158285.fb2 Long John Silver - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 38

Long John Silver - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 38

Capítulo 37

Recordar mi primer día a bordo del viejo Walrus y ponerlo por escrito me levantó el ánimo. Volví a sentirme vivo. Había olvidado cómo era percibir el viento en las alas del alma y revelar todo lo que uno puede dar de sí. Desde luego, fue como si hubiera salido de la tumba después de despedirme de Snelgrave.

De manera que el cadáver todavía patalea. Muerto un día y vivo a la mañana siguiente. Por la noche comí como un lobo, una cena servida como en los viejos tiempos. Jack cenó conmigo y creo que se alegró de verme así. Le pregunté qué hacía durante el día. Sabía muy bien, dije, que me había vuelto un personaje bastante alicaído en los últimos tiempos, pero que pronto habría acabado y ya vería lo que aún podía el vejestorio.

– ¿En qué ocupas el tiempo? -pregunté.

– En nada -respondió-. Procuro que haya comida para los dos en la mesa, nada más.

– Ya lo sé -contesté-. No me gusta que me cuides. Aunque dentro de poco habré dicho mi última palabra y entonces, maldita sea, saldremos de nuevo de caza.

– No hace falta -dijo Jack.

– ¿Que no hace falta?

– No. Traen comida cada día, tanto pan como fruta y carne. Lo bajo a buscar al llano.

– Está bien -dije-. Mi dinero no tiene que llegar a pudrirse.

– No me cuesta nada.

– ¿Que no cuesta nada?

– No, es un regalo para John Silver.

– ¡Por todos los demonios! -exclamé-. ¿Por qué de pronto toda esta generosidad? Claro que sí, ya lo sé, esos diablos se compadecen de mí. Les doy lástima. ¿No es así? Creen que John Silver pasa penurias espirituales. Creen que me he vuelto loco, ¿no?

– No lo sé -dijo Jack.

– ¿Que no lo sabes? ¿Es que no has oído lo que se dice de mí?

– No, no he oído nada.

– ¿Es que no hablas con la gente?

– No es mi gente. No hablo su idioma.

– ¿Y los tuyos? ¿Y tus sakalava?

– Se han largado todos. Sólo quedo yo.

Tengo que reconocer que se sentía muy mal, aunque no me iba a hacer perder el buen humor. Así pues, desde la fiesta en honor a la tripulación de Snelgrave, Jack no había podido hablar con nadie, ni una sola palabra, exceptuándome a mí. ¿Cuánto tiempo hacía que zarpó el Delight of Bristol? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Un mes? ¿Dos? Y yo tenía el valor de preguntarle a Jack cómo aprovechaba su tiempo.

– Cuando haya acabado… -dije.

– Ya lo sé -interrumpió Jack-, cazaremos un jabalí y haremos una barbacoa.

– Sí, como en los viejos tiempos, cuando teníamos todo el tiempo del mundo.

– ¿Es que no lo tenemos ahora?

– Ya sabes lo que quiero decir. Me refiero a los tiempos en que no pensábamos que un día tendríamos que poner el punto final. Una hoja en blanco, Jack, eso es la vida en el mejor de los momentos. Y nosotros éramos bastante buenos en eso, ¿no? Jack asintió.

– ¿Te acuerdas de nuestra primera jornada a bordo del Walrus? Yo no lo olvidaré nunca.

– ¿Por qué? -preguntó Jack.

Le miré y me di cuenta que ni él ni sus parientes aparecían en mi memoria. A partir del momento en que puse los pies a bordo del Walrus los olvidé.

– ¿Qué hicisteis aquel día? -pregunté.

– Encontramos a otros dos sakalava. Antes habían sido esclavos como nosotros. Estuvimos juntos.

– ¿Estuvisteis juntos?

– Sí, esperábamos volver aquí, a Madagascar.

– ¿Estuvisteis esperando?

– Sí -dijo Jack-, eso hicimos a bordo.

– Pero tú y yo navegamos con Flint durante tres años.

– Sí. Había momentos en que temimos no regresar nunca. Pero tú nos habías prometido que nos dejarías en tierra cuando llegáramos aquí.

Yo no era de los que se ponían en contra de la verdad, pero esto fue difícil de digerir. La primera época que pasé con Flint fue la mejor de mi vida; mientras tanto, Jack y los demás se habían limitado a esperar sentados a que se acabara. No tenía sentido ninguno. ¿Qué recuerdos va a tener uno si se ha pasado el tiempo sentado, esperando?

– Creí que estabais bien a bordo.

– Se estaba mejor que en la plantación, pero es que no somos como tú.

– No -le interrumpí, riéndome a pesar de todo-, ya me he dado cuenta de que no hay muchos así.

