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Sí, Jim: escribo mi vida, la verdad de lo ocurrido, Jim, y nada más. ¿Te sorprende? Seguro, ya contesto yo, porque sabes tan bien como cualquiera que antes ignoraba casi todo lo que tuviera que ver con la verdad. Sólo me preocupaba mi propia credibilidad. Gracias a ella llegué a ser alguien en el mundo.
Dicho con otras palabras, he echado a perder el último año poco más o menos, porque a mi edad ya no se es tan meticuloso con el tiempo, y he estado con el culo pegado a la silla, escribiendo e intentando poner en orden una vida que parece haber sido la mía. Debes creer que es un trabajo duro, no apto para vagos y gandules. Pero tú ya lo sabes, ¡tú, que de todas formas escribiste el relato sobre la isla del Tesoro!
Seguramente te preguntarás por qué me he dirigido a ti de esta forma. El caso es que escribir es una actividad bastante solitaria; he descubierto que es más solitaria que la vida misma, y sé muy bien de qué estoy hablando. Así pues, tendrás que leer y aguantarte.
Por lo demás, no eres el primero que disfruta de este honor. Imagínate, Jim, que le he relatado la mitad de mi vida al escritor Defoe. Ahora pensarás que estoy loco, muerto y enterrado como él, pero tenía que confiar en alguien. Podría haber pensado en ti. Tú estás vivito y coleando, eso espero, y sabes leer. Así pues, he decidido escribirte hasta que la savia se me seque y las venas se me agoten. Debería interesarte de todas maneras, porque lo que queda por contar es el tiempo que pasé con Flint, además del que tú contaste en La isla del Tesoro, naturalmente. Porque a pesar de todo me hiciste un favor, ya que así no necesito recordar y relatar ese desgraciado fracaso, y todo gracias al afecto que le tenía a un muchacho como tú. Correría el año de gracia de 1723 cuando de nuevo toqué tierra en Port Royal, en Jamaica, tras mis recientes experiencias en Londres, con la ayuda de Defoe, gracias a las cuales aprendí qué lugar ocupa en el mundo un tipo como yo. De compañía llevaba a Israel Hands, que no era el tipo más dócil del mundo. Empezó a beber como un cerdo en cuanto dejamos atrás Gravesend, y continuó como se sabe hasta su muerte. Era un feo diablo aquel Hands, y había momentos en que deseaba que Barbanegra hubiera apuntado un poco más alto. Nadie te va a reprochar, Jim, el final que tú le diste.
Seguro que le preguntas a Silver, tu viejo compañero de barco, por qué fue arrastrando consigo una carroña como Hands. Te lo voy a contar.
En aquella época, los días de los caballeros de fortuna ya estaban contados. Muchos estaban muertos y la ley había puesto precio a la cabeza de los demás. Los españoles transportaban sus riquezas en convoyes de cientos de barcos. Y los caballeros de fortuna, a pesar de todo, no eran suicidas, aunque tampoco fueran muy meticulosos en cuestiones como la vida o la muerte.
Además, los gobernadores de las islas tenían participación en el comercio regular. Antes extendían patentes de corso, cobraban un porcentaje a cambio de nuestros ataques, eran propietarios de los burdeles y de las tabernas, y hablaban en favor de los intereses de los caballeros de fortuna, ya fuera ante el Rey o ante el Parlamento. Pero cuando los beneficios disminuyeron se hizo más rentable invertir en el comercio regular, y nosotros tuvimos por enemigos a gente peor que todos los buques de guerra y los cañones. Que no se te olvide, Jim: que no hay peor enemigo que quien habla de beneficio insuficiente y de porcentajes incorrectos. Luchar contra eso es como mear, contra el viento. No hay nadie que pueda mantenerse limpio, siempre se acaba apestando.
