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Capítulo 11

Pasé la tarde realizando otros procedimientos de rutina. Primero, revisando todo el papeleo sentada en mi sofá ante los documentos dispersos en la pequeña mesa donde solía servir el café.

El estado de la tarjeta de crédito de Shiloh mostraba un solo cargo a una línea aérea: $325 a favor de Northwest Airlines. Figuraba en la cuenta. A falta de un cargo a favor de Amtrak o Greyhound, me personé en esas terminales. Ninguno de los encargados de la venta de billetes reconoció la fotografía de Shiloh.

Una investigación estéril produce círculos cada vez más amplios. Lo que los policías no acostumbran a admitir es que el último círculo de una investigación puede ser como la capa más externa de la atmósfera terrestre. Algo muy tenue e inhabitable. En esa zona no hay gran cosa que averiguar. En general. Pero suele ignorarse ese riesgo.

Para mí, esa capa externa era el vecindario, que pensaba recorrer de nuevo. Mirando, pensando, yendo tras los probables caminos de Shiloh. Pensé que no serviría de nada incluso mientras me dirigía a la percha para coger mi abrigo con capucha antes de salir por la puerta del vestíbulo.

Después de los dieciséis meses de entrenamiento de Shiloh con el FBI, cuando recibiera su primer destino, yo haría las maletas y le seguiría. Era casi imposible que le ofrecieran algo cerca de Minneapolis. En una oportunidad Shiloh me lo había comentado como disculpándose.

– ¡Oye! -le había respondido medio en broma-. Yo soy una simple agente. ¿Quién soy para interponerme en el gran futuro que te espera: perseguir fugitivos, dar caza a terroristas…?

– No finjas ser una niña de trece años conectada a Internet -me había interrumpido Shiloh-. No, lo digo en serio. Los agentes nuevos no suelen recibir buenos destinos. Es más que probable que tengamos que irnos a vivir a una ciudad de segunda fila, económicamente deprimida. Para ti habrá algo relativo a drogas y bandas por algún sitio, si es que los cuerpos locales te contratan.

– Encontraré alguna cosa -respondí.

– La vida allí será muy diferente a ésta -insistía-. Tú has vivido demasiado tiempo en Minnesota.

– Pues ya es hora de que conozca otro sitio.

Así es como Shiloh me pintaba el cuadro, poco prometedor aunque vago, de la ciudad en que le darían su primer puesto de trabajo. ¿Pero no era posible que este barrio, este vecindario, el único al que podía llamar «hogar», se le hubiera vuelto de alguna manera hostil? Justo en el momento de su desaparición, Shiloh no tenía coche. La señora Muzio lo había visto a pie todo el tiempo que yo había estado de viaje. Todo hacía pensar que si algo le había sucedido, le había sucedido allí.

En mi trayecto había llegado a la University Avenue, una de las principales arterias que conducen hacia Noreste. Aminoré la marcha y observé un callejón empedrado, oscuro y vacío, que acababa en una lavandería y una tienda de licores. Una muchacha en bicicleta de manillar alto pasó veloz por mi lado, balanceándose y pedaleando con afán, buscando llegar lo antes posible a casa.

El callejón, como todos los que yo había transitado, parecía abierto y seguro a la luz del día. Era difícil imaginarlo, como todos los alrededores, como el escenario de un crimen violento, incluso durante la noche. El nuestro era un barrio con un buen alumbrado público y tráfico abundante. Jamás resultaba verdaderamente aislado y oscuro.

Pero ésa era una falacia en la que cae la mayor parte de los ciudadanos. Piensan que para que se cometa un crimen son absolutamente necesarios el aislamiento y la oscuridad. Robos mediante golpes y tirones, asaltos e incluso asesinatos se producían en lugares públicos, no demasiado apartados de la gente.

Un robo con resultados fatales era un probable guión para mi película.

