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Capítulo 14

Naomi Wilson, antes Naomi Shiloh, no había exagerado acerca de su volumen. Llevaba un ancho vestido amarillo y un suéter color coral abierto para acomodar su inmensa barriga. Se encontraba en el extremo de un campo de juegos muy bien cuidado de la guardería, vigilando a los niños.

Cuando me vio llegar, advertí que me tomaba las medidas: mi estatura, la chaqueta de cuero negra que creí que sería la más apropiada para el otoño del oeste.

– Tú debes de ser Sarah, ¿verdad? Yo soy Naomi.

Tenía el cabello más negro que Shiloh, pero en su rostro sincero y dulce no reconocí ninguno de los rasgos de él. La actitud, sin embargo, forma parte de la apariencia y cuanto mayores nos hacemos, más refleja el rostro nuestra vida y nuestros pensamientos. Y ya me había quedado claro que Naomi y Shiloh eran dos mundos absolutamente distintos.

– ¿Te importa si hablamos aquí fuera? -preguntó, señalando una mesa de piedra cercana. Era evidente que se sentía muy cómoda con su suéter y que estaba acostumbrada a estar al aire libre con los niños-. Aunque si prefieres que vayamos dentro, pediré a Marie que salga.

– No, aquí se está bien -asentí.

– ¿Puedo ofrecerte algo, primero? ¿Un té, agua, zumo de manzana? ¿Unas galletas?

– Un café estaría bien -respondí.

– Pues resulta que no tenemos café.

Tendría que haber recordado lo que Shiloh me había contado. En Utah, el setenta y cinco por ciento de la población es mormona, y hasta en las tiendas de refrescos sirven cola sin cafeína.

– No importa, en serio -dije.

Ya en la mesa, le llevó unos instantes acomodarse.

– ¿Estás de nueve meses? -le pregunté.

– No, de siete.

– ¿Gemelos?

– Sí -asintió-. Viene de familia.

– ¿Dónde vive tu hermana gemela?

– Todavía va a clase -respondió Naomi-. No terminó la universidad en cuatro años, como hice yo.

Estaba a punto de ir al grano cuando Naomi me miró como si acabase de materializarme a su lado.

– Así que Mike se ha casado -comentó-. No sé por qué, pero me sorprende.

– ¿Sí?

– Siempre ha sido muy solitario -respondió.

– Y en cierta manera, sigue siéndolo. Antes de que desapareciera, tenía previsto ingresar en la Academia del FBI en Virginia. De haberlo hecho, habría estado lejos de casa cuatro meses, pero yo lo entendía.

– ¿Quería ser agente del FBI?

– Sí.

– ¡Vaya! -exclamó-. Es asombroso. -Naomi incluso rió-. Mike, agente del FBI.

– ¿Por qué te sorprende? Ya sabías que era policía.

– Pues sí, pero es que…

– ¿Era muy indisciplinado, de chico?

– Mira… -Volvió los ojos al cielo como hace la gente cuando intenta acceder a los recuerdos-. La verdad es que no sabría decírtelo. Más o menos, ésa era la impresión que daba cuando yo era pequeña.

– Y tus padres, ¿también lo veían así?

– Sí, y Adam y Bill. Pero ahora, cuando pienso en ello, no recuerdo nada concreto de lo que decían. Quizá es que yo pensaba que todo el que se marchaba tan joven de casa era un inconformista.

– Un facineroso -dije.

– Exacto. Y vosotros dos, ¿cómo os conocisteis? -preguntó.

Naomi parecía más interesada en la vida de Shiloh en Minnesota que en su desaparición. Tal vez aquello fuera normal. En cierto modo, para ella y su familia, Shiloh llevaba mucho tiempo desaparecido.

– En el trabajo -dije-. Soy policía.

– Debería haberlo adivinado -musitó-. Sí, tienes pinta de policía. Eres tan…

– ¿Alta? Ya lo sé -le dije con una sonrisa-. ¿Cuándo fue la última vez que hablaste con Mike? -pregunté. Había llegado el momento de ponerse manos a la obra, aunque la verdad, no acababa de saber cuál era mi misión allí en Utah.

– Yo no hablo con él nunca -respondió Naomi, un tanto sorprendida-. Por Navidad me manda una tarjeta.