Así pues, según había entendido, no sería fácil reunir una tripulación y encontrar un capitán que estuviera dispuesto a probar fortuna, con todo en contra, de espaldas al resto del mundo. Tipos como Hands, temerarios sin escrúpulos, eran necesarios si yo quería comprar un día mi libertad. Después de lo de England había guardado novecientas libras a buen recaudo, en casa de un orfebre de Londres, según el procedimiento habitual; así pues, las podía cambiar en muchos lugares, en tierra, por dinero contante y sonante. Pero no era suficiente para estar tranquilo. Por lo menos necesitaría trescientas libras más para comprar acciones, si quería vivir como un caballero respetable sin mover un dedo, si es que uno aguantaba esa clase de vida. Que nadie crea que Long John Silver navegó junto a Flint por pura diversión o a falta de algo mejor, como la mayoría.
Sin embargo, no fue fácil dar con Flint. En aquel tiempo ni siquiera tenía nombre. Llegó a mis oídos que un pirata hacía estragos como en los viejos tiempos, entre las islas de las Antillas. Pero nadie sabía quién era ni de dónde venía. Para empezar, se dudaba incluso de su condición de pirata. El barco desaparecía como por arte de magia; ni viento, ni temporal tenían que ver con ello.
El caso es que apareció la tripulación de un bergantín americano que había sido realmente atacado por un pirata de carne y hueso, aunque nadie lo había visto, así como tampoco lo habían oído llamar por su nombre. Tan pronto arriaron la bandera, tuvieron que ponerse a lo largo de la amura y dar la espalda a los piratas. Algunos cayeron de rodillas pidiendo clemencia en nombre de Dios. Algunos fueron arrojados por la borda sin más contemplaciones, mientras que a otros los ataron, los llevaron a la bodega y los dejaron en una isla con provisiones, armas y todo lo necesario para sobrevivir.
Dos meses más tarde se repitió la historia, pero con la diferencia de que a todos los oficiales los dejaron con una cabeza menos de estatura, pues habían ordenado oponer resistencia y habían arriesgado la vida pacífica de los marineros. Después llegaron noticias de los españoles: un nuevo pirata había apresado e incendiado tres de sus barcos, sin respetar más vidas que las de los esclavos que encontró a bordo.
Así pues, una cosa estaba clara: por lo menos había un pirata en aquellas aguas, un barco bien equipado y tripulado por gente que le tenía estima a su pellejo, aunque no al del prójimo. Claro que para la gente corriente y para las autoridades, el pirata desconocido era un fantasma que causaba terror, aunque de todas formas no era del todo auténtico: era como Dios o Satán o como el Espíritu Santo y los ángeles, aunque sin curas que estimularan las supersticiones y los chismorreos de la gente.
Me pregunté de qué manera podría yo hablar con un fantasma o una sombra como ese pirata.
Compré una vieja carraca a un precio demasiado caro. Exigí que la compra se mantuviera en secreto, ya que pensaba transportar una carga valiosa y tenía miedo de que llegara a conocimiento de los piratas. Naturalmente, tal y como yo esperaba, la noticia se extendió como un reguero de pólvora. Fue tan rápido que Hands, a quien yo no le había dicho ni palabra del asunto, me vino al día siguiente y me preguntó si era verdad lo que había oído, que había comprado un barco.
– ¿Quién diablos te lo ha contado? -pregunté irritado.
– Tranquilízate -dijo Hands-. Sólo lo sé yo. Lo oí confidencialmente y prometí cerrar el pico. Aunque yo sabía que de todas formas me lo ibas a contar. Pensé que al viejo Hands no lo ibas a defraudar.
– Nunca en la vida -aseguré.
– ¿Cuándo nos vamos? -preguntó Hands-. Y… ¿adonde?
– Mañana por la mañana.
Hands me miró sorprendido con sus ojos acuosos e inyectados en sangre.
– ¿Y la tripulación, qué? ¿Y las armas? ¿Y los cañones?
– Navegaremos sin nada de eso.
Hands no entendía nada; es decir, seguía siendo el de siempre, o quizá ya estaba un poco peor.
– No vamos a navegar como piratas -expliqué-. Vamos a navegar como presa.