¿Acaso llevaba Shiloh una cantidad considerable de dinero cuando desapareció? No resultaba muy probable, aunque tal vez eso no hubiese importado. El dinero es un riesgo sólo cuando la gente tiene motivos para sospechar que lo llevas encima. Shiloh no se vestía precisamente como un ricachón, y se lo pensaba dos veces antes de mostrar un billete de los grandes, cuando los llevaba. Sin embargo, todos los días se producían asaltos, a gente pobre tanto o más que a gente rica.

¿Qué habría hecho Shiloh en esa situación? No podía afirmarlo, honestamente. Me imaginaba a un Shiloh sereno y práctico tranquilizando a un adolescente nervioso que lo amenazara con una pistola o un cuchillo. Sin embargo, también podía figurarme a un Shiloh que resistía. El mismo Shiloh que se había negado durante meses a descartar la teoría de que Aileen Lennox era Annelise Eliot, el mismo Shiloh que expuso un argumento infructuoso a Darryl Hawkins.

De cualquier modo, podía haber resultado muerto en cualquiera de esos intentos y el documento de identidad y el dinero se habrían escapado entre las manos manchadas de sangre de un desconocido.

¿Pero dónde estaba el cuerpo? Podía imaginar la escena, pero no al atracador haciéndose cargo del cuerpo. Ya tenía bastante con robar y asesinar. Lo peor que podía hacer era permanecer junto al cuerpo un solo segundo después de haber cometido el delito. Lo indicado era salir corriendo.

– «Desaparecido sin dejar rastro» es una frase hecha -me había dicho Genevieve durante mi período de entrenamiento-. Nadie desaparece «sin dejar rastro», ésa es mi nueva frase hecha. Es la verdadera regla de oro cuando se trata de personas desaparecidas.

Al parecer, el único caso que indicaba que Genevieve se había equivocado era el mío. Eso ya era sospechoso. Quizás estuviera haciendo algo mal. Puede que estuviera demasiado próxima a Shiloh. ¿Diría eso otro policía? ¿Qué opinaría Genevieve?

Habían pasado otras siete horas sumándose a las treinta y seis que llevaba investigando, pero eso para mí no tenía la menor importancia. Se trataba de algo que quería hacer, y no quería perder tiempo.

El miércoles a las cinco estaba en la granja de los Lowe, en Mankato.

Podía haber llamado a Genevieve. La tecnología ha cambiado mucho en los últimos tiempos. Cada vez que pones la tele, sale una empresa de telefonía intentando venderte la idea de que puedes comercializar tus productos y hacer presentaciones desde alguna montaña del Tíbet. Los policías nos contamos entre las pocas personas que todavía necesitamos la comunicación cara a cara. Sentí con total convicción que una conversación con mi compañera debía excluir la mediación del teléfono.

Necesitaba a Genevieve. Era mi maestra. Tenía que creer que podía ayudarme cuando yo ya no sabía qué hacer. Mientras devoraba la carretera 169 a ciento cincuenta kilómetros por hora, límite de seguridad de los coches patrulla fuera del núcleo urbano, iba ordenando en mi mente todo lo que habría de decirle.

En el fondo subyacía la idea de que todo esto ayudaría incluso más a Genevieve que a mí. Necesitaba hacer algo, aparte de vegetar en una granja centenaria lamentándose por la muerte de su hija. Era muy buena en su trabajo, seguramente me ayudaría.

Cuando Genevieve abrió la puerta no pareció sorprendida, como si yo viviera cerca de allí.

– Adelante -me dijo. La seguí al interior de la casa. Sin embargo, una vez dentro dio la impresión de que no sabíamos que íbamos a hacer.

– ¿Cómo están Deborah y Doug? -pregunté.

– Doug llegará pronto. Algunas veces se queda en la escuela porque toma exámenes. Deborah fue a Le Sueur. Entrena a un equipo femenino de baloncesto y próximamente tienen un partido.

Cuando calló, Genevieve se puso de pie y esperó que yo reemprendiese la conversación.

– Quiero hablar contigo -dije.

– De acuerdo.

Miré hacia mi lado, en dirección a la sala de estar. Me pareció que sería el lugar que Genevieve elegiría para conversar con una visita. Pero no fue así.

– ¿Podrías preparar un poco de café u ofrecerme algo? -dije molesta por tener que reemplazarla en su papel.

