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Sí, Jim; por lo visto, a ti también te olvido tal como olvidé a Defoe, que era a él a quien hablaba. No siempre es fácil tenerlo todo en la cabeza cuando se ha llegado a una edad tan respetable como la mía.
Tendría que haberte contado lo de Flint. Pensé que le podía interesar a un tipo como tú. Sí, quería contar que también nosotros éramos a pesar de todo personas, incluso yo: nosotros, la escoria y los parásitos a los ojos de la gente. Por lo menos quería dejar dicho que nos podíamos poner de acuerdo, tener consideración y gobernar un barco durante varios años sin retorcernos el pescuezo unos a otros. ¡Ciento treinta hombres en una carraca tan pequeña que ni siquiera podíamos acostarnos todos a la vez! Quizás eso también lo he dicho, pero ya no estoy muy seguro.
Luego hablé con Jack y descubrí que podía pasarme una vida entera escribiendo para relatar la época que pasé con Flint. ¡Imagínate! Pero esa vida ya no la tengo. Es verdad que mientras vivía he resucitado entre los muertos un par de veces, pero ahora se acabó, y es tan verdad como el Evangelio y como que me llamo John Silver, lo que a la larga he aprendido a aceptar.
Además, a Jack ya le he referido toda la historia de Flint, aunque no escuchara. Y debes saber que después me sentí vacío y hueco por dentro. No es agradable contar historias y descubrir en plena narración que no te escucha nadie, ni siquiera el hombre en quien más confías. Una vida como la mía es larga, quizá demasiado larga, a pesar de todo.
Y después… Sabes que no soy miedoso. Un león no es nada comparado con el viejo Long John, así se decía, y era la pura verdad. ¿No fui yo el único que permanecí sereno cuando Ben Gunn intentó asustarnos con lo de la aparición de Flint? No, nunca tuve miedo de Flint. Nunca atacaba a uno de los suyos por la espalda. Iba cara a cara, ése era su estilo. Claro que ayer noche fue otra cosa, Jim. Volví a soñar con Flint. Apareció como lo hacía al final, cuando ya estaba borracho perdido y se había percatado de que ya no podía desestabilizar el mercado ni darle miedo a nadie, a pesar de todos los barcos que saqueara, los capitanes por la gracia de Dios que matara o los botines que apresara. Habíamos conseguido que el precio de las mercancías se doblara en nuestras aguas, pero eso era todo. Flint no podía acabar por sí solo con las patrullas del mundo entero. Éramos y seguíamos siendo un mosquito venenoso que picaba y escocía durante un día, pero nada más. Los barcos navegaban cada vez con más escolta, y Flint se oponía con terquedad a apostarlo todo contra una escolta mientras estuviera en sus cabales. Teniendo en cuenta lo que pensaba y quería Flint, arriesgar el Walrus con toda su tripulación para obtener un botín no tenía sentido.
Algunos intentaban hacerle cambiar de opinión, e hicieron patente que deberíamos desmantelar la compañía y contentarnos con las riquezas que habíamos reunido. Decían que él mismo se daba cuenta del poco daño que podíamos ocasionar.
Estas palabras enfurecían a Flint, y algunos cayeron por eso. En parte fue por eso por lo que Flint navegó hacia lo que tú llamabas la isla del Tesoro y enterró el tesoro. Porque los caballeros de fortuna no eran tan tontos como para enterrar las libras ganadas con el sudor de su frente. ¿De dónde hubieran sacado el tiempo y las ganas? No, por lo que yo sé, además de Flint sólo Kidd cogió la pala, y Kidd tenía sus motivos, igual que Flint.
¿Sabes una cosa? Los seis que se llevó Flint a la isla para cavar, los seis a los que luego quitó la vida con sus propias manos, bueno, ya oíste qué aspecto tenía Flint cuando volvió, pero eran justo los seis que habían amenazado con llamar a consejo si Flint no hacía las cosas bien. No entendieron que un tipo como Flint no cambiaría de opinión jamás en la vida.