No podía hacer más. Tarde o temprano, el temido, anónimo y esquivo pirata daría con mi paradero y entendería que no existía una presa más fácil. Para despistar dejé correr la noticia que navegaría hasta Saint Thomas en busca de mercancías y regresaría.
Saint Thomas, ¿qué me dices? ¿No te parece absurdo? Claro que sí, pero razoné que nadie me iba a reconocer con unos atavíos de lo más ostentosos después de haberme visto como un salvaje medio desnudo. Nadie… salvo los curas que habían tenido el privilegio de estudiarme más de cerca. Además, tenía mis razones e intenciones, que no le conté a nadie, y mucho menos a Hands.
Tardamos diez días en ir de Port Royal a Charlotte Amalia, una travesía rápida con sólo dos hombres a bordo. Hands era un marinero muy capaz cuando se le pasaba la borrachera. Sin ron era incluso un buen compañero, cantaba, lastraba y hacía turnos dobles, encantado como un crío de verse de nuevo en mar abierto.
No vimos ni la sombra de una vela en toda la travesía; arribamos a Charlotte Amalia sin contratiempo. Tuvimos que hacer el saludo al fuerte con nuestros mosquetes a falta de cañones. Parecerá una ridiculez, pero recibimos respuesta rápida con dos disparos menos que nosotros, como dictaba la costumbre. Tras fondear en la rada, remé mientras Hands quedaba de guardia a bordo. Se dejaría ver en cubierta a menudo, con distintas guarniciones, de manera que la gente de tierra creyera que teníamos una tripulación completa a bordo.
Me anuncié al oficial de guardia del fuerte, me inscribieron en el diario bajo el nombre de Johnson, en honor a la memoria de Defoe. Solicité audiencia con el gobernador, me mostré con mis ropajes ostentosos y cortésmente pedí permiso para comprar provisiones y completar la tripulación. Me había quedado sin algunos esclavos que habían escapado, dije, y necesitaba sustituirlos. ¿Sería posible?
– Depende -dijo el gobernador-. En estos momentos, en la isla tenemos siete mil negros, pero no son suficientes con la actual demanda de azúcar. Los terratenientes compran todos los cargamentos que llegan, hasta el último hombre o mujer.
– Pero… -intervine.
– Siempre hay algunos que no sirven para mucho. De una parte los enfermos, naturalmente, pero también los desobedientes y los rebeldes descarados. Imagínese, capitán, que hace unos años nos llegó una carga completa de esos espíritus rebeldes. Un hombre blanco que estaba encadenado en la bodega de los esclavos, en espera de ser juzgado por intento de amotinamiento, los había sublevado. Nunca habíamos visto nada igual. Al principio se mostraron mansos como ovejas, pero de pronto explotó toda la isla. Primero tuvimos un intento de rebelión en la plantación de los curas, pero logramos sofocarla antes de que se extendiera. Buena señal, pensamos, que los demás se estuvieran quietos en aquella ocasión. Claro que aquellos diablos habían hecho mejores previsiones que nosotros, y justo cuando creíamos que había pasado el peligro y relajamos la guardia se desencadenó un auténtico infierno. Mataron a cien blancos antes de que consiguiéramos dominarlos. Despedazaron a cien mujeres, hombres y niños, que colgaron en los árboles por toda la isla.
– ¿Y de ellos, cuántos murieron? -pregunté horrorizado.
– Ninguno, capitán -dijo el gobernador levantando las manos-. ¡Ni uno solo!
– ¿Cómo? -pregunté lógicamente-. ¿Cómo es posible?
– Seguro que ninguno -insistió el gobernador-. Cuando nos pusimos en marcha para sofocar la rebelión todo estaba en calma de nuevo, como una balsa de aceite. Algunos habían corrido a refugiarse en las montañas: ésos eran los responsables, según dijeron los demás. Apresamos a cinco, los torturamos y los matamos, pero no dijeron ni pío. Nunca habíamos visto nada igual.