– Pero de toda tu familia, tú fuiste la que descubrió dónde estaba -repliqué-. Sois los que estáis más unidos.

– Yo no diría tanto -replicó-. Mi hermano se fue de casa cuando yo sólo tenía ocho años.

– ¿Y por qué te decidiste a buscarlo?

– En nuestra familia yo era algo así como la cronista -explicó tras una pausa-. Para mí, la familia es importante. Bueno, para todos lo era, pero yo me encargaba de tomar fotos en las celebraciones, cuando nos reuníamos. Supongo que por eso empecé a pensar en él y en si me sería posible localizarlo.

– ¿Utilizaste esos servicios de búsqueda de personas de Internet?

– No. -Naomi sacudió la cabeza-. Con el dinero que tenía en aquella época, eso me habría salido demasiado caro. Hice lo que pude. Tenía muchos amigos y cada vez que salían de la ciudad, les pedía que mirasen en las guías telefónicas de los lugares donde fueran. Shiloh no es un apellido corriente. Y un día, mi amiga Diana me llamó desde Minneapolis y me comunicó que había encontrado un Michael Shiloh en las páginas blancas, con su número de teléfono pero sin dirección.

»Yo era muy tímida y no quería llamar, por eso telefoneé a información. Les dije que ya sabía que no podían darme la dirección, pero pregunté si ese M. Shiloh vivía en la calle Quinta. Dije esa calle al azar. Y la operadora me dijo que a ella le constaba una dirección de la Avenida 28. Aquello me emocionó mucho y le dije a Diana que le pidiera a su primo de allí que lo buscara en el censo de votantes, y así dio con sus señas completas.

– Cómo me gustaría que todas las personas con las que trabajo tuvieran la misma iniciativa que tú -le dije. No sólo quería halagarla; su dedicación me había parecido extraordinaria.

– En aquella época -prosiguió Noami, ufana-, acababa de ingresar en la universidad. Le escribí una carta, aunque no me hacía muchas ilusiones. Y entonces, a las tres semanas recibí la respuesta de él. No era una carta larga, pero la leí cuatro veces seguidas. No podía creerme que lo hubiera localizado. Para mí, hasta entonces no había sido real. Su caligrafía era curiosa, todo en mayúsculas, con unas letras picudas.

– Sí. ¿Y qué contaba en la carta?

– Básicamente contestó a las preguntas que yo le había hecho. Que sí, que era él, y escribió unas línea sobre sus «años perdidos», sobre el tiempo que había estado trabajando en Montana, en Illinois y en Indiana y luego… ¿En Wisconsin? Sí, creo que sí.

»Dijo que no había terminado la enseñanza secundaria, que tenía el graduado escolar y que trabajaba en la policía. Que le gustaba Minneapolis, pero que no estaba muy seguro de que quisiera establecerse allí para siempre. «No estoy casado ni lo he estado nunca», añadía, y me pareció muy curioso que lo expresara de ese modo, como si estuviera declarando ante un juez. -Naomi hizo una pausa para pensar-. Y también me decía que no tuviera prisa en casarme y tener hijos. Y que estaría bien que viajara un poco y viera mundo, al menos los Estados Unidos, para adquirir perspectiva de las cosas. Y luego me recomendaba que «estudiara mucho». -Entornó los ojos para mirar algo que estaba a mis espaldas-. Discúlpame un momento, enseguida estoy contigo -dijo.

Me volví y puse una pierna sobre el banco, para observar a Naomi que intervenía en una disputa infantil por el columpio. Tardó varios minutos en apaciguar los ánimos de los implicados y cuando lo consiguió, regresó a la mesa.

– ¿Por dónde iba? -preguntó.

– Acababas de recibir su primera carta.

– Sí, y me pareció un inicio prometedor -prosiguió-, por lo que le escribí de nuevo y contestó otra vez. Y así un par de veces más. Cuando recibía carta suya, yo le respondía de inmediato. En cambio, él a mí me hacía esperar.

»Finalmente, como todavía no tenía claro si iba a establecerse en Minnesota, le pregunté si vendría a Utah a vernos. Le pregunté por qué llevaba tanto tiempo fuera y le aseguré que todo el mundo estaría encantado de verlo de nuevo, al menos si venía de visita. No me respondió, y al cabo de seis semanas, decidí llamarlo por teléfono. -Aunque sonrió, había cierto desagrado en su rostro. -Y lo hice. Y cuando se puso al teléfono le dije que era Naomi.

