158285.fb2 Long John Silver - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 9

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Capítulo 7

Durante diez años navegué a las órdenes del capitán Wilkinson. Era un tirano, sin ninguna duda uno de los peores, pero sabía gobernar un barco. Durante todo el tiempo que estuve a bordo nunca le vi tomar una decisión que no fuera de índole marinera. Cuando al final perdió el Lady Mary no fue por culpa suya ni por fallo del barco, aunque más de una vez le remordería la conciencia, en el supuesto de que tuviera conciencia. Seguro que los dioses saben, si tienen ganas de escuchar, que lo único que el capitán Wilkinson sabía en el mundo eran los asuntos relativos a la mar.

Con el tiempo conseguí un lugar no en el corazón del capitán Wilkinson, porque no había sido dotado de ese órgano, pero sí en su mundo sensorial, que se reducía a los barcos. Para el capitán Wilkinson llegué a ser una parte habitual del entorno que se había acostumbrado a tener a mano. Al final, yo fui el único que quedaba de la tripulación reclutada inicialmente en Glasgow, de buen grado o por la fuerza, diez años antes. Se le escapaban incluso los oficiales, que se enrolaban con otros cuando llegábamos a puerto. El capitán Wilkinson dirigía a sus hombres con mano más férrea que nadie; mano muy dura, pero también sin favoritismo alguno. Todos recibían el mismo trato nefasto. He visto a marineros curtidos doblarse de cansancio en el mismo momento en que el cable del ancla del Lady Mary se desenrollaba por el escobén. Que pusieran pies en polvorosa tan pronto surgía la ocasión, en la medida en que aún pudieran andar, no parecía importar lo más mínimo al capitán Wilkinson, siempre y cuando el barco estuviera ya seguro en su destino. Ni siquiera se preocupaba por descargar la mercancía. De eso ya se encargaban los navieros y los agentes. Estoy seguro de que aborrecía poner los pies en tierra firme. De todas maneras, no tenía que preocuparse por las reglas de los demás capitanes, quienes aseguraban que la familiaridad con la tripulación a la larga se convertía en desprecio. Era como si él se hubiera despedido de la humanidad el día en que se hizo a la mar.

¡Y a sus órdenes estuve yo, John Silver, durante diez años! Me convertí en un experto marinero de primera clase, fui nombrado contramaestre y todo. Aprendí en la Academia del Viejo Nick y llegué a ser un consumado maestro en las siete ciencias de los lobos de mar: jurar, beber, robar, ir de putas, pelear, mentir y calumniar. Me hice fuerte como un toro y al final conocía todos los quehaceres de a bordo. Comprendí mejor a la gente y sobreviví al infierno. ¡Pero qué diez años!

No es que a mi edad hubiera mucho donde elegir. La norma era que una vez se es marinero, ya se es marinero hasta la muerte. En tierra nadie quería saber nada de la gente como nosotros, tuviéramos o no marcas en las manos. Estibadores o borrachos de muelle, ése era el futuro que nos esperaba en tierra firme. Escaparse del barco, pasar unos días alegres en la taberna y en el burdel sólo para volver a enrolarse de nuevo con la esperanza de recibir mejor trato y mejor sueldo, bastaba para la mayoría. Yo en cambio me quedé con el capitán Wilkinson y le demostré a él y a los demás que no era uno de esos que gemían por cualquier cosa. Tenía que hacerme un hombre antes de darme importancia.

– Silver -me dijo un día el capitán Wilkinson, con cierta confianza-, habría que asegurar a la gente como usted.

– ¿Asegurar, señor?

– Claro que sí. ¿Sabe? No hay empresa, ni la Royal Exchange, ni la London, que quiera asegurar a la gente. La carga y el barco sí, pero no la tripulación. ¿Qué sería de un barco sin tripulación, eh? El mástil y los bultos se pueden asegurar, pero no los marineros que suben por ellos como monos para izar y plegar las velas. ¿A que no?

– No, señor -contesté, porque era lo que tenía que contestar.

– Pero así es -continuó-. No hay diferencia entre usted, Silver, y el primer bracero de allá arriba. Y no puedo prescindir de ninguno de los dos.

Asentí con la cabeza e intenté no demostrar mi emoción, la rebeldía que por fin, tras diez años de obediencia, sentía en mi pecho como un caballo desbocado. Con eso supe que aquél era mi último viaje en el Lady Mary. El capitán Wilkinson me había convertido en un marinero experto, un hombre de mar como ningún otro, pero hacerme además primer bracero era algo completamente diferente.

