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Capítulo 28

Así pues, de nuevo estábamos unidos los tres: Edward el Honrado, que afirmaba saber distinguir entre la vida y la muerte; Deval el Despreciable, que estaba dispuesto a venderse por una palmada en el hombro; y yo, Long John Silver, dispuesto a vender a cualquiera cuando la necesidad lo exigiera.

No podía pasar desapercibida la genuina alegría que sintió England cuando nos reunimos de nuevo. No tenía buen ojo para juzgar a las personas, porque siempre creía que eran buenas. Sí, England era un misterio, primero para sí mismo, pero también para los demás, que lo veían vacilar de un lado a otro, de manera que, al final, nadie sabía a qué atenerse. Y ¿por qué lo eligieron capitán? Porque England era un buen hombre en quien se podía confiar. Si había algo de lo que la tripulación estuviera tan segura como del amén en la iglesia, a diferencia del propio England, era que England nunca sería de esos capitanes que siempre llevan a Dios por delante. Y a sus ojos eso era más valioso que el oro.

Usted, señor Defoe, nunca entendió a England. Usted escribió en su historia que tenía un sentido común que le debería haber hecho mejor persona de lo que fue. Tenía, según usted, una considerable porción de buen carácter, y tampoco le faltaba valor. No era avaro, siempre demostraba su desacuerdo cuando se trataba mal a los prisioneros. Usted afirma que se podría haber conformado con unos saqueos más moderados y con actos temerarios menos malvados si hubiera logrado convencer a sus compañeros, pero en general le decían que no, y como estaba con aquella compañía tan odiosa se vio obligado a ser un partidario incondicional de su sucio trabajo. Eso fue lo que escribió usted.

Sí, usted logró que el corazón de England pareciera limpio y bueno como el de un ángel. La culpa la tengo yo por hablarle en su defensa, y todavía lo seguiré haciendo, pero con England las cosas no iban tan mal como para que se arriesgara a acabar sus días en el Cielo, aunque se arrepintió profundamente cuando notó que tenía un pie en la tumba. ¿Lo ve, Defoe? Lo que usted no entendió es que nadie obligó a England a ser capitán. Se podría haber negado, como yo.

En el camarote que le había tocado a England, yo mismo relaté la historia que le había relatado a Deval, aunque añadí y quité de aquí y de allá por elemental prudencia. England se lo tragó todo, buena señal, porque mucho se podrá decir de él y su polivalencia, pero había muchos con menos sesos.

Él por su parte contó que tuvo suficiente con un mes en una plantación, que incluso la mierda de vaca de Irlanda hubiera sido mejor que la caña de azúcar, que le había picado todo el cuerpo como si tuviera hormigas venenosas por no haber podido moverse de allí; sí, sabía que todo aquel errar se le había metido en la sangre. Se había escapado, se enroló como timonel en una chalupa que a su vez había sido pilotada por el pirata Winter, quien había pedido a England que se sumara a ellos y se pusiera al mando de la chalupa con el beneplácito de los hombres, después de lo cual a Winter se lo llevó una tormenta y aquí estaba ahora, elegido capitán y sin hormigas en el cuerpo.

– Silver, si tú quieres, nadie se alegraría más que yo si fueras nuestro contramaestre -dijo England.

– Por supuesto que sí. Si los hombres están de acuerdo.

– Claro que sí. No sé de otro que le caiga tan bien a la gente, no hay nadie a quien valoren tanto como a ti. Cuando te lo propones, claro.

– ¿Y Deval? -pregunté con un aire de lo más inocente-. A pesar de todo él era el capitán del Tonton Louis.

– ¿Le estás tomando el pelo a un viejo compañero de navío? -preguntó England.

– No -dije-, lo propuse yo. Me pareció que le iría bien.

– ¿Y qué pasó?

– Se le metió en la cabeza que era el único que servía para algo a bordo.

– No me extraña -dijo England, pero sin rastro de rencor-. Nunca será un marinero.

– Amén -añadí, poniendo punto final a la conversación.

Y pasó lo que England había previsto. Yo les caí bien y pronto me eligieron contramaestre. Si me permite que lo diga yo mismo, creo que fue England quien influyó más en mi forma de ser: un hombre respetado y mucho más. ¿Cómo, si no, me iban a elegir contramaestre del Walrus de Flint unos años más tarde, con la peor tripulación que nunca haya pisado una cubierta?

