarían ni una brisa ligera. La arboladura y las vergas estaban resquebrajadas por el sol, y los aparejos hacía años que no veían la brea. Este terror de los mares se llamaba Tonton Louis.
– Hace tiempo que no lo sacamos -dijo Tom.
– Creo que también necesita un repaso -subrayé.
– Puede ser -convino Tom. Era evidente que no sería de gran ayuda en el mar, por muchos rabos de naranjas que pudiera desprender a tiros.
– Préstame a Deval unos días -dije-. Así como está tampoco es de ningún provecho. Verás cómo arreglo este cascarón en poco tiempo.
– Te necesitamos para la caza, Silver.
– Eres tan hábil que ya sabes que te va a ir igual de bien sin mí. ¡Ven, vamos a hablar con Pierre!
Pierre estaba dispuesto a escuchar. Entendía de sobra la ventaja de tener a mano un barco preparado. No sólo porque podrían apresar a un español o dos con buena carga a bordo, tal como explicó a los demás, a los que había reunido para que dieran su opinión, sino también para tener la posibilidad de huir si de pronto a los españoles se les ocurría enviar a los monteros para arrojarnos al mar. Las palabras de Pierre surtieron efecto, y se decidió unánimemente que yo, de nombre John, tendría permiso por el bien de todos, como cabe imaginar, para reparar al Tonton Louis a fin de disponerlo para surcar los anchos mares.
Fui a buscar a Deval, que se volvió loco de contento cuando le comuniqué la noticia de que iba a trabajar para mí. Sin embargo, vaciló cuando ya en la faena empecé a explicarle mi plan: subiríamos a bordo a unos cuantos negros que fueran de fiar y nos haríamos a la mar en busca de fortuna. Dijo que no entendía de qué nos serviría.
– No -dije-. Esto de usar la cabeza no ha sido nunca uno de tus puntos fuertes. A lo mejor prefieres pudrirte aquí, donde te tratan casi como al más indigno de los esclavos, porque de ti van a sacarlo todo durante tres años en lugar de repartirlo a lo largo de toda una vida. Al fin y al cabo, con un esclavo salen ganando cuanto más tiempo les dure.
Deval meneó la cabeza.
– Si te escapas se te acabaron las islas francesas -continué-. Y yo no puedo poner los pies en las danesas. Y ninguno de los dos podemos correr el riesgo de que nos reconozcan en las inglesas, por no hablar de las españolas. El mar, Deval, es el único sitio que queda para tipos como nosotros. Con un buen montón de monedas podríamos comprar tanto la libertad como la decencia, pero estamos sin blanca.
– ¿Qué hiciste con el Dana y con la caja que teníamos entre todos?
– Vendí el Dana y fui en vuestra busca para liberaros de cualquier contrato, pero me quitaron el dinero y me robaron todo lo que teníamos.
Deval abrió los ojos como platos.
– ¿Navegaste hasta las Antillas para ayudarnos?
– Sí -dije-. Lo juro por lo que más quieras.
Naturalmente, Deval creyó mis palabras porque apenas podía permitirse el lujo de ser escrupuloso.
– John -resolvió-, iré contigo al fin del mundo si es necesario.
– Sinceramente, espero que no -contesté.
A partir de ese momento, Deval se convirtió en el instrumento más obediente y más complaciente que uno puede llegar a imaginar. Tom estaba impresionado al ver cómo trabajaba Deval, que no se apartaba de mi lado más que cuando yo lo mandaba al infierno.
