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En cada ocasión que recorría la carretera 169 hacia el sur, y era la tercera vez en una semana, lo hacía más deprisa que la anterior. Aquello atestiguaba la desdichada aceleración que había experimentado mi vida en los últimos siete días. Cuando llegué a las afueras de Mankato, vi que había ganado casi treinta minutos respecto al último viaje. Sorprendentemente, no había un solo control de velocidad en toda la ruta. Poco rato después, recorría las calles tranquilas de Blue Earth.
¿Encontraría a Shorty en su casa, o en el bar? Solía decirse que los habituales de los bares acudían a sus abrevaderos favoritos «cada noche», pero en general era una exageración. Por lo que yo sabía de Shorty, era muy posible que aquella noche se hubiera quedado en casa.
No tendría que esperar mucho para averiguarlo. Ya veía ante mí un luminoso pato de neón en actitud de emprender el vuelo desde un edificio bajo de cristales ahumados. No tuve que pasar por delante para advertir que había encontrado el Sportsman.
Si hubiera sido más hábil, más cauta, habría esperado al día siguiente y habría ido a buscar a Shorty al trabajo, a la clara luz del día, sin ocultar un ápice mi autoridad; sin embargo, nunca he sido demasiado lista y todo lo que había aprendido por las malas respecto a la prudencia quedó acallado por el tamborileo implacable de mi necesidad de saber.
Para ser un sábado por la noche, no había demasiada gente en el local. En los televisores daban un partido de los Timberwolves y el volumen de la máquina de discos estaba tan bajo que se alcanzaba a oír el murmullo de las voces. Shorty estaba en la barra con dos amigos. Bueno, colegas de bar, por lo menos. Era probable que de día ni siquiera se saludaran.
Me encaminé directamente hacia él y prácticamente todos los clientes me siguieron con la mirada.
Shorty me había visto en el estrado en la audiencia previa de su juicio, donde me había identificado como amiga de Kamareia y principal testigo de la acusación contra él. Y, desde luego, sabía que era policía. Cuando me vio, abrió los ojos como platos. Durante unos segundos, puso tal expresión de alarma que pensé que saldría huyendo hacia la puerta trasera del local.
Después, debió de recordar que había salido bien librado del caso y se dominó. Su expresión pasó del sobresalto al desprecio y no apartó la vista de mí ni un instante.
Me detuve a un palmo del taburete que ocupaba y le dije: -Tengo que hablar contigo. Fuera.
Concretar que quería verlo «fuera» fue mi primer error. Sólo tenía que negarse y me dejaría en ridículo. Lanzó una mirada a sus amigos e inició una sonrisa burlona:
– Ni hablar -replicó.
Observé a sus acompañantes y consideré que eran ciudadanos honrados, más o menos. Saqué la cartera donde llevaba la placa y la deposité en la barra, sin abrirla hasta que la hube dejado. No quería que el resto del bar me viera exhibirla. Los amigos de Shorty, en cambio, observaron la placa y me miraron con sorpresa.
– Largo -me limité a ordenarles.
Se levantaron, recogieron las copas y ocuparon un reservado. La exhibición de autoridad hizo mella en el buen talante de Shorty, cuya expresión se transformó en una mueca ceñuda. Me acomodé en uno de los taburetes que habían dejado libres sus compañeros de copas.
– ¿Qué quiere usted? -preguntó él.
– Háblame de Mike Shiloh.
La incomodidad borró de sus labios el último rastro de burla.
– No sé quién es -mintió. Tomó un sorbo de cerveza. La jarra era una simbólica madriguera en la que hubiera querido refugiarse.
– Claro que lo sabes, Shorty. Habla conmigo ahora, o vendré con una orden de detención. -Esta vez me tocaba a mí mentir; no tenía razón alguna para que el juez me extendiese tal orden.
– Me está acosando -replicó Shorty-. Todo el mundo sabrá que lo hace por ese asunto de las Ciudades Gemelas. No le harán caso.