– Quiero decir que los sakalava y los caballeros de fortuna no nos parecemos en nada. Tenemos un país y formamos un pueblo. Eso a vosotros os importa un bledo, como tú acostumbrabas a decir.

– ¿Y por qué no os fuisteis, si era una vida tan infernal?

– No era el Infierno. No era nada.

– ¿Nada?

– No. No había motivo.

– ¿Motivo? ¿Y la libertad? Disfrutar de todo el tiempo del mundo… No tener preocupaciones, dejar que los días transcurran sin prisa. Enriquecerse y conseguir cualquier cosa cuando todo ha pasado. ¿No te parece motivo suficiente, o como quieras llamarlo?

– No basta con un motivo. Entonces no se es nadie.

– No estábamos solos a bordo. Éramos ciento treinta hombres.

– Pero no estábamos juntos. Los sakalava luchamos unos por otros. Vosotros lucháis por vosotros mismos. Cada uno va a lo suyo. ¿Cuántos murieron durante aquellos arios? ¿Cómo se llamaban? ¿De dónde eran? ¿Adonde iban? Daba igual, como dirías tú. Los que murieron eran olvidados al día siguiente. Murieron por una buena causa, tú lo solías decir. ¡La tuya! No, estabais solos, nunca juntos. ¿Qué motivo es ése?

– Yo qué sé -dije con delicadeza, porque no quería crear mal ambiente.

Al fin y al cabo, aparte de John Silver, Jack era el único que me quedaba si tenía ganas de hablar.

– Nunca he entendido qué queréis decir con eso de los motivos -añadí.

– Ya -contestó Jack.

– Y a pesar de todo, tú sigues con el cuento de que somos hermanos.

– Sí. Somos hermanos. Tú no me necesitas y yo me las arreglo sin ti. Sin embargo, nos necesitamos el uno al otro.

– Dolores también decía eso.

Sentí un pinchazo en el pecho que por un segundo interrumpió mi excelente humor.

– Cuando haya terminado -le dije a Jack-, tendrás que explicarme qué es eso del motivo.

– Sí -contestó Jack.

– Cuando haya puesto punto final haremos una fiesta -dije-. Invitaremos a todos los que siguen con vida, a los que en algún momento pisaron la cubierta del Walrus. A pesar de todo, tienes que reconocer que sabíamos hacer fiestas. Entonces, maldita sea, sí que estábamos juntos; por mí puedes decir lo que quieras.

– Sí, en eso erais buenos, é incluso estabais juntos. Entonces teníais motivo. Pero había muchos que al día siguiente ya no se acordaban.

Tuve que reírme de aquello, porque tenía razón. Jack también se echó a reír, de manera que, a pesar de todo, algún recuerdo le quedaba de los años con Flint.

Todos aquellos años pasaron. Vi cada uno de los botines que apresamos y las caras de todos los hombres, muertos o vivos. Vi Sainte-Marie, que no estaba muy lejos del sitio en que nos juntábamos para disfrutar sin remordimientos de nuestra corta vida; oí las risas y los gritos de dolor y de placer, nuestros y de los demás. Percibí los mil olores a que apestaban el barco y las islas a barlovento, escuché todas las melodías y las historias que entonaban ora uno, ora el otro, y me vi sentado la noche entera en la cofa del vigía, suspendido en el infinito. Admiraba a la tripulación cuando cabalgábamos sobre una tormenta o pertrechábamos el barco. Me reí de todas las mascaradas y de todas las mentiras que contamos para engañar a los comerciantes de buena fe; me oí poniéndome de acuerdo con los más pendencieros, los que se peleaban conmigo y se pavoneaban ante mí las veces en que yo obligaba a Flint a rendirse ante mis deseos o los del consejo, mientras me alegraba de ver a ciento treinta hombres reunidos, atentos a las palabras que se intercambiaban ardorosamente antes de que tomáramos una decisión. Sí, añoraba volver a aquellos momentos dorados cuando habíamos apresado un botín rebosante de piedras preciosas, o cuando, regocijado, las dejaba resbalar entre mis dedos cuando de nuevo me tumbaba durante horas en la red y dejaba pasar el tiempo. Todo esto y mucho más lo veía y lo relataba con toda la claridad deseable.

– Mira que es endiabladamente larga la vida -exclamé tratando de coger del brazo a Jack.

No lo encontré. Entonces me di cuenta de que había estado con los ojos cerrados durante todo el tiempo. Cuando los abrí de nuevo descubrí que estaba solo. Jack se había ido. No tenía nada en contra de eso; yo también me habría hartado de oír a alguien que sólo hablaba consigo mismo. Jack se las arreglaba mejor sin mí. Así era él: la única persona que me necesitaba para seguir vivo era Long John Silver, y dentro de poco se podría mantener en pie él solo, con su única pierna.