Con el empeño y el fervor de Deval se iba haciendo el trabajo. Carenamos el fondo y lo rascamos. Calafateamos y cambiamos algunas tablas de cubierta. Lavamos las cubas de agua y las arreglamos. Llenamos la bodega de provisiones porque, como le dije a Pierre, no se podía tener un barco sin agua ni provisiones, si pretendíamos que hiciera las veces de Arca de Noé para un grupo de bucaneros sin patria. Al final, toda la cofradía se apuntó a los preparativos con todas sus energías. Los que eran suficientemente viejos para haber navegado con los filibusteros, en cuanto tenían la oportunidad empezaban a hablar de hacerse de nuevo a la mar. Caballeros de fortuna, así se habían hecho llamar en los viejos tiempos con toda la razón, y les brillaban los ojos cuando empezaban a contar sus anécdotas de las grandes expediciones a Panamá y a Cartagena. Pierre tenía mucho interés en subrayar las ventajas de la vida pacífica que llevaban, a pesar de todo. Si no hubiera sido por su maldita costumbre del matelotaje y por el temor de Dios, quizás hubiera estado de acuerdo con él, o por lo menos tentado de que subiera a bordo una tripulación entera de sus tiradores.
En lugar de eso me tuve que conformar con Deval y un negro cuando levé anclas una noche sin luna. Me hubiera gustado ver la cara que pondrían los bucaneros cuando descubrieran al día siguiente que el barco había desaparecido y con él todas las esperanzas que habían alimentado en los últimos tiempos. Pero no se puede tener todo en esta vida, ni siquiera yo, y menos aún los bucaneros que creen en Dios. Y estoy seguro que Pierre, y con él otros cuantos, me enviaron un pensamiento de agradecimiento por haber desaparecido llevándome aquellas ideas extravagantes sobre otro tipo de vida. Y si alguien me lo pregunta, le diré que probablemente aquellos bucaneros fueron más o menos felices durante el resto de sus días, hasta que la muerte separase a unos de los otros.
No habíamos navegado aún muchas horas, primero con rumbo sur y luego este, para que el amanecer no nos sorprendiera bien visibles desde tierra, cuando Deval dejó oír su intrépida voz.
– ¿Y qué hacemos ahora? -preguntó.
– Apresar el primer buen barco que se cruce en nuestro camino -contesté.
– Pero si no somos piratas -replicó.
– Claro que sí, Deval, a partir de ahora eso es lo que somos. Si no quieres estar metido en esto, de buena gana te dejo en la primera lengua de tierra que encontremos. Nadie podrá decir que John Silver es de los que obliga a otros a bailar a su son.
– Yo no te abandono -dijo Deval-. Ya lo sabes. Pero tenemos que…
– «En la vida nadie está obligado a nada» -le interrumpí-, ése es mi lema. Pero de todas formas ya he tomado una decisión. He vivido como he podido, sin hacer daño a nadie, creo. ¿Y de qué ha servido? Estoy fuera de la ley aquí y allá, han puesto precio a mi cabeza por lo menos en dos sitios, me han apaleado y me han encadenado con grilletes sin haber hecho nada. De todas formas, he comprendido que para un tipo como yo siempre es más rentable escoger el camino más corto. Siempre hay gente que está cargada de dinero, de oro, gente que tiene derecho a todo, y que en cada batalla elige quedarse a barlovento. Pues no, lo único que vale son las guineas, los ochavos, las piastras y los napoleones, si se quiere vivir decentemente mientras duren. En este mundo, Deval, eso es lo único que cuenta. El dinero llama al dinero. Es así de fácil. ¿Quién se preocupa de un pobretón como tú, por ejemplo? Tú no cuentas para nadie.
– ¿Ni siquiera para ti?
– No.
– John -dijo Deval lentamente-, no siempre es fácil ser amigo tuyo.
– No -contesté divertido-. ¿Por qué había de serlo?
Tiempo después divisamos un pequeño bergantín como el nuestro. Estábamos a barlovento, e inmediatamente aflojé la vela.
– ¿Qué piensas hacer? -preguntó Deval nervioso.
– Abordar, naturalmente.
– Estás loco -exclamó Deval.
Naturalmente, yo no era tan tonto como para saltar a bordo y disparar a lo bestia a mi alrededor. No. Mi método era la agudeza, que era lo único en lo que se podía confiar a la larga.
Como de costumbre, nos pusimos al habla y contesté que veníamos de Charleston, Virginia, y que nos dirigíamos a Saint Thomas.