Naturalmente, el capitán Wilkinson no se dio cuenta de lo que pasaba en mi interior. Un trozo de madera no tiene sentimientos. Gime y cruje cuando le exigen mucho, pero eso es todo. Lo mismo que un marinero. Yo callé. Alegría pura, eso habría salido de mi boca; satisfacción por lo que sentía en mi pecho, lo que me hacía ser un hombre, comparable a cualquier otro. El capitán Wilkinson me necesitaba a mí y a su primer bracero, aunque yo por mi parte no le necesitara a él.

– La Compañía por lo menos debería extender un seguro de vida -prosiguió el capitán Wilkinson sin mirarme-. En mi opinión, los armadores deberían recibir una compensación.

– Señor -dije-. Si me permite…

El capitán Wilkinson dio un respingo y me miró sorprendido.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– ¿No son los riesgos demasiado grandes? Se sabe que los marineros mueren como moscas. Desertan en el primer puerto que tocan. No creo que haya ningún armador con suficiente dinero para pagar las cuotas.

– Silver, tiene toda la razón. Eso es lo que dicen ellos. ¿Y qué puedo hacer yo? Los marineros se consumen.

Se quedó callado un momento y me miró de nuevo; creo que fue la primera vez que me vio como si fuera algo más que una polea o un aparejo.

– ¿Y quién le ha dicho a Silver que es así?

– Nadie, lo he pensado yo solo.

– Vaya.

Me echó una mirada feroz con la intención de asustarme, pero yo se la devolví sin más ceremonias.

– A bordo nadie piensa por sí mismo, Silver -dijo-. El Lady Mary sólo tiene un capitán, y ése soy yo. ¿Entendido, Silver?

– Sí, señor -respondí tan respetuosamente como pude.

– Silver puede volver a sus obligaciones.

«Claro que sí -pensé-, claro que sí. Hasta que lleguemos a puerto.»

A la mañana siguiente divisamos las rojas arenas de Irlanda en un día tranquilo y claro. A babor se levantaba Cape Clear y a estribor Fastner Rock. El día era extraordinariamente tranquilo. El cielo estaba salpicado de delicadas bolas de algodón que no entrañaban peligro alguno para los navegantes. La panorámica era tan nítida que se divisaban a la vez los cuatro cabos: Toe Head, Galley Head, Seven Heads y Old Head of Kinsale. Toda la guardia estaba esperando con ansia en la amura de babor. Yo sabía que ver a los marineros mano sobre mano, sin nada que hacer, irritaba sobremanera al capitán Wilkinson, pero ni siquiera él podía llamar a los hombres a cubierta para que arriasen las velas o recogieran las drizas con los suaves vientos que apenas rizaban el agua.

Yo estaba como siempre en la cubierta de popa, a sotavento del capitán Wilkinson, y me sentía tan aliviado como aquella vez que andaba buscando un capitán justo y un barco adecuado para ser libre como un pájaro. Ahora todo era diferente. Siempre sabía de qué hablaba cuando -excepcionalmente- abría la boca alguna vez. Ya no recitaba los Mandamientos, fueran los que fuesen, a cualquiera. No me llenaba la boca con eso de que sabía leer latín. Ya no iba por ahí preguntando por capitanes justos que, de todas formas, nadie podría encontrar. Ya no decía lo que pensaba, porque sólo era utilizado en mi contra.

En cambio, había aprendido que siempre habría palabras adecuadas para cada persona concreta y que todos querían escuchar, incluso los marineros más sencillos. Yo tenía la cualidad de cumplir sus deseos. Así es que nadie llegó nunca a conocerme, mientras que yo, al parecer, cada día conocía mejor a los demás. Y a la vez, así es el mundo, me estimaban y me consideraban un buen compañero.

Incluso tenía dinero, ahorrador y listo que es uno. La herencia del contrabando de mi padre la seguía conservando en la cintura del pantalón, además de tres años de sueldo y las ganancias de parte del comercio típico de todos los marineros. Serían unas sesenta libras, todo cosido a mi ropa. ¿Quién lo hubiera creído? Ninguno de mis compañeros de barco, de eso estoy seguro.

