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Primera parte

Quien con monstruos lucha, cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a una grieta profunda, ella también mira dentro de ti.

FRIEDRICH NIETZSCHE.

Preludio.

Un secreto que ni la misma muerte podía borrar

New London, Estados Unidos.

Llovía a cántaros sobre la pequeña ciudad de New London, en el estado de Connecticut. Los únicos que se movían por las calles, en medio de la desapacible noche, eran algunos automóviles con sus luces desvaídas por el aguacero. La mujer había corrido rasgando la cortina de agua, e intentando protegerse con su gruesa gabardina y su gorro, hasta la puerta de la iglesia católica polaca de San Pedro y San Pablo. Tosía mucho, con una tos que sonaba irónicamente seca. Detenida bajo el arco que protegía la entrada, se sacudió como un perro empapado y llamó al timbre. El sonido pareció perderse en la soledad de la oscura noche. La mujer insistió repetidas veces, hasta que por fin una voz sonó desde dentro, retumbando en los muros interiores como un eco de otro mundo.

– ¡Ya va! ¡Ya va! Va usted a quemar el timbre…

Un sacerdote en pijama y bata abrió la pesada hoja de madera de la puerta. Era de mediana edad, con el pelo cano y desaliñado y el rostro ancho. Tenía una altura considerable, a pesar de cierto encorvamiento de espalda con el que había nacido. Al menos levantaba veinte centímetros sobre la mujer que lo había despertado a esas horas tan intempestivas.

– ¿Qué es lo que quiere? -dijo el sacerdote, sin reconocer a quien fuera tantas veces a su iglesia.

– Confesión, padre. Necesito confesarme. Ahora mismo.

– ¿Seguro que no puede esperar hasta mañana? No creo que esté usted en peligro de muerte, como para pedir que la confiesen a estas horas.

La mujer esbozó una amarga sonrisa y replicó en tono angustiado:

– Le juro por Dios que lo necesito. Ahora.

– Ande, ande, pase. Está usted calada -dijo el cura, haciéndose a un lado para dejarla entrar-. Y no use el nombre de Dios en vano.

Aquella mujer, una médico psiquiatra llamada Audrey Barrett, no había usado el nombre de Dios en vano. No aquella noche. En el momento en que atravesaba el umbral de la iglesia, un trueno rasgó el enfurecido cielo. Y la lluvia pareció intensificarse aún más. Millones de seres dormían a esas horas, plácidamente, sin sospechar siquiera el horror inimaginable encerrado en el secreto que la doctora Barrett ya nunca llegaría, a comprender.

No sabía cómo explicar al párroco lo que le había sucedido; cuál era el secreto que llevaba en su alma. Algo que, para ella, había comenzado tan sólo unas semanas atrás.

Un secreto que ni la misma muerte podía borrar…

Capítulo 1

Boston, Estados Unidos.

Fuego. Las llamas sobresalen por encima de los edificios a diez manzanas de distancia. El camión toma una curva a toda velocidad. Se oye el chirriar de los neumáticos por encima del aullido de la sirena. Una mujer y su hijo pequeño ven alejarse al camión de bomberos que ha estado a punto de atropellados. El chico nuevo se ha abierto la cabeza contra el marco de la ventana, por el fuerte bandazo. Tenía que haberse quedado en la escuadra. Aquello le viene grande a un novato. Le cae un reguero de sangre por la cara, y los otros ven en eso un mal augurio. Es un incendio de los malos. Nadie lo comenta, pero todos lo saben. Se les nota en la cara y en el miedo con el que observan las llamas cada vez más próximas. Ojalá nadie muera hoy, dicen esas miradas.

– ¡Preparaos! -grita el jefe del equipo.

El camión se detiene frente a las puertas del convento. Sienten un azote de calor cuando saltan a la calle. Son los primeros en llegar. Y tienen delante de los ojos el Infierno. Se oye un fragor siniestro. Las llamas iluminan la noche, pero hacen también más profundas las sombras que no alcanzan.

– ¡Dios mío! -susurra el novato.

Se ha puesto un parche en la cabeza que ha conseguido reducir la hemorragia, pero aún tiene la cara manchada de sangre.

– ¡No te quedes ahí parado como un imbécil! ¡Desenrolla la manguera, o quítate de en medio!

El bombero que grita al novato ha visto ya muchos incendios. Sin embargo, ninguno como este. Tiene la boca seca, pero intenta tragar saliva de todos modos. La cruz del campanario está envuelta en llamas que parecen querer devorarla. El fuego es como un ser vivo. Cualquier bombero lo sabe. Aunque hay algo en este incendio, en este fuego… Ahora es él quien está portándose como un imbécil. Allí parado, pensando estupideces. «Hay algo en este fuego que no está bien…», se dice, sin poder evitarlo.

– ¡Vamos, vamos, vamos! -les grita a sus hombres-. ¡Apuntad la manguera hacia allí!… ¡No! ¡Más a la derecha! ¿Estáis todos dormidos, maldita sea? ¡Que el fuego no cruce la calle! -«O quedará fuera de control», es lo que le falta añadir. Pero lo que dice es-: Fred, llama a otros dos equipos enseguida.

Le da un golpe a Fred en el hombro, como si eso pudiera acelerar las cosas. El mismo se echa a correr hacia donde se concentran los supervivientes del incendio. Todas son monjas. Y eso resulta extraño. Miran horrorizadas cómo arde su hogar. Siente lástima por ellas, pero no está ahí para consolarlas. Ahora no.

– ¿Queda alguien dentro?

La joven novicia a la que pregunta ni siquiera le mira. Él se coloca delante y pone las manos en sus brazos, con delicadeza.

– Escúcheme, hermana, ¿sabe si queda alguien dentro?

Habla muy despacio, aunque lo que desearía es zarandearla para que reaccione. Ella no contesta y él no puede perder más tiempo. El tiempo lo es todo en un incendio. Deja a la novicia para ir a preguntar a otra monja. Y entonces oye un hilo de voz que dice:

– Estábamos… cenando. Empezó en la cocina. Salimos todas juntas… Todas las hermanas están a salvo… Pero… Daniel… El no ha querido salir. La hermana Mary y yo fuimos a buscarlo, pero él no ha querido salir… No encuentra su rosa.

– ¿Dónde está ese hombre?

– Tuvimos que dejarlo, ¿me comprende? ¡No queríamos morir allí con él!

La monja empezó a sollozar, y el bombero tuvo que contenerse de nuevo.

– Dígame dónde está Daniel, hermana, quizá aún podamos salvarle.

– ¿Sí? -La novicia desvió por primera vez la mirada del fuego, y la posó en sus ojos-. Sí, quizá aún podamos… Estaba en su casa. Por detrás del convento. No sé si seguirá allí.

El bombero regresó corriendo al camión y cogió un equipo de respiración y un extintor portátil.

– Ya vienen de camino dos grupos completos, jefe -dijo el bombero que salía en ese momento de la cabina.

– Bien. Ayuda a Johnson y Peters con la manguera, y no dejéis que…

– … el fuego cruce la calle, lo sé. ¿Adonde va usted?

– Queda un hombre ahí dentro.

El otro bombero miró al edificio en llamas.

– A estas alturas ya debe de estar muerto.

– Es posible. Haz lo que te he dicho.

El bombero jefe se dirigió a la entrada del convento. De espaldas, gritó:

– Pide también una ambulancia… Si no he vuelto en quince minutos, que nadie vaya a buscarme. Es una orden.

Pensó en sus dos hijos, y sintió deseos de no entrar en ese infierno. No es fácil estar dispuesto a sacrificarse por otro. Nunca lo es. Las llamas parecieron redoblarse, desafiándole. Emergían por los huecos de las ventanas, entre un humo negro y denso. El suelo era un caos de cenizas incandescentes, madera chamuscada y cristales rotos.

Empezó a musitar una oración que le había enseñado su madre siendo niño y que casi no recordaba. Pero Dios no oiría su rezo. Estaba muy lejos de allí. Mucho más de lo que el bombero podría suponer.

Decidió rodear el edificio por su lado izquierdo, donde el fuego era menos intenso. Se movía deprisa, pero con cautela. Un paso en falso y dos niños crecerían sin su padre. En momentos como éste se preguntaba por qué quiso hacerse bombero. Pero debía alejar esos pensamientos y concentrarse en lo que estaba haciendo: apartarse cuanto fuera posible de las ventanas, vigilar las cornisas y el campanario… Dios, iba a derrumbarse en cualquier instante.

No soltó el aire de los pulmones hasta alcanzar por fin el patio trasero. Sólo entonces se dio cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Un poco más y su ropa protectora habría ardido por el calor extremo. Al menos le pareció que eso era posible. Tenía encharcado el cuerpo. Llevaba la máscara de oxígeno tan apretada, que el borde le hacía daño en el rostro. «Los bomberos también tienen miedo», pensó. Y era cierto. Pero eso no les hace desistir. Tampoco a este bombero, que empezó ahora a correr hacia el extremo del patio.

Allí estaba la edificación a la que se refirió la novicia. El fuego la había alcanzado. Su tejado de madera era una pira llameante e hipnótica. El tal Daniel debía de estar ya muerto, sí. Abrió la puerta de una patada. Apenas conseguía ver. Todo estaba lleno de humo. Sobre su cabeza, las llamas se extendían por el techo, acariciando la madera antes de devorarla. Encendió la linterna y se adentró en la habitación.

– ¡Daniel!

Nada.

Un crujido hizo que su corazón se detuviera. Se lanzó al suelo. Notó un fuerte impacto en el costado cuando un trozo de viga ardiente lo golpeó. Su chaqueta se había rasgado y las llamas consumían el forro. No encontraba el extintor. Estaba quemándose. Sentía cómo el fuego trataba de alcanzarle la piel y abrasarla. Se retorció para librarse de la viga y apagar las llamas. Gemía como un niño mientras se quitaba la chaqueta y la bombona de oxígeno.

Le faltaba el aire. Aún seguía con la máscara puesta, pero ya no estaba conectada a la bombona. La arrancó de su cara, inspirando al mismo tiempo con todas sus fuerzas. El humo le llegó al fondo de los pulmones, haciéndole doblarse y toser con violencia. Pudo contener las náuseas por muy poco. De no ser por la bombona, la viga le habría partido la espalda, pero el impacto rompió la válvula dejándola inservible.

– ¡Daniel!

El humo era más denso que nunca. Los ojos le ardían y era incapaz de dejar de toser. El piso inferior estaba ahora en llamas. Se sentía acorralado. Hasta la más pequeña fibra de su ser le exigía que huyera. Daniel se había marchado, o ya estaba muerto. Eso argumentaba su cerebro.

– ¿Dónde… -tosió- diablos está?

Algo se movió en la cama. Fue una leve sacudida de las sábanas. El bombero se dirigió hacia ella sorteando unos muebles en llamas y lanzando miradas temerosas hacia el techo, que no tardaría en derrumbarse por completo.

Los niños se esconden debajo de la cama cuando tienen miedo… Se agachó y levantó las sábanas. Unos ojos muy grandes, muy asustados, le devolvieron la mirada.

– ¡Tenemos que salir de aquí! -gritó el bombero, sorprendido al ver que Daniel era un anciano.

Daniel lo miró como si no le entendiera. Su respiración era entrecortada, angustiosa.

– No… encuentro… mi… rosa.

A la mente del bombero acudieron las palabras de la novicia: «No ha querido salir. No encuentra su rosa». Era increíble la estupidez que estaba oyendo. Sintió deseos de romperle la cara a aquel imbécil. Él estaba jugándose la vida para rescatarlo, el fuego los rodeaba, y a ese hijo de mala madre sólo le preocupaba una maldita rosa.

– Si no sale de ahí, le juro por Dios que yo haré que salga.

Un nuevo crujido engulló la amenaza y el ataque de tos que le siguió. El bombero se encogió contra la cama cuando medio techo se vino abajo entre un mar de llamas y brasas. Daniel lanzó un alarido tenible y se escurrió de debajo de la cama con violencia, derribando al bombero. Era increíble que aún tuviera fuerzas para eso.

– ¡Vuelva aquí!

Lo vio dirigirse escaleras arriba. Fue tras él, maldiciéndolo. El tejado estaba ardiendo; también lo que quedaba del suelo. Y en medio de las llamas se encontraba Daniel, rebuscando desesperadamente entre los muebles que ardían. Respiraba con estertores y estaba quemándose las manos, pero no desistía. Se le oyó balbucear algo ininteligible: «No encuentro mi rosa». Al bombero se le encogió el corazón. Estaba contemplando la locura. Las maderas del suelo vacilaron bajo su peso. Pero tenía que rescatar a Daniel. Este no le prestó atención cuando el bombero llegó a su lado. Segundos después, el mundo se sumió para Daniel en la oscuridad. El bombero evitó que cayera y se lo echó sobre el hombro. Pesaba tan poco…

Era de día. Hasta la noche más larga acaba siempre por terminar. Y la noche anterior había sido muy larga. De las más largas que el bombero Joseph Nolan recordaba. Llegaron a juntarse diez camiones cisterna, pero por fin contuvieron el incendio. Todo estaba arrasado, sin embargo. De lo que fue un hermoso lugar de oración sólo restaba una pila ennegrecida de escombros todavía humeantes. Se repitió que jamás había visto al fuego ensañarse de ese modo con ningún edificio. Algo así debió de ocurrir en 1972, cuando nueve camaradas cayeron en el incendio del edificio Vendange, incluido el padre de Joseph. Fue la mayor tragedia del departamento de bomberos de Boston.

Hacía calor, pero él sintió un escalofrío. Le dolía la espalda, y de vez en cuando le sobrevenía un ataque de tos. Nada grave, en el fondo. El médico le dijo que había tenido suerte: si hubiera tragado un poco más de humo, ahora estaría como Daniel… Pobre hombre. Después de que la ambulancia se lo llevara, se enteró de que era retrasado mental y de que no había nada en este mundo a lo que tuviera más aprecio que a una planta que poseía: su rosa. La maldita rosa que por poco les cuesta la vida a ambos, que quizá iba a costarle la vida a Daniel.

El bombero no estaba seguro de qué hacía allí. El no era de los que vuelven al «lugar del crimen». Después de salir vivo de un incendio lo único que deseaba era olvidarlo todo, abrazar a sus hijos y regresar a casa. Nada más. Pero hoy no había podido resistir el impulso.

Rodeó el edificio por el lado izquierdo, como hizo esa noche, y llegó hasta los restos calcinados de lo que fuera el hogar de Daniel, un antiguo establo que compartía con sacos de tierra y abono, y con las herramientas propias de su trabajo de jardinero del convento. Se subió al montículo de escombros. De él sobresalían maderas ennegrecidas, como una hilera de dientes putrefactos. Un pájaro se posó sobre una de ellas. La vida siempre continúa. El bombero lo asustó al moverse y el pequeño animal voló hasta un resto de la antigua pared. Fue entonces cuando la vio.

Era una maceta. Joseph se aproximó hasta ella, espantando de nuevo al pájaro, que pareció dirigirle esta segunda vez una mirada de reproche. Por alguna milagrosa razón, la maceta y su planta se hallaban intactas. Pero la rosa de Daniel no era más que un palo seco y muerto. Ya lo era antes del incendio.

