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Hace un par de días, de madrugada, el Deligth of Bristol levó anclas, izó las velas y se deslizó lentamente hasta alejarse de la bahía de Ranter con rumbo al honor y la gloria. Con el catalejo vi que en la arboladura y en cubierta se alzaban muchas manos hacia mí, despidiéndose, sin que nadie se lo pidiera. En el castillo de proa vi al capitán Snelgrave, cuando ya había ordenado las maniobras y habían tomado el rumbo, que volvía la mirada hacia la isla y hacia mi fortaleza. Claro que podían haber sido imaginaciones provocadas por mi deseo, pero en aquel momento creí, maldita sea, que el mundo entero, si la necesidad así lo exigiera, podría aprender a querer a John Silver, a admirarlo y respetarlo, a tenerlo por un compañero bueno y libre, el que también supo ser en sus mejores momentos, cuando se sintió con ganas.
Ahí navegaba un hombre decente, pensé, mientras veía el barco alejarse rumbo a mar abierto. Me quedé allí hasta que las velas hubieron desaparecido en la penumbra que ya era mi horizonte, sin otorgarme un pensamiento pasado, presente ni futuro, si hubiera tenido alguno. Intuía que ésta iba a ser la última vez en que pudiera vivir un milagro de la civilización. El capitán Snelgrave y su tripulación habían festejado conmigo, sin saberlo, mi último viaje. John Silver sería descuartizado para siempre jamás, así de simple. A lo largo de mi vida, muchas veces había engañado a la muerte, pero tarde o temprano llegaría el día en que ni siquiera mis múltiples habilidades me sirvieran.
Tras de mí están el espejo y el regalo que me hizo Snelgrave. Todavía no he tocado ninguno de los dos. Ya llegará el momento, como siempre sucede a mi respetable edad. Si algo llega tarde, ni se nota ni hace daño. Así pues, allí estaba sentado tranquilamente, habiéndome despedido, creía yo, viendo el barco de Snelgrave y su extraordinaria tripulación, compuesta por unos valiosísimos navegantes de alta mar, desaparecer de mi propia y densa neblina. Mi pensamiento fue que aquello ya tocaba a su fin. Unas cuantas palabras más sobre la historia de John Silver y punto. ¿Qué más podía pedir un tipo como yo?
¿Cómo se puede ser tan estúpido? ¿Por qué iba a estar tranquilo ahora, si nunca lo había estado antes?
De haber podido, tendría que haberme tirado de los pelos y haber llamado a todos los diablos, como hizo Lewis cuando trepó por el palo mayor, se arrancó el cabello y lanzó los mechones al mar, en honor al Diablo, por habernos enviado un poco de viento. O como el viejo trovador del cabo del Ahorcado, el que se quitó la vida porque había olvidado sus milenarias historias.
Pero yo ni siquiera me puedo arrancar el pelo. Descubrí que ya no me quedaba mucho cuando me vi en el espejo la primera vez. Vi mi desgraciada cara. Hundida, con los ojos rodeados de sombras, de una palidez amarillenta. Estaba en orden, pensé. La verdad es que no había esperado ver mucho más que un cadáver en vida, y por tanto no me decepcionó. Nada de lamentaciones.
Pero después abrí el regalo de Snelgrave, aquel por el que debiera estar especialmente interesado. ¡Interesarme! ¡Hacerme perder la cabeza o quizá más bien el sentido! ¿Qué vieron mis ojos miopes? Un escrito de la mano de Jim Hawkins, impreso, encuadernado y probablemente a la venta, listo para que cualquiera se lo quedara e hiciera lo que quisiera con él. Allí estaba, claro como el agua, en la portada, el nombre de Jim Hawkins, el que impidió que yo consiguiera la parte que me correspondía del tesoro de Flint, que no era más de Flint que de cualquier otro. La isla del Tesoro, así llamaba Hawkins su obra, ¡como si alguna vez hubiera existido una isla con ese nombre!