De todas formas, cuanto más tiempo pasaba, más siniestro y más loco se volvía. Al final probablemente yo era el único que podía decirle las cosas y controlarlo, yo y Darby M'Graw, que le suministraba el ron a Flint. Una nueva norma se añadió al reglamento de Flint: nadie más que M'Graw tenía permiso para tocar su ron.
– ¡Quieren matarme, todos! -rugía Flint cuando entraba en su camarote-. Esos malditos miserables quieren que me muera, que me rinda, y malgastar sus vidas con las putas, darse a la buena vida en tierra. Por encima de mi cadáver, Silver, recuérdalo bien. Lucharemos hasta el final. Arruinaremos a todos los malditos armadores. ¿Te enteras, Silver?
– Con lo que grita e insiste, capitán, creo que se han enterado hasta en Londres.
– Está bien -balbucía-. Maldita sea, que se van a enterar de que están vivos.
Me miraba fijamente con sus ojos turbios, enrojecidos como tomates podridos. La cicatriz de la isla del Tesoro se le pintaba blanquecina en la cara abotargada y amarillenta. Una de sus manos estaba agarrada al machete como si fueran un solo elemento.
Con aquel aspecto se presentaba en mis sueños, Jim, armado hasta los dientes. Yo estaba sentado a mi mesa escribiendo estos últimos suspiros de mi vida. Flint se ponía detrás de mí y leía por encima de mi hombro. Y entonces se echaba a reír. Aquel diablo se reía a carcajadas. Un perverso regocijo asomaba a sus ojos con tal fuerza que yo creía estar ya ardiendo en los infiernos. Me tapaba los oídos para no oír y cerraba los ojos para no ver, pero era como si no tuviera manos ni párpados. Y cuando Flint veía cómo me encogía y me asustaba, aumentaba el volumen de su risa burlona hasta que al final sólo había un gran bocazas riéndose.
Me sentía muy mal, tengo que reconocerlo, y me preguntaba cómo podía combatir a aquel diablo. ¿Iba yo a rendirme ante un tipo como Flint? ¿Es que no era yo mejor que él en todos los sentidos? ¿Por qué me iba a preocupar? ¡Déjalo estar con su risa burlona! ¿Qué me importaba a mí lo que él opinara de una vida como la mía? No me afectaba en absoluto.
Así pues, cogí la pluma, la mojé en el tintero, la apoyé sobre el papel y escribí la primera palabra de mi relato sobre el mencionado Flint. Y cuando Flint vio su nombre sobre el papel se calló de golpe, para soltar luego tal alarido de rabia que habría puesto los pelos de punta al mismísimo Diablo. Después, Flint sacó su machete ensangrentado y lo blandió con todas sus fuerzas redobladas por su furia, te lo juro.
– ¡Anónimo! -gritaba-. ¡Anónimo! Ningún diablo puede echarle mano a mi nombre.
Y el machete cayó.
Me desperté, Jim, bañado en un sudor frío y temblando como un borracho. Maldita sea, era mucho peor tratar a Flint muerto que vivo, ésa era la verdad. Sí, reconozco que pensé que iba a morir, y eso me aterró. Durante toda la vida he tenido cuidado de mi pellejo, es verdad, pero nunca me había colmado un miedo como el de ahora, al creer que me llegaba el fin. Una y otra vez veía el machete de Flint hendiendo el aire. Tan despierto estaba que esperaba sentir el tajo de la afiladísima hoja en mi nuca.
Pero no pasó nada. Entonces se me ocurrió que Flint no iba tras de mí, y que su machete no apuntaba en absoluto a mi nuca. Era al otro John Silver al que pensaba cortarle la cabeza con el machete. Era el John Silver del papel, el que desgranaban las palabras, el que de nosotros dos tenía una vida de la que hablar: a ése sí quería eliminarlo para siempre.
A partir de entonces no fue divertido escribir acerca de Flint. Cada vez que cogía la pluma veía el machete ante mis ojos. Podía soportar la risa burlona si era necesario, y olvidarla después, pero el machete, y el olvido después, era insoportable imaginarlo.