– Entonces habéis equivocado por completo el rumbo -fue la respuesta del bergantín.
– Exacto -grité por toda respuesta-. ¿Puedo subir a bordo para comparar posiciones?
No sospecharon nada. A bordo me dio la bienvenida un afable capitán que llevaba una gorra roja, me dio una palmada en la espalda y me invitó a su camarote, donde descorchó una botella. El capitán incluso me alertó acerca de los piratas que empezaban a aparecer en las Antillas después de la paz de Utrecht, que había dejado sin empleo a miles de marinos. Le agradecí la advertencia a la vez que sacaba las pistolas y le apuntaba a la cabeza.
– Tú mismo deberías irte con más cuidado -le dije, pidiéndole que llamara al lugarteniente.
Cuando vino éste, ordené al capitán que lo atara a una silla. Y el mismo camino siguieron uno tras otro los tripulantes, hasta que ya no hubo más sillas y en la cubierta sólo quedó el timonel para mantener el rumbo. Entonces pronuncié un discursito ante aquellos andrajosos y les hice ver las ventajas de ponerse a mi servicio a bordo del Tonton Louis. En mi barco había suficientes provisiones, barbacoa y bucan de la mejor calidad, aparte de ron en abundancia; cuantos más fuéramos, menos tendríamos que trabajar. Apresarlos no tenía ningún mérito, como ellos mismos habían visto, con mi agudeza y sin arriesgar ni la vida propia ni la de otros. Si se venían a navegar conmigo, les prometí, estarían mejor que en el Paraíso. Era mejor, añadí, que cogieran la ocasión al vuelo: una invitación así no se les iba a presentar dos veces.
Y ocurrió lo que era habitual en aquellos tiempos. De los cinco, cuatro se unieron a mí y me ayudaron a cargar los objetos de valor. Naturalmente, se quedaron con la boca abierta cuando descubrieron que yo estaba prácticamente solo a bordo, y su respeto por mí subió unos enteros. Después, cuando el trabajo estuvo hecho, les bastaron unas botellas de ron para creer que realmente habían llegado a los cielos. ¿No era precisamente eso lo que deseaban del Paraíso?
A mí me llamaban capitán y me hacían reverencias sin haber entendido nada. El Paraíso, bramé, era no tener que hacer reverencias y no tener que pedir permiso, no tener que ponerse en fila y no tener que prepararse para que pasaran revista a cada momento. Era elegir al capitán por sí mismos y destituirlo cuando les pareciera conveniente; y el resto, por el estilo.
– Por eso -les dije a todos- propongo que Deval sea el capitán. Es un hombre capaz, si no me equivoco, y ha navegado como contrabandista entre Irlanda y Francia.
La propuesta fue aceptada con júbilo. Naturalmente, no se les ocurrió que en el Paraíso podían pensar por sí mismos, al menos no antes de que fuera demasiado tarde. Al principio, Deval se quedó con la boca abierta, pero después apareció una gran sonrisa en sus labios; estaba satisfecho y también con ganas de revancha.
– Rumbo oeste noroeste -dijo con autoridad al negro que estaba en el timón.
– ¿Qué has pensado? -le pregunté a Deval.
– Os lo haré saber a todos cuando llegue el momento -contestó secamente.
No me sorprendió. Una de dos: o reaccionaba así, o se habría achicado, habría llorado y se habría lamentado ante la idea de ser el capitán. Deval pertenecía a ese tipo de gente -son legión- capaz de dar una patada a la silla que les ha ayudado a subir. Pero también era de los que se olvidan de mirar si han metido la cabeza en la soga que cuelga del techo.
Apresamos aún un par de bergantines más, lo que vino a reforzar la confianza y la vanidad de la tripulación. Si yo lo hubiera propuesto, creo que habrían rebautizado al Tonton Louis con el nombre de El séptimo cielo. Teníamos bastante ron a bordo, ocho hombres fuertes con los del último botín, y la mayoría se pasaban los días borrachos como cubas. Menudo espectáculo. Además, a bordo teníamos ahora un músico que metía un ruido de mil demonios, hablando en plata.