Capítulo 2

España, cinco años atrás.

Los mares de cereal desplegaban su áureo manto sobre las tierras monótonas y pobres de la provincia de Ávila. El Seat Toledo de color negro aminoró la marcha al pasar frente al cementerio de un pueblecito castellano, Horcajo de las Torres. Estaba en un terreno algo apartado del pueblo propiamente dicho. Lo circundaba una tapia blanqueada con cal, sólo abierta en una amplia puerta protegida por una verja de hierro.

El automóvil siguió avanzando hasta el pueblo y se detuvo en la plaza de la iglesia. Una vez allí, el conductor, elegantemente ataviado de uniforme, descendió del vehículo y abrió la puerta trasera a sus ocupantes, un grueso obispo y un sacerdote joven. Ambos bajaron del coche con paso quedo. El viaje desde Madrid no superaba la hora y media, pero la salud del obispo estaba muy deteriorada por la edad y la acumulación de grasa. Algo mareado, dio un mal paso al salir del coche, y el chófer tuvo que tenderle la mano para evitar que cayera sobre el empedrado de la plaza.

– Antonio, por favor -dijo el obispo-, ve a un bar y compra unos refrescos. Este calor es insoportable…

El obispo sudaba copiosamente. Se descubrió y se frotó la brillante calva con la palma de la mano. El otro sacerdote, de piel clara y ojos azules, le miró con gesto de leal condescendencia.

Enseguida volvió el conductor trayendo consigo unos botellines fríos. La chica del bar salió a ver qué personaje importante había llegado al pueblo. También se asomaron para curiosear los vejetes que a esa hora de la tarde echaban su partida de dominó. Vieron cómo el obispo y el sacerdote se encaminaban a la iglesia. Ahora comprendieron, pues lo habían oído en la última misa: eran los enviados de la Santa Sede para el proceso de canonización de don Higinio, quien fuera párroco de Horcajo de las Torres hasta su muerte, en los comienzos de la Guerra Civil española. El obispo era, sin duda, el clérigo encargado de hacer las últimas investigaciones para demostrar si la santidad de un hombre o una mujer era merecida.

Las gentes del pueblo se confundían en parte: el obispo era un acompañante impuesto por la Iglesia española. El enviado de la Congregación para las Causas de los Santos era el cura más joven, un jesuíta norteamericano que servía en Roma, llamado Albert Cloister. Su misión era exhumar los restos de don Higinio, beato desde hacía ya algunos años y con fama de santidad en toda la región. Su bondad, su alma pura, le hizo precisamente más proclive a los ataques del Maligno. Una intensa lucha interior lo llevó a la victoria con la ayuda de Dios, pero no pudo librarse de padecer estigmas en las palmas de sus manos.

La Iglesia considera a los estigmatizados como receptores de un don divino. Poco después de su fallecimiento, una anciana se encomendó a él para que salvara a su nieta, una niña de ocho años víctima de una enfermedad ósea, entonces incurable, que amenazaba con condenarla a una decrepitud prematura y a la muerte. La niña sanó sin que los médicos que la trataban pudieran dar una explicación científica satisfactoria. Cinco años después, el caso se había repetido en la persona de un hombre fervoroso que, siendo un muchacho, quedó paralítico al caer por un barranco. Desde que le ocurrió, rogaba cada día a don Higinio, sin excepción, que intercediera por él ante el Señor para que le librara de sus lesiones. El milagro tardó en producirse diez años, diez años exactamente. En el décimo aniversario de su caída, el hombre recuperó la capacidad de caminar cuando los doctores habían asegurado que tenía seccionada la médula ósea y ya nunca volvería a levantarse de su postración.

La parroquia de Horcajo, consagrada a san Julián y a santa Basilisa, estaba ahora regida por un severo y reaccionario sacerdote castellano, tan viejo como los muros de la iglesia. Hasta hacía unos meses tuvo como coadjutor a un jovenzuelo de Madrid que murió de una leucemia, y aún no había recibido un sustituto. Y quizá no lo recibiese, por lo pequeño del pueblo y la escasez de vocaciones en esos años de libertinaje y de internet. La Red Global era uno de los blancos favoritos de sus iras. «Ahí está el mal -decía-, la perversión que inunda el mundo.» También el curón pensaba a menudo en los cantantes modernos, e imaginaba a la «juventud» de las ciudades como manadas de pichones alocados y con el pelo largo, borrachos y drogadictos, seguidos por chiquillas vestidas con ropas provocativas y aire alelado. Se lamentaba de que ya no hubiera autoridad para frenar aquel despropósito…

– Cuánto me alegro de verle, monseñor -saludó el párroco al obispo-. Y también a usted, padre Cloistre. ¿Han tenido buen viaje?

– Un poco pesado y caluroso -contestó el obispo tendiendo su anillo al sacerdote, que flexionó su pierna derecha y lo besó mientras hacía la reverencia preceptiva.

Al padre Cloister, el cura le dio la mano con cierto recelo, el que sentía por todo lo foráneo. Además, le parecía demasiado joven para una tarea de tanta responsabilidad.

– Pongámonos manos a la obra cuanto antes, se lo ruego -dijo el jesuíta-. Debo estar de regreso en Roma para asistir mañana temprano a una recepción del Santo Padre.

La mención al Papa hizo abrir la boca al viejo párroco, que pronunció un leve «¡Oh!», al tiempo que echaba su cuerpo hacia atrás. Recobrado de su candida expresión de admiración, asintió y dijo:

– Por supuesto. Si son tan amables de acompañarme, los guiaré hasta el cementerio. He avisado a los sepultureros que estuvieran dispuestos para la exhumación.

Desde la reforma del reglamento de canonización en 1917 no era preceptivo exhumar los cuerpos para comprobar si estaban incorruptos o había arañazos en el interior de los ataúdes que los albergaban. Lo primero era signo inequívoco de santidad, mientras que lo segundo significaba que la persona enterrada no estaba realmente fallecida en el momento de ocupar su fosa, de modo que se habría despertado en el interior, de repente, y por desesperación habría tratado de escapar golpeando y arañando la madera. Vano intento que, por añadidura, al considerarse propio de la desesperación, hacía incompatible esa circunstancia con la santidad. Sin embargo, a pesar de la no obligación de hacerlo, la exhumación a menudo se seguía practicando cuando se podía acceder con facilidad a los restos.

Los tres sacerdotes salieron de la iglesia y ocuparon el Seat Toledo. Una nube de vecinos, avisados por la joven del bar y sus parroquianos, salió a paso ligero detrás del coche. Todos querían ver lo que hacían aquellos enviados de la Santa Sede con el cuerpo de su buen don Higinio.

En el interior del camposanto había un cierto olor a descomposición, potenciado por el calor. El sol caía como una losa sobre las cabezas de los cinco hombres que se reunieron en torno a la tumba de don Higinio. El obispo, a pesar de su sombrero, notaba cómo el sudor le iba bajando desde lo alto de la cabeza por la frente y todo su rostro. Los enterradores, que habían tenido que excavar la tierra, descansaban a la sombra y tenían las camisas completamente empapadas. Se quitaron las gorras y se acercaron a una llamada del párroco. Bajo la atenta mirada del padre Cloister, desclavaron con unas palancas la tapa de madera del ataúd de don Higinio, que, podrida, se quebró en varios pedazos a pesar del cuidado que los hombres pusieron en la tarea.

Los habitantes de Horcajo observaban la escena desde fuera, agolpados unos contra otros y pegados a la verja que daba acceso al cementerio, tratando de ver algo. Sólo podían atisbar desde allí a los sepultureros de cintura para arriba, metidos en la fosa y sacando trozos de madera, que iban dejando a un lado. Para los sacerdotes, el cuerpo del exhumado sí quedó a la vista, envuelto en un sudario raído. Mientras el padre Cloister se inclinaba para ver mejor, uno de los sepultureros, que estaba retirando la tela, lanzó un grito ahogado y salió corriendo hacia atrás, agarrándose a la tierra con las manos pero sin apartar la mirada del interior del ataúd. El otro hombre puso cara de extrañeza y severa censura, hasta que se apercibió de lo que había visto su compañero.

– ¡Jesús! -exclamó el obispo, mientras el párroco daba un paso atrás.

El único que se mantenía aparentemente impasible era el jesuíta, que se arrodilló junto a la fosa y miró adentro.

– ¡Tiene todos los huesos machacados! -exclamó el obispo, con los ojos encendidos de rabia-. Esto ha tenido que ser obra de algún desalmado. ¡Nos hallamos ante una profanación!

– Eso no puede ser, eminencia -terció el párroco.

La caja de pino era la original y la tierra no había sido removida. Una profanación era imposible.

Las gentes congregadas murmuraban en voz baja. Algunos hombres y mujeres se persignaban y empezaban a rezar. Ignoraban lo que sucedía, pero la reacción de los sepultureros y de los clérigos no hacía presagiar nada bueno. Don Higinio debía de haber sufrido desesperación y ya no sería santo.

En aquel aciago día, mejor hubiera sido no haber exhumado los restos de aquel hombre bueno. Haberlo olvidado para siempre, o haberlo santificado sin más investigaciones. Ante los ojos del obispo, del párroco y del padre Cloister, los huesos de don Higinio habían aparecido quebrados por cien lugares, reducidos a pedazos. ¿Una profanación? No. El padre Cloister sabía que esa no podía ser la causa de las fracturas, aunque nunca hubiera visto nada similar. Era imposible que el hombre se hubiera producido él mismo tales lesiones. Pero, entonces, ¿cómo…?

Algo destacó bajo el sol apabullante que lo inundaba todo. Sus pensamientos se interrumpieron con brusquedad. Vio una inscripción en uno de los fragmentos a los que había quedado reducida la tapa del ataúd. Estaba grabada en el interior, en la madera podrida por el paso del tiempo. Era una frase breve y concisa, escrita con una firmeza que no se correspondía con la posible acusación de desesperanza de don Higinio. Y, sin embargo, aquella frase transmitía la más aguda y terrible desesperación que un ser humano puede experimentar. La más aguda y terrible desesperación imaginable: «TODO ES INFIERNO».

Capítulo 3

Boston.

El Centro Médico de St. Elizabeth, al que todos conocían afectuosamente por St. E's, tenía casi ciento cincuenta años de historia, pero su esencia continuaba siendo la misma: servir a los más pobres y necesitados. Era allí donde ingresaron a Daniel, el anciano jardinero del convento donde había ocurrido un incendio terrible y devastador dos semanas antes. Pasado ese tiempo, nadie parecía aún saber si Daniel iba a salvarse o no. Había sufrido quemaduras en los brazos y las manos, aunque sus pulmones se llevaron la peor parte. Consiguiera o no sobrevivir, los médicos afirmaban que nunca se recobraría del todo y que tendría problemas para respirar en adelante.

Joseph, el bombero que le salvó la vida no se había decidido a ir a verlo hasta entonces, aunque se sentía obligado a hacerlo. Arrancar a alguien de las llamas de un incendio y devolverle al mundo de los vivos es un acto generoso, pero supone también una carga pesada. Al final, el salvador acaba siempre con la sensación de que le debe algo al salvado, quizá por haberlo forzado a seguir viviendo una vida que no siempre es fácil.

Después de preguntar en la recepción por la zona de cuidados intensivos, se dirigió hacia ella. Aquel lugar le provocaba escalofríos. Había una calma absoluta, que, sm embargo, no inspiraba el menor sosiego. Era la falta de vida, el hecho de estar entre ella y la muerte, la razón de aquel pesado silencio. Sólo lo interrumpían sonidos inquietantes: el murmullo de los respiradores artificiales, el lejano ping de una máquina que marcaba un ritmo cardíaco mortecino, los pasos acelerados de una enfermera, el sonido metálico de un teléfono…

El bombero se asomó a una de las habitaciones. No era la de Daniel. Se le aceleró el pulso al ver el estado de quien se encontraba en ella. «Mierda», dijo para sus adentros. La impresión le hizo volverse bruscamente, y no pudo evitar estrellarse contra una enfermera.

– Lo siento, perdóneme -se disculpó.

– ¿Se encuentra usted bien?

Eso lo preguntó la enfermera, que ni siquiera se quejó por el encontronazo, al ver el rostro intensamente pálido del bombero.

– Sí, gracias. Es sólo que… Bueno… -El bombero señaló con el pulgar hacia atrás.

– Los quemados son los peores…

Por supuesto que sí. ¿Qué le iba a contar a él? Pero una cosa era encontrárselos en el fragor del incendio, con la adrenalina amortiguando las emociones, y otra muy distinta era verlos así, con el ánimo frío.

– Yo venía a visitar al señor… eh… Me temo que no sé su apellido. Pero sí que se llama Daniel.

La expresión preocupada de la enfermera dio paso a otra severa y llena de desconfianza.

– No será usted uno de esos abogados, ¿verdad?

En su boca, la palabra abogado sonó como la más infecta y contagiosa de las enfermedades. El bombero imaginaba qué abogados eran esos a los que ella se refería: los que rondan como alimañas los hospitales, y hasta las agencias funerarias, buscando algún cliente y alguien a quien demandar en su nombre o en el de sus familiares.

– Oh, no, no. Yo soy bombero. Saqué a Daniel de allí, ¿sabe? De aquel incendio.

– Ya. ¿Y tiene usted alguna clase de identificación?

El bombero revolvió torpemente uno de sus bolsillos. Por fin encontró su cartera., de la que extrajo un carné.

– Aquí está.

– Joseph Nolan, departamento de bomberos de Boston -leyó la mujer-. Muy bien, señor Nolan, puede usted ver a Daniel. Está en la habitación número dos. Le digo lo mismo que le dije a la visita que está ahora con él: no se entretenga mucho. Aquí, todos necesitan descanso.

– Claro, no se preocupe.

Así es que Daniel tenía una visita… Una de las monjas, seguramente. Por lo que el bombero sabía, ellas eran la única familia -por así decirlo- que le quedaba en el mundo. La madre del jardinero lo abandonó cuando contaba sólo unos pocos meses de vida. Lo dejó a las puertas del convento de las Hijas de la Caridad que acababa de ser devorado por el fuego. Nunca se llegó a descubrir la identidad de esa mujer, o la razón por la que abandonó a su hijo. La única pista era una pequeña nota manuscrita en la que la madre decía: «Por favor, tengan piedad y cuiden de mi hijo. Él no tiene la culpa de mis pecados. Es muy bueno. Casi no llora. Se llama Daniel». Las monjas lo acogieron, como les pidió la madre. Lo hicieron sin formular preguntas, y no sólo porque no tuvieran a quién hacérselas: ellas no juzgaban a nadie; se limitaban a servir a Dios y a sus más desfavorecidas criaturas.