Poco tiempo después de que nos recogieran, el consejo decidió que el barco pondría rumbo a las costas de África. Algunos habían oído que allí había botines importantes al alcance de la mano. Del norte venían los tratantes de esclavos cargados de oro, plata, armas y baratijas que les servirían como pago cuando compraban negros, por no hablar de las provisiones y los víveres para las factorías. Del sur venían los cargamentos de las Antillas: telas, piedras preciosas, especias y a veces incluso dinero para invertirlo en Londres.

Tenía buena pinta, y el consejo se conformó con aquellos rumores. Lo cierto es que no había muchos sitios adonde ir. Sí, en general era verdad, ahora que lo pienso. Navegábamos seis mil millas marinas, a través de latitudes infinitas y aquella maldita calma chicha en la que el sol nos abrasaba la garganta y la piel, por unas palabras cogidas al vuelo. Se decía que un buque de guerra inglés había salido de Antigua para cazar piratas. Así pues, navegamos con rumbo sur, hacia Barbados, con el rabo entre las piernas. Alguien afirmó que el Rey tenía la intención de conceder una nueva amnistía, y como las habladurías al respecto eran sacadas del aire, el consejo votaba a favor de una cosa u otra, para que hiciéramos una solicitud o lo dejáramos pasar. Un tercero tenía información segura de que un galeón español cargado de plata zarparía de Cartagena al mes siguiente, así que acechamos la isla de La Hispaniola durante cinco semanas sin ver ni la sombra de una vela. El botero había oído que Roberts estaba formando una gran flota pirata en una bahía al sur de Jamaica. Subimos los remos y nos dirigimos hacia allí, pero sólo encontramos tres indios en una canoa. El lugarteniente juró por todo lo que consideraba santo (que en realidad era bastante poco), que había agua de manantial clara y fresca en la isla de las Aves. Cuando llegamos allí encontramos un apestoso charco poblado de salamandras e insectos. Y así una vez tras otra, en una constante corriente de incertidumbre. Nosotros, los caballeros de fortuna, errábamos en una constante niebla de rumores y cotilleos, de conocimientos, de oídas y de caprichos. Sí, a pesar de todo no eran sólo mis equivocaciones las que se podían atribuir a cuenta de los muertos.

Dicho de otro modo, a bordo se discutía por cualquier cosa, porque nadie, excepto yo, tenía la sinceridad suficiente para admitir que no sabíamos nada. Había altercados a cuento de lo que debíamos hacer, y duraban varios días. Palabras y más palabras, directas al aire: creo, quiero decir, he oído, he leído (los que sabían leer), me han dicho, prometo y aseguro por mi conciencia si hace falta, lo sabe todo el mundo, que me lleven los demonios si no, ya lo puedes dar por hecho… Cuando me hartaba, me metía y exponía a las claras cómo estaban las cosas. Así les cerraba el pico, porque yo tenía la virtud de hacer uso de las palabras que eran merecedoras de su confianza. No era tan extraño, a pesar de todo, que creyeran que les predicaba. Y la razón la tenía tan a menudo como cualquier otro.

Llevábamos navegando ya tres semanas cuando nos metimos en un cinturón de calma chicha como si fuera una pared de cristal. Un momento antes todas las velas se habían estirado, habían cantado y tronado como hacen las velas cuando van llenas de viento. El mar estaba rizado y blanco de espuma. Al momento siguiente, el agua estaba brillante y turbia, la vela flaqueaba, las botavaras y las horquillas se lamentaban, los aparejos y las escotas colgaban inertes, y el animoso murmullo de proa calló como si fuera para siempre. Incluso las palabras disminuyeron cuando todos dirigieron una mirada fatal hacia la vela y hacia el agua gruesa y encalmada. Después se volvieron todos y miraron a popa con añoranza de la espuma rizada y de las olas alegres, del viento que dejamos detrás, un viento que de manera tan juguetona y fácil nos había llevado tan lejos.

– ¿Qué diablos miráis? -grité de manera que se quebró aquel silencio de muerte-. No se acaba el mundo por un poco de calma chicha.

– ¿Y tú qué sabes? -oí una voz respondona que salía del montón, una voz que no tenía suficiente sensatez como para entender que yo sólo intentaba levantar los ánimos.