– ¿Qué tiene esto que ver con el cargamento de esclavos? -pregunté.
– Todos los blancos que murieron habían comprado esclavos de ese cargamento.
– Y lo que quiere usted es cargarme a mí con los sublevados y los rebeldes -dije ácidamente-. ¿Es eso lo que quiere?
– ¡No se lo tome así, capitán! Sólo quería ser sincero con usted. En principio, no hay esclavos a la venta en Saint Thomas. Claro que después de la rebelión hemos tenido constantemente una parte de aquel barco bajo llave. Además, nos vemos obligados a indemnizar a los propietarios de las plantaciones que deben prescindir de sus esclavos. A la larga sale caro. Sería mejor si pudiéramos venderlos y separarlos. ¿Lo entiende ahora? No sabemos si son rebeldes. Es sólo una medida de seguridad. Lo peor es que los terratenientes los necesitan a todos y que éstos gozan, sin excepción, de una espléndida forma y salud. Si los propietarios no estuvieran tan asustados nunca los habrían soltado. ¿No le gustaría verlos?
La voz del gobernador era casi suplicante.
– Nunca está de más -dije de mala gana-. Claro que prefiero inspeccionarlos a solas. Sé por propia experiencia que se comportan de diferente manera si están en presencia de las autoridades.
– Naturalmente -dijo el gobernador sin sorprenderse lo más mínimo.
– ¿Y el hombre blanco? -pregunté con natural interés-. Me refiero al que los sublevó. ¿Consiguieron apresarlo?
– John Silver -escupió el gobernador con odio y rabia-. No, ese diablo consiguió huir después de haber matado a dos curas. Mató a dos hombres de la Iglesia a sangre fría, a pesar de que lo habían acogido como trabajador contratado. Fue un favor, porque de lo contrario probablemente lo habrían colgado. Y le voy a decir, capitán, que si alguna vez consigo echarle el guante, ¡lo destrozaré con mis propias manos!
No dije nada más por prudencia. El gobernador se tranquilizó, me mostró el camino de los calabozos, aclaró la situación a dos soldados que estaban de guardia y me dejaron entrar.
Tardé un momento en acostumbrarme a la penumbra y al hedor. Cuando por fin vislumbré algo, descubrí una docena de cuerpos encogidos y apoyados en la pared, tan lejos como era posible de una cuba que estaba en el lado opuesto, llena de orines y excrementos. Nadie movió ni un solo músculo cuando se abrió la puerta y entré yo. Podían haber estado todos muertos, pero entonces vi que algunos ojos me observaban en la oscuridad.
– De acuerdo -dije con la misma voz y tono que una vez empleé a bordo del Libre de penas-. ¿Hay algún diablo que entienda lo que digo?
Juro que se armó un buen revuelo. Jack estaba acuclillado como un gato, ni más ni menos, mirándome directamente a la cara.
– John -dijo en voz queda, pues no en vano era un hombre inteligente-. ¡John Silver!
– ¡El mismo que viste y calza!
– ¿Prisionero? -preguntó Jack.
– No -contesté riéndome-, todo lo contrario. Soy libre como los pájaros. Y tengo dinero. He venido a comprar tu libertad, si quieres.
– ¿Si quiero? -repitió.
Y al momento siguiente advertí su vacilación.
– Los demás son sakalava. No los puedo dejar aquí.
Reflexioné un instante. Tenía suficiente dinero para comprarlos a todos, pero ¿qué iba a hacer con ellos, una escolta completa? De otra parte, pensé también, no era del todo seguro que consiguiera unirme al pirata desconocido. Tal vez tendría que navegar por cuenta propia.
– Estupendo -dije-, los compro a todos si tú los avalas.
A Jack se le iluminó el rostro y me dio su habitual puñetazo en el estómago. Todavía no había aprendido que, en circunstancias parecidas, los blancos se limitaban a darse una palmada en la espalda.
– ¿Te acuerdas de la mujer?-pregunté luego-. La que le arrancó el miembro a Butterworth.