Siempre me ha admirado que los piratas valoraran tanto a aquellos músicos. Los engatusaban para subir a bordo con toda clase de promesas: bonificaciones, domingos libres y no sé cuántas cosas más. No tenían que hacer trabajos sucios, ni cambiar las velas, ni siquiera lanzarse al abordaje en las batallas; sólo tenían que tocar un tararí en cuanto alguien se lo pidiera.
Recuerdo una vez con Flint, casi al final, cuando su crueldad ya no tenía límite. Habíamos apresado un snow holandés con unos flamencos desvaídos pero orgullosos a bordo. Fueron tan estúpidos como para oponer resistencia, así que izamos la bandera roja y los abordamos. Tardaron pocos minutos en rendirse, pero Flint estaba furioso.
– Mierda de papistas -le gritó al capitán, a la vez que le separaba la cabeza del cuerpo con cierta dificultad, debido a la excitación-. ¿Por qué no os defendisteis al principio? ¡Arriesgar la vida de los inocentes marineros para nada! ¡Canalla!
Y entonces se lanzó.
– ¿Y vosotros? -rugió atravesando con la mirada a la tripulación que estaba muerta de miedo, amontonada alrededor del mástil-. Vosotros se lo habéis permitido. Un motín es lo que vale. ¿Por qué no os amotinasteis? ¿No os da vergüenza? ¡Maldita sea! ¿Dónde tenéis el sentido común?
Tocó la sangrienta cabeza con un pie y la mandó de una patada hasta la concurrencia.
– ¿Por qué no decís nada?
– ¡Que suden! -gritó Black Dog con una sonrisa maliciosa-. ¡Déjalos que suden!
– Haced lo que queráis -dijo Flint con generosidad-. Haced que entiendan el precio que hay que pagar por arriesgar a lo tonto la vida de los marineros.
Como ya se ha dicho, Flint sentía debilidad por los marineros muertos. Sin embargo, no se preocupaba mucho por los vivos: que lo explique quien pueda. Yo sabía lo que iba a ocurrir. Volvería a su camarote, se cepillaría una botella entera de ron y lloraría por el capitán que acababa de matar.
Por su parte, Black Dog se encandiló, dicho sea con perdón, porque lo de que sudaran no era otra cosa que eso. Con la ayuda de unos cuantos hicieron un círculo de velas y de antorchas en los entrepuentes. Al hombre que tenía que sudar se le ponía en el centro del círculo. A su alrededor estaban los nuestros armados con cuchillos, agujas de coser, velas, tenedores, e incluso vi en la mano de uno un compás de la mesa de navegación.
– Música -gritó Black Dog con la aprobación ruidosa de los demás-. Que suene la música.
Alguien fue en busca de los dos artistas, que tocaron una animada giga mientras los hombres, con sus instrumentos en ristre, pinchaban donde alcanzaban. La emoción hacía reír y chillar a los piratas, el sudor les iba impregnando los rostros y, a su vez, los músicos aumentaron el ritmo hasta que el aire se llenó de chispas levantadas por los hachazos y los golpes que venían de un lado y de otro al son de los gritos del que sudaba sin cesar. Era un griterío desmesurado, que con la música aún impresionaba más.
Y siempre era así. Por lo que recuerdo, cada vez que nos lanzábamos al abordaje en medio del humo de la pólvora, el fuego de los mosquetes, el rugido de los cañones, el retumbar de la madera rota, los gritos de los moribundos y de los que los mataban, en medio de todo aquello, estaban nuestros músicos soplando a pleno pulmón hasta que nos volvían locos. Claro que, en realidad, ¿no era precisamente eso lo que pretendían hacer, que nos comportáramos como locos y olvidáramos lo que éramos? La música era como el ron, y la adorábamos de la misma forma, para tener el valor de vivir. Y lo increíble era que los músicos siempre estaban libres de culpa y nadie, ni de un bando ni de otro, les tocaba ni un pelo. Fueron los únicos de la tripulación de Roberts que quedaron libres cuando los otros cuarenta y seis fueron colgados o condenados a siete años de trabajos forzados, como si los músicos no hubieran participado en los crímenes. ¡Para mí lo hubiera querido!