Sin embargo, pocos días después salieron de la misma bocaza rápida los eructos de los barcos que se quedaban presos en el recalmón y se pudrían con hombres y todo, la mitad de la tripulación que moría de sed y de hambre, todos los que se habían vuelto locos por el calor y se habían peleado a machete y pistola, los fuertes remolinos de tormenta en medio de todo aquel mar tan quieto que se había tragado incluso un barco de pasajeros. Eran historias falsas, supersticiosa carga de naufragio que se paseaba por la fantasía de los lobos de mar sin provecho ninguno. Las buenas historias se merecen todos mis respetos, pero alguien debería prohibir que se repartiera toda esa mierda gratuitamente.

Hablé del asunto con el hombre en cuestión, llamado Bowman, pero no me hizo caso.

– ¡Por todos los demonios que tengo derecho a decir lo que me dé la gana! -contestó a mi recomendación de que se reservara su opinión hasta que llegáramos a tierra-. ¿Es que la palabra no es libre en este maldito ataúd?

– Depende -respondí en un tono suave-. Según lo que se diga.

– ¡Vaya, así que depende! ¿Y en qué disposición está escrito que no tenga derecho a decir lo que pienso? Maldita sea si no soy tan válido como cualquier otro.

– Yo no he dicho eso. Pero no es que vayas repartiendo alegría precisamente.

– Vaya, es ahí donde le duele. Así pues, hay que ser un maldito bromista para poder abrir la boca a bordo. ¿Qué demonios de disposición es ésa? ¿Es que la gente no aguanta oír la verdad? ¡Vete al infierno!

– ¿Y cuál es la verdad, si se puede saber?

– Que este maldito barco está condenado a hundirse. Además, ¿qué diablos íbamos a hacer en África? ¿Es que no estábamos tan ricamente en las Antillas? Allí por lo menos la gente se puede hacer su ron y las putas son blancas. Ahora tendremos que follar con negras, paganas y con el cono podrido, ¡así son todas! Eso con suerte, claro, si es que alguna vez llegamos hasta allí. Antes de que hayamos pasado este recalmón, maldito medio negro, la mitad de la tripulación la habrá palmado, puedes estar bien seguro. ¿Crees que no lo he oído? Te vendieron en una rebatiña junto a un montón de esclavos. ¡Voluntariamente! ¿Crees que no sé de qué calaña eres? Eres de esos que están de parte de los negros.

Y aquí envió un jugoso escupitajo no lejos de mis pies. ¿Qué podía hacer yo con un cenizo cabezón que destruía el buen ambiente de a bordo? La palabra era libre, claro que sí, maldita sea, pero también teníamos que sobrevivir. Un tipo como Bowman podía perder los estribos, apestar y envenenar a los demás, hasta que la gente se volvía tan loca como él.

– Tienes la cabeza bien puesta -le dije-, y entiendes que a estas alturas no podemos dar media vuelta. Sin viento, no podemos navegar contra corriente, y aunque pudiéramos no serviría de nada hacer frente al viento y volver a las Antillas sin navegar primero el doble de distancia de lo que nos queda hasta África. Esto lo entiende un tipo listo como tú, ¿no?

– No me vengas con zalamerías, Silver. No tengo serrín entre las orejas, tienes razón, pero ningún diablo va a venir a decirme para qué lo tengo que utilizar, ni si tengo que entender o no entender. ¡Acuérdate bien!

– Claro que sí, Bowman, puedes confiar en John Silver. Tengo la memoria de un elefante.

Y con eso me conformé de momento. Intentar meter en cintura a un tipo como Bowman era un caso perdido. Ni siquiera la amabilidad le hacía mella. Era un ave de mal agüero, no había más que hablar.

Le dejé repartir tanto descontento enmierdado que la gente empezó a buscar una cabeza de turco. Ya se habían producido algunas trifulcas sin importancia, y algunas palabras cortantes y afiladas volaron por los aires cuando se tenía que amarrar una escota o un aparejo para aprovechar un soplo de brisa que se levantaba cuando menos se podía esperar. Incluso England había empezado a notar lo que pasaba, pero conforme a su costumbre iba entre la tripulación hablando bien de todos sin que sirviera de mucho. A los tipos de buen corazón siempre les pasa lo mismo: les cuesta ver el mal antes de que sea demasiado tarde.