Pronto quedó claro que el niño no era del todo normal. Un médico que lo examinó llegó a la conclusión de que sufría un retraso mental considerable. En esas condiciones, la adopción de Daniel por parte de una familia convencional, que habría sido lo mejor, resultó imposible. Y entonces las propias monjas decidieron que se quedara con ellas. Le dieron un hogar y también su comprensión y su amor. E incluso, cuando tuvo edad para ello, un trabajo de jardinero en el convento. Eran los ángeles guardianes que velaban por Daniel. Esto es lo que percibió nítidamente el bombero al ver a una monja anciana junto a su cama, que le agarraba con cariño la mano. Parado en el umbral de la puerta, no queriendo molestar, oyó rezar a la monja:

Corazón compasivo,

fuente de vida…

Concede a los que son frágiles la seguridad de tu fortaleza,

y a los que están enfermos, un bálsamo curativo,

y a quienes están desesperados, la paz,

que aquellos cuyas mentes les traicionan tengan sólo cariño,

que los cuerpos malheridos se recobren sin dolor,

que los afligidos encuentren tu consuelo,

que los que están sufriendo sean aliviados,

y que todos los que se hallen a las puertas de la eternidad

alcancen la grandeza de tu luz.

Tú, que eres la calma en la tormenta,

la aurora en la oscuridad,

acúdenos.

El bombero sentía ahora una opresión en el pecho aún mayor de la que lo acompañaba desde que llegó al hospital. Dudó un momento, dio la vuelta sin haber entrado en la habitación y se marchó volviendo sobre sus pasos. Su padre, un bombero al igual que Joseph, murió en una unidad de quemados no muy distinta de aquella. Era un hombre fuerte, lleno de energía, pero el último aliento no le bastó para conseguir pronunciar una sola palabra. Este sitio le traía demasiados recuerdos dolorosos, que un hombre hecho y derecho como él no era siempre capaz de soportar. Quizá al día siguiente pudiera. Eso esperaba, porque le debía a Daniel una visita. Y aún tenía en casa la pequeña maceta y el palo seco que el viejo había denominado «su rosa».

Esa noche, una enfermera de guardia en Cuidados Intensivos estaba haciendo su primera ronda nocturna. Hasta el momento todo se encontraba en orden. También Daniel, que dormía profundamente. Siguiendo la rutina habitual, ella comprobó que el respirador funcionaba bien, y verificó también la tensión, la velocidad del goteo y la saturación del oxígeno en sangre, entre otras constantes vitales. Sin problemas. Eran correctas dentro de lo que cabía esperar. El pulso de Daniel mostraba una cadencia algo irregular, pero eso no era preocupante, dadas las circunstancias.

La enfermera se quedó mirando durante unos segundos el arrugado rostro del anciano y, en un gesto maternal, lo arropó con las sábanas. No es que temiera que el paciente se enfriara -los Cuidados Intensivos eran un auténtico invernadero-, pero más valía prevenir. Abandonó la sala tras un último vistazo y, satisfecha, prosiguió con su ronda. Por eso no vio que el ritmo del corazón de Daniel empezaba a aumentar de repente. Los picos verdes del monitor se hicieron más rápidos. Sólo un poco más rápidos. Todavía.

El aire era diáfano. La brisa traía consigo un aroma imposible de describir, una mezcla entre el olor a hierba recién cortada y el de las pastas que sor Theresa preparaba en el día de Acción de Gracias. Así olía la felicidad para Daniel. Cerró los ojos y llenó el pecho de aquel aroma estupendo. Entonces le pareció oír una música tan hermosa que casi le hizo llorar. Abrió los ojos de nuevo y la música se hizo todavía más bella. Por todos lados se extendía un manto verde sin fin. Mullido. Brillante. Acogedor. Aquí y allá formaba pequeñas lomas en las que se mecían árboles y flores de unos colores vivos como él nunca viera antes. Riachuelos de un agua cristalina corrían entre ellos, y a su alrededor se congregaban toda clase de animales; incluso animales salvajes. Estaban sueltos, pero Daniel no sentía ningún miedo, como tampoco lo sentían los animales más débiles de sus depredadores naturales. Todo le saludaba y le ofrecía una cariñosa bienvenida. No lograba explicar la inmensa alegría que lo embargaba. Su mente era demasiado torpe y lenta para eso. Aunque se dijo que esto debía de ser el Paraíso del que le habían hablado siempre las monjas. No podía ser otra cosa.

Daniel se adentró en aquel vasto prado verde, acunado por el rumor suave del viento y por la bella música. La hierba acomodaba su pie conforme avanzaba. Una docena de chacales se apartaron gentilmente para dejarle seguir el curso del riachuelo. Caminaba sin el menor esfuerzo, como si fuera transportado por el aire. Así, acabó llegando al origen del riachuelo. Era un lago del que partían tres riachuelos más. En su centro se encontraba una isla. Y en el centro de la isla, había una sola flor.

– Mi rosa -murmuró Daniel en sueños.

La enfermera continuaba con su ronda, ajena a las palabras de Daniel y su sueño, así como al aumento progresivo del batir de su corazón.

Era una esplendorosa rosa roja. Daniel se metió en el agua para intentar llegar hasta ella. El lago no era profundo. Podía verse el fondo a medio metro escaso de distancia, bajo el agua transparente.

Estaba ya muy cerca de la isla. Pronto sería capaz de tener de nuevo su rosa entre las manos. Pero entonces hubo un cambio.

El cielo fue atravesado por una sombra que cubrió el sol durante un segundo. Todo pareció seguir como antes, después de que la sombra pasara. Pero no era así. Daniel notó que el agua se tornaba fría repentinamente, que el espejo traslúcido de la superficie comenzaba a volverse opaco, de un azul sombrío y amenazador. Se apresuró para llegar cuanto antes hasta la isla y su rosa, pero el agua se hacía cada vez más gélida. Los calambres en las piernas no tardaron en aparecer, convirtiendo en un tormento cada uno de sus nuevos pasos. Mientras, las horribles transformaciones proseguían a su alrededor. Las hojas de los árboles se volvieron primero amarillas y luego castañas, en un proceso vertiginoso y siniestro. Cayeron al suelo finalmente muertas, sobre una hierba que hasta hacía un momento era intensamente verde y repleta de vida, y que ahora estaba descolorida y moribunda. El mismo mal se había apoderado de las otras plantas, cuyos tallos se doblaban en agonía, perdiendo los pétalos ya muertos de sus flores.

La música que antes iluminaba el espíritu de Daniel dio paso a unos gruñidos y, después, a unos terribles aullidos de dolor y sufrimiento. El aire se llenó de un hedor pútrido, y cuando llegó hasta los animales… Daniel los vio volverse locos. Empezaron a devorarse. No sólo los depredadores a sus presas, sino también unos y otros entre sí. Las aguas cristalinas se llenaron de visceras y miembros arrancados. Millares de peces muertos flotaban ahora en el líquido teñido de rojo por la mezcla de mil sangres.

Daniel gimió, aterrado… Su rosa. Debía llegar hasta ella. Pero no le quedaban fuerzas para seguir avanzando. El agua estaba más helada que nunca. Algo le pasó entre las piernas, un ser escurridizo con un tacto repulsivo que le erizó todo el vello del cuerpo.

A lo lejos, otro cambio se inició en el horizonte. El azul luminoso del cielo se llenó de tonos rojizos y amarillentos, como de fuego. Le llegaron sonidos extraños, una especie de fragor salvaje que no era capaz de identificar. Daniel estaba en medio del lago, petrificado. Desvió la mirada del horizonte por un segundo, y sintió que las lágrimas empezaban a brotarle desconsoladamente de los ojos. A su alrededor, nada seguía con vida.

– No, no… -gimió Daniel aún en sueños.

Del horizonte llegó un grito maléfico, y el cielo se tiñó de rojo por completo. Lo último en morir fue su rosa.

– ¡NOOOOO!

El alarido retumbó en toda la planta del hospital, y la alarma del monitor se disparó en la central remota de control. Menos de diez segundos después entraron atropelladamente en la sala un médico y dos enfermeras. El monitor cardíaco marcaba ahora trescientas quince pulsaciones por minuto.

– ¡Va a reventarle el corazón! -gritó el médico- ¡0,5 miligramos de Esmolol por kilo! ¡A chorro! ¡Y que alguien apague esa alarma!

Capítulo 4

Boston.

– Buenos días, Daniel.

El viejo jardinero no hizo caso del saludo de la madre superiora. No se volvió hacia la puerta cuando ella entró en la habitación, ni tampoco pestañeó siquiera cuando la religiosa abrió las cortinas para que entrara un poco de luz. Continuó sentado en el borde de la cama, con la vista perdida en el suelo. Así se pasaba todo el día desde que salió del hospital. Fuera ya de peligro, aunque con importantes secuelas, los médicos le habían dado el alta, y las Hijas de la Caridad pudieron ir a buscarlo. Instalaron a Daniel lo mejor posible en una modesta residencia para ancianos indigentes que administraban en la misma ciudad de Boston. No les quedaba alternativa, pues el antiguo hogar del jardinero había quedado destruido hasta los cimientos.

Aquella expresión de abandono e indiferencia de Daniel rompía el corazón. En parte era debida a los tranquilizantes que tomaba, pero no sólo… Estaban también esas horribles pesadillas, que no lo habían abandonado desde que comenzaron en el hospital, justo después del incendio. El no hablaba de ello con nadie, pero las monjas le oían gemir en sueños y, en más de una ocasión, alguna hermana lo encontró aullando de pánico en mitad de la noche, con los ojos desorbitados y musitando palabras ininteligibles. La situación iba a peor. El médico residente no sabía qué hacer, a pesar de sus esfuerzos y su buena voluntad. Por eso se limitaba a recetarle tranquilizantes, que sólo contribuían a dejar a Daniel en aquel lamentable estado y no ayudaban en nada respecto a sus pesadillas.

Aunque peor aún que éstas era la tristeza que mostraba por haber perdido en el incendio su querida planta, un palo escuálido con el que apareció un día en el convento. Las monjas nunca supieron de dónde la había sacado, pero desde el primer instante mostró hacia ella un enorme cariño. Y no dudó en llamarle su rosa, aunque Dios sabía que podría tratarse de cualquier otra planta de la Creación.

«Esto no puede continuar así», se dijo la madre superiora, observando el rostro ausente del viejo jardinero. En cuanto saliera de la habitación, llamaría a la doctora Barrett. Estaba decidido. El pobre Daniel… Pero la monja le tenía reservada una sorpresa.

Un suave toque en la puerta sacó a la religiosa de sus cavilaciones.

– Adelante.

– Eh… buenos días.

La monja miró al hombre durante unos segundos, antes de preguntar:

– ¿Es usted el señor Nolan?

– Así es. Joseph Nolan.

– Encantada de conocerle en persona. Habló conmigo por teléfono esta mañana. Estaba pensando ahora mismo en usted, ¿no le parece curioso? Pero no se quede ahí… Adelante -dijo, antes de que el bombero pudiera contestar-. ¿La ha traído? Sí.

A Joseph no le había resultado nada fácil encontrar a Daniel. Lograrlo le costó toda una semana, dos cenas con cine incluido y una visita guiada de una veintena de niños a su escuadra de bomberos. Aunque pretendía hacerlo, no volvió al hospital el día siguiente de su única visita a Daniel, ni tampoco en los restantes días que éste pasó en Cuidados Intensivos. Cuando reunió el coraje suficiente para acudir de nuevo al hospital, Daniel había sido dado de alta y nadie quiso decirle adonde se lo habían llevado. Las cenas y las sesiones de cine fueron con una chica de la administración del hospital, que acabó dándole la dirección de la residencia de ancianos -un truco sucio, lo sabía, incluso por una buena causa-; y la visita guiada fue un extra para el sobrino de la chica y otros diecinueve monstruos del Averno disfrazados de estudiantes de quinto grado.

– Daniel, mira lo que te ha traído el señor Joseph Nolan. ¡Es tu rosa!

– ¿Mi… rosa? -inquirió Daniel, volviendo los ojos hacia Joseph-. ¡MI… ROSA!

– La encontré entre los restos de tu casa -dijo el bombero, algo tímido-. Tenías razón, Daniel. Estaba allí.

El abatimiento en que Daniel se hallaba sumido desapareció por completo. Saltó de la cama con una agilidad inesperada, y se abrazó a un mismo tiempo a Joseph y a la maceta que éste le tendía.

– ¿Qué es lo que se dice, Daniel?

– Gracias, Jo… seph.

Oír a Daniel pronunciar su nombre, aunque fuera de ese modo vacilante, le arrancó una gran sonrisa al bombero.

– De nada. Y ya puedes soltarme, antes de que me rompas algún hueso… Además, tengo que irme. Mi turno empieza dentro de media hora. Pero volveré otro día, ¿de acuerdo, Daniel?

Este no respondió. Había colocado la maceta en la repisa de la ventana, y la contemplaba soñadoramente.

Joseph y la monja lo dejaron a solas. En el corredor, ella dijo:

– Vuelva siempre que lo desee. Es usted un buen hombre, Joseph.

Era curioso lo que decía la monja. Había flirteado con una pobre chica a la que no pretendía volver a llamar sólo para sonsacarle una información confidencial… ¿Un buen hombre?

– Las apariencias engañan, hermana.

La doctora Audrey Barrett sería una mujer atractiva si no se esforzara tanto por no parecerlo. Sus ropas eran sobrias hasta el punto de resultar casi masculinas, y llevaba invariablemente el cabello recogido en una simple coleta. El verde de sus ojos, grandes y expresivos, podría volver locos a los hombres, pero no reflejaba más que aflicción. Era una mujer de treinta y seis años, inteligente y preparada, que había sabido ganarse una reputación entre sus colegas del mundo de la psiquiatría. A la licenciatura en Harvard le siguieron un doctorado, diversos cursos de posgrado y una experiencia práctica de varios años. Era muy buena en su trabajo y lo sabía. Por eso nunca mostró el menor reparo en cobrar sumas escandalosas en concepto de honorarios. Sus pacientes -muchos de ellos, personas adineradas y de éxito social- podían permitírselos. Además, opinaba que la única dolencia que sufría la mayoría de ellos era una enfermedad para la que ningún psiquiatra tiene cura: el egocentrismo que lleva a pagar fortunas sólo para poder decir en voz alta lo genial e importante que uno es.

Sin embargo, no había ningún millonario en la residencia de las Hijas de la Caridad. Los que recibían allí el cuidado de las monjas habían perdido sus egos hacía mucho tiempo, entre botellas de alcohol, cajas sucias de cartón, cubos de basura y sillas con quemaduras de cigarros en lúgubres estaciones de autobús.

Siempre que la madre superiora la necesitaba, Audrey acudía a la residencia. Se esforzaba por hacer cuanto estaba en su mano por los ancianos, sin cobrar un solo centavo. El día anterior había recibido una llamada de la religiosa, que le describió con cierto detalle la situación que la preocupaba esta vez: Daniel, un anciano retrasado mental que trabajó de jardinero en el convento de la orden que se había quemado recientemente, vio cómo éste era destruido por un fuego que casi le cuesta la vida y que le había dejado gravemente dañados los pulmones. Además, el anciano sufría desde entonces unas pesadillas terribles que le impedían dormir y le provocaban una enorme angustia cada noche. El caso no parecía complicado, ni interesante. Ninguno de los casos de la residencia lo era. Audrey no tenía dudas sobre el diagnóstico: insomnio y episodios de ansiedad debidos a un estrés postraumático, potenciado por el frágil estado mental del paciente. Se dijo que ni siquiera sería necesario hablar con él, aunque eso era lo que deseaba la madre superiora.