«Ese caso de violación y asesinato, querrás decir. Cuando dices "asunto" te refieres a eso, ¿verdad?», estuve a punto de soltar. Luego, reflexioné: «No, no le repliques, de lo contrario nunca soltará lo que buscas. Tranquilízate».
– Cuéntame qué sucedió; dímelo pronto, antes de que las cosas se embarullen más -insistí-. Así, todo será más fácil.
– ¿Más fácil? La última vez no pudo conmigo. Y no se le presentará otra ocasión mejor.
Entonces, Shorty se dio cuenta de que lo que acababa de decir estaba peligrosamente cerca de poder tomarse como un reconocimiento de culpabilidad y, aunque el juicio contra él se había declarado nulo por falta de pruebas suficientes, el caso podía volver a los tribunales porque, técnicamente, no había sido declarado inocente. En tal circunstancia, Shorty no sabía qué podía decir sin ponerse en peligro y qué era preferible callar.
– ¿De verdad quieres que me ponga con tu caso, Shorty? -proseguí-. Entonces, sigue portándote así. Cierra el pico y no me digas lo que sabes.
– Le he dicho lo que sé -replicó él de mala gana-. A la mierda.
Me levanté del taburete y me encaminé a la puerta, sin volverme a comprobar si me miraba.
A la salida del bar, subí al coche, cambié de sentido saltándome varias normas de tráfico y no tardé mucho en detenerme junto al bordillo. Estuve allí tanto rato, tratando de pensar, que finalmente corté el ralentí del motor del Nova.
Shorty no me diría lo que yo necesitaba saber. No había razón para que lo hiciera. Tampoco me dejaría mirar en su casa, que era lo siguiente que deseaba hacer.
Mientras pensaba, intentaba roerme la uña del dedo corazón; morderme las uñas era una mala costumbre en la que caía cuando pasaba una temporada difícil. También me percaté de que no conseguía pillarlas entre los dientes porque las llevaba recién cortadas, no por obra mía sino por la de Shiloh, que se había sentado al borde de la cama y había tomado mis manos entre las suyas y me había hecho la manicura.
Prewitt me había advertido que esperaba que en el transcurso de la investigación de la desaparición de Shiloh me comportaría como representante de la oficina del sheriff del condado de Hennepin. Seguro que se refería a que no aprobaba las entradas ilegales en domicilios.
Pero mis reflexiones mientras permanecía allí aparcada junto al bordillo no eran tales. Sólo buscaba justificaciones para una decisión que ya había tomado.
La carretera a oscuras que el Nova tragaba con tanta voracidad era la misma que Shorty hacía a pie para volver del bar a casa. No estaba tan lejos del pueblo, pero la distancia era más de lo que la mayoría de la gente entiende por «un paseo». Desde luego, no era el alcohol lo que movía a Shorty a hacer aquel camino a horas tan tardías, incluso en invierno y principios de primavera. Le habría resultado más cómodo y barato beber en su casa, pero no habría sido lo mismo. Probablemente habría renunciado antes a la comida que a tomar una jarra de Budweiser con sus amigotes.
La «casa» de Shorty era poco más que un cobertizo detrás de una casa de campo de dos pisos. Apagué los faros y pasé por delante a poca velocidad, con las luces de posición como única iluminación. Las de la fachada de la casa estaban apagadas. Las ventanas estaban oscuras como ojos ciegos. Aun así, entré sigilosamente en el patio, como si el Nova pudiera avanzar de puntillas, si era suficientemente hábil con el pedal del acelerador.
Seguí las profundas roderas del camino de tierra y rodeé el cobertizo para que el coche no pudiera verse desde la carretera. Apagué todas las luces y, a continuación, el motor. Cuando me apeé, dejé la puerta del coche entreabierta para no hacer ruido al cerrarla; antes, desconecté la luz del interior del techo de forma que no gastara batería.
Sujeté la linterna con la axila mientras escogía las herramientas que necesitaría para abrir la cerradura. La puerta, en realidad, parecía tan insegura que bastaría con un par de patadas para echarla abajo… si hubiera podido permitirme el lujo de actuar tan abiertamente.