La sonrisa de Jack se hizo aún más ancha.
– También está aquí -dijo-. En una celda de al lado. A ella todavía le tienen más miedo que a nosotros.
– ¿Es tu mujer? -le pregunté con una repentina suposición.
– No es la mujer de nadie -dijo Jack con orgullo-. Es de sí misma. Tiene sangre akwambo en las venas, y son como los sakalava: no se someten a nadie.
– Bien -dije-, entonces compro su libertad también.
Jack me dio de nuevo en el estómago con una gran sonrisa.
– Ahora me voy -le dije a Jack-. Hoy o mañana seréis conducidos a mi barco bajo vigilancia. Aclárales a los demás que personalmente cortaré la cabeza a los que den la menor señal de conocerme. Y les dices, por si todavía no lo han entendido, que serán libres tan pronto como pongan los pies en mi barco. No soy ningún tratante de esclavos.
Llamé a la puerta, me dejaron salir y pedí que me dejaran ver a aquella mujer incomparable. No me sentía yo tan seguro cuando se cerró la siguiente puerta de hierro tras de mí y aún menos cuando comprobé que la mujer a la que yo llamaba Dolores, por falta de otro nombre mejor, estaba sola en la celda. La descubrí en medio de la habitación, como si hubiera permanecido allí desde el día en que la encerraron, bien plantada en el suelo, de espaldas a mí. No se volvió al oír mis pasos, de manera que tuve que dar la vuelta a su alrededor. Era tal y como la recordaba: orgullosa, impasible y encerrada en sí misma. Claro que mientras estuvimos allí tuve la certeza de que entreabrió los párpados. Sí, estaba seguro de que me recordaba y me reconocía.
– ¿Entiendes inglés? -pregunté con delicadeza.
Asintió, pero no dijo nada.
– ¿Sabes quién soy? -dije-. Soy John Silver, el esclavo blanco del Libre de penas. He vuelto para comprar la libertad de Jack y sus compañeros sakalava. Estoy dispuesto a comprar también la tuya. Necesito una mujer como tú, pero no pienso comprarte con condiciones. Romperé el certificado tan pronto como subamos a bordo. Si quieres ser mi mujer, estupendo. Si no quieres, da lo mismo. Me las arreglo sin mujer, igual que tú sin hombre. Pero si quieres que compre tu libertad, me tienes que decir sí ahora. Por lo menos quiero oír un sí.
Me miró con insolencia, pero vi sus dientes cuando entreabrió los labios para dejar salir una risa reverberante e ininterrumpida. Nunca había oído nada igual, tan limpia sonó.
– Sí -dijo después, clara y concisa, y nada más.
Yo no podía quitar los ojos de sus labios gruesos y rellenos, de sus dientes blanquísimos. Imaginé cómo habría sido cuando envolvieron el miembro erecto de Butterworth.
«Una mujer de mi gusto», pensé dejándola donde estaba, dando la espalda a la puerta, como cuando llegué.
Me dirigí de nuevo al gobernador.
– ¿Sabe una cosa? -dije satisfecho-. Se los compro todos si me los deja a buen precio. Algunos los puedo hacer marineros. Mi lugarteniente sabe cómo tratar a los salvajes rebeldes. Los demás los puedo vender. Le hago un favor, piénselo. Se debe tener en cuenta a la hora de poner el precio. ¿Qué me dice?
El gobernador se levantó como si se hubiera quitado un gran peso de encima.
– ¿La mujer también? -preguntó.
– Sí, la mujer también. Para consumo propio, ya me entiende lo que quiero decir.
– Claro, claro, le entiendo -dijo atropelladamente y con toda la benevolencia del mundo.
Evidentemente pensaba que justo aquella mujer era la última que a él le hubiera apetecido.
– ¿Y el precio? -pregunté con aires de comerciante.
– Setenta monedas de plata -contestó-. No está mal. Así podrá tener ganancias si los vende después.
– Estupendo -dije sin regatear.