Nuestro propio músico a bordo del Tonton Louis era probablemente un regalo de los cielos. De todas maneras, sonaba a diablos cuando se ponía a tocar a cualquier hora, siempre que alguien se lo pidiera. Yo no tenía ningún inconveniente. La gente estaba contenta, se columpiaba en su felicidad y me dejaban en paz. Eso era lo que yo pretendía cuando me empeñaba en hacer algo en esta vida.
Tras un mes de vivir una borrachera de felicidad sin fin, divisamos un barco en el calor vibrante del mediodía, a sotavento de unas islas. Una auténtica carraca, casi parada del todo en aquellas aguas que parecían una balsa de aceite. No había ninguna duda de que era un mercante lento.
– Preparad el barco y arriba los remos -ordenó Deval para satisfacción de todos.
Cuando nos acercábamos, es cierto que el valor empezó a traicionar a más de uno. Era un gran barco, que podía llevar a bordo el doble de hombres que el nuestro. Navegaba bajo bandera inglesa, y nosotros izamos otra igual que habíamos conseguido con nuestro primer botín. Sólo cuando nos situamos a tiro la cambiamos por la negra. A bordo reinaba un silencio fantasmal, si bien ya distinguíamos la figura de un oficial. Entre nosotros también se hizo el silencio, tanto que casi pude oír a Deval cuando empezó a morderse las uñas. Los otros tampoco las tenían todas consigo. La buena vida había llegado a su fin, y ahora era cosa de cada uno demostrar si servía para algo.
– ¿Qué esperáis? -rugí.
– Ese barco tiene una enfermedad -dijo Greenwill, un viejo marinero receloso, lleno de supersticiones y de visiones.
– ¡Y unos cojones! -dije-. Si así fuera ¿por qué hay un hombre en el timón?
– Seguro que hay un montón de soldados a bordo -anunció O'Brian-. Están esperando que nos pongamos a tiro.
– ¡Si ya estamos, idiota! -exclamé.
Deval no replicó. Estaba paralizado en el castillo de popa, con la mirada fija al frente.
– Timonel -le dije a mi fiel negro, que parecía ser el único, aparte de mí, que tenía la cabeza sobre los hombros-. Mantén el rumbo hacia su popa.
– ¡A sus órdenes, señor! -fue la respuesta inmediata.
Entonces despertó Deval y empezó a gritar a voz en cuello que el capitán era él y no yo, pero los hombres se volvieron hacia mí.
– De todas formas, vamos a verlo más de cerca -sugerí-. A lo mejor es un barco que ha sufrido un motín y lo han abandonado o saqueado. Me gustaría un barco más grande que el Tonton Louis.
– Está enfermo -repitió tercamente Greenwill.
– ¡Ya lo hemos oído, asno maldito!
– ¿No notáis la peste? -preguntó.
Tan pronto hubo pronunciado aquellas palabras comprendí que se trataba de un barco dedicado a la trata de esclavos. Como nos habíamos acercado por barlovento, no habíamos notado antes el olor. Enseguida oímos lamentos, una gran queja que parecía subir y bajar al ritmo de la marea.
– ¿Y dónde diablos está la tripulación? -exclamó Johnston, que estaba preparado con un gancho de abordaje en la proa-. No veo ni un alma, aparte del timonel.
– Puede tratarse de un motín -insistí-. Los negros han tirado por la borda a los demás y se han quedado con el timonel para guiar el barco a tierra. En ese caso nos podemos hacer ricos de un solo golpe. Les ayudamos a llegar a tierra, al puerto más cercano y los vendemos de inmediato.
– Nos matarán si subimos a bordo -dijo Deval.