Cuando puse la mano en la manija, descubrí que no necesitaría forzar la cerradura. La puerta ya estaba abierta. Me extrañó bastante, pero me dije: «Vamos, tranquilízate. Al fin y al cabo, ¿qué puede tener un tipo como Shorty que merezca la pena ser robado? No sucede nada. ¿A qué esperas?»Así pues, entré y encendí la linterna.
Iluminada por el haz de luz, una silueta se incorporó, veloz y próxima. Llevé la mano a mi pistola del calibre 40.
– ¡Sarah! ¡Espera! ¡Soy yo!
La silueta que tenía delante ya estaba tirándose al suelo.
– ¿Gen? -Enfoqué la linterna hacia abajo y ella entornó los ojos, deslumbrada, al tiempo que levantaba una mano para protegerse de la luz-. ¿Qué haces aquí?
– Te esperaba -respondió-. Me he adelantado a ti. No me enfoques a los ojos con eso.
Más adelante caí en la cuenta de lo cambiada que estaba Genevieve en aquellos momentos, de lo reanimada que se la veía en comparación con la zombi de semanas atrás. Mi corazón empezó a latir aceleradamente.
– ¡Estás loca! Por poco te pego un tiro.
– ¿Puedes apartar esa luz, por favor? -insistió-. Quiero enseñarte una cosa.
Cuando se incorporó, la linterna enfocó su mano, en la que sostenía algo.
– ¿Qué llevas ahí? -pregunté.
Sin decir una palabra, Genevieve lo expuso a la luz y lo hizo oscilar. Hubo un centelleo y reconocí de qué se trataba: era el sello holográfico del estado de Minnesota, estampado en un permiso de conducir. El permiso de Michael David Shiloh.
Había acudido hasta allí convencida de que encontraría algo pero, en el fondo, no estaba preparada para afrontarlo. No sé cuánto tiempo habría seguido contemplando el documento si Gen no hubiera roto el silencio.
– ¿Qué demonios está pasando? -inquirió.
– ¿Dónde lo has encontrado?
Genevieve señaló algo y seguí con la linterna la dirección que indicaba. En el suelo había una mochila. También era de Shiloh. La había empleado en alguna ocasión, cuando iba a la biblioteca a documentarse y volvía con un montón de libros, pero de forma tan esporádica que, cuando había inspeccionado el armario, no había advertido que faltaba.
Di unos pasos hasta la bolsa y me agaché. Dentro había un mapa de carreteras y una manzana estropeada. Y el billetero, vacío.
– Shorty -mascullé-. ¡El hijo de puta!
– ¡Sí! -exclamó Genevieve-. ¿Pero qué ha sucedido? ¿Cómo has sabido que debías buscar aquí?
Apunté la linterna al techo blanco y así tuvimos una luz ambiente para vernos.
– No tenías razón -dije en voz baja, pero con suficiente firmeza-. Shorty no robó la camioneta. Fue Shiloh.
– ¿Shiloh? -repitió, incrédula.
– Vino la semana pasada, mientras yo te visitaba. Tan pronto salí de la ciudad, subió a escondidas a un mercancías.
– ¿Un tren?
– Él y sus hermanos lo hacían de chicos, por diversión. Es un experto. Por eso no dejó rastro: ni la Greyhound, ni la Amtrak, nada… Nadie lo vio, nadie lo llevó en autoestop. El tren lo trasladó directamente a la estación de la Amtrak, donde robó un vehículo que nadie echaría de menos durante un buen rato. Después, podía dejarlo y volver en otro mercancías.
– Pero ¿por qué?
– Kamareia -respondí. Me disponía a continuar cuando me distrajeron unos ruidos en el exterior, el chirrido y el golpe de una verja como la que separaba la propiedad de la carretera. Genevieve también lo oyó, se acercó a la ventana, sucia y sin cortinas, y pegó la cara al cristal para ver si distinguía algo en la penumbra.
– Parece que Shorty ya ha bebido suficiente por esta noche -dijo con considerable calma.