Estaba yo más bien distraído cuando noté que el primer mando subía corriendo hacia el capitán Wilkinson, señalando con nerviosismo hacia popa. Me di la vuelta; como los demás, no había tenido ojos más que para contemplar las rocas y las verdes y apetecibles colinas que se levantaban a proa. No olvidaré nunca lo que vi ante mis ojos. Imperceptiblemente, pero deprisa, el cielo se había vuelto negro como la pez y el alquitrán, y lanzaba sus tentáculos al aire azul claro que todavía, por unos minutos más, rodeaba el Lady Mary. El horizonte se había convertido en una furia espumosa de olas que se rompían y llegaban hasta nosotros como un seísmo. Estoy seguro de que ni siquiera los viejos lobos de mar, expertos conocedores de todos los vientos, los que habían pasado toda la vida en un barco, habían visto jamás nada parecido. Vi pintarse el terror en muchas caras cuando se volvieron a la vez hacia el capitán Wilkinson. Todos creían saber lo que nos aguardaba: pelear a vida o muerte con las velas y las cuerdas.

Pero la orden de movernos no llegó. El capitán Wilkinson volvió a mirar hacia popa y se plantó frente a la tripulación.

– Dentro de pocos minutos se nos vendrá encima la peor tormenta que nadie haya vivido -dijo con su natural voz de látigo-. Si cumplís mis órdenes quizá podamos salvar el barco. Si desobedecéis seréis ejecutados en el acto por amotinamiento. ¿Está claro?

Nadie dijo nada; nadie excepto yo, que por primera vez levanté aquella voz que luego se haría famosa por alzarla ante las masas como nadie osaría hacer por carecer de la fantasía y el designio necesarios.

– ¡Un hurra por el capitán Wilkinson! -grité a los cielos.

Y los hombres, primero apáticos y luego enérgicos y llenos de fuerza por el efecto de mi arenga, lanzaron un estruendoso hurra por el capitán Wilkinson, el último hombre en la tierra que se merecía un hurra.

Por un instante el capitán Wilkinson estuvo a punto de perder el aplomo. Dio un paso hacia atrás como si alguien le hubiera dado un puñetazo. Pero enseguida recuperó el aplomo y gritó a pleno pulmón.

– ¡Silencio!

Naturalmente se hizo un silencio sepulcral, ya que estábamos con un pie en la tumba.

– No tenemos tiempo para hurras -continuó-. Os preguntáis por qué no nos movemos, y es por una sola razón: el viento que sopla a popa rompería las velas antes de que os diera tiempo de atar la mitad de los nudos que tendríais que atar. Y a una buena parte de vosotros se los llevaría el viento cuando las velas se hincharan. Así que… -miró una vez más por encima del hombro-. La guardia de babor, a las bombas. La guardia de estribor, que suelten todas las velas que sea posible. Que todos los remeros desatraquen a la vez, amarrados, claro está. Cuando flameen todas las velas, que la mitad de la guardia de estribor apareje las cuerdas salvavidas. La otra mitad, que prepare la vela de tormenta, así veremos si hay algún mástil donde la podamos montar cuando llegue el momento. No necesito añadir que debéis ir raudos como diablos. Hasta ahí supongo que entendéis.

El primero de a bordo dio las órdenes a gritos, salpicando saliva. Las velas azotaban y restallaban cuando se daban las escotas. Yo, que era el contramaestre del barco, siempre dispuesto, sin pertenecer a ninguna guardia, tuve tiempo de darme la vuelta y mirar a popa. Para mi horror, no era solamente una ventisca, un viento fuerte con el cielo claro y blanquecino. Era una tormenta enfurecida que haría cualquier cosa por liquidarnos a todos, incluido yo. Lo comprendí cuando miré a Bowles, el más viejo y experimentado de a bordo, cuya expresión era nuestra unidad de medida de las tormentas y de las olas. ¡Lo vi hincarse de rodillas y rezar! ¡El, que no había rezado una oración en toda su vida! ¡El, que siempre había jurado que su único credo era la brújula! ¡Él, que nos había enseñado a todos que la mejor manera de hundir un barco era perder el tiempo pidiendo ayuda al Padre de los cielos! ¡Y ahora rezaba!

Al mismo tiempo, el capitán Wilkinson abandonó su puesto a estribor y con paso tranquilo se dirigió hacia mí.

– Silver -dijo con tono frío-, ¿por qué pidió usted un hurra? ¿Por qué vitorearon los hombres?

– No lo sé, señor -respondí-, pero posiblemente fue porque necesitaban que se les infundiera valor y esperanza.

– ¿Valor y esperanza? ¿No es suficiente con que les amenace con la muerte?

– Si me permite, señor, cuando creen que van a morir de todas formas, eso no es suficiente.

El capitán Wilkinson me miró directamente a los ojos.

– ¿Está usted seguro que no vitorearon por mí?

– Sí, señor, estoy seguro. Véalo usted mismo.

Señalé a Bowles, que todavía estaba arrodillado rezando.

– Se dice que cuando un marinero reza es que ya no hay esperanza -aclaré.