Abrí el libro con los peores presentimientos. Y lo que encontré inmediatamente fue el condenado mapa de Flint que casi supuso mi muerte y que fue motivo de la de muchos. ¿Y después? Después Billy Jones, aquella carroña. ¿Y más tarde? Más tarde Long John Silver, con apodo y todo. Barbacoa página tras página. Leí y leí como nunca había leído antes, devorado por todas las emociones que pueden coexistir en una persona. Aquí había otro John Silver, vivo sin lugar a dudas. Aún otro John Silver para odiar o para amar, según. Otro cadáver para tirar por la borda.
No sé la de veces que lo leí. Estaba apresado, atado de pies y manos, y había dejado de pensar con sentido común. Olvidé que aquél era yo, que las palabras habían salido de mi boca, que alguien había manoseado mi vida sin preguntarme nada. Sí, reconozco que reí y lloré por lo más nimio cuando apuré aquellas palabras hasta la última gota. Aquel mozalbete sabía escribir de tal forma que uno olvidaba quién era y dónde estaba.
Pero después me desperté de la borrachera de palabras, me vi obligado a ser yo mismo y a contemplar mi propio rostro descarnado. Tenía un extraño sabor de boca por la resaca. La cabeza me estallaba de tal forma que al final no sabía lo que hacía. Sí, lo cierto es que me había enterado de que todavía estaba vivo.
¿Qué había hecho Hawkins? No sólo me había exhibido a la curiosidad pública, me había dado una pésima reputación y me había puesto en ridículo; no sólo me había metido en una jaula para que me escupieran y se mofaran de mí, como hacían los daneses con los piratas en el muelle de Langelinie para escarmentar a todos los marineros que iban a ir con la podredumbre de los esclavos; no, además me había dado a la imprenta y había aportado un testimonio condenatorio que llevaba directamente a la horca a los tipos como yo. ¿Es que Hawkins no era otra cosa que un simple delator? ¡Y nosotros que hicimos un trato, él y yo! Así lo pone en su escrito, tan verdad como lo estoy diciendo. «Pero acuérdate, Jim -digo yo-. Ojo por ojo, así que ya puedes salvar a Long John del balanceo de la horca.» Y Jim, está escrito para la eternidad, contestó que haría lo que pudiera.
Yo cumplí con mi parte, la verdad que sí, y salvé su vida miserable. Él rompió su promesa. ¿Así me lo agradece? ¡Y a éstos hay que considerarlos gente honrada!
Pero no es tan fácil vencer a John Silver, tan cierto como que llevo su nombre. No puedo volver a Bristol y apoderarme de nuevo de la vida que salvé, y tampoco serviría de nada callarle para siempre. El testimonio está presentado y el acta levantada irremediablemente, así están las cosas.
Pero la última palabra nunca queda dicha, eso al menos lo he comprendido ahora, y eso que pensaba que había puesto punto final en esto y en aquello. Si hay algo que nunca se deba dar por sentado de antemano es el propio fin, especialmente el mío. Jim Hawkins lo veía todo, desde luego, pero John Silver también, por todos los demonios. No temía a nadie, él no, y era valiente como un león. Es verdad, así lo escribió Hawkins. Sólo le tenía miedo a la horca, es cierto, y eso es lo que pone. Tenía una forma diferente de hablar con uno y con otro, y hacía favores especiales a uno y a otro, también es verdad. No era un hombre corriente, verdaderamente cierto; había ido a la escuela y sabía hablar como un libro abierto si estaba de humor. Era delicado, eso es igual de irrefutable; era todo un caballero cuando le convenía, único en su clase, así que todo correcto. Era un tipo raro en un mundo que era el suyo, tampoco hay nada que decir en contra. Todo es como tiene que ser y Hawkins no ha ido con mentiras.
Pero tampoco conviene olvidarlo: es una verdad como un templo que quien fue compañero de John Silver, quien lo traicionó, no lo hizo en el mismo mundo del viejo John. Y recuérdese que no hubo un hombre que se le hubiera puesto en contra que tuviera un momento de tranquilidad después. ¿Es que yo iba a ser peor hombre que él, Jim?