– A ti, a lo mejor -repliqué-. Con ese aspecto que tienes… En fin, no te preocupes. Yo subiré a bordo. Sé cómo tratar a los esclavos. Yo mismo he sido uno de ellos.
Los hombres pusieron los ojos como platos.
– Claro que sí -añadí-. Vendido en una rebatiña y todo. No arriesgo nada.
Yo ya sabía que algo raro pasaba. Si se hubieran amotinado, la cubierta sería un hormiguero de negros.
A juzgar por sus lamentos, todavía estaban encadenados bajo cubierta. Dicho de otro modo, era como lo que suponía: un botín abandonado.
Abordamos sin que nadie nos respondiera. Johnston lanzó su gancho de abordaje y yo trepé tras él.
En mi vida he tenido que olvidar muchas cosas, pero aún me pregunto si lo que vi a bordo del Rôdeur no se lleva el primer premio. En cubierta, esparcidos por todas partes, había marineros sentados o tumbados en un estado lamentable. De las escotillas abiertas subía una peste nauseabunda a muerte y podredumbre. No se necesitaba saber mucho para entender que no quedaba mucha vida en la zona de carga. ¿Qué era aquello? Parecía que nadie se dio cuenta de mi presencia, aunque sus extrañas y vacías miradas se deslizaban hasta el lugar donde yo me encontraba. Parecían gusanos de la muerte y enterradores, todos menos el timonel. Avancé unos pasos y entonces me vio. Cayó de rodillas y juntó las manos.
– ¡Gracias a Dios! ¡Dios sea loado! -dijo con una voz que tenía el timbre de la locura.
– ¿Por qué? -pregunté con toda naturalidad.
– Ha respondido a mis plegarias y os ha enviado, señor, para librarnos de la catástrofe.
– ¿Estáis seguro?
– ¿Qué quiere decir, señor? -preguntó.
– No quiero decir nada -dije-. Pero me gustaría saber qué le pasa a este barco.
– ¡Ayúdenos, por el amor de Dios!
– ¿No puede olvidarse de Dios de una maldita vez y explicarme qué ha pasado?
– Señor, nunca un barco ha sufrido tal desgracia. Es el castigo de Dios por nuestros pecados.
No dije lo que pensaba, pero es fácil imaginárselo.
– La enfermedad subió a bordo en África -continuó el timonel-. Se extendió como un reguero de pólvora, señor. Tiramos a treinta y nueve esclavos por la borda para detener la infección, pero no sirvió de nada. De nada, señor. Ahora están todos contagiados, negros y blancos por igual, todos, señor, menos yo. La mitad de los negros han muerto, y yo soy el único que puede gobernar el timón.
– ¿El único? ¿Y qué les pasa a aquellos marineros? -pregunté.
En aquel momento, cuando oyeron mi voz, algunos se levantaron con esfuerzo y empezaron a deambular por cubierta como sonámbulos. Tropezaban, chocaban entre sí, uno se cayó y se abrió la frente y todos rogaban a Dios y a mí pidiendo misericordia. Reconozco que el miedo empezó a pellizcarme las entrañas.
– Están ciegos, señor. Todos y cada uno de los hombres de a bordo han perdido la vista. Todos menos yo, gracias a Dios.
Fui reculando, apartándome de todas aquellas manos que se alargaban hacia mí.
– ¡Ayúdenos, por el amor de Dios! -pedían los marineros ciegos.
Cada vez eran más las voces, y sus lamentos se propagaban como su enfermedad. La alarma de las quejas y el dolor de la bodega de carga hacía que todo el barco fuera como un solo grito penetrante de muerte. Seguí retrocediendo, hacia nuestro gancho de abordaje, mientras me cuidaba mucho de no acercarme a las manos que tanteaban y que me habrían agarrado y arrastrado hasta las profundidades si hubieran podido. El timonel me siguió con una mirada cargada de reproche.