»Dijo algo así como «¿Naomi?», y yo imaginé que no sabía quién era. Añadí «soy Naomi, tu hermana» y él dijo: «Ya lo sé.» Empecé a sentirme muy incómoda, pues me parecía muy distinto que en las cartas. Cuando le pregunté si le había causado algún efecto mi llamada, dijo «¿Efecto?».

Entendí su confusión, porque me resultaba muy fácil imaginar la fría voz de Shiloh diciendo aquello.

– Ya no recuerdo exactamente qué le contesté, pero sí sé que me sentía muy avergonzada. Conseguí despedirme de él sin colgarle directamente el teléfono, pero resultó un poco tenso. No volví a llamarlo.

Naomi soltó una risilla, como si todavía estuviese abochornada.

– Y no volví a ponerme en contacto con él hasta que papá murió. Lo más terrible de todo era que mamá había muerto un año antes y yo no lo había llamado. Es terrible admitir que se me olvidó por completo, pero estaba tan afligida que ni se me ocurrió pensar en Mike. Al año siguiente, cuando murió papá, yo ya había pasado por aquello, así que, en cierto modo, me resultó más fácil. Y tenía a Rob. En esa época éramos novios y me dio mucho consuelo.

»Por entonces, Mike se había mudado y no estaba en la guía telefónica, pero yo dejé un mensaje en el Departamento de Policía y me llamó. -Hizo una pausa, recordando-. Fue muy distinto de la otra vez que lo había llamado. Se mostró muy cariñoso -Naomi sonrió-, y cuando le comuniqué la noticia me preguntó cómo estaba, cómo se lo había tomado Bethany y todo eso. Le conté cuándo y dónde lo enterraríamos y -su expresión se llenó de pesar- supongo que imaginé que vendría, pero ahora, cuando lo pienso, no recuerdo que en ningún momento me dijera que pensara hacerlo. Y no se presentó al funeral; envió una corona de flores. Tengo que reconocer que me sentí dolida, y no hablo sólo en mi nombre, sino en el de toda la familia.

Recordé la corona. La florista había llamado con una pregunta sobre el encargo y de no haber sido por eso, yo no me habría enterado de que su padre había muerto. Le pregunté por qué no asistiría al funeral y me ofrecí a acompañarlo. Shiloh se negó y eludió mis preguntas.

El día del funeral, Shiloh lo pasó más o menos borracho, y en las semanas siguientes su compañía me resultó tan intolerable que pedí turnos extra en el trabajo y pasé buena parte de mi tiempo libre con Genevieve y Kamareia.

– Naomi -dije-, la muerte de tu padre le afectó mucho más de lo que supones.

Naomi alzó la cabeza y me miró. Al contarme la historia de su familia, había olvidado que yo era alguien que vivía con Shiloh y que era testigo de su vida cotidiana.

– Bueno -prosiguió-, en cualquier caso, al cabo de dos meses, cuando Rob y yo nos casamos, nos envió un regalo. Yo había olvidado que le había mencionado la boda por teléfono. -Una ligera brisa alborotó el cabello moreno de Naomi y lo compuso con la mano-. Un álbum de fotos muy hermoso, encuadernado en cuero. Era como si supiera que a mí me gustaba llenarlos con fotografías familiares, aunque yo nunca se lo había mencionado. Fue un regalo perfecto, pero no adjuntó ninguna nota. Después, empezamos a intercambiar otra vez postales de Navidad, pero las suyas no estaban firmadas. No había nada personal en ellas. -Bajó un poco la voz-. Me parece que no lo entiendo en absoluto.

– Es muy difícil entenderlo -convine-, o para ser sincera, puede ser un… pesado. -Tuve que contenerme para no llamarle «capullo».

– ¡Pues te has casado con él. -Naomi se rió, algo sorprendida de la falta de lealtad a mi cónyuge. Luego, la risa se secó y su expresión se volvió seria.

– ¿De verdad ha desaparecido? -preguntó, como si yo no se lo hubiera dicho bastante claro.

– Sí -respondí.