Aquella tarde, Audrey subió decididamente los escalones que llevaban a la entrada de la residencia. Era un vetusto edificio de ladrillo, donado por un benefactor de la parroquia. La instalación eléctrica estaba anticuada, los muebles eran tan viejos como los ancianos que ocupaban el edificio, las paredes llenas de manchas de humedad necesitaban una buena mano de pintura, y de las canalizaciones era mejor ni hablar. Sus visitas a la residencia siempre le provocaban un doble sentimiento de melancolía y satisfacción; melancolía, por el estado de los ancianos y el decadente edificio, y satisfacción por servir de alguna ayuda.

De camino al despacho de la madre superiora, Audrey se cruzó con varios ancianos que la saludaron afectuosamente. Todos vestían gastadas batas de franela y zapatillas gruesas de andar por casa.

– ¿Puedo entrar? -preguntó la psiquiatra, ante la puerta del despacho.

Se oyó el ruido de una silla al ser arrastrada, que provenía del interior, seguido de unos pasos.

– Buenos días, hija mía -dijo la madre superiora-. Pasa, por favor.

Ambas mujeres tomaron asiento, y la monja añadió:

– Llegas muy puntual, como siempre, querida Audrey… Y eso que tu tiempo es oro, ¿verdad? El doctor Holton es un buen médico, pero ya sabes que únicamente sabe arreglar los cuerpos y no las cabezas. Daniel necesita tu ayuda.

– ¿Le ha dado ansiolíticos?

– Así es.

– No estoy segura de que haya mucho más que hacer en este caso.

– ¿Por qué lo dices?

– El pobre hombre es retrasado. ¿Qué clase de psicoterapia puede funcionar con alguien que no posee un razonamiento normal?

– Eso es un comentario cruel, Audrey -reprendió la monja.

– La vida es cruel, hermana.

Audrey lo sabía mejor que nadie.

– Algún día deberías contarme la razón de esa tristeza tuya.

– Sí… Algún día.

– ¿Hablarás con él?… Por favor.

Tras unos segundos de reflexión, Audrey contestó:

– Lo haré. Pero no servirá de nada.

– ¡Gracias, hija! Daniel está ahora en el jardín. Haré que lo llamen para que habléis en la sala.

«La sala» era una habitación originalmente utilizada como despensa, que la madre superiora ordenó vaciar para convertirla en un improvisado salón de terapia. Tenía dos sillas -una para Audrey y otra para el paciente-, una minúscula mesa de madera que antes perteneció a una escuela primaria y una lámpara simple con una bombilla cuya luz vacilaba de vez en cuando. Si existiera el título mundial de lugares deprimentes, aquel cuarto tendría grandes opciones de ganarlo.

– Hoy hace sol -comentó Audrey-. Podría hablar con el paciente en el jardín.

– Oh, sí, por supuesto. Como prefieras. Y no se llama paciente. Su nombre es Daniel.

– Lo sé.

Por detrás de la residencia había un jardín de un tamaño considerable. Como todo lo demás, mostraba la falta de un mantenimiento adecuado, pero aún tenía algunas flores, y el césped que cubría el suelo era de un verde intenso y saludable. Dispersos por el jardín, había varios bancos de piedra. Daniel estaba sentado en uno de ellos cuando Audrey y la madre superiora se le acercaron.

– Hola, Daniel -saludó la religiosa.

– ¡Hola!

Se le veía contento. La piel de su rostro exhibía un tono rosáceo por efecto del sol de otoño.

– ¿Has tenido pesadillas esta noche?

La pregunta de la monja hizo mudar la expresión de Daniel, que se puso muy serio y empezó a toser. Las toses ásperas e interminables se habían convertido en algo habitual desde el incendio. Cuando cesaron por fin, Daniel no contestó, y la mano con la que en todo momento había estado abrazando a su querida maceta, se cerró con más fuerza en torno a ella.

– ¿Quieres que riegue un poco tu planta?

Esta vez fue Audrey quien preguntó. Ni un millón de litros de agua mezclados con el mejor abono del mundo serían capaces de resucitar aquel palo muerto. Estaba segura de ello. Pero a Daniel se le iluminaron de nuevo los ojos al oír la proposición.

– Sí. Mi rosa… necesita agua.

– Ah, ¿así que es una rosa…?

– Os dejo -susurró la monja, al ver que Audrey había empezado ya a hacer su trabajo.

– Es la rosa más… bonita… del mundo.

– Claro que sí. Me llamo Audrey. Tú eres Daniel, ¿verdad?

– Sí. Mi rosa necesita… agua.

Audrey miró a su alrededor. Sabía que por allí cerca había una manguera con la que se regaba el jardín.

– Te gustan mucho las flores, ¿no es cierto? ¿Hay flores en tus sueños, Daniel?

El jardinero se puso de nuevo muy serio. Audrey pensaba que tampoco iba a contestar esta vez, pero entonces el dijo:

– Ya no… Están todas muertas.

Capítulo 5

Francia, dos años atrás.

– Tantas veces he deseado borrar esas imágenes que quedaron impresas en mi mente… Pero nunca me ha sido posible. Cada noche me visitan.

El padre Albert Cloister había llegado esa misma tarde a la Ciudad de la Luz, la capital de Francia, en busca de un testimonio importante para su investigación. Ahora, con su grabadora digital en marcha, empezaba a recoger las palabras de una anciana señora, perteneciente a la alta sociedad parisina, que por fin había aceptado la entrevista. Sólo sus hondas convicciones religiosas lo hicieron posible. Cuando se sufre una tragedia, lo último que se desea es revivirla por medio del recuerdo.

– Sí, padre, experimenté al principio una sensación placentera, de paz diría yo. Iba flotando como un ser etéreo mientras me aproximaba hacia una luz blanca que parecía atraerme, magnética, que me atraía cada vez más. Llegué a esa luz con el corazón ufano, repleto de alegría., sin miedo a una muerte que estaba aceptando de buen grado.

En su silla de ruedas, con rostro desconsolado, la anciana se detuvo. Una de sus nietas, presente durante el encuentro, acabó de servir el café y le dio una taza a su abuela. Con mano temblorosa, ésta se la llevó, humeante, a los labios. Cerró los ojos mientras bebía un sorbo. La piel de su garganta vibró. Al abrir de nuevo los ojos, su expresión era de infinita tristeza.

– Pero también vi lo que había detrás de la luz. Vi algo más. Vi lo que estaba más allá. Y eso, padre, no era lo que esperaba… Soy incapaz de dar una respuesta a esta experiencia. Prefiero no pensar en ello. Lo que vi es imposible de explicar. Estaba más allá del mal… Si he accedido a esta entrevista es porque…

– Lo sé, señora -dijo el padre Cloister, que empezaba a sentir una opresión creciente en el pecho-. Y le doy otra vez las más encarecidas gracias, de parte del obispo y de mi congregación. Pero ahora he de rogarle que, a pesar del dolor que le causa y de la dificultad de rememorar unos momentos tan duros, me cuente todo lo que recuerda. Es importante que lo haga.

El silencio se hizo denso. La amplia estancia estaba decorada con muebles de caoba y espejos de marco dorado. Por una ventana penetraba un haz de sol. Hasta las minúsculas motas de polvo en suspensión que brillaban bajo el haz parecieron congelarse.

– Lo que vi, padre, no se lo deseo a nadie… La luz se fue haciendo más y más grande a medida que yo me acercaba a ella. Al principio no comprendía por qué, pero unos sonidos lejanos empezaron a parecerse a lamentos. Sí, eran lamentos desesperados. Cada vez los escuchaba con más nitidez. La luz comenzó entonces a disminuir, a atenuarse hasta que casi se apagó. Poco a poco perdía intensidad y se iba tornando amarillenta, y luego rojiza.

Bajo esa luz ya roja, intensamente roja, a través del umbral del que emergía, tuve la oportunidad de ver cómo se precipitaban a una sima sin fondo lo que a mí me parecían almas puras. Caían en un pozo de tormento y desesperación. No fueron mis ojos, sino mi espíritu, el que percibió un mal infinito al que esas almas estaban condenadas. Ese mal eterno me sobrecogió…

Las lágrimas afloraron y se deslizaron por las arrugadas mejillas de aquella mujer que valientemente rememoraba lo que nunca habría querido conocer ni recordar. Su nieta, sentada a su lado, la confortó poniéndole las manos en los hombros. Recobrado el aplomo, la anciana siguió hablando.

– He leído que esto les ha pasado a otras personas. Que no siempre la luz blanca es la última visión de quienes están a punto de morir, pero regresan. Que hay personas con otras experiencias.

– Lo que nunca antes había, sucedido, que la Iglesia sepa -mintió piadosamente el padre Cloister, que extrajo de su portafolios unos documentos del hospital-, es lo que a usted le pasó mientras se hallaba en coma.

– Así es, padre. Así es. Ninguno de los médicos pudo comprender cómo, en la cama de la Unidad de Cuidados Intensivos, vigilada permanentemente por una enfermera, los huesos de mis piernas pudieron quebrarse. Solos, sin motivo, dejándome así, inválida… Tengo miedo, padre. ¿Qué puede significar todo esto?

Albert Cloister no tenía una respuesta para esa pregunta. Ojalá la hubiera tenido. Ojalá hubiera sabido qué responder. Pero, como en tantas otras ocasiones, frente al horizonte de lo desconocido, sólo podía echar mano de su fe.

– Rece a Dios y no tenga miedo. Él nos dará las respuestas cuando lo crea conveniente. No tenga miedo.

Tendió sus dos manos a la anciana, que lloraba ahora amargamente. Sus pupilas buscaron las del sacerdote, como queriendo atravesarlas y descubrir en ellas la sinceridad de su respuesta. El miedo la atenazaba cada noche y cada día, en todo momento. Él trató de tranquilizarla. Pero también empezaba a sentir miedo. Un miedo sin forma que aún no había encontrado su auténtico motivo.

Un taxi llevó a Albert Cloister ante la catedral de Nuestra Señora de París. Tenía la necesidad de orar en ese magnífico templo erigido cuando los hombres rendían auténtico tributo a Dios. Dicen que la fe mueve montañas, pero es capaz de mucho más que eso. Puede incluso levantar montañas nuevas: las catedrales, montañas de piedra labrada, erigidas por fe. Y las toneladas de piedra de la catedral de Notre Dame habrían de aliviar el peso que notaba, grávido y opresivo, sobre su alma.

«TODO ES INFIERNO», recordó. Ésa era la inscripción grabada en el interior del féretro de aquel cura español del que tuvo que suspenderse el proceso de canonización. Sus huesos estaban rotos. Algo se los destrozó aún en vida. El hombre debió de ser enterrado en estado cataléptico y se despertó dentro del ataúd. Pero no pudo provocarse a sí mismo esas lesiones. Eso era imposible. El padre Cloister recibió el encargo de investigar el hecho. A finales del año 2000, de la Congregación para las Causas de los Santos había pasado a formar parte de un grupo de sacerdotes sin nombre oficial -todos ellos jesuítas, como él, al servicio directo del Papa-, que indagaban en lo prohibido, en los misterios paranormales y todo cuanto escapa a la comprensión humana y de la ciencia. Unos religiosos que actuaban a veces de incógnito, bajo falsas identidades cuando era necesario; hombres de fe versados en ciencia, tecnología, historia, mitos, simbología, lenguas antiguas, psicología, técnicas de espionaje. Un grupo de investigadores de lo más extraño entre lo extraño, para rechazar los enigmas y misterios definitivamente o transformarlos en incontrovertibles, que se llamaban a sí mismos «los Lobos de Dios». Sí, lobos, pues a veces hacen falta lobos para defender a los corderos del Señor.

Desde niño, Cloister había demostrado una aguda inteligencia y una genuina curiosidad por el mundo que lo rodeaba. Le encantaba leer libros en el tiempo en que sus compañeros de colegio miraban cómics. Siempre se sintió distinto. Primero para mal, pero luego, cuando comprendió los motivos, ya sin ninguna clase de sentimiento de inferioridad. Su jovialidad lo llevó a limar sus rarezas para agradar a los demás. Era un muchacho extrovertido que, sin embargo, no se sentía del todo a gusto en este mundo. Algunos chicos tenían ciertos reparos hacia él, y las chicas no le hacían demasiado caso. Siendo aún muy joven, casi sólo un chiquillo, sintió la primera llamada de la vocación sacerdotal. Su familia era una buena familia católica, aunque no muy religiosa. Él, sin embargo, tenía un gran aprecio por todo lo sagrado.

Una única vez sintió la tentación de abandonar esa senda. Fue con diecisiete años, durante un verano en un campamento mixto al que le habían enviado sus padres. Allí conoció a Paula Loring, una jovencita de su misma edad, de pelo rubio y grandes ojos verdes, que aparentaba tres o cuatro años más que él, y de la que se enamoró rendidamente. Se pasó la mitad de las vacaciones tratando de buscar un modo de hablar con ella sin que se le notara el rubor y el azoramiento. Cuando la veía, una luz invisible la rodeaba. Él era tímido con las chicas y aquello le superaba. Pero fue ella la que dio el primer paso. Era el año 1989, y sonaba en la radio el disco postrero de Roy Orbison, con su acento sureño. Una canción -She's a Mystery To Me- y una noche constelada, en medio de una pradera con un gran lago, rodeado de montañas, junto al fuego de una hoguera… Aquella chica le hizo más feliz de lo que nunca había llegado a soñar.

Las siguientes semanas fueron tan embriagadoras como el vino, tan dulces como la miel, tan alegres como una bandada de pájaros bajo el sol de la mañana. Fueron jornadas carentes de preocupaciones, en las que se respiraba la libertad que sólo la juventud puede dar a un espíritu. Albert sentía el amor como un dardo placentero que se hubiera hundido en su corazón hasta tocar el centro. Descubrió la sensualidad y el sexo. Pero el verano acabó, él volvió a Chicago, Paula a Filadelfia, y las hojas de los árboles cayeron. Ambos se prometieron escribirse, volver a verse, seguir amándose, continuar su relación tan perfecta.

Sin embargo, unos meses bastaron para que Albert se desengañara. Paula le escribía y le llamaba por teléfono al principio. Luego dejó de hacerlo poco a poco. El frío sustituyó al calor, y ese fin tan triste coincidió con el peor momento de la vida de Albert, la muerte de su hermano John.

John era su único hermano, cuatro años mayor que él. De niño, lo había idolatrado. En él veía un modelo que seguir. Era popular, siempre vencía en los deportes, las chicas lo adoraban, sacaba buenas notas. Hasta que, unos pocos años atrás, empezó a comportarse de un modo diferente. Abandonó a sus amigos y se encerró en sí mismo. Apenas salía, salvo cuando tenía que hacerlo para ir al instituto. Ya nunca se reía ni disfrutaba de nada. Un día reveló a sus padres la causa de su aflicción: se había dado cuenta de que era homosexual. Albert sufrió en silencio la destrucción en mil pedazos de su modelo. Cuando él lo supo, tenía sólo quince años, y su personalidad aún no estaba formada. Su padre habló con él y le dijo que no debía jamás burlarse de su hermano, ni pensar de él que hubiera hecho algo malo por su orientación sexual. Albert cumplió esa promesa. Por fortuna para John, sus padres eran comprensivos. Trataron por todos los medios de evitar sufrimientos a su hijo, pero no lo lograron. En la Navidad de 1989, John se suicidó arrojándose a las gélidas aguas del río Chicago desde el puente de la calle Monroe.