– ¡No nos puede dejar aquí, señor! -gritó para que se le oyera por encima de las maldiciones y los lamentos-. ¡Somos blancos como usted! No piense en los negros, señor. De todas formas, no se les puede vender. No nos puede dejar. Somos tan cristianos como usted.
– ¿Y qué diablos sabe usted? -le repliqué a gritos-. No soy tan idiota como para quedarme a bordo de un barco que está maldito. Cambie el rumbo cien grados y llegarán a tierra dentro de un par de días si su Dios les asiste como ha hecho hasta ahora.
Entonces me así a la cuerda, salté por la amura y empecé a deslizarme hacia abajo. Seguramente había bajado una brazada cuando descubrí que no había ningún Tonton Louis que me esperase bajo mis pies. Aquella carroña de cobardes se habían desenganchado y ya estaban a un cable de distancia. Los maldije con todos los juramentos que se me ocurrieron hasta que los vi dar la vuelta y venir a recogerme donde estaba colgado. Creo que a todos se les había puesto la cara color ceniza. Los puse a caldo, pero pronto comprendí que había sido Deval quien había ordenado la retirada.
– Nunca pensé que volvieras vivo -dijo escurriéndose como una anguila para evitar mi mirada.
No le contesté, y tardé mucho en volverle a hablar. En honor a la verdad, tampoco tenía gran cosa que decirle. Era y continuó siendo un desgraciado que no tenía lo que hay que tener, ni más ni menos.
El encuentro con los ciegos del Rôdeur dejó huella a bordo del Tonton Louis y también en mí. Me despertaba sudando a medianoche, con el eco de los gritos de los esclavos en mis oídos. Los oía, y aunque no los veía delante de mí no aminoraba mi miedo. ¿Qué queda en esta vida si uno ya no tiene ojos? Rumores y habladurías. Yo, al menos, debería saberlo. Y ¿de qué manera puede uno vigilar a su alrededor? ¿Cómo puede uno guardarse la espalda?
El buen ambiente que había en nuestro barco se lo había llevado el viento. Los hombres se mostraban enfadados, irritables. Deval estaba insoportable. El ron se acabó diez días más tarde sin que nadie se pusiera de mejor humor con lo que bebían, y los días posteriores fueron una auténtica catástrofe. El encuentro con el Rôdeur había sido de mal agüero, decían los demás, y aún se ponían de peor humor. No había muchos marineros que creyeran en Dios, pero la mayoría eran supersticiosos. Se imaginaban cualquier cosa sin que nadie se encontrara mejor por ello. ¡Y pensar que uno los ha soportado y ha intentado hacerles toda clase de favores! Quizás hubiera tenido que destituir a Deval y que me eligieran a mí como capitán. Lo que pasa es que yo tenía mis principios, y no ser capitán era uno de ellos, ¡bendita fuera la memoria del capitán Barlow! Siempre estaba a favor de la tripulación, fuera la que fuese, y por algo era su portavoz. No porque fuera uno de ellos, sino para poder ser yo mismo.
Llevados por el viento, navegamos durante meses sin descanso entre las islas sin vislumbrar una sola vela. Apresamos sólo un miserable botín que no nos subió la moral, el francés L'Esperance de Dieppe. La carga que llevaba hubiese vuelto loco a cualquiera. Doce sacos de pimienta y seiscientas toneladas de algodón no estaban mal, aunque no podríamos utilizar ni lo uno ni lo otro. Y ¿qué íbamos a hacer con trescientos sesenta loros y cincuenta y cuatro monos, nosotros que ya andábamos necesitados de comida y bebida? Me opuse, pero la tripulación se quedó con varios loros y con algunos monos para subir los ánimos. Y bien animados que estábamos, pero no por los monos, que acabaron en las cazuelas salados a la manera de los bucaneros, y tampoco por nosotros, que no conseguimos un momento de descanso hasta que los loros murieron miserablemente de hambre.