En el parque infantil se oyeron gritos y ambas nos volvimos. Sentado en la gravilla había un niñito rubio que agitaba los brazos al aire y tenía una herida en el codo de la que salía sangre. Rodillas y codos arañados, lo más habitual en la infancia.

En esta ocasión seguí a Naomi, que sacó un paquete de pañuelos del suéter y los aplicó a la piel manchada de sangre del pequeño.

Otros niños se habían congregado formando un semicírculo a su alrededor, versiones en miniatura de las personas que veía en mi trabajo, los que siempre lo dejaban todo para curiosear en los accidentes y las escenas del crimen.

– Tardaré un poco. Tendré que llevarlo al baño. -Luego, Naomi dio un tono más alegre a su voz y dijo-: Pero, ¿qué son esas lágrimas, Bobby? Tranquilo, que no pasa nada.

– Comprendo -dije, por encima de los gemidos de Bobby que ya cesaban.

– ¿Por qué no vienes a cenar a casa esta noche y seguimos hablando?

Eso era exactamente lo que tenía pensado sugerirle cuando diéramos por finalizado nuestro encuentro en la escuela. La caída del niño me lo había evitado.

– Estupendo -respondí-. Y si tienes fotos de Shiloh, o sus libros de calificaciones de la escuela, lo que sea, me gustará verlo.

– Por supuesto. Tengo un montón de fotografías familiares. -Tomó a Bobby en brazos.

– Antes de irme… Bueno, me quedan unas horas hasta la noche y he pensado que tal vez podría hablar con tus hermanos mayores y con Bethany y hacerles unas cuantas preguntas rutinarias. Necesito saber cuándo lo vieron o hablaron por última vez con él. ¿Tienes los teléfonos de sus respectivos trabajos?

Naomi, algo encorvada por el peso de Bobby, me lanzó una mirada rápida pero cargada de significado.

– Creo que yo puedo responder a esas preguntas. Hace años que no hablan con él, desde antes de que yo lo encontrara. Sé que soy la única de la familia que se interesó en localizarlo.

– Sí, eso ya me ha quedado claro con lo que me has contado, pero tengo que comprobarlo por mí misma. No quiero dejar cabos suelos.

– Ven conmigo -indicó Naomi, mientras empezaba a caminar hacia el edificio-. Me sé todos los números de memoria. Ahora te los anotaré.

Al cabo de media hora, tomé un taxi a la puerta de la guardería, le pedí a la taxista que me recomendara un hotel y me llevó a un motel de dos pisos en el barrio viejo de Salt Lake City.

– No es necesario que esté en Temple Square -le dije-, porque no soy una turista.

– Pues bien merece una visita -replicó ella.

– Quizá la próxima vez.

Ya sabía cómo sería la tarde que me aguardaba. Cuando intentas ponerte en contacto con alguien, siempre encuentras contestadores automáticos.

Me preparé para ello comprándome un bocadillo y una cocacola en las máquinas expendedoras, cogí hielo del dispensador del vestíbulo e hice acopio de fuerzas para lo que temía que fuese una larga espera. Luego, ya en la habitación, llamé a los números del trabajo de los hermanos de Shiloh, pero no encontré a ninguno de ellos y dejé mensajes. Luego almorcé y me tumbé esperando a que llamaran.

Debí de quedarme profundamente dormida porque cuando sonó el teléfono y una voz de hombre respondió a la mía, dije «¿Shiloh?», como me había pasado con Vang.

– Sí, soy Adam Shiloh -dijo la voz, y sonaba algo sorprendida por la familiaridad con que lo había saludado-. ¿Eres Sarah Pribek?

– Lo siento -dije, sentándome al borde de la cama-. Tienes la misma voz que… que tu hermano.

– ¿Que Mike? Ah, pues no sé. Hace años que no hablo con él. -Oí el ruido de fondo de un intercomunicador de oficina. Me llamaba desde el trabajo-. Supongo que es lamentable -prosiguió.

Hablamos brevemente de Shiloh, pero enseguida me quedó claro que Adam, que vivía en el estado de Washington desde hacía seis años, no sabía nada de la vida adulta de su hermano. Oí una voz de mujer al fondo que se alzaba por encima de ruidos propios de una oficina. No entendí lo que decía salvo su última palabra: «¿Viene?»-Tengo que asistir a una reunión -me dijo Adam Shiloh-, pero si puedo hacer algo por ti, dímelo, por favor.