Me incorporé.
– Gen, no podemos quedarnos aquí -apunté-. Legalmente…
– No pienso huir de ese cerdo asesino. ¿Y tú? -me desafió.
– Tampoco. Toma la linterna. Apunta abajo.
Genevieve asintió y se acuclilló para estar más cerca del suelo. Yo me coloqué junto a la puerta. La grava crujió bajo unas pisadas y las dos observamos cómo giraba el tirador.
Tan pronto Shorty hubo cruzado la puerta, lancé el puño con todas mis fuerzas contra su plexo solar. Cuando se dobló hacia delante, lo agarré por el cabello y le pegué un rodillazo en la cara. Cayó al suelo con un jadeo de dolor.
– ¿Cómo te sienta esto, Shorty? -le dije-. No he quedado nada satisfecha con cómo han quedado las cosas en el bar. -Genevieve seguía apuntando al suelo con la linterna-. ¿Por qué no enciendes la luz del techo? -le sugerí.
Tiró del cordón y encendió la luz. Estábamos en un agujero infecto. Una bombilla desnuda en el techo y un catre estrecho. Una mesa de cartas, una silla plegable y una cómoda barata. Un baño al otro lado de la puerta en el que distinguí un extremo de una vieja bañera con patas y un lavamanos antiguo con el pie de porcelana. La cocina tenía un fregadero y una plancha. Pero Shorty tenía sus habilidades, y era evidente que estaba convirtiendo el cobertizo en una residencia. Vi herramientas de fontanero en el suelo del baño, una llave inglesa y unos tubos. En el salón había objetos que debía de utilizar en su trabajo de día: instrumentos de pintor, un mono de trabajo y una rasqueta para papel pintado, con un mango de un palmo y una hoja asimétrica, muy afilada.
Shorty rodó sobre un costado para mirar a Genevieve. Cuando la vio, se diría por su expresión que creía recibir la visita de las arpías.
– Háblame de Mike Shiloh -le dije, como si no hubiéramos salido del bar.
– A la mierda -murmuró. La vez anterior le había dado miedo decirle algo así a una policía, pero era evidente que la situación había cambiado.
– Tienes su mochila, su billetero vacío y su permiso de conducir. Esto tiene mal aspecto…-murmuré.
Shorty se incorporó hasta quedar sentado en el suelo.
– Todo eso lo encontré en una cuneta.
– ¿Una cuneta? ¿Dónde?
– En la carretera.
– ¿Cerca de donde dejaste tus huellas por toda la camioneta?
– Esto es ilegal -protestó-. Han entrado en mi casa sin permiso. ¿Creen que algún juez hará algo con cualquier cosa que encuentren aquí? ¡Este registro es absolutamente ilegal!
Shorty conocía un poco el sistema legal, como era de esperar en alguien con sus antecedentes, y vi en su expresión un asomo de esa astucia que, durante un rato, pudo incluso pasar por auténtica inteligencia.
Volví a sacar el arma y le apunté con ella.
– Ninguno de los que estamos aquí piensa en jueces -le aseguré-. Excepto tú.
Se puso en pie y me miró, desafiante. Aunque tenía la mitad inferior del rostro bañada en sangre, seguía siendo un tipo duro. No dijo nada. Con sólo observarme, había adivinado la verdad: que a pesar de cuanto había hecho, yo no apretaría el gatillo. Al momento, sus labios volvieron a esbozar la ligera mueca burlona que tenía en el bar.
Acto seguido, se volvió a Genevieve:
– A tu hija le encantó que me la follara.
Shorty me miró otra vez para ver cómo me sentaba la broma. Fue un error por su parte. Había concentrado su atención en mí y se descuidó de observar la expresión de Genevieve para adivinar su reacción.
– ¡Gen, no! -grité, pero ya era tarde. Como una centella, su mano asestó el golpe y le clavó profundamente la rasqueta para papel pintado en las arterias del cuello.