Dejó una nota con una sola palabra., dirigida a su familia, en la que había escrito una petición que reflejaba lo que él nunca se había dado a sí mismo: «Perdonadme».

Al año siguiente, Albert ingresó en el seminario de los jesuítas de Chicago. El golpe de la muerte de su hermano había sido fuerte y terrible. Y el amor no era lo que él esperaba. La vida es efímera. Hay muchas injusticias en el mundo y el mal acecha. Sólo la búsqueda del bien y de la verdad en Dios podía dar auténtico sentido a la existencia y anular la futilidad del tiempo que a cada ser humano le ha sido concedido.

Albert empezó a destacar en ciencias, por lo que, tras obtener el doctorado en teología, fue matriculado por su orden en la Universidad de Chicago, aquel lugar mítico donde Enrico Fermi puso en marcha el primer reactor nuclear de la historia. Sus calificaciones eran muy altas y su actitud satisfactoria. Enseguida, los superiores de la Compañía de Jesús se dieron cuenta de que el joven valía y tenía talento. Completada su formación, lo enviaron a Roma para servir en la Congregación para las Causas de los Santos. Pero luego le dieron un cometido más relevante, al que sólo accedían los más preparados, capaces y leales: los Lobos de Dios.

Albert sabía ahora cosas que antes ni siquiera sospechó. Procesos desconocidos de la mente humana, sucesos inexplicables, fuerzas más allá de lo explorado. Todo ello estimulante a la par que sobrecogedor. Pero siempre con la mirada puesta en el Altísimo, como muestras de su infinito poder y de su escritura recta en renglones torcidos. Todo lleva hacia Dios y todo participa de su Gloria, era lo que Albert Cloister pensaba. En aquella ocasión, sin embargo, un desasosiego profundo le impedía lograr la paz de espíritu en este mundo de guerra permanente; algo que siempre había logrado por encima de todo el dolor y los percances, de las dificultades o el peligro.

Ahora, y por primera vez, tenía auténtico miedo. Había visto el horror, pero siempre había podido encontrar una explicación. Ahora estaba desconcertado. La falta de razón de lo que veía le producía desasosiego y, sobre todo, miedo.

Tras unos minutos de oración en la nave central de Notre Dame, salió afuera y paseó largamente a orillas del Sena. Sumido en sus reflexiones, atravesó el Pont-au-Change y siguió caminando más allá de la lie de la Cité y de la lie Saint-Louis, en dirección sureste hacia la estación de Austerlitz. Necesitaba aclarar sus ideas. Aquellos huesos rotos del cura español, aquellos huesos rotos de la anciana que acababa de entrevistar… El dolor, las visiones terribles y ese hecho tan especial tenían que estar de algún modo conectados. «TODO ES INFIERNO.» ¿Qué significaba realmente esta frase? ¿Es el mundo un infierno y, tras la muerte, nos espera otra condenación, otro infierno? ¿Acaso Dios había renegado de sus criaturas por sus pecados y, cansado de perdonar, las condenaba sin misericordia? Pero… ¿y los justos? ¿Y los buenos?

En su portafolios de piel llevaba tres informes indirectamente relacionados con el caso que acababa de investigar. Todos ellos correspondían a personas con experiencias próximas a la muerte que habían visto, como la anciana dama francesa, algo más que la luz blanca que atrae pacíficamente a las almas. Algo maligno. Esta clase de experiencias correspondía aproximadamente a una de cada veinte, es decir, un cinco por ciento del total. En los reportajes de televisión sobre las experiencias cercanas a la muerte, o ECM, no solían incluirlas. A la gente no le gusta pasar miedo con cosas reales. Y a todos nos espera la muerte, tarde o temprano, quizá a la vuelta de la esquina. Es algo que la mayoría prefiere no pensar siquiera, aunque sea inevitable. O precisamente por eso.

Pero, en los casos que Cloister llevaba en su portafolios, ninguno de los entrevistados había despertado con los huesos rotos, ni había vuelto a la vida con lesiones inexplicables. Habían sido elegidos porque mostraban una presencia del mal muy acusada, incluso más de lo habitual en las experiencias negativas que componían ese cinco por ciento inquietante. Se trataba de personas normales. No había aparente explicación a sus visiones, como no hubo profanación en el caso del cura español ni la anciana sufrió en el hospital el ataque de ningún demente. Ambas cosas eran imposibles. Cloister se lo había repetido mil veces. Sólo se le ocurría que estas personas hubieran llegado más lejos en su viaje al otro lado. Tan lejos que incluso habían traído un daño físico al regresar… Pero eso era sólo una conjetura.

El padre Cloister se sentó en un banco junto al río. Estaba dejando de fumar, lo que no le resultaba nada fácil en ese momento. Se puso en la boca un chicle de nicotina y empezó a mascarlo mientras sacaba los informes de la cartera. Los colocó en orden de antigüedad: Marcial Bernárdez, jardinero peruano, año 1993; Edith Sommerfeld, ama de casa austríaca, año 1998; y Evelyn Taylor, directora de una agencia de modelos neoyorquina, año 2001.

MARCIAL BERNÁRDEZ MENA

Ciudad de Lima, Perú.

Jardinero al servicio del Estado.

Suceso acontecido el día 5 de febrero de 1993.

Entrevistado el día 28 de agosto de 1993.

Edad en el momento del suceso: 39 años.

Causa de su experiencia próxima a la muerte: Tras el accidente provocado por un corrimiento de tierras, por cuya causa el automóvil en que viajaba una cuadrilla de jardineros se despeñó, Marcial Bernárdez, que se encontraba entre ellos, se seccionó la columna vertebral. Inmovilizado por sus compañeros, la unidad de rescate tardó varias horas en llegar. Marcial Bernárdez sufrió un infarto durante el traslado al hospital y estuvo media hora sin pulso, bajo maniobras de resucitación llevadas a cabo por el equipo médico. Se le dio por muerto, pero aproximadamente una hora después, su corazón respondió de un modo espontáneo.

Extracto de su declaración: Después de la pérdida total de conciencia, la negrura absoluta invadió sus sentidos.

El entrevistado describió esa situación como un «pozo profundo». Sin percepción temporal, transcurrido un tiempo indeterminado, comienza a regresar, o eso es lo que él siente. Le parece escuchar sonidos y captar imágenes. Ve ante sí un túnel de paredes oscuras con una luz blanca al fondo, hacia arriba, con destellos. Un susurro, que lo inunda todo, lo llama y le pide que se acerque a la luz. Él lo hace, confiado. La aflicción de su espíritu ha desaparecido. Camina sin caminar, de un modo sutil, irreal. Alcanza una especie de disco blanco y lo atraviesa. El susurro amigable se convierte en un grito desgarrado. La luz disminuye y se torna roja. Ya no lo ciega, sino que puede ver desde una especie de atalaya… Lo que contempla le llena de pavor y lo estremece. Es algo que no se puede describir por comparación con lo conocido: sufrimiento sin forma, destellos que parecen convertirse en bocas anhelando la salvación. Y una sombra oculta entre las sombras. Ahí termina su experiencia. Al regresar sólo recuerda ese final, pero, sin saber por qué, está seguro de que hubo algo más.

EDITH FOERSTER-SOMMERFELD

Ciudad de Linz, Austria.

Ama de casa, antigua dependienta de una floristería.

Suceso acontecido el día 31 de enero de 1998.

Entrevistada el día 15 de marzo de 1998.

Edad en el momento del suceso: 60 años.

Causa de su experiencia próxima a la muerte: Paro cardíaco producido por una descarga eléctrica en la cocina de su casa, estando sola hasta que fue hallada por uno de sus hijos a la hora de comer. Tiempo sin pulso, indeterminado. Seguramente estuvo así varias horas, pero se dio una circunstancia inusual. Al caer en la cocina, golpeó la puerta que daba al patio trasero de la casa y ésta se abrió. Cuando la encontraron, la temperatura de la estancia era próxima a los cero grados. La posible influencia de este hecho no ha sido aclarada satisfactoriamente por los facultativos.

Extracto de su declaración: Queda sumida en la oscuridad total de un modo repentino, seguido de una especie de destello, seguramente propiciado por el shock eléctrico. Después, de un modo que podría definirse como «a cámara lenta», se va haciendo una tenue y nebulosa luz, y van desfilando familiares y amigos de la accidentada, ya fallecidos. La sensación no es de miedo, ni de euforia. Antes bien, el espíritu de la señora Sommerfeld se halla en un estado de ausencia de emociones. Esto varía cuando, de pronto, la luz aumenta y se focaliza en un punto. Se forma un túnel hacia él. Ahora la emotividad aflora, el deseo de ir hacia la luz y abandonar el mundo de la vida terrenal, física. Pero una nueva fuerza pugna por evitar ese viaje final: los hijos de la señora, cuya presencia inmaterial hace que el traslado hacia la luz no sea placentero. Sin embargo, ella continúa hasta que un terrible desasosiego se apodera de su espíritu. Ve cuerpos mutilados, deformes. Una presencia maligna concurre a la escena, como un ser de fuego, aunque con forma poco definida, salvo sus ojos. Son ojos inexpresivos, calmos, pero terroríficos. En el último momento, la señora Sommerfeld se vuelve y recibe un renovado impulso hacia sus hijos, que lloran su muerte. Así vuelve a la vida, con la terrible sensación de que los ojos rodeados de fuego esconden un secreto que ella no llegó a conocer, pero que estaba allí y que supera con creces cualquier horror imaginable.

EVELYNTAYLOR

Ciudad de Nueva York, Estados Unidos.

Directora en América de la agencia de modelos Gloria Tebaldu

Suceso acontecido el día 27 de septiembre de 2001.

Entrevistada el día 23 de noviembre de 2001.

Edad en el momento del suceso: 52 años.

Causa de su experiencia próxima a la muerte: Presenta una reacción alérgica a un alimento ingerido en un restaurante japonés. La reacción es tan virulenta que empieza a mostrar los síntomas durante la misma cena. Los servicios de asistencia médica consiguen estabilizarla y la ingresan en estado crítico. Tras dos días en la Unidad de Cuidados Intensivos, fallece. Su reanimación espontánea acontece en el depósito de cadáveres.

Extracto de su declaración: Se ve a sí misma desde el exterior. Los médicos actúan sobre ella, tratando de salvarla. Afuera, las personas que aguardan el desenlace, lloran desconsoladas. Ella intenta acercarse para consolarlas, para decirles que está bien. Pero no oyen su voz. Nadie se da cuenta de su presencia. Una sensación de opresión, más que de miedo, se apodera de la señora Taylor, que trata de regresar a la Unidad de Cuidados Intensivos. Su cuerpo está en la cama, sin vida. Por fin lo comprende. Entonces percibe un impulso hacia arriba. A medida que asciende y se aleja del hospital y del mundo, la oscuridad va inundando su campo visual. Ahora no hay referencias. Flota en un lugar sin tiempo ni espacio reales. De repente, en una lejanía imposible de estimar, comienza a distinguir una especie de procesión de personas grises. Casi no hay luz, no puede apreciar los detalles. Todos van hacia un sitio con forma rectangular. Es su propia fosa. Lo comprende cuando ve el ataúd y, ya con algo más de iluminación, los rostros de sus familiares y amigos. Una vez más trata de comunicarse con ellos, les grita sin efecto alguno. No ve ninguna luz blanca ni un túnel; tampoco escenas de su vida. Lo que presencia es cómo las personas que asisten al fantasmal entierro empiezan a envejecer muy rápidamente, y a medida que desaparecen tragados por un hueco invisible, profieren un alarido de pánico. Nota también la presencia de una sombra inmaterial, una conciencia que observa desde la negrura. Esa presencia maligna es quien lo dirige todo.

El mal estaba siempre ahí, omnipresente, en las tres declaraciones. Aunque fuese terrible de admitir, era como si sólo quien llegaba a ver más allá, quien alcanzaba un cierto umbral prohibido a la mayoría, tenía una visión completa: túnel, luz blanca, paz, tranquilidad, alegría, y luego oscurecimiento, luz roja, terror, desesperanza… Sobre todo desesperanza. Y algo más. Algo más que ninguno de ellos recordaba, pero que todos estaban seguros de haber percibido. Algo que se había borrado de sus mentes, quizá como acto de protección. O quizá por un motivo. Pero ¿cuál?

Otras investigaciones más antiguas, que habían estado desperdigadas, tenían también un sentido similar. Buscando como un ratón de biblioteca en los archivos del Vaticano, con ayuda de varios expertos en documentación, ante Cloister habían ido apareciendo declaraciones, informes, referencias a hechos del pasado semejantes. Las primeras de esas referencias se perdían en la noche de los tiempos, cuando los sacerdotes egipcios se golpeaban en zonas vitales de la cabeza para inducir una muerte reversible -que no siempre lo era- y echar una ojeada al mundo de los muertos. Sus relatos contenían a veces el testimonio de personas aterrorizadas frente a una visión del mal sin forma, una sombra oscura sin rostro. Más tarde, algunos monjes de la Edad Media referían experiencias similares. Incluso un médico inglés del siglo xix, que acabó sus días en la cárcel por sus prácticas poco ortodoxas, imitaba a los sacerdotes egipcios con los enfermos mentales del hospital psquiátrico que dirigía.

En suma, los casos no eran muchos en cantidad, pero su carga de sentido resultaba abrumadora y apuntaba siempre hacia una dirección que nadie había logrado determinar. Todavía.

El padre Cloister recordó los más importantes entre aquellos casos. Eran para él como los restos de un naufragio, que se resisten a ser tragados por las aguas y, en su pugna con el océano, emergen en parte a la superficie, esperando que alguien los rescate; aunque hay veces que lo que se encuentra hubiera sido mejor no encontrarlo, del mismo modo que en ocasiones se desea algo que es mejor no conseguir. Pero Albert Cloister, hombre de sólida fe en Dios, tenía una fe aún más sólida: la verdad.

Su tesis, por la que obtuvo el doctorado cum laude en teología, acababa en una frase en apariencia incompatible con la religión, que, por el contrario, bien entendida, quizá era el fundamento racional de la más profunda y sólida creencia humana: «La fe nos conduce a la verdad y la verdad no necesita creyentes; porque la verdad no necesita a la fe, pero la fe sí necesita a la verdad».

La verdad era lo único que él buscaba. Lo único por lo que estaba dispuesto a realizar cualquier sacrificio.

Desde que abandonó Notre Dame, los minutos habían ido pasando hasta formar horas enteras. Estaba a punto de anochecer. El crepúsculo empezaba a dar paso a la oscuridad. El padre Cloister salió del pozo de sus pensamientos, guardó los papeles en la cartera y se levantó para marcharse, caminando lentamente. Las aguas del río corrían, ajenas a sus cavilaciones. Nunca las aguas de un río son las mismas que en un instante anterior. Y, sin embargo, los pensamientos que llenaban la mente de Albert Cloister, densos como la brea e igual de oscuros, podrían haber hecho detenerse el flujo del Sena en cualquier imaginación. Se sentía abrumado e inquieto. Antes de regresar al colegio en que lo había hospedado su congregación, entró en un bar y compró un paquete de cigarrillos.