– ¿Qué pasa? -me preguntó después del escarnio. -Creía que estábamos completamente de acuerdo en lo de África, pero ahora todos dicen que este viaje está maldito, y me culpan a mí por haberlo impuesto. Es injusto, ¿verdad, John? Te acordarás de que yo, como capitán, cerré el pico y no dije nada a favor ni en contra. Creía que todos estaban de acuerdo.

– Ya lo han olvidado. Tenemos a un cenizo a bordo que siembra cizaña. Ha hecho que los demás crean que nos vamos a pudrir en este recalmón. Y ahora necesitan alguien a quien culpar si algo va mal. ¿Y quién iba a ser, si no el capitán?

– ¡Pero yo no voté! ¡Y ellos mismos me eligieron!

– Claro que sí, pero sólo para disponer de alguien que supiera navegar y a quien colgar si todo se iba al infierno. Confía en John Silver y déjalo en mis manos.

Pasaron unos días con aquella presión, con un calor insoportable y un sol abrasador: la brea de las juntas se deshacía, de manera que los pies se quedaban pegados en cubierta. La enjuagábamos todo el día para que el casco no se resquebrajara como un colador, pero al final sólo éramos una docena los que manteníamos las bombas y los baldes en marcha. Los demás se quedaban sentados o tumbados en cubierta, con la cabeza gacha, jurando y maldiciendo, bebiendo el poco ron que quedaba, y aún se preocupaban menos de lo habitual de cómo vivían o morían. Sólo Bowman seguía en plena actividad. Iba saltando por todas partes como una liebre, con cara de satisfacción, haciendo lo indecible para cavar la tumba de todos nosotros.

A la mañana siguiente, antes de que el ron les hiciera efecto, los llamé a todos a consejo. Era mi derecho como contramaestre. No faltó nadie, pues creían que iban a poder expresar a gritos su descontento, vengarse de quien fuera, de todo el mundo si hiciera falta.

– Hombres -dije con mi tono susurrante, con un retintín de mal agüero que hizo que muchos me prestaran atención-, ya sabéis cómo están las cosas a bordo: esto es un infierno, ni más ni menos. No hay más que maldiciones y quejas. Si seguimos así, acabaremos degollándonos unos a otros antes de ver el final de este maldito recalmón.

– Exacto -voceó Bowman, que había estado esperando-. Es lo que yo vengo diciendo desde el principio. No deberíamos haber hecho esta travesía, eso opino yo.

– ¿Y quién de vosotros votó en contra de la decisión tomada? -bramé-. ¿Quién, si puede saberse?

Se hizo el silencio hasta que Bowman abrió el pico de nuevo.

– Todo el mundo tiene derecho a cambiar de idea, maldita sea -dijo triunfante, mirando a su alrededor para sentir apoyo.

Y claro que hubo quienes asintieron con la cabeza, aunque no les hizo gracia oírlo de una rata como Bowman. Lanzaron miradas preñadas de odio, en busca de alguien a quien cargar la responsabilidad.

A alguien se le tenía que dar una paliza de muerte para poder seguir por el buen camino, de eso no cabía ninguna duda.

– No -dije-. Todos podemos cometer errores, hasta el más pintado. Como tú mismo, Bowman. ¿Verdad que sí, muchachos? ¿No es Bowman el mejor de todos nosotros? Sabe lo que pasa y cómo son las cosas en la vida. Preguntad a Bowman, por todos los demonios, que él dirá lo que pasa. ¿Tengo razón o no?

Bowman sonrió y miró de nuevo a su alrededor. En su vida, que por lo demás no le importaba demasiado, sólo deseaba una cosa: hacerse oír a cualquier precio, incluido el de su propia perdición y la nuestra.

– ¿Es que Bowman no vale como diez de nosotros? -grité-. Dice verdades que a ninguno se nos ocurren. Plantea exactamente cómo están las cosas; ningún diablo como nosotros sobrevivirá a este viaje. Sólo queda hacer una reverencia, dar las gracias y aceptar. Si Bowman ha firmado aquí nuestra sentencia de muerte, ya no se puede hacer nada.

Los hombres miraron detenidamente a Bowman. ¿Quién diablos se creía que era? No tenía ningún derecho a decirles lo que tenían que hacer, ni qué pensar, y mucho menos firmar su sentencia de muerte. La sonrisa de autosuficiencia de Bowman ya había desaparecido.