Él emitió un sonido como un carraspeo y no logré apartarme a tiempo de evitar que la sangre me salpicara. Retrocedió unos pasos tambaleándose y volvió la mirada hacia Genevieve. Ella lanzó otra cuchillada y le hundió de nuevo la hoja en el cuello, aún más profundamente.
– ¡Gen!
Detuve su brazo mientras Shorty se apartaba de nosotras con una mano en el cuello. Por entre los dedos escapaban borbotones de sangre roja arterial, de un rojo brillante.
– ¡Llama a urgencias! -le dije a Genevieve. Ella me miró y entendí lo que pasaba por su cabeza. Si Shorty moría y cubríamos nuestros pasos, no teníamos nada que temer. De lo contrario, adiós a nuestras carreras. Y a la libertad. Y todo por un violador y asesino. Comprendí que Genevieve no pensaba ir a buscar ayuda.
– No creo que aquí haya teléfono -respondió.
Shorty, caído en el suelo, emitió un sonido inarticulado que no prometía nada bueno.
– Ve a la casa grande, pues. Despiértalos -insistí. Genevieve contempló a Shorty, me miró, dio media vuelta y salió por la puerta.
La cantidad de sangre que cubría el suelo del cuchitril de Shorty era realmente asombrosa. Formaba un verdadero lago. Medio tendido, buscó mi mirada.
– Sigue apretando el cuello con la mano -le dije.
– No hay nadie… -susurró con voz quejumbrosa.
– ¿En la casa grande?
Temiendo que la herida se abriera aún más si lo asentía con la cabeza, permaneció inmóvil, pero su mirada lo confirmó.
Me arrodillé a su lado, a pesar de la sangre que me empapaba las piernas hasta los pies.
– Entonces, es probable que te haya llegado la hora -le dije-. Ya lo sabes, ¿verdad?
– Sí.
– Sólo quiero saber cómo sucedió -continué. La sangre me bañaba la piel de las piernas. La noté desagradablemente caliente-. Quiero llevármelo a casa y enterrarlo, si es posible. Pero, aunque no pueda, he de saber qué ha pasado, realmente.
Un hilillo de sangre asomó en la comisura de los labios de Royce Stewart, acompañado de un carraspeo.
– Por favor -insistí.
Se quedó callado tanto rato que pensé que no hablaría pero, finalmente, lo hizo.
– Era tarde y volvía a casa -dijo con esfuerzo-. Pasó la furgoneta, una Ford grande. Muchos compañeros del trabajo tienen furgonetas como ésa.
Asentí con un gesto. Una furgoneta grande, con un motor potente, una carrocería fuerte y una rejilla del radiador alta y recia. La clase de vehículo con el que uno, si estaba suficientemente furioso y era lo bastante atrevido, podía arrollar a otro ser humano sin sufrir excesivos daños. Royce exhaló un suspiro y tembló.
– Cinco minutos después, más o menos, volví a oír el motor, cada vez más fuerte, como si regresara por donde se había marchado, pero no conseguía verlo. Entonces, de repente, encendió los faros. Venía conduciendo con las luces apagadas y corría muchísimo, por el carril contrario de la carretera. Por mi lado.
»No sabía quién era, pero una cosa vi clara: que venía a por mí. Eché a correr y me caí. Había llovido y, a continuación, había helado. Había hielo en la calzada. Yo estaba en el suelo y veía cómo se me echaban encima los faros. Me di por muerto.
Se apretó el cuello con más fuerza, esta vez con las dos manos.
Recordé las imágenes de la furgoneta negra en un noticiario. Intacto, en mitad de la carretera y con los faros como bocas de un fuego blanco y frío, el vehículo debía de haberle parecido la misma Muerte sobre ruedas.
– Entonces, el tipo dio un golpe de volante y volvió al centro de la calzada. Pasó por mi lado y entonces encontró una placa de hielo y patinó. No creo que tuviera tiempo ni de tocar el freno; en un abrir y cerrar de ojos, se salió de la calzada y se estrelló contra aquel árbol.