Capítulo 6

Boston.

Audrey tenía su consulta en la distinguida zona de Back Bay. Estaba en un edificio rehabilitado del siglo XVIII, que aunaba la elegancia de una época ya pasada con las comodidades de los tiempos modernos. Lo mismo se aplicaba a la propia clínica. Maderas costosas cubrían las paredes, hasta media altura, dejando espacio, más arriba, para cuadros de escenas idílicas. En el despacho de Audrey, la alfombra que separaba su mesa del inevitable diván donde se acomodaban sus pacientes, era una pieza genuina traída de Irán, la antigua Persia. Y, teniendo en cuenta su valor, podría jurarse que en verdad sería perfecta si no fuera por ese único nudo mal hecho adrede, que en las más excepcionales alfombras evita la perfección. No se puede desafiar a Dios tratando de hacer las cosas como él las haría. Eso siempre tiene un precio. A Dios no le gusta la competencia. Además, detesta las recriminaciones, por justas que sean. Es lo que Audrey creía. Y pensaba tener buenas razones para ello.

No había sacado mucho en claro de su primera conversación con Daniel. Apenas logró sonsacarle datos sueltos acerca de sus pesadillas. Lo que había averiguado sobre su estado mental fue gracias a lo que le contaron la madre superiora y otras monjas, más que a lo que Daniel le reveló. No era un buen principio, desde luego. Aunque, en su profesión, los principios raramente eran buenos -tampoco los finales-, y ¿qué otra cosa podía esperarse siendo Daniel retrasado mental? La religiosa había llamado cruel a Audrey por insinuar que de nada le serviría la psicoterapia al anciano jardinero, pero esa era la cruda verdad. ¿Y no dicen que la verdad te hace libre? Los argumentos no tenían importancia, sin embargo. Ésta era una guerra perdida de antemano. Resultaba difícil negarse a los ruegos de la madre superiora. Así es que, en una semana, tendría otra infructuosa conversación con su paciente retrasado y su flor muerta. Audrey había querido poner por escrito sus impresiones sobre Daniel, como era habitual hacerlo con los otros pacientes. El dossier mostraba su nombre, «Daniel Smith», y la fecha de ese día estampados en la portada. De modo rutinario, Audrey repasó sus notas leyéndolas en voz alta:

1. El paciente muestra lo que parece ser un caso claro de estrés postraumático, debido al incendio que devastó el lugar donde había residido durante toda su vida. A su agravamiento contribuyen otros factores: el hecho de haber estado a punto de fallecer, las secuelas físicas que le han quedado y el cambio de entorno al pasar a vivir en un lugar completamente nuevo.

2. El trauma parece manifestarse sobre todo en la forma de terribles pesadillas. Este síndrome confusional nocturno puede considerarse sintomático, ya que las pesadillas incluyen elementos que es posible asociar con la causa principal del trauma: el incendio (ver Nota 5, sobre el contenido de las pesadillas).

3. El paciente es retrasado mental. Por tanto, resulta plausible que no tenga plena consciencia de lo que le ha ocurrido y que los síntomas más severos del trauma se muestren así en una fase inconsciente, mientras duerme. De ahí la virulencia de las pesadillas. Otro posible síntoma, como la elusión de preguntas que tienen relación directa con el incendio -y también preguntas sobre las pesadillas, que están relacionadas con él indirectamente-, no puede ser confirmado por el momento como resultante de un estrés postraumático. El retraso mental del paciente impide sacar de ello las conclusiones que sí podrían obtenerse de un patrón estándar de comportamiento.

4. El paciente muestra un exagerado apego hacia una planta muerta, que es lo único que le queda de su vida anterior al incendio. Este ejemplo de emotividad desproporcionada podría ser también un síntoma de estrés postraumático, aunque se ha confirmado que el paciente ya mostraba el mismo comportamiento antes del incendio. De nuevo, el retraso mental supone una barrera en el diagnóstico y, sobre todo, en un eventual tratamiento psicológico.

5. Los datos que el paciente ha dado sobre las pesadillas son escasos y dispersos, aunque en ellos parece existir un cierto grado de conexión. Habló de plantas y animales muertos, de ríos secos y campos desolados (¿por un incendio?); también, de cielos «rojos como sangre» -frase textual- (¿el rojo de las llamas?).

Tratamiento farmacológico recomendado: continuación del suministro de ansiolíticos, y administración conjunta con antidepresivos. En el caso de que los síntomas no remitan, considerar el empleo de neurolépticos.

Audrey cerró el expediente y luego se restregó los ojos con las manos. Se sentía exhausta. Los problemas de los demás la agotaban, y eso no era bueno para su labor de psiquiatra. Pero… ¿qué más daba? ¿Qué le importaba ya nada, en realidad, desde aquella tarde de verano de hacía cinco años en que su hijo desapareció sin dejar rastro?…

Tenía que espantar esos pensamientos. Hay recuerdos que duelen y que no conviene desenterrar.

– Desenterrar -musitó.

Qué poco apropiada era esa palabra tópica para unos recuerdos que nunca habían muerto, ni habían sido enterrados. Con una expresión dolida en el rostro, Audrey se levantó de su butaca de cuero para dirigirse a la ventana del despacho. Era amplia, con un marco blanco de madera rematado por un arco suave. La tranquilizaba contemplar el tráfico de la avenida Commonwealth, cuyo bulevar central estaba flanqueado por una hilera de árboles y bancos. Cuando nevaba, como ocurrió unos días antes, los parches de hierba de ambos lados se cubrían de una capa blanca. Sobre ella, era normal ver al final del día una feliz mancha multicolor de niños, que se lanzaban bolas unos a otros y hacían muñecos de nieve.

Unos jóvenes pasaron por delante de los ojos de Audrey, en la calle, y sintió envidia de ellos. Seguramente fueran estudiantes de la Universidad de Boston. Muchas de sus instalaciones se levantaban a lo largo de la avenida Commonwealth. Los jóvenes eran tres: dos chicos y una chica. Iban embutidos en sus abrigos. La palidez de sus rostros, debida al frío, se compensaba por unas saludables manchas rojizas en los carrillos y, sobre todo, por una expresión de entusiasmo, difícilmente contenido, que se debía al mero hecho de estar vivos, de vivir. Audrey también fue así una vez. Ella, y sus amigos Zach y Leo. Los tres tenían esa arrogancia imprescindible para quien pretende cambiar el mundo, la confianza plena en que el futuro le depara a uno grandes cosas. Pero habían salido derrotados. El mundo no cambió. Cambiaron ellos. Y se hicieron mucho peores de lo que eran.

En el cristal de la ventana, Audrey vio el reflejo de su sonrisa amarga. Se sentía tan sola… Leo llevaba muerto nueve años. Su corazón se negó a seguir aguantando un cuerpo de ciento veinte kilos de peso con el hígado destrozado por el alcohol. A Leo lo dejó tirado su corazón; y a ella fue Zach quien la abandonó, tras enterarse de que estaba embarazada. «No quiero ser responsable de nadie», le dijo el muy bastardo, que no pensó en eso mientras se divertían en el asiento de atrás de su Chevrolet.

– La vida es una mierda -dijo Audrey, justo en el momento en que unas alegres risas le llegaban desde la avenida, atenuadas por el cristal.

Era el fin de la tarde de una jornada que había amanecido lluviosa y gélida. El paraguas de Audrey la separaba de un cielo gris con el que su aspecto sombrío no desentonaba. Pronto, hasta ese tímido gris desaparecería, cuando la noche se llevara consigo la poca luz que trajo el amanecer. Su agenda había estado repleta de sesiones de terapia. Un maníaco suicida, tres obsesivo-compulsivos y dos alcohólicos le habían contado sus más profundas miserias con todo detalle. Podría decirse que había sido un mal día, si no lo fueran todos. Y aún le quedaba otra sesión todavía más absurda que las anteriores.

Cuando llegó a la residencia de ancianos de las Hijas tle la Caridad, la madre superiora le indicó que Daniel estaba en su habitación, y hacia ella se dirigía Audrey. El estrecho corredor que llevaba a los cuartos de los ancianos le pareció claustrofóbico como nunca. El suelo, cubierto por baldosas de dos tonos de verde, estaba gastado por demasiadas limpiezas con desinfectantes baratos. Pero incluso por encima del hedor de la lejía, se detectaba en el aire el tufo propio de la enfermedad y la decrepitud.

No era la primera vez que se planteaba abandonar aquella penosa tarea que ella misma se había impuesto. Y nadie, ni siquiera la madre superiora, podría echárselo en cara si lo hiciera. Pero no podía dejarlo. Tenía que seguir obligándose a acudir a la residencia y a donar dinero para obras de caridad. Sólo así podría demostrarle a Dios cuánto se había equivocado al castigarla, arrebatándole a su hijo por lo que ocurrió en Harvard cuando ella era todavía una simple estudiante. «Fue un accidente, un horrible accidente», se repitió, como había hecho miles de veces.

Se sintió aliviada al llegar a la habitación de Daniel. Centrarse en lo que había venido a hacer a la residencia la permitiría alejar su mente de esos recuerdos dolorosos. Al entrar, vio que el anciano estaba sentado en la cama, con un rostro cansado pero risueño. Desde el interior del cuarto de aseo, una voz masculina canturreaba:

– Mirará hacia ti y te sonreirá. Y sus ojos dirán que tiene un jardín secreto, en el que todo lo que tú deseas, todo lo que necesitas, estará para siempre…

El agua del grifo dejó de correr. Ante los ojos de Audrey apareció un hombre con la rosa de Daniel entre las manos. Había estado regándola.

– … a un millón de millas de distancia -terminó Audrey el verso de la canción, con nostalgia en la voz.

– Es una buena canción, ¿verdad?

– Es una canción triste.

– Lo triste es cómo la canto yo… -Tras devolver la maceta a Daniel, el bombero ofreció a Audrey su mano derecha-. Joseph Nolan.

– Audrey Barrett.

– Audrey regó… mi planta -intervino Daniel.

– ¿De veras? -dijo el bombero.

– ¿Es usted familiar de Daniel?

A Audrey le había parecido entender que éste había sido abandonado en un convento de las Hijas de la Caridad y que nunca llegaron a descubrirse sus orígenes, pero quizá estuviera confundida. Daniel parecía mostrarse tan distendido y confiado en presencia de aquel hombre…

– Bueno, supongo que puede decirse que he entrado a formar parte de su familia -dijo Joseph-. Yo lo rescaté del incendio del convento.

– Y encontró mi… rosa.

Joseph le dirigió a Daniel una sonrisa afable, y dijo:

– Sí. Eso también. Estaba entre los escombros.

– Así es que usted es bombero.

– «Servir, sobrevivir y volver a casa.»

– ¿Es ése su lema?

– Es lo más parecido a un lema que tenemos en mi unidad, sí.

– Ya…

El tono de Audrey era tan seco, y sus preguntas y respuestas tan cortantes, que Joseph empezaba a sentirse incómodo. Y eso que, hasta que entró aquella mujer, estaba de un humor excelente. Daniel era todo un personaje, a pesar de sus limitaciones, y las visitas de Joseph a la residencia se habían hecho cada vez más habituales y prolongadas. La verdad era que le había cogido cariño al viejo. Eso era otra prueba de que su ex mujer no tenía razón al afirmar que las únicas cosas que él amaba, en este mundo, eran su guante de béisbol con el autógrafo de David Ortiz y el colgajo de su entrepierna.

Audrey se quedó mirando al desconocido en espera de alguna clase de respuesta que, por el momento, no llegó. Sí vio en su rostro, no obstante, una sonrisa picara, casi desvergonzada, que, con toda seguridad, no iba dirigida a ella. El silencio se mantuvo. A Audrey le resultaba muy difícil prolongar conversaciones normales e intrascendentes; sobre todo con miembros del sexo opuesto. Desde hacía demasiados años, todos los hombres con los que hablaba eran colegas de profesión o pacientes suyos, a excepción de algún que otro fontanero, pintor o electricista que pasaban para hacer arreglos en su apartamento o su consulta. Le faltaba soltura para decir cosas triviales y no pretendía comentar con nadie las que no lo eran.

– Audrey quiere que… le cuente… mis sueños -dijo Daniel, acabando al fin con el incómodo silencio.

– ¿Es usted una loquera? No lo parece, -dijo Joseph, colocándose de espaldas a Daniel y hablando en voz baja.

– Quizá sea porque no soy loquera, sino psiquiatra -respondió Audrey, también en voz baja.

– Sí, claro. Perdone. No pretendía ofenderla.

Audrey se dio cuenta de que estaba siendo desagradable con Joseph de un modo injustificado. El hombre era simpático, aunque pareciera algo rústico. Y, además, no todo el mundo estaría dispuesto a pasar la tarde con un anciano retrasado como Daniel, sin tener ninguna obligación de hacerlo. Aunque curiosamente ella sí.

– No me ha ofendido. Supongo que soy una especie de loquera, después de todo. «Escuchar locuras, no enloquecer y volver a casa.» Ese es nuestro lema.

Con una mezcla de sorpresa y satisfacción, Audrey escuchó la risa de Joseph ante su broma. Las risas eran algo a lo que tampoco estaba ya acostumbrada. Ella misma logró esbozar una sonrisa leve, que devolvió la luz por un instante a sus hermosos ojos verdes. Daniel, que no se había enterado de lo que estuvieron hablando, también sonrió.

Acabadas las risas se produjo un nuevo silencio, que otra vez fue roto por el jardinero:

– Yo no quiero contar… mis sueños. Son malos… Son sueños malos.

– Por eso tienes que contármelos, Daniel -dijo Audrey, recuperando enseguida su actitud profesional-. Para que, juntos, podamos ahuyentarlos.

– ¿Ahuyen… tarlos?

Daniel no se mostraba nada convencido, a pesar del argumento y la vehemencia de Audrey. Ésta se dio cuenta de ello y prosiguió:

– Es como cuando hay bichos en las plantas. No puedes cerrar los ojos y confiar en que desaparezcan solos, ¿me entiendes, Daniel? Tienes que enfrentarte a ellos.

– Y echarles… inse… insec…

– ¡Insecticida! Eso mismo -terminó Joseph la palabra, demasiado complicada para Daniel. Y, en un arrebato de inspiración, añadió-: Tienes que contarle tus pesadillas a la doctora, porque ella es la que tiene el insecticida para matarlas.

La psiquiatra sonrió. Aquel rudo bombero quizá tuviera algo dentro de la cabeza, después de todo. Había logrado explicar a Daniel la situación de un modo comprensible para él.

– ¿Sí? ¿Ella… tiene el insec… tida?

No estaba claro si la pregunta de Daniel iba dirigida a Joseph, a Audrey, a sí mismo o a su querida rosa. Pero Audrey supo en ese preciso instante que iba a acceder a hablar con ella y contarle sus pesadillas. Y un escalofrío le recorrió la espalda.