– Propongo a Bowman como contramaestre -grité para acallar el susurro que iba ganando fuerza-. Si hay alguien que pueda ser nuestro portavoz ante Dios y el Diablo, ante el tiempo y el viento, ha de ser él.

– ¡Unos cojones! -surgió una voz de entre la multitud.

Fueron las palabras que abrieron las compuertas. Siguió una corriente de amenazas, puños apretados y juramentos. Los que estaban más cerca de Bowman le soltaron a lo bestia un rosario de puñetazos. Un pasador de cabo salió volando por los aires y le dio en la cintura, de manera que se quedó doblado. No le dio tiempo a levantarse de nuevo antes de que los demás se le echaran encima con cuchillos, garrotes o cualquier arma que tuvieran a mano.

– ¡Quietos! -grité con mi peor tono de voz, de manera que lo único que se oyó fueron los lamentos de Bowman.

– ¡Sálvame, Silver! -suplicó.

Solté una carcajada burlona.

– ¿Por qué? -pregunté-. Vamos a morir todos, tú incluido, si debemos creer en tus profecías. Antes o después nos iremos al infierno. ¿Qué importa? ¡Atad a este pobre diablo al palo mayor!

Bowman soltó un grito pavoroso cuando lo arrastraron por cubierta y lo ataron. Los hombres dieron a Bowman una muerte larga y dolorosa, para que se enterase de que aún seguía vivo. Por mi parte, su muerte podría haber sido rápida, pero si los hombres le hubieran matado al momento no les hubiera salido el veneno de la sangre. Así quedarían contentos y tendrían buena cara cuando los tiburones hubieran hecho desaparecer cualquier resto de nuestro mal espíritu, después de que desapareciera aquello que, sólo una hora antes, había sido una persona completamente vivita y coleando, aunque del género fracasado. Unos y otros me dirigieron palabras de agradecimiento. Y quizá las merecía.

El único que no se dejó deslumbrar por mi capacidad fue England. Me estuvo mirando con malos ojos durante varias semanas, en cambio los demás enseguida olvidaron que había existido un personaje llamado Bowman. No me preocupé de explicarle a England que los cabezas de turco sirven para que nosotros podamos estar un poco más en la tierra… o en el mar. Los que son como England, los que saben diferenciar la vida de la muerte, según él mismo afirmaba, no entienden que a veces hay que elegir entre lo uno y lo otro.

Una semana o dos más tarde se rizó el agua y un viento del este, estable y fresco, nos llevó hasta las costas de África. Por una vez en la vida, los rumores fueron verdad. Nos hicimos con once capturas en poco tiempo y sin perder ni un solo hombre en la refriega, incendiamos algunos de los barcos y después los hundimos, tripulamos otros dos con algunos de los nuestros, porque nos sobraba tripulación y porque muchos se quisieron unir a nosotros, y al resto los dejamos marchar de cualquier manera, pero con las manos vacías. Lane y Sample fueron elegidos capitanes de los dos barcos que iban a probar fortuna por su cuenta, el Queen Anne's Revenge y el Flying King, que fue así como rebautizaron a sus barcos por motivos que no se me alcanzan. Tampoco eso daba buena suerte, porque los barcos tienen que mantener el nombre que les dieron al botarlos, digo yo, aunque por lo demás no creo en esas supersticiones. Lane y Sample atravesaron el Atlántico y se quedaron al acecho en las costas de Brasil. Por lo visto, ya habían apresado algún botín de escaso valor cuando se encontraron con un buque de guerra portugués que echó por tierra sus sueños. En la batalla murieron doce, treinta y ocho fueron colgados allí mismo y los demás, los negros y los indios, fueron vendidos como esclavos.

La noticia de su desgraciado destino me llegó muchos años más tarde, sin ningún provecho, siempre demasiado tarde para tomarme la revancha o para lamentarlo, si hubiera querido hacerlo. Porque lo cierto es que lo mejor era olvidar a los compañeros de barco tan pronto como se les perdiera de vista. De todas maneras, y por lo general, desaparecían sin dejar huella.

Así pues, encontramos a La Bouche y su loro en una bahía solitaria, camino de Ouida, en la costa de África.

El loro pasó a ser propiedad de England, organizamos una fiesta y nos hicimos hermanos, después de lo cual tomamos decisiones importantes sobre aquello de ir juntos contra el resto del mundo y encontrarnos después en la isla de Johanna. Y las cosas salieron según lo habitual; después de haber navegado juntos unas semanas nos topamos con una tormenta, nos separamos y ya no nos volvimos a ver. La Bouche naufragó en Mayotte, se construyó un nuevo barco y se fue a Madagascar. Desde entonces, no he tenido más noticias de él.