Me condujo a la cocina. Tuve que ser yo la que buscase el café y los filtros, sólo entonces tomó la incitativa de abrir un pequeño armario que se hallaba sobre la nevera y sacar de allí todo lo necesario. Las mangas de su camiseta se deslizaron hacia abajo, y dejaron entrever los bien moldeados tríceps y deltoides. No había perdido lo que había logrado en el gimnasio. Al menos, de momento.

Cogí la leche de la nevera. En la parte interior de la puerta había huevos, lisos y pardos. Recordé que los Lowe tenían un gallinero.

– Estos huevos son del gallinero que está allí fuera, ¿no es verdad?

– Sí.

– Deben de ser muy frescos, deben… -«Por el amor de Dios, Sarah, no has venido a una visita de cortesía.»

Me volví entonces hacia Genevieve y la miré a los ojos.

– Shiloh ha desaparecido -dije.

Me dirigió una mirada grave, sombría. No abrió la boca.

– ¿Has oído lo que te he dicho?

– Sí -contestó con voz inexpresiva-. No lo entiendo.

No fuimos a la sala. Le conté toda la historia en la cocina, desde que servimos el café hasta que nos lo bebimos. Ella se sentó a la mesa. Yo me mantuve de pie, impaciente.

Para lo poco que yo sabía acerca de cómo y por qué Shiloh había desaparecido, Genevieve se tomó mucho tiempo antes de hablar. Intenté dejarle en claro que ya había agotado todos los ángulos desde los que podía considerarse el asunto y que todos me habían conducido a un callejón sin salida. Tenía que entender que se trataba de una situación grave.

– ¿Puedes ayudarme? -le pregunté al fin.

Miró por la ventana al campo en barbecho de los vecinos, a los rastrojos débilmente iluminados por los últimos rayos del sol poniente.

– Sé dónde está Shiloh -dijo marcando las palabras.

Era demasiado bueno para ser verdad, pero mi corazón empezó a latir desbocado.

– Está en el río -prosiguió-. Muerto.

Fue como un terrible veredicto dicho con la voz más inexpresiva del mundo. Genevieve era mi maestra. Su voz era para mí la voz de la verdad. «Aférrate a algo, Sarah -me dije-. Ella no puede saberlo, no puede saberlo.»Genevieve no me observaba, de modo que no advirtió mi mirada hostil.

– ¿Podrías ayudarme un poco más? -dije en voz muy baja.

Se volvió y me clavó los ojos, en los que en ese momento distinguí una chispa de luz.

– Te he oído -dijo-. He escuchado todo lo que has dicho. Es la única explicación con algún sentido.

Su tono era realista, práctico, como si nunca hubiera conocido a Shiloh.

– Me decía que a veces se sentía deprimido. Tenía sus horas bajas…

– ¡Pero no ahora! Se disponía a ir a Quantico.

– Quizás era eso lo que temía. Tal vez pensó que no daría la talla en el FBI. Shiloh era muy exigente consigo mismo. Le dolería demasiado la perspectiva de un fracaso.

– No tanto -dije mientras me quitaba la chaqueta y la colocaba en el respaldo de una silla, ya que la calefacción estaba muy fuerte.

– O puede que estuviera asustado porque el matrimonio no funcionaba -agregó.

– Sólo hacía dos meses que nos habíamos casado.

– Y los dos ya os preparabais para vivir separados. Justamente la víspera de su viaje a Quantico tú te vienes aquí sin él.

– ¡Por el amor de dios, fue él quien no quiso venir!

– Es posible -siguió Genevieve-, pero de cualquier modo se quedó solo en casa, preguntándose cuánto tiempo seguiríais juntos, pensando en la improbabilidad de sus expectativas. Shiloh sabía con qué facilidad se estropean los planes para el futuro. En algún momento se puso a caminar hacia el río (sólo está a pocas manzanas de vuestra casa, ¿no es así?) y se tiró a sus aguas.