Ya que el bombero le había ayudado a convencer a Daniel y que éste confiaba en él, Audrey decidió permitir que Joseph estuviera presente en la sesión. También decidió que hablarían en el propio cuarto de Daniel. Encontrarse en un medio relativamente familiar para él quizá facilitara las cosas. Antes de empezar a hablar con el anciano, Audrey le susurró a Joseph al oído: «No intervenga en ningún momento». Él asintió con la cabeza, a modo de respuesta.

– Muy bien, Daniel -dijo Audrey-. ¿Has tenido más… sueños malos esta semana?

– Sí

– ¿Y sigue habiendo en ellos campos quemados?

Tras reflexionar sobre eso, Daniel contestó:

– No están quemados… Están muertos… Todo está… muerto.

– ¿Qué es «todo»? ¿Qué más aparece en tus sueños?

– Había flores… árboles, ani… males, peces, hierba.

– ¿Todo estaba bien, y de repente las plantas y los animales empezaron a morir?

– Los animales… se mataron.

– ¿Quieres decir que se mataron unos a otros?

– Sí.

Audrey hizo unas anotaciones antes de proseguir:

– ¿Y qué le pasó a lo demás? ¿Cómo murieron las plantas?

Esta vez, la reflexión de Daniel le llevó algo más de tiempo.

– Creo que… las mató… él.

Tanto Audrey como Joseph notaron el miedo que invadió el rostro de Daniel. Hasta ahora se había mostrado tranquilo, pero la mención de ese «él», hecha en un susurro casi inaudible, lo alteró de un modo drástico. El jardinero estaba pálido y se removía, inquieto en la cama donde se hallaba, sentado. Cuando fue a hablar de nuevo, le sobrevino un ataque de tos, que no remitió hasta pasado un buen rato. Para entonces, su cara estaba congestionada por la brusquedad de los estertores, y los ojos aparecían enrojecidos y llorosos.

– Bebe un poco de agua -dijo Joseph, que le ofreció a Daniel un vaso de la mesilla de noche.

Acababa de romper la norma impuesta por Audrey de no intervenir en la conversación, pero suponía que aquello no contaba. Y si no era así, le daba igual. Empezaba a arrepentirse de haber ayudado a convencer a Daniel para hablar con aquella psiquiatra. El desdichado ya había sufrido bastante y no estaba en condiciones de sufrir más. Esa expresión de pánico que Daniel tenía justo antes de las toses…

– ¿No cree que es mejor dejarlo por hoy? -dijo el bombero a Audrey.

– ¿Puedes continuar, Daniel? -preguntó ésta.

Las toses habían conseguido preocuparla. Por un momento incluso llegó a pensar que el anciano iba a sufrir un colapso. Pero, ahora, Daniel parecía encontrarse aceptablemente bien otra vez y ella no quería interrumpir la sesión justo cuando empezaba a tener un cierto interés.

– ¿Tengo que… seguir? -preguntó Daniel.

Audrey y Joseph contestaron al mismo tiempo, aunque sus respuestas fueron bien distintas. El dijo «Claro que no», y ella «Deberíamos seguir». No se entendió ninguna de las dos contestaciones, pero intuyendo que Joseph iba a sugerir que lo dejaran, Audrey se adelantó diciendo:

– ¿Quién es él? ¿Quién es el que hizo que las plantas se murieran?

– No lo sé.

– ¿Y por qué pien…?

– Pero es… malo. Me… habla en mis sueños. Y… a veces… también cuando estoy… despierto.

La psiquiatra escribió nuevas notas en su bloc. Mientras tanto, Joseph se mantuvo en silencio. El anciano necesitaba ayuda psicológica, de acuerdo. Aquella confesión inesperada era la prueba de ello.

– ¿Está hablándote ahora esa persona? -quiso saber Audrey.

En otras circunstancias hasta podría haber resultado cómico el gesto de Daniel, con los ojos entrecerrados y la barbilla un poco levantada, aguzando el oído. Joseph desvió la mirada para ahorrarse la triste escena.

– Ahora… no habla.

– ¿Qué te dice cuando te habla?

– No me… acuerdo.

– Haz un esfuerzo, Daniel, por favor. Es importante.

Al jardinero se le veía angustiado. Pero hizo lo que Audrey le pedía. Casi era posible sentir a su disminuido cerebro trabajando, haciendo lo posible por sacar de sus profundidades algún recuerdo. La psiquiatra le dio su tiempo. No quería apremiarlo. Mientras esperaba la respuesta de Daniel, se dedicó a releer las notas que había tomado en lo que llevaban de sesión. Joseph, por su parte, estaba de espaldas a ellos, mirando por la única ventana del cuarto, sin distinguir nada en la sólida oscuridad del jardín.

Daniel respondió finalmente. Pero lo hizo con una voz extraña y amenazadora:

– ¿Cuáles son las tres mentiras, Audrey?

Joseph se volvió bruscamente. Sin duda esas palabras habían salido de la boca del jardinero, aunque no parecían haber sido dichas por él. Esta vez no hubo silencios ni vacilaciones. Daniel habló con un aplomo inusitado e inquietante.

– ¿A qué te refieres, Daniel? -preguntó Audrey.

– ¿Qué le pasa? -dijo Joseph, muy preocupado.

Audrey le hizo callar con un gesto violento de la mano y una mirada breve y dura.

– Pero no son tres las mentiras, sino cuatro, ¿no es cierto, Audrey?

Habló de nuevo esa voz desagradable. A su gélido tono se le había unido ahora una falsa condescendencia. Daniel le guiñó un ojo a Audrey en señal de una complicidad igual de fingida.

– ¡Se acabó! -dijo Joseph-. ¡Despierta, Daniel!

Era una petición absurda, ya que Daniel no estaba dormido. Ni siquiera estaba hipnotizado, o algo similar, como esas personas que aparecían de vez en cuando en la televisión. Pero la demanda respondía con exactitud a lo que estaba sintiendo Joseph en ese momento. Aquel no era Daniel, y éste tenía que despertarse para volver del sitio donde se hubiera metido.

Daniel volvió. Y lo hizo en el mismo punto en el que estaba justo antes de entrar en esa especie de trance, cuando Audrey le pidió que hiciera un esfuerzo para recordar lo que le decía la voz de sus sueños.

– Yo… no… me acuerdo.

– ¿Eres tú, Daniel?

Estas palabras de Joseph eran una afirmación llena de alivio y no una verdadera pregunta.

– Claro… que soy… yo, Joseph.

– Claro que sí, campeón.

– ¿Puede callarse de una vez y dejarme hablar a mí? -irrumpió Audrey-. Ya ha hablado bastante por esta tarde.

Estaba furiosa. No tenía que haberle dejado asistir con ella a la sesión. Lo había estropeado todo, el muy imbécil.

– ¿Qué pretendía que hiciera? No podía quedarme ahí mirando mientras…

Audrey agarró a Joseph por la manga de su jersey, le obligó a acompañarla hasta la puerta de la habitación y salió con él afuera. Allí, le dijo enfurecida:

– ¡No podía quedarse ahí mirando qué, pedazo de palurdo! ¿Qué cree ese cerebro de mosquito suyo que iba a ocurrirle a Daniel? ¿Que iba a empezar a darle vueltas la cabeza, como a la niña de El exorcista?… -Audrey levantó un brazo y señaló con el dedo hacia el interior del cuarto de Daniel-. Ese hombre que está ahí dentro ha sufrido un trauma. Dios sabe qué le habrá hecho a su débil cerebro. Padece un estrés postraumático severo por culpa del incendio del que usted le salvó y, por lo que acabamos de ver, es posible que, además, tenga personalidad múltiple o que sea esquizofrénico. No ha ocurrido nada extraordinario en esa habitación, señor Nolan. Yo veo cosas así todos los jodidos días.

– Pues lo siento mucho por usted.

La sinceridad de esa afirmación desarmó por completo a Audrey.

– Yo también lo siento, créame. -Audrey suspiró y dijo-: Lamento haberle gritado.

– ¿Y qué me dice de haberme llamado palurdo y cerebro de mosquito?

– Sí, eso también lo lamento.

Joseph tendió la mano a Audrey. Ella tenía razón. Se había comportado como un palurdo con cerebro de mosquito.

– ¿Hacemos las paces?

– Claro.

– Entonces la invito a un café. -En esta ocasión fue él quien se adelantó a Audrey al decir-: Y no molestemos más a Daniel por hoy, ¿de acuerdo? Déjele descansar. Lo necesita.

– Está bien. Pero más le vale que ese café suyo sea bueno.

Resultó ser un café pésimo. Los barrios humildes no tienen locales con café expreso. Después de una conversación que no duró demasiado, Audrey se dirigía de vuelta a su casa. Llevaba encendida la radio de su Mercedes CLK, pero no iba atenta a la cadena de música que tenía sintonizada. Su cabeza estaba ocupada rememorando esa conversación. Joseph la interrogó sobre el asunto de las tres mentiras a las que se había referido Daniel. «¿Cuáles son las tres mentiras, Audrey?», había preguntado el viejo jardinero, cuando dio la impresión de transformarse súbitamente en otra persona. Audrey, algo confusa, le dio a Joseph la única explicación que se le ocurría:

– Hay una estatua en la Universidad de Harvard en la que puede leerse «John Harvard, fundador, 1638». Todos allí la conocen como la «Estatua de las Tres Mentiras», porque ni el hombre de la estatua es John Harvard, ni él fundó la universidad, que lleva su nombre, ni Harvard se fundó en 1638.

– ¿De veras? Pues no sirve de mucho esa estatua, ¿eh?

– Bueno. Dicen que da suerte tocarle los pies. Leo… un amigo mío de la universidad lo hacía siempre que pasaba junto a ella.

– ¿Y la estatua le daba suerte?

– No -dijo Audrey, que, en un susurro, añadió-: No nos la dio a ninguno aquella noche.

– ¿Qué?

– Decía que no, que no le dio suerte. Mi amigo Leo murió de un infarto hace unos años.

– Oh, vaya, lo siento.

– Son cosas que pasan…

– Y suponiendo que Daniel se refiriera a esa estatua con lo de las tres mentiras, ¿a qué venía eso? Quiero decir, ¿por qué se le ocurrió hablar de ello?

– Probablemente quería llamar la atención. En estos casos, a veces, el paciente se hace… -Audrey buscó la palabra correcta- una especie de exhibicionista.

– ¿Quiere decir que trataba de impresionarla?

– Algo así.

– Ya. Pero… ¿no le parece que es algo demasiado complicado para Daniel? Primero, él tendría que haberse enterado de que usted estudió en Harvard, además tendría que conocer la historia de esa «Estatua de las Tres Mentiras», y por último tendría que ser capaz de asociar una cosa y la otra para soltarle esa pregunta. No sé… A mí me parece que algo no encaja.

– Estos casos son más complejos de lo que parece. No es inaudito que un paciente con personalidad múltiple muestre aptitudes en algunas de sus personalidades que no están presentes en las otras. En ocasiones hasta se dan diferencias físicas entre ellas. Una vez tuve el caso de una mujer que tenía una visión normal en una de sus personalidades, y que, sin embargo, era miope en otra. La mente es un misterio, señor Nolan. Esto no es sólo una frase bonita. La mente es un misterio de verdad. Es posible que Daniel se enterara por alguna de las monjas de que yo había estudiado en Harvard, y no es tan improbable que él conociera la historia de la estatua. Al fin y al cabo, lleva viviendo en Boston toda la vida. Y de hacer la conexión entre una cosa y la otra, puede que se ocupara ese otro Daniel.

Esta última explicación convenció a Joseph. De hecho, estuvo a punto incluso de convencer a la propia Audrey. Hasta puede que lo hubiera hecho si no fuera por el otro comentario que hizo Daniel y que Joseph parecía no recordar. El comentario fue «Pero no son tres las mentiras, sino cuatro, ¿no es cierto, Audrey?». Y era cierto, sí, porque ella ocultaba una mentira. Un secreto sobre algo que ocurrió una noche en Harvard, hacía catorce años, precisamente junto a la Estatua de las Tres Mentiras…

Capítulo 7

Roma, Italia

La Compañía de Jesús, cuyos integrantes eran conocidos como jesuitas, había caminado siempre por una cuerda floja en sus relaciones políticas con los distintos estados y con la propia Santa Sede. A lo largo de la historia, la Orden sufrió la expulsión de muchos países, fue rechazada y combatida. El sentido progresista de sus miembros los había llevado incluso a ser tachados de izquierdistas en lugares como Suramérica, aunque, contrariamente, para muchos eran tradicionales siervos de Dios. Sus votos incluían la obediencia directa al Papa, y sin embargo muchos papas los habían despreciado. Seguían una estricta formación, que duraba diez años. Estudiaban filosofía y teología, pero también ciencias, y estaban siempre abiertos a conocimientos heterodoxos, como la parapsicología, la ufología o el ocultismo.

Por eso no era de extrañar que el grupo religioso más fronterizo del Vaticano, que se dedicaba a investigaciones que otros, en su ignorancia y su temor, consideraban absurdas o ridiculas, estuviera formado por jesuitas. Los Lobos de Dios habían nacido en 1970, al abrigo del papa Pablo VI. A su muerte, ya con Juan Pablo II en la silla de Pedro -y tras el breve pontificado de Juan Pablo I-, el papa polaco a punto estuvo de disolver el grupo. Los jesuítas no eran precisamente de su agrado, y por eso la cuestión se saldó con un cambio de cabeza. El primer prefecto de los Lobos de Dios fue un vascofrancés, monseñor Virgile Guethary, con quien la nueva cúpula de poder estaba enfrentada. Lo sustituyó en 1979 el polaco Ignatius Franzik, hombre vigoroso, inteligente y diplomático, capaz de moverse en unos tiempos difíciles para la Compañía de Jesús, más favorables a órdenes tradicionalistas como el Opus Dei, nombrada prelatura personal de Juan Pablo II. Su calidad de compatriota del Sumo Pontífice ayudó en gran medida a que los Lobos de Dios no fueran disueltos.

Desde sus comienzos, los Lobos tuvieron contacto con fenómenos paranormales. Los buscaban como sujeto de sus investigaciones. Incluso se dio el caso de uno de sus miembros que fue detenido por intentar colarse en la famosa base militar norteamericana conocida como Área 51. Se extralimitó en su cometido, se dejó llevar por la emoción, eso le ofuscó la mente, e hizo que lo detuvieran. Nadie pudo relacionarlo con la Santa Sede, pero las autoridades averiguaron que se trataba de un religioso jesuita. La orden tuvo que mediar en su liberación y sólo la buena voluntad de las más altas esferas políticas de Estados Unidos evitó el escándalo y la vorágine de la prensa, que lo relacionó con fanáticos de la conspiración OVNI. Aunque lo que él iba buscando nada tenía que ver con los «hombrecillos verdes».

En los años noventa, algunos antiguos miembros de los Lobos instruyeron a la productora que creó Expediente X, aunque a título estrictamente personal. Varios casos de la serie -con la debida adaptación televisiva- habían sido investigaciones reales de los Lobos, y no del FBI estadounidense. Sin embargo, muchos en Roma pensaban de este grupo que era una pérdida de tiempo y de recursos, a pesar de que todo lo extraño merece ser explorado. Lo que no conocemos encierra precisamente las mayores verdades. Descartar lo falso o lo imposible justifica una investigación, ya que sitúa en el camino de la verdad.