La vida de los piratas, señor Defoe, y la de los que se han convertido en sus cronistas, era circunscrita: se reducía a un puñado escaso de hombres y destinos apiñados en un barco. No éramos como los otros marineros. Nuestros barcos no navegaban para llegar. Nos llamábamos hermanos y compañeros, pero no queríamos saber nada de la familia y de los amigos. Fuimos nombrados enemigos de la humanidad por los fieles; en cierto modo, tenían razón, ya que nadie podía ser amigo nuestro, ni siquiera nosotros mismos. No, nuestra memoria era muy reducida, y así tenía que ser en lo referente a lo humano, al menos si aspirábamos a tener coraje. ¿Quién echó de menos a La Bouche cuando desapareció? Ninguno de nosotros, lo aseguro, aunque posiblemente haya que exceptuar a su loro.

Habíamos visto cómo un mar incierto se había tragado a demasiados hombres, ese mar del que pendían todas nuestras vidas.

En total, a las órdenes de England apresamos veintiséis barcos con toda facilidad, aunque no fue así con el Cassandra, el último, y con el primero en la costa de África, el Eagle Pink, cuyo capitán Ricket era para más inri de Cork, como si yo no hubiera tenido suficientes quebraderos de cabeza en lo tocante a Irlanda, y no porque Ricket fuera tan tonto como para oponer resistencia con sus seis cañones y sus diecisiete hombres contra más de doscientos de los nuestros. Arrió la bandera antes de darnos tiempo de disparar el primer tiro de aviso. England y Deval se pusieron como unas pascuas cuando se dieron cuenta de que habíamos echado el guante a un irlandés. England invitó a Ricket a subir: de figura achaparrada, encorvada y huesuda, tenía una gran cicatriz en una de las comisuras de los labios que le daba la apariencia de que se estuviera riendo a carcajada limpia el día entero. England se lo llevó a su camarote para disgusto de los nuestros, que hubieran querido divertirse un poco a costa del capitán, pero por una vez England no se rindió y declaró que a un paisano suyo no se le tocaría ni un pelo, y los que quisieran se unieran a nosotros voluntariamente y que, si no, se marcharan en paz.

– Como compensación -dijo England-, esta vez me abstengo de mis dos partes del botín. Os las podéis repartir a partes iguales entre vosotros. Nada de tropelías, ¡acordaos!

England le hizo saber a Ricket que, de haber sido por él, el Eagle Pink hubiera podido seguir navegando con carga y todo, pero que no podía hacer lo que le diera la gana en un barco que llevaba la negra.

– Sin embargo -dijo England-, puedo garantizarle que saldrá de aquí con vida, sano y salvo. Nadie podrá decir que Edward England trata mal a sus compatriotas.

– Edward England -dijo Ricket dando un respingo-. ¿Es su nombre?

– Sí -dijo England-, lo es. Nacido en Wicklow, en una familia de honrados irlandeses, y después pescador y marinero en Kinsale.

A Ricket se le pintó de golpe una expresión de miedo en la mirada, aunque fue difícil descubrirla en aquella risa burlona que no se acababa nunca.

– ¿Hay algo de malo en el nombre? -pregunté amenazador.

– ¿Malo? -tartamudeó Ricket.

– No intentes engañar a tipos como nosotros -insistí-. No hay muchos que hayan sobrevivido.

A estas alturas Ricket ya estaba muerto de miedo.

– ¿Qué te pasa, John? -preguntó England con enfado-. Ricket es nuestro invitado.

– Yo me ocuparé de esto -repliqué.

– John -repitió Ricket dando un profundo suspiro-. ¿John Silver?

– Ya ves -le dije a England-: este tipo no tiene la conciencia tranquila.

Agarré a Ricket por el cuello y lo levanté de la silla.

– A ver -rugí-. Dinos qué tienen de malo los nombres de Edward England y John Silver.

Tuve que sacudirlo bien antes de que saliera algo comprensible de su boca torcida.

Quizá no debería haberme mostrado tan duro, pero ¿cómo iba yo a imaginar lo que iba a vomitar? Porque lo que oímos fue que yo estaba buscado por asesinato, y que England y alguien que se llamaba Deval estaban reclamados por robo y por contactos ilegales con el enemigo durante la guerra.