El capitán Wilkinson miró a Bowles como si fuera un cobarde indigno.

– Y usted Silver, ¿por qué no reza?

– ¿A quién le iba a rezar? -pregunté-. ¿A usted?

Y entonces el capitán Wilkinson soltó una carcajada que sonó como el aullido de un perro, la primera carcajada que le oía en la vida.

– Silver -dijo cuando acabó de reír tan repentinamente como cuando se calla un cañón-, habría que asegurarlo, ya se lo dije. No resulta fácil encontrar hombres como usted.

Después se dio la vuelta hacia cubierta.

– ¡Bowles! -gritó-. Espero por su propia alma que me esté rezando a mí y a nadie más.

Bowles dio un respingo y miró hacia arriba con cara de susto.

– A sus órdenes, señor -dijo-. A sus órdenes.

– Silver -me dijo el capitán Wilkinson-, quizá sería conveniente que me ayudara usted en el timón cuando esto se complique. Por todos los diablos, no creo que haya nadie más que se preocupe de que el Lady Mary flote o se hunda.

No se dijo nada más hasta que la tormenta estuvo encima de nosotros y rompió las ya ondeantes velas como si fueran pañuelos de encaje. El palo mayor cayó con un estruendo que quedó ahogado debido a los alaridos del viento. En cubierta cesó toda actividad. La tripulación se arrodilló, pero no ante Dios, sino ante el viento. Todas las miradas estaban clavadas en el palo mayor, cuya punta se había ya resquebrajado y cuyo pie vibraba de un modo muy preocupante. Éste era el punto neurálgico del barco, pensaban los demás con espanto, y yo no era una excepción.

El capitán Wilkinson iba de un lado a otro hecho una furia, pasando entre los que estaban de rodillas o tendidos. No sé cómo se las arregló cuando ya no podía amenazarlos con la muerte, ya que era incapaz de convencerlos con la vida, pero en medio de la lluvia que azotaba hasta el último grumete, rápidos como ratones, en medio del estrépito y los bramidos del viento ensordecedor, por la cubierta que se movía como un péndulo y daba bandazos hasta las amuras, en medio de la espuma y la sal que mareaba como la nieve y el granizo, en medio de todo esto, el capitán Wilkinson, asestando patadas y golpes, gritando y maldiciendo, consiguió que la mitad de la guardia de babor se pusiera en marcha en las bombas, y que la otra mitad, arrastrándose, agachándose, jurando, tensara los cabos y estirara los obenques todo lo posible.

La enloquecida excursión del capitán Wilkinson, yendo de un lado para otro para salvar su barco, hizo que la opresión que me asfixiaba estallase en pedazos. Si un tipo como él podía escupir en la cara a la muerte, si era capaz de mofarse de ella por un montón de tablas, hubiera sido una vergüenza que yo no hubiera hecho lo mismo por salvar mi pellejo; yo, que poco antes había imaginado que ya me había llegado la hora de vivir en cuanto llegara a tierra firme.

A partir de ese momento estuve en todos los sitios del barco para ayudar y animar a los demás. Mi voluntad de sobrevivir se convirtió en rabia, una furia caldeada hasta el extremo de que incluso el capitán Wilkinson retrocedió un paso cuando se cruzó en mi camino.

El agua negra y grisácea entraba ya sin parar en cubierta, y las pesadas olas daban contra el bordaje como si fueran los flancos de un barco de línea. La tierra había desaparecido de la vista bajo la lluvia pertinaz, que nos daba latigazos en la cara como si fuera granizo, y no tardó en pasar lo inevitable. Cuando bajaba la cresta de una ola que parecía acabar en un abismo, perdimos la dirección del timón y el Lady Mary fue lanzado de través. Nos escorábamos más y más, más de lo que ningún navío puede aguantar, y en medio del rugido, del estruendo, del estrépito y el griterío oímos el primer ruido sordo de los lastres, que empezaban a desplazarse hacia sotavento.

Bowles, el malvado predicador del juicio final, gritó que todo estaba perdido y cayó de nuevo de rodillas, con las manos unidas en una plegaria. Yo ya trepaba como un mono por el palo mayor, por el cordaje de barlovento, cuando vi al capitán Wilkinson hacer lo mismo a sotavento enarbolando un hacha. Y le vi tomarse su tiempo para asestarle tal hachazo a Bowles que el hombre desapareció en el agua con las manos juntas y todo. A mi entender fue una medida justa, y vi que los demás opinaban como yo. No era de recibo que los que se habían rendido arrastraran consigo a aquellos que luchaban por sus vidas sin la ayuda de Dios ni de nadie.