A pesar de todo, ya lo he descrito y ya lo he relatado y he tenido el valor de decir esto último aunque sea en voz baja, el valor que tuve durante mis buenos años con Flint a bordo del Walrus. Navegamos primero por las Antillas, después por la tradicional ruta del comercio de esclavos. Fue seguramente al tercer año cuando llegamos a Madagascar. Puse en tierra a Jack y a sus sakalava tal como había prometido, con la exasperación de Flint y de los demás, porque la ley de Flint en el Walrus era que nadie se podía ir si la compañía no se desmantelaba. No obstante, a estas alturas nadie se atrevió a ir contra mí, ni siquiera Flint, y mucho menos la gente mezquina como George Merry, Dick Anderson o el adulador de Ben Gunn. Jack y ¡os demás se llevaron mi parte, con la excepción de las piedras preciosas y el dinero contante y sonante, y se aposentaron en el acantilado de la bahía de Ranter, contentos como críos, a esperarme.
Fue en el viaje de regreso a las Antillas cuando pesqué a Deval e hice algo. Estaba cansado de sus miradas atravesadas y llenas de odio y había decidido silenciarlo para siempre si fuera necesario. El vaso se colmó el mismo día en que avistamos Barbados. De la boca de Israel Hands, ahora ya curada pero siempre demasiado grande, había oído Deval como todos los demás la historia de la compra de mis esclavos y de mi mujer en tierra. Estaba yo acodado en la amura, pensativo, maldita sea, recordando a Dolores, cuando oí que la voz chillona de Deval tarareaba una cantinela:
Once I had an Irish girl, she wasfat and lazy.
Now, I've got a negro one, she drives me
almost crazy <strong>[2]</strong>'.
Antes de que me diera tiempo de hacer nada, toda la tripulación, con el desenfreno producido al avistar tierra, empezó a cantar aquellos dos versos una y otra vez, a voz en cuello, que hasta las gaviotas callaron. Me di la vuelta y allí estaba Deval mirándome fijamente, Con la sonrisa más alegre que se pueda imaginar. Claro que en cuanto me vio, la sonrisa le desapareció de repente.
Primero hice que cesara la cantinela con un bramido espantoso, y después cogí a Deval por el pescuezo y se lo apreté hasta que estuvo medio muerto. Lo solté y le llamé delante de todos parásitos y cucaracha. Y presa del entusiasmo le expliqué para terminar qué mierda de tipo era su héroe, Dunn, que no en vano había intentado matarme y qué fui yo el que lo había matado como se merecía.
– Estaba loco -grité y, como he dicho, al final expliqué cómo habían ocurrido las cosas-. ¿Por qué si no iba a cargar con un lobo de mar tan inútil como tú?
Deval palideció, y probablemente se habría llevado su merecido si el vigía en ese mismo momento no hubiera gritado vela a la vista. Después las cosas fueron como fueron, apresamos el botín, que era el Rose, perdí la pierna, Deval lo mismo, y me dieron un nuevo nombre, Barbacoa, un buen mote para un tipo como yo.
Después navegamos durante un año por las Antillas, hasta que Flint se mató bebiendo ron en Savannah. Fue durante ese año cuando Flint perdió la cabeza, la poca que le quedaba, y se forjó la reputación de ser el pirata más cruel y sanguinario que jamás hubiera surcado los océanos. Sí, si alguien quiere saber mi opinión, estaba dispuesto a que lo mataran en la batalla antes de reconocer que había perdido. Realmente, era un tipo que podía morir porque su vida tenía algún sentido, pero ¿le sirvió de algo? ¡Un carajo!
Tiró por la borda todas las precauciones y quería gritar al mundo entero que llegaba el temido Flint, el último de todos los piratas, que había aterrado a la humanidad. Y así es; a pesar de todo, no se puede parecer cruel y cizañero sin acabar siéndolo de verdad, ni siquiera con un motivo tan loable como el de Flint. Y, después, ¿qué queda para elegir, aparte de la locura o la muerte súbita, si es que tiene sentido mientras dura?