– ¿Asesinato de quién? -dijo England, pasmado de asombro.

– De un pescador de Kinsale que se llamaba Dunn -le dijo Ricket.

– ¿No te lo había dicho? -solté como si fuera un hurón-. Los ingleses nos quieren colgar, a mí sobre todo, porque conté la historia de aquel maldito gobernador y su hija.

Ricket movió la cabeza de buena voluntad, complaciente.

– No -dijo-, no son los ingleses. Es la hija del pescador. Es ella la que está detrás de todo.

– Mentira -grité.

– Tranquilízate -dijo England-. Tiene que haber algún malentendido. Elisa no ha podido acusarte.

– No hay ningún maldito malentendido -contesté-. Este diablo miente para salvar el pellejo.

Antes de que England tuviera tiempo de pensar, antes de que Ricket pudiera mostrar pruebas, lo saqué en volandas a cubierta. England aseguraba que sabía cuál era la diferencia entre la vida y la muerte, pero ¿qué haría si llegara a saber que yo había matado a Dunn y había dejado a Elisa a merced de las olas? Eso, por no hablar de Deval.

– Muchachos -grité-, aquí hay un hombre que está mintiendo sobre vuestro capitán y vuestro contramaestre. ¿Qué decís?

Un grito acogió mis palabras. England subió corriendo desde el camarote, pero ya era demasiado tarde. Nuestra osada tripulación ya se estaba encargando de Ricket, y no tardaron mucho en silenciarlo para siempre: el mundo se quedó, por la gracia de Dios, con un capitán menos. Mientras le quitaban la vida a Ricket estuve escuchando atentamente a su tripulación, pero ahí tuve suerte: era un montón de escoria de todos los rincones de la Tierra, y los cuatro irlandeses que había entre ellos jamás habían puesto un pie en Kinsale, y menos aún habían oído hablar de Edward England o de John Silver. Por si no fuera suficiente, Ricket había sido capitán de un barco de esclavos por la gracia de Dios. No fue el más tirano de todos, como el capitán Wilkinson, pero sí lo bastante cruel, brutal e imbécil como para que la tripulación no moviera un dedo cuando lo vieran pasar las baquetas entre cuchillos y hachas, y cuando empezó a chillar a los cielos cuando lo descuartizaron. England estaba furioso.

– No se mata a la gente porque sea tan lerda de creer cualquier mentira y a cualquier idiota.

– Pero ¿es que no lo entiendes? -intenté decir-. Ricket le habría dicho a todo el mundo qué éramos y qué hacíamos, si hubiera seguido vivo. Estaríamos el doble de perseguidos y de buscados.

– John Silver -dijo England en un tono triste en medio de toda la ira-, no soy idiota. Nos hemos tomado unas libertades que tarde o temprano nos llevarán directamente a la horca. No hay mucho que decir a esto, pero empezar a matar a la gente por culpa de unas falsas acusaciones es otra cosa.

– ¿Ni siquiera a los que nos pueden llevar a la horca? -pregunté-. Entonces, ¿cuándo se puede matar?

– Nunca, John. ¿Lo oyes? Nunca.

Me cogió por las solapas y me sacudió como yo había hecho con Ricket. Edward England era un hombre fuerte, no cabe duda. No me defendí. En mi interior sabía, creía yo, que England siempre sabría distinguir entre la vida y la muerte, la mía incluida. ¿No era por eso por lo que me tenía cogido con su mano de hierro? El, uno de los pocos, que dejaba que cada uno viviera a su aire.

Fue en aquel tiempo cuando England empezó a dar señales de arrepentimiento cuando atacamos otro barco, lo saqueamos y humillamos a su tripulación. Empezó con Ricket y aún fue peor con el Cadogan de Bristol, con su capitán Skinner.

Este Skinner tuvo mala suerte. Era capitán por la gracia de Dios, pero no recibía ayuda alguna de las alturas. La Providencia estaba de nuestra parte. A bordo teníamos una docena de hombres de la antigua tripulación de Skinner, entre otros nuestro botero, Graves, que nunca olvidaba un agravio a pesar de que su memoria no era mucho mejor que la de los otros. El caso es que el capitán Skinner había acusado a Graves y a sus compañeros de vagos y rebeldes inútiles, y por eso los había puesto a bordo de un barco de la Armada, donde les obligaron sin demora a ponerse a su servicio. Además, Skinner se había negado a pagar los sueldos que les debía, porque el sueldo, decía Skinner, era una recompensa por el trabajo y no por las diabluras y la desobediencia que había puesto en peligro la seguridad del navío.