– Gracias, lo tendré en cuenta -me despedí.

Al cabo de una hora me llamó Bethany Shiloh desde su dormitorio en la Universidad del Sur de Utah. Repetimos el proceso, más brevemente incluso que con Adam y no, no había hablado con Shiloh ni sabía nada de él desde que él se marchó de casa. Tampoco conocía a ningún antiguo amigo suyo. Y añadió que le gustaría conocerme «cuando todo esto se haya solucionado».

Colgué y saqué mi bloc de notas legal y entonces advertí que no tenía nada que apuntar. Haber hablado con Adam y Bethany sólo me había hecho avanzar en el sentido de que esas conversaciones eran necesarias en la investigación, no porque me hubieran proporcionado alguna información útil.

Los hermanos de Shiloh tenían algo en común. A ninguno parecía preocuparle su desaparición y se mostraban muy tranquilos. Claro que llevaban muchos años sin verlo y quizá fuera eso lo que cabía esperar. No podía juzgarlos. En apariencia, yo también me tomaba las cosas con mucha calma.

Naomi y su marido Robert vivían a las afueras de la ciudad, en una casa de una sola planta. Me presenté a la hora que habíamos quedado y Naomi salió a recibirme con el mismo vestido que llevaba en la guardería.

– He mirado si tenía cosas de Shiloh, como te había dicho, pero aparte de mis álbumes, no he encontrado nada -dijo-. Después de cenar los miraremos, si puedes esperar hasta entonces.

– Me ha parecido que llamaban a la puerta -dijo un joven que había salido al vestíbulo. Era alto y delgado, con el cabello rubio y los ojos verdes, un hombre extraordinariamente apuesto-. ¿Es tu cuñada?

– Sí, se llama Sarah -nos presentó Naomi-. Sarah, éste es Robert, mi marido.

– Llámame Rob -dijo, sosteniendo un tenedor de cocina en la mano. Era obvio que estaba preparando la comida.

Durante la cena, Rob se interesó por mi trabajo en la oficina del sheriff. Y al cabo de un rato, Naomi hizo preguntas concretas sobre el caso de Shiloh.

Les conté cómo había desaparecido, o mejor dicho, cómo había descubierto que se había esfumado sin encontrar ninguna de las pistas habituales sobre lo que podía haberle ocurrido. Intenté no pintar la situación tan negra como probablemente lo estaba, no sé si para tranquilizarla a ella o para consolarme yo.

– Deja los platos -le dijo Naomi a su marido después de la cena-. Voy a enseñarle unas cosas a Sarah y lo más seguro es que nos entretengamos hablando, pero ya los fregaré luego.

La seguí por el pasillo hasta el dormitorio de invitados de la casa, recién convertido en cuarto infantil. En él ya había una mecedora y la otra silla probablemente la habían llevado desde la sala para mi visita.

– Este cuarto lo utilizábamos de trastero -explicó Nao- mi-, y en el armario todavía quedan montones de cosas. -Había encontrado, sin embargo, algunos álbumes que se apilaban en una silla. Los tomó y los colocó en la otomana que había entre nosotras.

– El primero será el que más te interesará, seguramente -explicó-. Hay muchas fotos de cuando los seis éramos pequeños.

Me senté en la mecedora y empecé a mirar.

El álbum narraba una historia antigua para la cual no se precisaban palabras. Comenzaba con retratos de un noviazgo: los Shiloh, antes de casarse, juntos ante un lago entre un grupo de jóvenes en alguna actividad organizada por la parroquia.

Luego, fotos de la boda, una fiesta nupcial en los jardines de una iglesia. Una novia con su madre y su hermana, orgullosas. Un novio nervioso con los hombres de su familia; casi se oían los chistes y las risas. La primera casa. Bebés. Niños. Shiloh, con su cabello rojo con el corte de pelo impersonal de los niños. Shiloh con sus hermanos mayores, con frecuencia al aire libre. La aparición de las gemelas, Naomi y Bethany. Shiloh creció ante mis ojos y dejó de ser un niño flaco y se convirtió en un adolescente larguirucho. El rostro perdió la sinceridad sin carácter de los niños y adquirió la expresión pensativa y cautelosa propia del hombre que conocía. Si hubiera estado sola, habría estudiado esas fotos toda la noche, pero no me estaban aportando ninguna información útil y pasé las páginas deprisa.