Sí, de no haber sido por mí es casi seguro que nos habrían apresado, matado o colgado a todos. ¿Es que yo, que había navegado toda una vida con guantes para que mis manos no me delataran, que había arreglado tan bien las cosas con Dolores en tierra y con guardaespaldas a bordo, iba a darlo todo en el barco para que un tipo como Flint nos enviara a todos a la ruina con su cerebro enfermo y encharcado de ron? Y un pimiento, y eso por decirlo con delicadeza. Hice que remozaran el Walrus y lo dejaran de punta en blanco, como hacíamos en los viejos tiempos antes de un abordaje. Hice que la tripulación cerrase el pico ante los extraños cuando estaban en tierra. Me cuidé de que continuáramos con nuestras apariciones; surgíamos de la nada para desaparecer dejando a nuestro paso sólo miedo y espanto. Controlaba a Flint cuando quería atacar barcos con los que la victoria no era segura. Si alguien saca las cuentas, debo de haber salvado muchos cientos de vidas de una muerte dolorosa durante aquel año, la mía entre ellas.
Así pues, tras la muerte de Flint continuamos siendo un rumor anónimo y terrorífico. Habíamos llevado a cabo nuestras actividades con tanta discreción que nadie tenía pruebas de que existiéramos. Me atreví a volver a Bristol y compré la taberna Spy-Glass para echarle el guante a Billy Bones y al mapa sustraído. Mandé llamar a Dolores y durante un tiempo, maldita sea, fuimos tan respetables como cualquier otro ciudadano de Bristol.
Debo admitir, Jim, que a veces Flint me ha dado lástima, igual que yo te di lástima a ti. Flint realmente se imaginaba que podía salvar la vida a los marineros más miserables y mejorar sus condiciones. Odiaba a los armadores y a los capitanes con toda su alma, aunque hay que decir en honor de las reglas que de todas maneras ha estado bien. No, lo malo de Flint era la cabeza. Sin embargo, tenía algún momento claro entre las borracheras y los ataques de ira.
Una noche cálida y despejada, en algún lugar del Atlántico donde esperábamos mientras el Walrus se balanceaba suavemente a merced de un oleaje poderoso, mecido por un viento cálido y ligero que hinchaba y sacudía la vela, Flint me mandó llamar. Estaba sentado a la mesa, la única que había en el camarote. La lámpara de aceite, la misma que cuelga ahora en mi escritorio, proyectaba extrañas sombras en su devastada cara.
– Siéntate, Silver -dijo-. Acompáñame a tomar un vaso de ron.
Me senté frente a él y con el pulso firme llenó dos vasos hasta la manga.
– Eres el único que tiene la cabeza sobre los hombros a bordo de este barco -dijo-. Incluido yo.
Se quedó callado como si yo fuera a confirmar su opinión, pero, ¿qué podía decirle yo?
– ¿Por qué no te has hecho nunca capitán? -preguntó.
– Para tener la espalda a cubierto -contesté.
– ¿Es que yo no la tengo? ¿Qué tiene de malo la mía?
– A un capitán se le puede destituir, pero nadie destituye a John Silver.
Flint me miró durante bastante rato. Intentaba entender si lo estaba amenazando.
– Silver -dijo después de un rato-, no hay quien te entienda.
– No -contesté sonriendo-, realmente así lo espero. Sería peor que la muerte.
Flint fijó la mirada en el vaso como si fuera una bola de cristal.
– Tienes razón, Silver -dijo-. Tienes razón, ya lo he dicho. Eres el único que tiene algo en la sesera. Tienes opiniones. Dime, Silver, ¿estoy perdiendo el juicio? ¡Contesta sinceramente! Sabes que nunca te tocaría ni un pelo.
– No lo sé -contesté con toda sinceridad-. No sé qué juicio te queda por perder. A veces parece que intentes por todos los medios que todos perdamos la vida, y la tuya la primera, para provecho de ninguna de las partes.