Graves y yo estábamos en la amura cuando la tripulación del Cadogan subió a bordo del Fancy. England se había quedado en el Cadogan con una veintena de hombres para inventariar el botín.

Cuando la cabeza de Skinner apareció por la amura, Graves empezó a dar saltos de emoción y comenzó a dar palmas como si fuera un crío.

– ¡Vaya! ¡El mismísimo Diablo! -dijo con una sonrisa cordial cuando reconoció la jeta de Skinner-. Ya lo creo: este hombre, John, no es mejor que el propio Satán. Bienvenido a bordo, capitán Skinner. Mil veces bienvenido. ¿A qué debemos el honor?

Cuando Skinner reconoció a su antiguo tripulante empezó a temblar como una hoja, como les había pasado a Ricket y a los demás antes que él, y se habría soltado de la cuerda si Graves no lo hubiera agarrado e izado a bordo.

– No, señor mío -dijo Graves mirando reprobadoramente a Skinner-, no puede dejarnos tan pronto. Tenemos una cuenta pendiente, como usted bien sabe, y es mi deseo saldarla.

Graves llamó a sus compañeros, que estaban tan entusiasmados como él. Ataron a Skinner al cabrestante y le empezaron a lanzar botellas, haciéndole heridas profundas. Después lo persiguieron por cubierta con los látigos, hasta no poder más, mientras Skinner rogaba y pedía que le dejaran vivir.

– Señor capitán, por la gracia de Dios -dijo Graves al final, jadeando pero con el mismo entusiasmo-, dado que usted ha sido un capitán tan bueno y tan justo tendrá una muerte rápida. No, no nos dé las gracias aún, ya lo hará cuando nos veamos en el Infierno.

Y entonces Graves sacó su mosquete y le pegó un disparo en toda la cabeza.

Cuando England oyó el disparo volvió tan deprisa como se lo permitieron los remos.

– ¿Qué pasa aquí? -me preguntó, pero no como John Silver, sino como contramaestre del Fancy.

Le expliqué qué había pasado y por qué. England empalideció. Se acercó hasta los restos de Skinner, los miró durante un buen rato, como si intentara devolverlos a la vida, y se volvió hacia mí.

– Silver -dijo-, ocúpate de que este hombre tenga un entierro digno y limpia la cubierta. Esto es un matadero, así de claro. Y después pueden equipar el Cadogan. Propongo a Davis como capitán. Y déjale que se lleve a ese diablo de Graves y a sus compañeros consigo. Si se quedan a bordo los mataré a la primera de cambio, y ¿qué ganaríamos con eso?

– Entiendo cómo te sientes -dije.

– Por todos los diablos que no, Silver. No eres mejor que los demás.

– Ahí te equivocas, Edward -objeté-. Tengo mis defectos, como todo el mundo, pero no mato a la gente sin necesidad, sino sólo por puro placer.

– ¿Y Ricket? -preguntó England con una mueca amarga.

– Fue por necesidad. Un día me lo agradecerás.

– Nunca, John, ¿lo oyes? Y no me vengas ahora con que lo hiciste por mí. Lo hiciste a mis espaldas, sin consultarme.

– Puedes creer lo que quieras, Edward, pero soy amigo tuyo, tanto si te gusta como si no. Con la vida que has llevado, no tienes a nadie más a bordo de este barco y apenas tienes a nadie en otro sitio. Piénsalo bien; el único que saldría en tu defensa soy yo.

England no contestó y se volvió a su camarote con la espalda encorvada. Antes de encerrarse me llamó.

– Silver, no quiero mi parte del Cadogan. Es dinero ensangrentado. Reparte la mierda entre la tripulación.

Su grito lo cazaron los que escuchaban atentos. Y de pronto, en medio de todo aquello, se oyó la voz rota y regocijada de Pew.

– ¡Un viva por el capitán England, muchachos!

Y así gritaron por el capitán England, hasta que les hice callar con un rugido que asustó a la mayoría, porque una cosa era bien segura: la burla y la humillación no le correspondían a Edward England.