Después de pasar una de ellas, la miré de nuevo y pregunté:

– Y ésta, ¿quién es?

Naomi se inclinó para mirar mejor la foto que le señalaba. En ella aparecía toda la familia de pie, con un azul artificial al fondo, como es frecuente en las fotos de estudio. Shiloh, adolescente, estaba junto a una chica casi tan alta como él. Si el pelo de Shiloh tenía el color del cobre nuevo, el de ella era como el cobre viejo y lo llevaba largo y suelto. Lucía un vestido blanco de escote barca y no sonreía.

– Es Sinclair. Dos años mayor que Mike y cuatro más joven que Adam.

Seis hermanos, claro. Yo había oído hablar de los dos mayores y de Naomi y su gemela, Bethany. Y con Mike ya eran cinco. Hasta entonces no había advertido que faltaba uno.

– ¿Y cómo es que no está en las otras fotos?

– Bueno, en algunas sí, pero casi nunca vivió con nosotros -me aclaró Naomi-. Era sorda de nacimiento y asistía a una escuela especial. -Volvió unas páginas atrás y señaló-. Mírala, aquí está, al fondo.

Naomi me mostró una foto de una cena de Navidad, una escena de actividad frenética en la cocina. Yo había tomado a la niña de brillantes rizos rojos por una pariente de visita.

– No sabía que Shiloh tenía una hermana sorda -dije.

– ¿No? Pues qué raro, porque estaban muy unidos.

– Pues te aseguro que nunca la ha mencionado.

– No estaba en casa casi nunca. Llegó cuando tenía diecisiete y al año siguiente se marchó, como de repente.

– Cuéntamelo -le pedí.

– Bueno, Bethany y yo apenas la conocimos -dijo Naomi, tras recostarse de nuevo en la silla- y a Mike no es que lo conozcamos mucho más. -Apoyó una mano en su grávida barriga-. Mientras crecimos, Sinclair estuvo en la escuela especial. Supongo que volvía a casa en verano, pero de eso yo no me acuerdo. Más tarde, cuando se acostumbró a vivir con gente sorda y tuvo amigos en la escuela, ya no vino a pasar el verano con la familia, sólo en las vacaciones de Navidad. A Bethany y a mí, que teníamos cinco o seis años, nos la tuvieron que volver a presentar. «Ésta es vuestra hermana, ¿no os acordáis?» Para nosotras era como una prima lejana.

»Cuando Bethany y yo teníamos cinco años, Sinclair tenía diecisiete. Al cabo de un par de años ingresaría en la universidad o se casaría y mamá quería tenerla en casa un tiempo antes de que eso sucediera. Siempre hemos sido una familia muy unida, ya te lo he dicho, ¿verdad? -añadió Naomi-. Para mamá era muy triste tener a Sinclair lejos de casa. Papá y mamá decidieron que con la ayuda de un traductor del distrito podría estudiar en la escuela pública y la trajeron a casa.

»Supongo que las cosas no salieron como esperaban, ninguno de nosotros era demasiado hábil con el lenguaje de los signos, excepto Mike. Era el traductor de la familia, pero Sinclair no se sentía feliz en casa, se sentía… Bueno, en realidad no conozco bien los detalles, pero al cabo de un año se marchó.

– ¿Se escapó?

– Más o menos. Tenía dieciocho años y aunque el curso escolar estaba a la mitad, no esperó a que terminara. -Nao- mi seguía contemplando la foto-. Y luego, cuando Mike se marchó, le echaron la culpa a ella.

– Mike tenía diecisiete años cuando se marchó, o sea que eso sucedió al año siguiente.

– Sí, y en parte fue por ella. Mike se metió en problemas por dejarla entrar en casa. Sinclair necesitaba un sitio donde estar y Mike la metió a hurtadillas en casa sin que nadie lo supiera.

– ¿Y tus padres lo echaron? ¿Sólo por eso? -Yo no había imaginado que los padres de Shiloh fuesen tan autoritarios.