El capitán Wilkinson y yo alcanzamos la copa del palo mayor al mismo tiempo, mientras los hachazos silbaban al aire como rayos.

– ¡Más deprisa! -gritaba el capitán Wilkinson en medio de todo el caos-. Tenemos que salvar el barco.

Ni siquiera entonces pensaba en su pellejo o en el mío. Habíamos abierto una herida en medio de la madera del palo mayor cuando descubrí que una grieta se prolongaba arriba.

– ¡Ahora! -gritó el capitán Wilkinson-. Un hachazo más y después apártate.

Alcé el hacha, asesté un golpe y retrocedí de manera que caí desplomado a sotavento, sobre el imbornal, con el agua hasta las orejas. Esta vez oí el estruendo cuando el palo mayor se destrozó y noté cómo empezaba a enderezarse el Lady Mary, aunque tan despacio que parecía no acabar nunca. Pero nosotros estábamos todavía sujetos a los aparejos y el mástil que había quedado colgando en un costado se convirtió en una peligrosa ancla flotante que en cualquier momento podía hacer trizas el barco.

– ¡Liberad el obenque! -oí aullar al capitán Wilkinson, y el grito se transmitió de boca en boca, porque ninguna voz llegaba más allá de un metro, ni a favor ni en contra del viento.

Parecía como si hubiera nacido una esperanza, porque el aparejo desapareció en el agua antes de que me diera tiempo de encontrar mi hacha. Los timoneles, que se ataron al timón para no caer al agua cuando la rueda se desbocó en una brusca inclinación, devolvieron al Lady Mary al único rumbo en que podíamos bregar. Estábamos mareados y sin salvación, pero todavía a flote.

– Suelten amarras, sondas a popa y relevo en las bombas -ordenó el capitán Wilkinson, que de nuevo estaba en su puesto de mando, en el castillo de popa, a estribor.

En ese momento pensé, como todos los demás, que el capitán era sobrehumano, y que estaría para siempre en la cubierta de popa del Lady Mary como una talla de madera.

Apareció el carpintero y comunicó que el agua había subido hasta la cubierta de carga, y que había abierto un boquete en la bodega del lastre, por debajo de la línea de flotación. El capitán Wilkinson le ordenó que llevara más hombres a las bombas y que se relevaran más a menudo.

A estas alturas, yo ya me había recuperado y podía echar una mano. Fui hasta la pizarra y cogí una tiza blanca, medio deshecha, que seguía en su lugar gracias a su textura pegajosa.

Bajé hasta la bodega de carga a tientas, con el agua hasta la cintura. Arriba oí a los hombres cantar para darse ánimos y no perder la esperanza, pero no les salía más que un desalentado graznido que no lograba engañar a nadie. Llegué hasta la escala que llevaba al compartimento de bombeo. Con la mano palpé la zona en que todavía estaba seca la brea, cogí la tiza y tracé una línea blanca y gruesa. Después subí, abrí la trampilla y me encontré ante diez hombres medio desnudos, sudorosos, con el cuerpo enrojecido por el esfuerzo y con un miedo cerval en sus ojos inexpresivos. Me miraron como si fuera yo el mismísimo Caronte, y algo de verdad había en ello, aunque mi propósito fuera otro. Pero también vi otra cosa, supongo que respeto, que provenía de mi forma de utilizar el hacha en el palo mayor.

– Compañeros -empecé-, no le queda mucho a este barco. Se va a hundir sin remedio. Pero si queréis saber mi opinión, no hay ningún motivo para que arriemos la bandera con él.

– El capitán Wilkinson está loco -me gritó a la cara Winterbourn-. Moriremos en las bombas para salvar su viejo cascarón.

– No si depende de vosotros para salvarlo -le respondí también gritando-. Creo que ya sé lo que piensa: intenta llegar a Old Head of Kinsale y anclar tras doblar el cabo, hasta que amaine este maldito vendaval y nos puedan remolcar hasta Kinsale.

– ¿Qué pasará si no lo conseguimos? -preguntó Winterbourn.

– Lo mismo que si dejáis de bombear: nos hundiremos aquí mismo, ni más ni menos. ¡Oídme bien, buena gente! No pienso arriar la bandera esta vez, eso seguro. Y sabéis que soy un hombre de palabra. Si bombeáis todo lo que podáis, como si os fuera en ello la vida, y os juro que así es, os prometo que yo también cumpliré.

– ¿El qué? -preguntó Winterbourn, ahora un poco menos obstinado.