»Esperé un par de minutos a ver si salía alguien o si venía otro coche. Al comprobar que no sucedía nada, me acerqué a echar un vistazo. -Shorty emitió un jadeo entrecortado-. En la camioneta sólo había un tipo. Tenía los ojos abiertos, pero no me veía. Estaba bien jodido. Así que cogí sus cosas y me largué.
– Cuando te largaste, todavía estaba en el vehículo.
– Sí. Perdía mucha sangre, pero respiraba y todo eso. Pero yo no pensaba llamar a nadie para socorrerlo. -Shorty me miraba a la cara. Quería ver cómo reaccionaba a aquella parte del relato-. Había querido matarme. Si estaba tan jodido, él se lo había buscado.
– Cuando rectificó la trayectoria y pasó por tu lado, como dices, ¿estás seguro de que no perdió el control de la camioneta en ese momento?
Tenía que estar segura. Sostuve la mirada de Shorty, sin esperanzas de ver en ella la verdad. Sin embargo, recordé lo que había explicado Kilander, que los moribundos ya no tenían necesidad de mentir, y quise creerlo.
– Lo hizo a propósito -dijo Roy ce Stewart. Su voz se hacía más débil, más apagada-. Perdió el control porque dio ese golpe de volante en el último momento. Fueron dos cosas distintas.
No supe qué añadir. Genevieve tardaba en volver. Shorty tosió otra vez.
– Quería… -musitó-. Yo quería…
No llegó a terminar la frase. Lo intentó cinco o seis veces. Después, su mirada perdió el brillo. Yo me levanté y salí del cobertizo y perdí la noción del tiempo.
Cuando Genevieve regresó, yo me encontraba sentada bajo el sauce llorón, contemplando la luna menguante que había aparecido sobre los árboles. Finalmente, Genevieve me sacó de mi contemplación agitando la mano delante de mis ojos. Me decía algo, pero no conseguí entenderlo. Luego, su mano fue una imagen borrosa en la periferia de mi campo de visión que me daba un cachete.
– ¿Qué? -exclamé, y me froté la mejilla, dolorida.
– Así está mejor -dijo Genevieve-. Hay que quemar el cobertizo -me explicó-. Tú has tenido la sensatez de traer guantes. Yo, no. -La luz de la luna se reflejó en la lata de metal que traía en la mano-. Quédate aquí, por ahora. ¿Quieres las cosas de Shiloh?
– ¿Las cosas…? -repetí.
– Lo que hemos encontrado ahí dentro. Procura ayudarme en esto, Sarah. Soy capaz de ocuparme de casi todo, pero no podré conducir a la vez mi coche y el tuyo, cuando nos larguemos.
– ¿Tu coche? ¿Dónde…?
– Lo tengo ahí. No lo viste al llegar, y tampoco Shorty, porque aparqué al otro lado de la casa grande. No sabía muy bien a qué venías, pero no me pareció sensato anunciar nuestra presencia.
Anduvo hasta el cobertizo y entró en él. Caminaba con paso ligero y enérgico. Al cabo de un momento, volvió a salir.
– Voy a prender fuego dentro de un momento. Después, deberíamos marcharnos enseguida, ¿entendido?
– Sí -respondí torpemente.
– Sígueme. Iremos a casa de mi hermana, ¿de acuerdo?
– Sí.
No me atreví a preguntarle si había hecho algún intento de encontrar un teléfono y llamar a urgencias antes de poner en marcha su plan. Ya sabía cuál sería la respuesta.
Nos quedamos unos momentos para asegurarnos de que la guarida de Shorty ardía como era debido. Quizás estuvimos allí un poco más de lo necesario, contemplando el espectáculo. La destrucción nos atraía tanto como nosotros, al parecer, la atraíamos a ella.
Genevieve abrió la marcha cuando nos encaminamos de vuelta a Blue Earth, pero se detuvo cuando vio que yo aparcaba en la cuneta junto al árbol, que se alzaba en las sombras.
A la luz de los faros del coche, hurgué en la hierba húmeda y cubierta de hojarasca hasta encontrar lo que buscaba: un fragmento de cristal.