– No creo que lo obligaran a marcharse -precisó, dubitativa. No lo sabía seguro. Aquellos acontecimientos le resultaban ajenos, como si hubiesen sucedido una generación antes-. Me parece que se marchó por su propia voluntad.

– ¿Por qué?

– Aquella noche hubo una gran discusión. En realidad, no me acuerdo muy bien. Bethany salió de nuestro dormitorio para ver qué pasaba y le ordenaron que volviera a su cuarto. Me contó que había visto a Sinclair bajando las escaleras con una bolsa de gimnasia colgada del hombro. Supongo que descubrieron que Mike la escondía en casa -dijo Naomi. Su voz cobró más seguridad, como si tratara de convencerse a sí misma-. Mi padre se puso hecho una fiera. Sinclair se fue de inmediato y Mike se marchó al día siguiente.

– Caramba -exclamé.

Naomi pasó dos páginas del álbum.

– Mira -dijo-, ésta es la última foto que tenemos de Mike. Fue tomada cinco días antes de que se marchara.

Era una instantánea tomada por sorpresa, algo oscura debida a una exposición insuficiente. Shiloh, sentado en un sofá, con las piernas estiradas, se llevaba la mano a la cara para protegerse del inesperado flash, como si estuviera mirando los faros de un coche que se acerca. Al fondo brillaban unos diminutos puntos de luz, como luciérnagas de interior.

– Tal vez sea hipócrita por mi parte -apuntó Naomi-, pero nunca he tratado de ponerme en contacto con Sinclair como hice con Mike. Para mí, siempre fue una desconocida, alguien a quien no podía hablar y que tampoco podía hablarme a mí.

– ¿Puedo quedarme esta foto? -le pregunté.

– ¿Ésta? -Naomi estaba sorprendida-. Bueno.

Quité el celofán que la protegía y estudié la polaroid.

– ¿Quién de la familia puede saber más acerca de Sinclair? -inquirí.

– Mike -respondió Naomi-. Los seis estábamos como emparejados por generaciones: Adam y Bill, Mike y Sinclair, Bethany y yo. Mike y Sinclair no pasaron tanto tiempo juntos como Adam y Bill o Bethany y yo, pero mientras ella vivió en casa, estuvieron muy unidos, y no sólo por razones de edad, sino también porque a Mike se le daba muy bien el lenguaje de los signos.

– ¿Y quién más? -pregunté-. Necesitaría hablar con alguien.

– Bill, supongo. Era el segundo más cercano a Sinclair por edad. Y estaba presente la noche en que mi padre descubrió a Mike metiendo a nuestra hermana en casa. -Pareció recordar algo más-. Oh, pero Bill no la llama Sinclair. Ése es el nombre de soltera de la abuela; Sinclair adoptó ese nombre poco antes de marcharse de casa. Bill la llama Sara -explicó Naomi-. Por eso me sorprendió tanto tu llamada de anoche, cuando dijiste que eras Sarah Shiloh. Pensé que había ocurrido un milagro.

– Sí, comprendo que te asombrara.

El resto de la velada lo dediqué a hacerle preguntas sencillas. Quise saber a qué escuelas había asistido Shiloh en Ogden y si recordaba nombres de compañeros suyos de clase. A la luz de la situación en que nos encontrábamos, ¿consideraba que en las cartas y postales que le había enviado se mencionara algo de importancia? Naomi no recordó nada.

– Lo siento -dijo-. ¿Puedo hacer algo más por ti?

– ¿Podría llamar por teléfono? -le pregunté-. No he conseguido ponerme en contacto con tu hermano Bill y me gustaría llamarlo y preguntarle si podemos vernos en persona, mañana tal vez. No me gustaría llamar demasiado tarde, sería de mala educación por mi parte.

– De acuerdo -asintió Naomi-. En nuestra habitación hay un teléfono y allí estarás más tranquila. -Dejó el álbum de fotos en la otomana con los demás. Me puse en pie y esperé a que ella también lo hiciera.

– Estoy preocupada por Mike, ¿sabes? -dijo-. Y si te ha parecido que no lo estaba es porque Sinclair y él siempre fueron las ovejas negras de la familia. Cuesta imaginar que los rebeldes también son vulnerables.

Me miró desde la silla, sin levantarse y en vez de hacerlo, me tocó el brazo.

– ¿Rezarás conmigo? -preguntó-. ¿Por Mike?