– Si no podemos llegar a Old Head, os prometo embarrancar el barco en una playa para que podáis llegar a tierra con los zapatos secos. En caso de que os queden los zapatos puestos, claro.

– ¿Y qué dice Wilkinson de eso?

Era Balthorpe, uno de los marineros ingleses que, a diferencia de nosotros, los galeses, los irlandeses y los escoceses, sentía debilidad por la obediencia.

– Cuando llegue la hora -dije pensando en la línea que había marcado-, será el capitán Wilkinson quien obedezca mis órdenes.

Se oyó un murmullo, pero eran mayoría los que preferían creer en mi palabra, como yo mismo, porque aún no había aprendido bien la lección.

– Y no olvidéis una cosa. Si el barco embarranca, tenemos todo el derecho de llevarnos lo que queramos de la carga. Seremos hombres libres y pudientes. ¿Qué decís a eso?

– Estoy contigo -dijo Winterbourn, que además de pendenciero y terco era la codicia personificada.

– Yo también.

Se oyeron más voces y por fin también el obediente Balthorpe. Abrí la escotilla.

– Mirad -dije-. Ahí abajo, en la escala, hay una línea que marca hasta dónde está seca la brea. Si el agua sube por encima de la línea, sólo nos queda arriar bandera y morir. ¿Está claro?

Todos asintieron con la cabeza. Tontos no eran, pero no sabían por qué era bueno vivir, y como marineros no tenían mucha vida a la vista, aunque sí sabían luchar por ella; bastaba con que alguien como yo les infundiera un poco de ánimo.

Para demostrar que hablaba en serio me fui hasta una de las bombas y empecé a accionarla a tal velocidad que Curwen, el más joven y canijo, tuvo dificultades para seguir mi ritmo. Creo que lo levantamos del sollado. Al final encontró el ritmo y cooperó con los músculos invisibles que debía de tener en el cuerpo, a pesar de todo, para poder sostenerse de pie. Harry el Polea, llamado así porque con su enorme corpachón era el doble de fuerte que los demás, accionaba la bomba a un ritmo que duplicaba el del resto. Daba gusto verlos. ¡Y que aquellos hombres necesitaran capitanes y látigo para ponerse a trabajar!

Tras medio reloj de arena, cuando aún nos quedaban algunas fuerzas a todos menos al pequeño Curwen, que ya estaba medio muerto, les dije que pararan.

– El siguiente grupo, en marcha.

Los cuatro con los que yo había bombeado se tiraron al sollado jadeando. Fui a buscar un tonel de agua y la repartí. Después trepé por la escala no sin inquietud ni angustia, ya que yo no era más que un hombre, y miré la línea. Estuve allí bastante rato, hasta estar seguro del todo, con el agua chapoteando al compás del balanceo del Lady Mary. Pero estaba en lo cierto. El agua había bajado.

Subí la escala en tres zancadas.

– Muchachos -grité-, hemos bajado una pulgada. La de la guadaña ya puede ir buscando a otras presas, porque con nosotros no puede.

Vitorearon de todo corazón. Miré alrededor. Ahora sí que llegaríamos a Old Head, no cabía ninguna duda.

– Si continuáis así -dije-, los carpinteros pronto podrán embozar las vías de agua. Muchachos -añadí-, todo irá más despacio si sudáis tanto como Curwen. Sólo así se gana una pulgada más por cada grupo.

Los demás se rieron, pero no de Curwen, que me sonreía agradecido, creo yo, como si le hubiera hecho un favor, aunque yo sólo pensaba en salvar mi pellejo.

Cuando subí a cubierta casi me había olvidado de lo mal que estábamos. Las olas provocaban un sinfín de sacudidas, un continuo resonar, un caos fustigante que se levantaba por encima de la cubierta. Sobre las crestas de las olas avisté un cabo escarpado que se confundía con la espuma blanca que, durante breves segundos, se aferraba a sus rocas para precipitarse inmediatamente después.

– Capitán -dije cuando salí al castillo de popa, donde Wilkinson seguía como yo le había dejado-, no nos hundiremos. Los hombres bombean con todas sus fuerzas.

– Mi buen Silver -contestó con una voz hueca, que me asustó más que sus amenazas y maldiciones-. Es usted un auténtico milagro. Me hubiera gustado nombrarle primero de a bordo de inmediato. Si tuviera usted alguna idea de navegación… Mire esa basura. Que a esos hombres se les permita gobernar un navío es algo que supera mi comprensión.

Acompañé su mirada y descubrí al primero de a bordo, Hardwood, que estaba abrazado a la amura y emporcado con sus propios vómitos, muerto de miedo, sin hacer mérito a su nombre.