Sentada sobre los talones, lo recogí del suelo.
Genevieve se acercó a mirar.
– Tenías razón desde el principio, Genevieve -le dije-. Shiloh está en el río. Probablemente, llegó hasta el río Blue Earth; de lo contrario, lo habrían encontrado cuando buscaron al propietario de la furgoneta.
– Espero que no pase nadie y nos vea aquí, juntas. O los coches -añadió con suavidad-. Nadie debe situarnos en Blue Earth a estas horas de la noche.
– El cuerpo debe de estar en el río Minnesota, a estas alturas. No lo encontrarán nunca.
– Vamos, Sarah. Lo digo en serio -replicó Gen. Pero parecía como si los pies se me hubieran helado.
Genevieve me tomó de la mano y me llevó de vuelta al Nova.
Salió a la calzada delante de mí y seguí las luces traseras rojas hasta Mankato.
¿Podía estar segura de que Shiloh había muerto? Todavía no; tal vez nunca llegaría a convencerme, si el río había arrastrado el cuerpo como le había sugerido a Genevieve. Se había alejado del lugar del accidente; el relato de Shorty lo confirmaba. Pero ya llevaba siete días desaparecido y, ahora que entendía qué debía de haberle sucedido, comprendí que eran demasiados. La zona de Blue Earth era rural, sí, pero en absoluto un territorio agreste en el que fuera fácil perderse, ni siquiera con una herida en la cabeza. Si no había encontrado ayuda ni lo habían visto los que buscaban a Thomas Hall, el viejo al que habían dado por desaparecido, tenía que estar muerto.
Por mi experiencia de consejera de familias de desaparecidos, yo sabía que para que se reconociera legalmente la defunción de una persona desaparecida se requería un proceso legal largo y complicado. Pero otro momento crucial, que pasaba totalmente inadvertido al mundo, era el de la aceptación, callada y terrible, por parte del marido o la esposa del desaparecido, de su amante, su padre o su hijo; ese momento en que la vocecilla queda le dice: «Está muerto».
Genevieve apagó los faros y entró en el patio de la casa de campo de los Lowe; yo hice lo mismo y aparqué al lado.
Cuando guardé las llaves en el bolsillo de la chaqueta negra de cuero, palpé un papel y saqué el segundo sobre de Sinclair. Lo llevaba en la chaqueta desde por la mañana, cuando había abierto la carta.
En lugar de salir del coche, miré a Genevieve, que ya estaba ante la puerta de la casa. Pensé que se impacientaría conmigo, que iba a darme prisa como había hecho junto al árbol de la carretera, pero ahora que estábamos a salvo, lejos de Blue Earth, en propiedad privada y a cubierto de miradas, dio la impresión de relajarse. En la oscuridad era apenas una silueta, pero aprecié con claridad cómo se apoyaba en la balaustrada del porche y contemplaba el cielo estrellado.
Abrí la puerta del coche ligeramente para que la luz del techo iluminara el asiento delantero, introduje una uña bajo la solapa del sobre de color crema y lo abrí.
Sinclair había cerrado el sobre pensando que lo abriría Shiloh. Era un acto de fe. Y yo lo había guardado sin abrirlo, resistiéndome todavía a oír la vocecilla que hablaba en mi interior.
El mensaje que contenía era tan breve que la pequeña hoja de papel en el que venía escrito parecía muy grande, en comparación.
Michael, me alegro mucho por ti y por Sarah.
Sé feliz, te lo ruego.
S.
Genevieve y yo estuvimos despiertas más de una hora después de colarnos en la casa como ladronas. Deb y su marido, afortunadamente, no se despertaron.