– Ya lo sé -dijo Flint con la voz quebrada, echando un buen trago al ron-. Ya lo sé. Creía que sabía lo que quería en esta vida: matar a la mayor cantidad de miserables posible, apartarlos de este mundo. Mi meta era vengar a todos los marineros muertos. Y ahora empiezo a pensar que no somos más que una cagada de mosca, no importa lo que hagamos. Soy Flint, el temido capitán pirata, y no puedo decirlo en voz alta si quiero seguir vivo. Me he quedado sin nombre, maldita sea, lo mismo que nos ha pasado a todos. No somos nadie. A los ojos del mundo no somos nada. ¿Qué es una sola persona, Silver? Nada, absolutamente nada. ¿Sabes qué? En fin, seguramente lo sabes, que no en vano eres un hombre culto e informado. El maldito Cromwell envió a diez mil prisioneros irlandeses y escoceses a Barbados. Ni uno de aquellos diablos salió con vida. Ni uno, Silver. ¿Quién los recuerda hoy? ¿Quién sabrá qué pensaban, qué querían? Ya no están, como el rocío que se evapora. ¿Sabes lo que oí contar a un viejo bucanero? Los españoles habían enviado un grupo de soldados para acabar con unos indios. Uno de los soldados empujó con su lanza a un indio contra un árbol. El indio sólo tenía un cuchillo y estaba casi muerto. ¿Y qué hace? Se abalanza hacia delante y se deja atravesar por la lanza para poder clavar su cuchillo en el español. Murieron los dos, uno en brazos del otro. ¿De qué sirve? ¿Qué provecho se obtiene de eso? Ninguno. Es sólo polvo en los recuerdos del mundo. O los monjes como los que l’Olonnais obligó a levantar escaleras contra las murallas que protegían Cartagena. Se imaginaba que los españoles no dispararían sobre sus propios curas, pero tanto a Dios como a los españoles les importaban un carajo unos monjes desgraciados, por mucho que rogaran por su vida. Acabaron con todos ellos. ¿A quién le preocupa, Silver? Unos cuantos monjes, un soldado español, un indio o diez mil presos más o menos, todo eso carece de importancia. Y los marineros, ¿cuántos crees que mueren? Un par de miles en las quillas de la Marina inglesa cada año. ¿Y qué les dan a cambio? Nada de nada, maldita sea, ni siquiera un entierro digno. Somos cagadas de mosca, Silver, y no contamos para nada. Sí, es verdad, es casi lo mismo acabar con la desgracia, quizás eso sea juicioso. Una sola persona como yo es completamente prescindible, Silver. Completamente prescindible.
– No a bordo del Walrus -contesté-. Ningún barco ha tenido mejor capitán.
– El Walrus me importa un carajo -bramó-. Un ataúd, eso es lo que es, con un grupo de vividores que sólo piensan en su bienestar. Nada más.
Vació el vaso de un trago.
– Eres un buen hombre, Silver -dijo secándose la boca-. ¿Cómo lo soportas? ¿Qué te permite seguir adelante? ¿O acaso un cerebro como el tuyo no está dispuesto a pelear gratis?
– No -dije.
– ¿Por qué no? ¿Por qué no te ahogas en ron como hacemos todos? ¿Por qué no te preocupa nada?
– ¿Y por qué me iba a preocupar? -repliqué con una carcajada-. Tal vez porque entonces me volvería loco.
Flint me miró fijamente sin entender.
– Como tú -añadí para dejar las cosas bien claras.
Entonces me levanté y me fui. Un mes más tarde Flint había muerto. Seguramente no lo han olvidado; seguramente lo más grande que consiguió en vida fue su fama póstuma. Como yo mismo. Porque en eso tuvo razón a pesar de todo, ya que una vida que no continúa después de la muerte, sea como fuere, impresa o en la boca de la gente, es una cagada de mosca. O rocío evaporado.
<a l:href="#_ftnref2">[2]</a> «Antes tenía una novia irlandesa, que era gorda y perezosa. / Ahora tengo una negra, que casi me vuelve loco.» En inglés en el original. (N. de la T.)