Al final se agotó todo, no sólo el ron y el buen humor, sino también nuestras deliciosas barbacoas, por no mencionar el agua. Por la mañana temprano los hombres se dedicaban a chupar los cordajes y los cabos para absorber el relente que había caído durante la noche. Matábamos a las ratas para poder meternos entre pecho y espalda un poco de carne fresca y sobrevivir. Sí, hubo incluso quien propuso hacer lo mismo con las cucarachas. Si los franceses podían comer caracoles, nosotros también.
Fue una eterna disputa el saber qué íbamos a hacer. Algunos habían empezado a perder los estribos de puro hastío y querían llegarse a la isla habitada más cercana para encontrar la felicidad en tierra. Otros propusieron un ataque inesperado contra el primer pueblo que encontráramos, para disponer de mujeres y ron. Algunos desvariaban y hablaban de navegar hasta Inglaterra. Decían disparates sobre las criadas que habían abandonado, los padres a los que no habían visto desde hacía décadas, el olor a bostas de caballo y a brezo, los días de invierno, lluviosos y fríos allá por los páramos, y los ríos de cerveza que corrían en las tabernas.
Les tuve que explicar una y otra vez que estaban fuera de la ley, que todos eran una buena presa por los botines con los que nos habíamos quedado, que no podíamos dar marcha atrás, les gustara o no. Sí, les tenía que arengar de la mañana a la noche, y al final conseguí ponerlos de mejor humor. Hicimos algunos saqueos en las playas, cazamos, recolectamos fruta y encontramos agua. Prescindir del ron no nos sentó mal. Al contrario, los hombres tendrían más ánimos cuando entrasen en combate.
Sin embargo, no sirvió de nada. Una mañana de madrugada nos encontramos a dos cables de distancia de un buque de dos palos, mirando fijamente las portezuelas abiertas de doce cañones.
– ¡Todos a cubierta! -gritó el timonel-. ¡Preparad el barco!
Fui el primero en subir, y no tardé mucho en comprender que no había forma de defendernos. En el mismo momento que cortaba de un tajo la cuerda de la bandera llegó la explosión desde su lado. Habían apuntado alto, y cuando se dispersó la humareda del disparo, descubrimos que nuestra arboladura estaba hecha añicos, mientras que el palo mayor colgaba apoyado sobre la amura de babor. Pero habíamos arriado velas, no ante un español, sino ante un caballero de fortuna, porque en la proa se balanceaba la vieja Jolly Roger. A bordo de nuestro barco empezaron los gritos de alegría porque creían que ya nos acercábamos al final de aquella vida que llevábamos.
No pasó mucho rato antes de que hubiera un montón de piratas sonrientes y ebrios en nuestra reducida cubierta. Uno de ellos era Pew. De cuerpo flaco como una vara de mimbre y escurridizo como una anguila, tenía unos ojos más falsos de lo normal, aunque era lo suficientemente listo para ocultarlos. Pew ordenó a Deval como capitán y a mí como contramaestre y nos invitó a que subiéramos a bordo de su barco.
– El capitán quiere hablar con vosotros dos -dijo con una risa tan cruel y despiadada que a Deval le entraron grandes temblores.
Deval pensó seguramente en las historias de aquéllos como l'Olonnais el Sanguinario, que le había arrancado el corazón a un prisionero y lo había empezado a morder para hacer que los prisioneros revelaran dónde habían escondido la plata y las piastras.
Pero nosotros no teníamos de qué preocuparnos. Pew tenía sólo la particularidad de intentar asustar a todo el que se pusiera a tiro. Así era él. Y despreciaba a los que le tenían miedo. Si lo mandaban al infierno, que era el lugar que le correspondía, se ponía de cuatro patas. Digo yo que no se puede hacer otra cosa más que admirar la capacidad de adaptación que tenemos las personas. Si el hombre es obra de Dios, la verdad es que no se le puede acusar de tener poco ingenio.
Sin embargo, no fue del todo extraño que el capitán que estaba delante de nosotros en el castillo de popa del Fancy, el capitán que a punto estuvo de mandarnos al fondo del mar, fuera ni más ni menos que el confuso, honrado y bienintencionado Edward England, en carne y hueso.