– Capitán -dijo el gobernador-, permítame que le invite a un trago. Me ha hecho un gran favor. No lo olvidaré. Siempre será bienvenido en Saint Thomas si alguna vez necesita algo.
Brindó conmigo y prometió que mis esclavos serían llevados a bordo al amanecer. El pago lo podría hacer al día siguiente. Naturalmente, fue muy grande la tentación de subirlos a bordo y zarpar sin dejar ni una sola moneda de plata, pero en ese caso no habrían sido vendidos según las reglas. Insistí en arreglar todos los documentos de inmediato, conté el dinero acordado y recibí en mano los certificados que demostraban con la claridad deseada que yo era el propietario de trece esclavos, doce hombres y una mujer.
No me fui directamente al barco. Primero me senté en la taberna y pedí un vaso de kil devil. Matar al Diablo: para eso servía, porque cada año de mi vida había sido un puro infierno. Naturalmente, el propietario de la taberna puso los ojos como platos cuando yo, un caballero, pedí la bebida de los esclavos, pero de todas formas me sirvieron algo que sabía a diablos.
Pensé en lo que había pasado; el fracaso del motín a bordo del Libre de penas, la traición de Scudamore, las actividades en la bodega de los esclavos con Jack, la picha cortada de Butterworth, la rebatiña, la esclava que fue azotada por acostarse conmigo, los brillantes y malvados ojillos del padre Holt, mi disparo que liberó al mundo de su presencia. Yo no era de los que sufrían con los recuerdos, pero debo admitir que éstos no eran de los que a uno le mejoran el ánimo.
Me adentré en la isla y enseguida vislumbré entre los árboles la plantación de los curas. Me acerqué escondido para ver mejor. Era como sospechaba, bastaba con pensar un poco. La iglesia de piedra estaba en su sitio y se había levantado una nueva residencia. Me abrí camino entre los matorrales para ver la plantación de caña de azúcar. Tampoco allí se había producido ningún cambio, si acaso a peor, porque los curas la habían ampliado hasta doblar el número de esclavos y el terreno cultivado. Además, habían empleado a los capataces y a un vigilante blanco. Eso fue lo único que conseguí. Los curas ya no confiaban en que su Dios les diera fuerzas suficientes para poder manejar a sus esclavos. ¿Y qué ventaja había en eso? ¿Que habían aprendido una lección y que no eran tan completamente lerdos como antes?
Volví a Charlotte Amalia y remé hasta el barco, donde Hands se pavoneaba con sus lujosos ropajes. Hands estaba feliz como un niño, como la mayoría de los caballeros de fortuna, al emperejilarse con gorguera, sombrero de plumas, botones de latón y cuantos adornos cayeran en sus manos. Si la ocasión lo permitía, estaban más que dispuestos a portarse como pavos reales aunque tuvieran un aspecto horroroso, siempre igual, por mucho que intentaran lo contrario. Hands no era ninguna excepción, pero además era feo como un diablo.
– Hands -le dije-, puedes dejar el baile de disfraces. Ya no necesitamos hacer el paripé. Por la noche seremos más. He conseguido doce hombres más.
Hands soltó un expresivo silbido.
– ¿Has contratado gente en este agujero? -preguntó-. Por todos los diablos, no está nada mal en estos tiempos que corren. ¿Con quién han navegado antes? ¿Con Taylor? ¿Roberts? ¿Kidd? ¿Alguno de los grandes?
– Con ninguno. Son todos de tierra adentro.
– ¡Marineros de agua dulce! -rió despectivo.
Y en cierto modo tenía razón, porque no había aventurero con una cierta dignidad que enrolara a marineros de agua dulce. Podían ser cualquier cosa: ladrones, bucaneros o algo peor, eso no importaba. Era más fácil hacer piratas de los lobos de mar que hacer simples marineros de los hombres de tierra adentro.
Pero si Hands se quejó por esto, no fue nada comparado con los juramentos que soltó cuando vio la carga que remaba hacia nosotros bajo la pertinente vigilancia.