Empecé a entender algo. Genevieve se había alejado de la ciudad porque el río Mississippi y sus puentes habían sido para ella una tentación excesiva. Genevieve estaba imaginando un recorrido que, en su día, ella quiso emprender.

– No fue un suicidio -puntualicé-. No estaba en absoluto deprimido.

– Ella era feliz en su matrimonio -dijo Genevieve.

– ¿De quién hablas? -pregunté desconcertada. La conversación se estaba volviendo totalmente (imprevisible.

– Era feliz en su matrimonio -repitió Genevieve en una letanía-. No era homosexual. No estaba deprimido. Si me hubiera mentido, yo lo hubiera notado enseguida. Has oído estas frases mil veces. Todos los detectives las hemos oído. Esposas, maridos, parientes… A menudo son los últimos en saber el alcance del asunto.

No podía negárselo.

– A veces -prosiguió-, la depresión es un fenómeno biológico. No necesariamente tiene un desencadenante. Las personas deprimidas ocultan sus secretos a quienes las rodean. No fue culpa tuya.

– No se suicidó -repetí meneando enérgicamente la cabeza.

Una de las cosas que había hecho de Genevieve un modelo para los interrogatorios era su voz. Era baja y suave, no relacionada con la crudeza de las preguntas que formulaba. Nunca la había visto sondear tan desapasionadamente como entonces. Hundida en su desesperación, no era capaz de advertir el dolor que me causaba.

– Si no fue un suicidio, pudo tratarse de otra mujer. Has dicho que no se llevó gran cosa cuando dejó la casa. Fue a algún lugar cercano, posiblemente un bar.

– ¡Gen! -dije en voz más alta de lo normal, pero no pareció oírme.

– Shiloh era un muchacho sano y su mujer se hallaba lejos de la ciudad. Se puso a buscar algún culito anónimo y encontró a la mujer equivocada. Ella lo golpeó o le disparó y se llevó el cuerpo.

– Muy bien -dije procurando llevar mi voz otra vez a su tono normal-. Agradezco tus teorías. Sin embargo, por lo menos vente conmigo a la ciudad e intenta probármelo. ¿Lo harás?

Siguió un largo silencio. Pensé que había ganado.

– Antes, cuando era policía… -comenzó.

– Aún eres una policía -le espeté-En esos tiempos -prosiguió, reflexiva y sin hacerme caso- comprendí que estaba harta, justamente por mi trabajo. Pero el mundo es un lugar mucho peor de lo que puedes imaginarte. -Hizo una pausa-. No estoy segura de que quiera saber lo que le ha pasado a Shiloh.

Se hizo el silencio en la cocina, ya oscura, y comprendí que ya no había más que hablar.

– Muy bien -dije para acabar, mientras me ponía la chaqueta-. Gracias por el café.

Por una vez, la había sorprendido.

– Te quedas, ¿no es verdad? -dijo arrastrando la silla y dispuesta a seguirme.

– No puedo -le respondí-. Tengo cosas que hacer.

– ¿Vas a ir conduciendo ahora hasta la ciudad?

– No es tarde. -Ya estábamos en la puerta de entrada-. Siempre puedes venir conmigo. Eso es lo que pretendía.

Me acompañó hasta el porche y se detuvo en lo alto de la escalera. La miré desde abajo. Era una rara circunstancia, dada la diferencia de alturas.

– Ayúdame, Gen. Ayúdame a encontrarlo. Yo he hecho todo lo que he podido.

– Lo siento -dijo negándose con la cabeza.

Bajo los tres escalones y se detuvo al lado de mi coche.

– Si se hubiese tratado de Kamareia -dije-, jamás me hubiera negado a ayudarte a encontrarla.

Me esperaba cierta cólera, por lo menos un reproche de que yo recurriera a este tipo de chantaje al evocar la figura de su hija.

– Lo siento -repitió, en cambio.

Lo más terrible es que su voz me transmitió que realmente lo sentía.

El fango de la acera me empapó las botas, como si me hubiera querido inmovilizar allí. El Nova arrojó un poco de barro a los costados, junto al manzano, hasta que encontró un punto de apoyo y salió disparado hacia la carretera.