– Tiene miedo, señor -dije.

– Salta a la vista. Miedo sí, pero por él, y ¿qué provecho saca el Lady Mary? ¿Me puede responder a eso?

Ni pude ni quise, porque el Lady Mary a fin de cuentas me importaba un rábano, con aparejos y tripulación, desde la quilla hasta el punto más alto de los mástiles, que ya no existían.

– ¿Ha dicho que bombean con todas sus fuerzas? -continuó el capitán Wilkinson después de un instante-. Bien, así se mantienen ocupados, pero con eso no basta. No podremos llegar a Old Head. Dentro de media hora, los campesinos harán buena provisión de leña para el fuego del invierno. Y yo perderé mi barco y con ello mi reputación.

– Señor… -dije.

– ¿Qué quiere usted? -contestó subrayando el «usted» como si no me hubiera visto antes.

– Quizás haya una salida.

– Silver, por si no lo sabía, entérese de que para un capitán sólo hay una vía hacia el Infierno, y es sobrevivir a su barco naufragado.

– Lo que quiero decir es que tal vez se pueda salvar el barco, señor.

– ¿Y cómo? -preguntó el capitán Wilkinson de mal humor-. ¿Se le ha ocurrido a usted, a Silver, a un simple marinero, alguna posibilidad que yo no hubiera ya sopesado?

– No creo, señor, seguro que no. Pero si no recuerdo mal hay una playa de arena en la bahía, por la parte de Lispatrick. Podríamos llevar el barco hasta allí.

– Vaya, podríamos -dijo el capitán Wilkinson sarcástico-. ¿Y cree usted que el Lady Mary podría zarpar de nuevo después de eso?

– No -admití-, pero quizás usted y yo sí que podríamos, señor. Y también parte de la tripulación. Se trata de salvar parte de los masteleros y de la carga.

– Tabaco empapado de agua salada -bufó el capitán Wilkinson-. ¿Quién cree usted que querría comprarlo, Silver? ¿Quién?

– ¿Y la tripulación, señor? ¿Y yo?

El capitán Wilkinson ni siquiera se dignó contestar. No le afectaba para nada. Miré a los oficiales. Si el Lady Mary iba a acabar sus días en Lispatrick, el timón debía de cambiar de rumbo antes de que fuera demasiado tarde.

¿Por qué no me limitaba a buscar un hacha y partir por la mitad al capitán Wilkinson de arriba abajo, como si fuera una estaca, tal como él quería hacer con el Lady Mary? ¿Por qué no seguía los consejos del capitán Barlow? En fin. No levanté ni un dedo. Cuando al final me entraron las prisas, íbamos derechos hacia el roquedo de West Holeopen. Bajé corriendo a las bombas y comuniqué a los hombres cómo estaba la situación, les dije que al capitán Wilkinson le importaban un bledo tanto sus vidas como la mía, que podían dejar de bombear y reservar las fuerzas para llegar a tierra, que Wilkinson pensaba llevar el Lady Mary directo contra los arrecifes y sacrificar el barco en honor de Neptuno, como si fuera un maldito sacrificio por la vergüenza de haber perdido su barco.

– ¿Qué os decía yo? -gritó Winterbourn lleno de odio-. Ese hombre está loco, está como una cabra. Y confiábamos en ti, John, en tu palabra. ¡Maldito seas! Mira lo que pienso de tu palabra.

Y escupió un copioso gargajo delante de mis pies.

– Puedes pensar lo que te dé la gana, Winterbourn, y escupir y echar chispas cuanto quieras -repliqué yo con toda calma-. De todos modos, pienso subir a cubierta ahora mismo, hacerme cargo del timón y tirar a Wilkinson por la borda si es preciso. A pesar de todo, tal vez haya un trozo de playa en donde podamos encallar.

– Yo lo tiraré con mucho gusto -dijo Harry el Polea, y apretó los puños-. Aunque sea lo último que haga en la vida.

– Yo también -intervino el pequeño Curwen sin que nadie se sorprendiera.

– Debéis saber que esto es un motín -dije-. Aunque no tengamos tiempo de celebrar consejos a lo Robin o de jurar por nuestro honor, yo me hago responsable.

Nos dimos prisa en subir y comunicárselo a los demás, y después invadimos el castillo de popa conmigo al frente. Fui directamente hasta el capitán Wilkinson.

– Capitán -dije-, me hago cargo del Lady Mary. Si hay la más mínima posibilidad de llevarlo a la arena esquivando las rocas, la pienso aprovechar.