– ¡Negros de las plantaciones! -se indignó-. ¿Pero qué cojones te pasa, John? ¿Qué diablos vamos a hacer con esta gente a bordo? ¡Si en su vida han visto un barco!
– Claro que sí -dije tan satisfecho-. Pasar dos meses en la bodega de los esclavos no es para avergonzarse. No vomitarán sobre tus ropajes a la primera brisa. Son unos pícaros y son gente dura, lo puedo asegurar. Yo mismo estuve con ellos cuando los transportaron.
Hands abrió mucho los ojos, aunque le costó un gran esfuerzo, ya que los tenía como dos ranuras, como mirillas.
– Además -dije con los certificados en la mano-, son todos míos. Los he comprado.
Hands sonrió. Ese idioma sí que lo entendía. Claro que después fue otra cosa cuando el esquife del gobernador se colocó a nuestro lado y hubo que diferenciar cada una de las caras.
– ¡Una mujer! -exclamó Hands, como si hubiera visto una serpiente de cascabel.
– Sí -dije-, ya sé lo que piensas: que las mujeres son una mierda de carga que sólo consiguen sembrar la discordia y enemistar a los hombres, que les debilitan el cuerpo y el alma. ¿Verdad o mentira?
– ¡Verdad! -gruñó Hands-. Las mujeres no tienen nada que hacer a bordo.
– Pero ¿por qué? -pregunté-. ¿Lo has pensado alguna vez?
– No está bien. Habrá envidia y peleas. Y tenemos otras cosas en que pensar. Con mujeres cerca se vuelve uno blando y vago. No pueden pelear y estar unidos, así es.
– Pero ¿por qué, Hands? Te lo voy a explicar: la mayor parte de los hombres de a bordo son unos puteros del demonio. No tienen más que un coño en la cabeza en cuanto ven a una mujer. Y por conseguir un coño tontean, sacan pecho como los gallos y rugen como leones. Son como animales, Hands, pero peor, porque los animales por lo menos van detrás del olor. Y digo yo, a la mierda los maricones que no se aguantan de pie en cuanto ven unas faldas. Eso de una parte. Y de otra, éste no es un barco pirata y a bordo harás lo que yo diga. ¿Has entendido?
Hands no respondió, sino que se retiró cabizbajo y enfurruñado, como era habitual en él.
– ¡Capitán Johnson! -se oyó desde el bote. Uno de los soldados dijo acto seguido que había entregado doce esclavos marcados a fuego además de una mujer, todos por el momento de mi propiedad.
Firmé un recibo conforme admitía la mercancía, y después me hicieron el saludo militar y me entregaron una veintena de botellas de ron de la propia bodega del gobernador. Estaba claro que éste no sabía lo bien que me quería.
Tan pronto empezaron a bajar los soldados por nuestro lastimoso pasamano, di a Hands la orden de levar anclas con la ayuda de los negros que necesitara, y colgar cuanto antes algunos trapos. Adquirimos velocidad en cuanto se soltó uno de los amarres de costado; como se ha dicho, Hands sabía hacer las cosas. Mientras aún nos podían oír me di la vuelta, no pude contenerme, y les grité.
– ¡Dad las gracias al gobernador por su regalo y decidle que es John Silver quien se lo agradece! ¡John Silver, que no se os olvide!
Claro que este nombre ya lo tenían bien grabado en la memoria, porque de pronto se levantaron dos mosquetes. Las balas me pasaron silbando cerca de la cabeza; al instante quedamos fuera de tiro. Me reí de buena gana. Al fin y al cabo, valía la pena vivir la vida, me dije.
Sólo otra persona rió conmigo: Dolores. Nadie más entendió por qué era tan divertido que una bala te pasara silbando tan cerca de la frente. Ni siquiera Hands, que dio en el clavo cuando en presencia de Defoe comentó que no tenía sentido ir a la guerra si no se corría el peligro de perder la vida en ella.