Mientras la lavadora del sótano eliminaba los rastros de la muerte de Royce Stewart de nuestra ropa, ya que no de nuestras manos, Gen y yo terminamos de montar nuestra coartada. Yo había llamado a Genevieve desde la ciudad, para pedirle si podía ir a dormir. El registro de llamadas telefónicas lo corroboraría, si es que alguien llegaba a investigarlo. De camino, había pasado por Blue Earth para ver a Shorty, que se negó a seguir hablando del robo del coche y el accidente, aunque Gen y yo seguíamos considerándolo sospechoso. Al ver que no le sacaba nada, había vuelto a Mankato. Genevieve se había quedado despierta a esperarme y me había abierto; por eso no había llamado al timbre y había entrado sin despertar a nadie más.
Después, en las camas gemelas del cuarto de invitados, cuchicheamos en voz baja como un par de colegialas. Allí le repetí la historia que Royce Stewart me había contado, cómo Shiloh se había desviado de su trayectoria mortal en el último instante.
– ¿Te sirve de consuelo? -preguntó Genevieve.
– ¿A qué te refieres?
– ¿Te consuela saber que Shiloh no fue capaz de arrollar a Shorty?
– Sí -respondí-. Pero también me extraña. Nada ha resultado como yo había supuesto…
Guardé silencio, pensando que me costaría explicar lo que acababa de decir, aunque Gen iba a querer una explicación para unas palabras tan crípticas.
Pero Genevieve había cerrado los ojos y respiraba pausada y relajadamente. Se había dormido.
Nada era como había supuesto. Me había equivocado por completo.
En el Departamento tenía fama de impulsiva, de «ir a por todas», en palabras de Kilander. Yo era la que se tiraba al Mississippi a salvar a una cría. Genevieve tenía reputación de paciente, de conseguir que hasta el delincuente más contumaz cantara en la sala de interrogatorios.
De los tres, Genevieve, Shiloh y yo, habría dicho que era yo la máxima candidata a ceder a los dictados de una personalidad oscura y asesina. El siguiente, para mí, habría sido Shiloh. La dulce Genevieve, la última.
Y al final había resultado que Genevieve había clavado una rasqueta para papel pintado en la garganta a un hombre desarmado y, a continuación, había prendido fuego a la escena del crimen sin darle la menor importancia. Shiloh había sido el que había urdido planes de asesinato, actuando con una cólera que yo nunca había imaginado en su interior y, sin embargo, en el momento final no había sido capaz de llevar a cabo sus intenciones. Y yo había sido quien se había sentado junto al agonizante, un hombre que alentaba un odio inveterado por las mujeres y los policías, y lo había convencido para que me contara lo que necesitaba saber. Y había sido yo quien había rezado en Salt Lake City con la hermana de Shiloh.
Miré a Genevieve. Ahora era una asesina, pero dormía con una paz que superaba todo lo comprensible.
A mí no me vino el sueño con tanta facilidad. Todavía estaba despierta cuando los primeros rayos de sol se filtraron por las tupidas cortinas del cuarto de invitados de los Lowe y el gallo del corral empezó a cacarear.
Genevieve se desperezó y abrió los ojos.
– ¿Sarah? -dijo cuando me vio, como si hubiera olvidado por completo los sucesos de la noche. Después, tendió las manos hacia mi cama. Le di una de las mías y la apretó.
Cuando oímos que Deborah y Doug se movían por la casa, nos levantamos. Hubo unas ligeras exclamaciones de sorpresa al advertir mi presencia.
– Sarah tenía un asunto por aquí cerca -explicó Gen-. Llamó bastante tarde. Probablemente, no oísteis el teléfono. Descolgué al primer zumbido.
– ¡Ah! -dijo Doug, frotándose la barbilla, y si él o Deborah sospechaban algo tras aquella breve y vaga explicación, no lo revelaron.
– ¿Tenéis hambre? También hay café -dijo Deb.
– Sí, tomaré un café -acepté, y me di cuenta de que también me apetecía comer algo.
Al cabo de un cuarto de hora, los cuatro nos sentábamos en torno a la mesa de la cocina a tomar linguiga con huevos y café. Hasta donde soy capaz de reconstruir lo sucedido, fue en ese preciso instante cuando Shiloh se presentó en la comisaría de policía de Masón City, Iowa, para confesarse autor del asesinato de Royce Stewart.