Al principio el capitán Wilkinson contestó como si no hubiera entendido mis palabras. Le di la espalda y me dirigí a los timones. No había avanzado mucho trecho cuando oí un furioso alarido; Winterbourn fue el único de todos que me avisó a gritos, pero fue demasiado tarde, pues antes de que pudiera darme cuenta recibí un violento golpe en el hombro que, añadido al balanceo, me derribó por cubierta hasta que me paró la amura. Después sentí unas manos que me arrancaban la ropa, y acto seguido estaba ya en el aire, a punto de caer entre las olas espumosas y rompientes.

Que sobreviví lo entiende cualquiera, ya que estoy escribiendo cómo sucedió, pero al caer creí que estaba muerto, una desagradable sensación cuando uno no piensa que hay otro sitio al que ir después de éste. Conseguí mantenerme a flote y nadar. Había aprendido a nadar por suponer que era algo que siempre podría serme de utilidad, y me enseñó un viejo indio de Norfolk, donde cargábamos tabaco. Los demás se habían reído, y meneaban la cabeza al verme bañándome en el agua fría, tosiendo como un tuberculoso y escupiendo agua salada. Era ridículo que un marinero supiera nadar. Al comprobar que el Lady Mary quedaba a pocos metros de las afiladas rocas de Kinsale, dejaron de reírse.

Cuando una ola me izó como si fuera una botella medio vacía, vi a Wilkinson otra vez en el castillo de popa con la vista clavada en la inminencia del naufragio. La tripulación, los valientes amotinados con los que de buena gana habría llevado a cabo una sublevación, estaba acurrucada y amedrentada en un rincón, también entonces a sotavento de su capitán, que representaba la ley y las normas. Todos miraban a proa; todos menos uno. El pequeño Curwen se había dado la vuelta y miraba a popa, buscándome.

La siguiente vez que me levantó una ola, vi que los hombres se afanaban en cubierta como si obedecieran una orden. Sólo el capitán Wilkinson se quedó en pie, como si hubiera estado atado a la arboladura. Fue entonces cuando oí el ruido, un sonido de madera que crujía, se quebraba, se retorcía y se astillaba. Y los gritos de los que temían la muerte, que iban y venían al ritmo de las olas que me zarandeaban sin descanso. El Lady Mary se dio una vuelta en redondo y se precipitó hacia el sur, contra el acantilado más cercano y más abrupto.

Y entonces, cuando ya había perdido toda velocidad, me acerqué con decisión. Hice lo que pude para llegar a un costado del barco, pero la resaca era demasiado intensa y mis fuerzas se consumían tratando de respirar entre la espuma. Sin embargo, fue mi salvación, creo, porque cuando ya no podía más, mis manos tocaron un fragmento roto de amura al que me agarré, abrazándolo con espasmos. Jadeé y me quedé quieto. No quedaba nada más que hacer.

Lo último que oí y vi del Lady Mary antes de que fuera lanzado contra las rocas fue la figura inmóvil del capitán Wilkinson en el castillo de popa, cuando se partió por la mitad el casco, y un grito de muerte del pequeño Curwen.

– ¡Silver, John Silver! -gritó-, ayúdame.

Yo no podía hacer nada en aquel infierno. Allí estaba Long John Silver, os lo prometo, con su bocaza cerrada. Noté cómo me levantaba todavía más arriba una última ola abismal, quedé suspendido en la cresta de la ola, colgado entre el cielo y el infierno, antes de que la ola tropezara consigo misma y se rompiera en cascadas arremolinadas, arrastrándome con ella. Recuerdo perfectamente que tuve tiempo de sentir la agria y repugnante amargura de la muerte, precisamente yo, que deseaba vivir más que ninguno de los que había conocido.

Cuando abrí de nuevo los ojos, porque los cerré en lugar de mirar a la muerte directamente a la cara, al principio no creí lo que veía. Yacía en una especie de túnel y seguía sujeto a mi tabla de salvación, camino de la luz, de una abertura que no podía ser otra cosa que el otro lado de Old Head of Kinsale. Pero… ¿estaba vivo o muerto?, me preguntaba completamente en serio. Finalmente oí, como un eco en el túnel, el rumor amortiguado del mar por la falda oeste del monte, así como los gritos, ya menos intensos, de los moribundos. Dicho de otro modo, estaba vivo e intenté darle voz a la alegría, pero tenía la garganta contraída por un lazo invisible, de manera que ni el más mínimo sonido habría salido de ella. «Vivo -pensé justo antes de desmayarme, pero entonces conocí otro horror-: vivo, pero mudo.»