Así pensaba el cardenal Franzik, ya un anciano, mientras marcaba desde su despacho el número telefónico directo de Servidio Paesano, prefecto del Archivo Secreto Vaticano.

– ¿Padre Paesano?

– Al habla -respondió una voz ronca al otro lado de la línea.

– Soy Franzik. ¿Ha hecho preparar ya el códice que le encargué?

– Sí.

– Gracias por este favor personal.

– No hay de qué. Espero que el códice le sea de ayuda. A mí, a decir verdad, nunca ha hecho otra cosa que sobrecogerme.

– Es comprensible… Pero todo tiene un sentido en el plan de Dios.

– Cierto, monseñor.

El cardenal Franzik colgó el teléfono aunque mantuvo la mano sobre el auricular unos segundos. Frente a sí tenía un hermoso fresco que representaba alegóricamente las Gracias. Pero él sólo lo veía con la luz que impresionaba las retinas de sus ojos. Más allá, el cerebro anulaba esa información, así como cualquier otra proveniente, en aquellos instantes, del mundo exterior.

Aunque todo volvió a la normalidad como la imagen congelada de una película que sigue su proyección. Monseñor Franzik descolgó de nuevo el teléfono y marcó un número que estaba escrito en su agenda, abierta a un lado, sobre el cartapacio de cuero de la mesa. Era el número de una abadía benedictina de Padua. El cardenal deseaba hablar con un antiguo amigo y mentor, retirado a la vida monacal desde hacía ya muchos años. De hecho, era tan viejo que parecía increíble. A sus más de cien años, fray Giulio Vasari conservaba la lucidez, aunque su cuerpo experimentaba ya un deterioro irreversible.

– ¡Amigo mío! -exclamó el anciano, con su voz profunda pero infinitamente cansada, al reconocer a Ignatius Franzik al otro lado de la línea-. Estoy preso en mi propia celda. Si no fuera por estos buenos hermanos que me cuidan… Gracias, gracias por el teléfono -dijo al fraile que le había llevado el aparato inalámbrico.

– Perdona que te moleste otra vez -dijo Franzik-. El joven sacerdote del que te hablé está volando en estos momentos hacia Roma desde Brasil. Llegará muy pronto. El códice está preparado en el Archivo Secreto. Pero no sé si debemos seguir adelante. Mi confusión es tan grande como mi desasosiego.

En su oscura celda, fray Giulio tosió ásperamente. Luego dijo:

– Es necesario. Mi corazón está turbado desde hace muchos años. Quizá él obtenga la respuesta que yo nunca he tenido… y que no sé si he querido tener. Recuerda, amigo mío, lo que yo experimenté en Sicilia en mi juventud. Recuerda las visiones de la madre Teresa de Calcuta, justo antes de morir. Y recuerda también lo último que dijo el papa Wojtyla en su lecho de muerte, que tú mismo me contaste lleno de temor.

– ¡Sí, sí recuerdo sus palabras, pero no las repitas, te lo ruego! Fue algo casi incomprensible. Un susurro. Le habían practicado una traqueotomía y carecía de voz. Ni siquiera estoy seguro de que…

– ¡Ojalá eso fuera cierto, y no estuvieras seguro! Pero lo estás. Es algo que se ha grabado a fuego en todos los que lo conocemos. Además, el momento en que nos dejó, las 21.37, la misma hora exactamente en que también murió Pablo VI, es un signo del Demonio. No puede ser una mera casualidad. El 37 se asocia con Lucifer en algunos textos impíos. Y en la cabala hebrea puede interpretarse como «la caída», y también tiene el sentido de «quemarse» o «arder».

– Gracias a Dios, los que conocemos todo esto somos muy pocos, y dignos de absoluta confianza. Si las gentes piadosas supieran…

El cardenal cerró los ojos y apretó los párpados. Aquel recuerdo era como un gusano que roe la fruta madura.

– Cuando tu joven subordinado haya leído el códice, envíalo a verme a Padua -dijo el anciano, dulcemente.

– ¿No podrías hablar tú con él antes? Si, después, sigues pensando que debe leerlo, yo no tendré inconveniente alguno.

– Bien. Envíalo aquí cuando llegue. Hablaré con él.

Entre los dos hombres, separados por la línea telefónica, se hizo un silencio denso que rompió el cardenal.

– Tengo miedo, Giulio.

– Ya sabes que yo también, querido Ignatius. Ya sabes que yo también.

La Santa Sede refulgía bajo un sol impropio del mes de noviembre. Los preparativos de la Navidad se dejaban ver ya por las calles de la Ciudad Eterna, algo más limpias de lo habitual. Un aroma Agradable e indefinible inundaba el ambiente y todo el mundo parecía un poco más alegre ante la perspectiva de las celebraciones que, por iniciativa de los grandes comercios, cada vez empezaban más pronto.

El elegante Lancia Thesis de color negro, con matrícula SCV del Stato della Cittá del Vaticano, dejó el Coliseo y el arco de Constatino a su derecha. Su ocupante había pedido expresamente al conductor que pasara por allí antes de dirigirse a su destino. Quería contemplar una vez más, aunque fuera de pasada, aquellas ruinas majestuosas que siempre le habían ayudado a elevar su espíritu. Desde el Coliseo, el coche continuó hacía el Circo Máximo, en dirección al Tíber. Lo cruzó y enfiló la vía de la Concilia-zione al fondo de la cual se levantaba la gran basílica de San Pedro. El vehículo rodeó la plaza y se detuvo ante la garita del guardia de la Inspección de Seguridad Pública. Tras acreditarse, pudo continuar hacia el interior hasta desaparecer por un lateral de la plaza. Monseñor Franzik había enviado a su chófer y su propio coche a buscar al padre Albert Cloister al aeropuerto Leonardo da Vinci.

El vuelo con escalas desde la selva amazónica había sido largo y agotador. Pero le permitió disponer de varias horas para reflexionar. Los pensamientos se agolpaban en su mente sin concierto. Sabía que eran -de eso estaba seguro- como las piezas de un puzzle o un rompecabezas. Aunque faltaba algo: la clave que pudiera obrar el prodigio de unir los distintos fragmentos. Quizá también necesitaba cierta perspectiva. La cercanía a los árboles impide ver el bosque.

El sacerdote se revolvió en el cómodo asiento trasero del coche. Desde que abandonó Suramérica, y ya en pleno vuelo, se había ido sintiendo cada vez peor. Empezó a tener sudores fríos y a tiritar. Su estómago estaba revuelto. Le parecía que su alma, duramente sometida a tensión, liberaba su mal hacia el organismo contagiándole la dolencia. Ahora, a punto de descender del automóvil de monseñor Franzik, sentía que las fuerzas lo habían abandonado. Las piernas experimentaban leves aunque espas-módicos temblores, y su rostro estaba demacrado, hundido, con ojeras y el brillo del sudor febril.

El conductor se bajó de su puesto para abrirle la puerta -cosa que Albert Cloister nunca hubiera esperado-, y entonces se dio cuenta de su estado. Una hora antes parecía encontrase bien, aunque debía de haber llegado al colmo de su aguante y ya no podía mantener por más tiempo un aparente estado de normalidad.

Asustado por su aspecto, el chófer llamó a un guardia suizo y le pidió que avisara a un médico. Después, avisó él mismo al cardenal Franzik y, siguiendo sus indicaciones, llevó casi en brazos al padre Cloister hasta el interior de uno de los edificios menores de la sede papal. La escalinata de mármol y las balaustradas del mismo material, daban acceso a una puerta cuadrada con dintel sobre la que se simulaba un arco circular en relieve. Un lugar hermoso que transmitía sensación de riqueza y poder.

Ya dentro, un religioso terminó de ayudar al conductor a llevar al padre Cloister hasta un saloncito lateral. Allí lo tendieron sobre un diván. La piel de su cara estaba verdusca, y sus manos temblaban. Sin necesidad de tomarle la temperatura, era evidente que había experimentado una fuerte subida de la fiebre.

El médico apareció enseguida, acompañado del cardenal Franzik. Éste mostraba una aguda expresión de preocupación. Con independencia del trabajo de Cloister bajo sus órdenes, lo consideraba el hijo que, por su condición de sacerdote, nunca tuvo. Desde que lo conoció, hacía ahora seis años, había sentido por él una inmediata simpatía. Su recia y franca manera de ser, su profundidad intelectual, el brillo del anhelo de saber en sus ojos… Todo ello le recordaba a sí mismo cuando era un joven postulante en Cracovia, en los tiempos en que la Iglesia polaca se veía obligada a actuar en la sombra, casi como una sociedad secreta.

– Monseñor… -dijo Albert Cloister en un hilo de voz.

– Tranquilo, muchacho. No hables ahora. No hagas esfuerzos.

El médico había empezado a reconocer al paciente. Mucho se temía que sufriera alguna clase de intoxicación alimentaria o, en el peor de los casos, una infección bacteriana o vírica; quizá un parásito. Se le había informado de que el paciente regresaba de la selva brasileña. Cualquiera de esas opciones era común allí, aunque el sacerdote tenía sus vacunas en regla. Por el momento, se limitó a ponerle el termómetro, tomarle la tensión sanguínea, auscultarle y sacarle una muestra de sangre para analizarla, y recomendó que lo metieran en una cama sin dejar de vigilar su evolución en las siguientes doce horas.

Cuando el médico se fue, Cloister se quedó dormido enseguida. Deliró en varias ocasiones. La fiebre se mantuvo alta, aunque fluctuante, a lo largo de toda la noche. Sin embargo, al día siguiente su aspecto era mucho mejor. Los resultados de los análisis resultaron incomprensibles: no tenía nada. Estaba sano como una rosa. El motivo de la fiebre y los temblores debía de ser psicosomático. No había causa física alguna.

El cardenal Franzik fue a visitarlo a media mañana. Albert se sentía casi totalmente restablecido.

– ¿Estás seguro de que tienes fuerzas para ponerte a trabajar?

– Fuerzas y ganas.

– Quizá haya sido simple estrés. La enfermedad del mundo moderno -dijo el cardenal sin demasiada convicción.

Los dos hombres abandonaron las habitaciones y se dirigieron al despacho del cardenal. Éste había indicado que le llevaran allí vanos documentos para que el padre Cloister pudiera consultarlos. En el Amazonas había presenciado un ritual en el que algunas personas de una tribu perdida, las más sensibles, eran capaces de tener visiones del futuro, o percibir conocimientos ocultos por medio del licor que las mujeres elaboraban según una receta ancestral, a base de las hojas de una planta de la selva. El jesuita realizó con los integrantes de ese grupo humano aislado varias experiencias rigurosas y científicas. Creó una batería de tests para comprobar la veracidad del proceso. Los resultados fueron, en algunas ocasiones, más que sorprendentes. Una anciana de ojos profundos llegó a describir cosas que nunca había visto. Y dio detalles de la vida de Albert Cloister que prácticamente nadie conocía y que ella, desde luego, ignoraba con toda seguridad.

Pero lo que más inquietó el ánimo del hombre de fe y de ciencia fue una frase, no por esperada menos perturbadora. Una frase pronunciada por aquella mujer en una antigua lengua india, ya extinta, que el intérprete brasileño de Cloister conocía por textos antiguos de los religiosos españoles que cristianizaron esas tierras. Antes incluso de que le fuera traducida, el sacerdote sintió un dardo atravesarle el corazón y al mismo tiempo una extraña sensación de triunfo. Las palabras abrasaban como el metal fundido cuando escuchó: «TODO ES INFIERNO».

La mirada de la anciana de piel cobriza y la expresión de su rostro, el modo en que le miró, el estremecimiento de sus carnes flaccidas, todo le indicaba a Cloister que había dicho lo que él esperaba escuchar de sus labios.

Por eso estaba él allí. En el Vaticano se habían recibido informes de un misionero que se relacionaban con su investigación. Los indígenas de aquella región remota de la selva describían con detalle horribles visiones de un supuesto más allá aterrador. Se drogaban para abrir una ventana al otro mundo. Eran criaturas sencillas pero valientes. Su teología no les prometía un paraíso al finalizar la vida, sino un final absoluto. Para ellos, ésta era la única vida. Jamás hubieran imaginado unirse al mundo desolado y maléfico de sus visiones. Eso era otro mundo diferente, en otra dimensión ajena y aislada.

Después de contemplar el efecto del brebaje en los miembros de la tribu, y tras escuchar las palabras de la vieja, que encarnaban su anhelo y su temor a un mismo tiempo, a Cloister ya sólo le quedaba una cosa por hacer allí. Tenía que probar él mismo el brebaje que inducía a los indios aquel estado en el cual sus mentes rompían en alguna medida la barrera del tiempo y el espacio. Y aunque ellos se mostraron reticentes en un principio, fue la misma anciana la que logró convencerles de que le dejaran probarlo. Con su sexto sentido notó que él necesitaba experimentar por sí mismo. Le dio una dosis del bebedizo en un vaso labrado en madera. Albert lo apuró como si le fuera la vida en ello. Enseguida notó los efectos de la fermentación. Un raro embotamiento le invadió. Su mirada se hizo borrosa. Un hormigueo en absoluto desagradable fue recorriendo su cuerpo, desde las extremidades hacia el interior. El sonido se hizo más intenso. Y también más claro, aunque, a la vez, extraño y diferente. Su nariz empezó a captar olores sutiles, a madera quemada, a verdor, a tierra, a sudor, a animales, a comida, al propio bebedizo. Su mente estaba iniciando el viaje. Estaba penetrando un nuevo mundo, el de la conciencia alterada. Él había leído mucho sobre ese estado. Lo conocía muy bien y, sin embargo, jamás lo había experimentado.

El primer golpe de conciencia fue como un flash de fotógrafo, seguido por un estallido sordo dentro de la mente. El fuego de la hoguera, en torno a la cual se habían dispuesto todos, le pareció casi congelarse. Se volvió lento. Podía ver cada lengua flamígera ascendiendo y apagándose. Un torrente de sentimientos le inundó el alma. Su corazón se llenó de anhelo mientras las lágrimas afloraban a sus ojos y se deslizaban por sus mejillas. Tuvo la sensación de que estaba despierto, consciente, vivo. Como un aparato de radio que recibiera muchas frecuencias simultáneamente, su cerebro se saturó de datos que, ahora, se instalaban por sí solos en sus lugares correspondientes. Comprendía. Percibía. Una lucidez tan clara como el brillo de un diamante se materializó dentro de su ser más íntimo.

– ¡Lo veo…! -dijo en un grito ahogado.

Antes de desmayarse, Albert Cloister había comprendido algo que nunca sospechó; y no tanto por su significado en sí como por el modo de entenderlo. Un modo nuevo para él. Una luz iluminó el fondo de su espíritu. Abrió un hueco de visión. Aunque no siempre la visión aclara misterios u ofrece verdades. A veces se desvela lo que no quiere verse, lo que preferiría ignorarse. Como el dolor de los enfermos terminales o las mutilaciones de guerra. Estar ciego es a menudo mejor que ver.

Sólo quien pone el afán de conocer por encima de todo, puede arrojarse de veras en el crisol de la búsqueda de la verdad. La anciana indígena había notado ese anhelo en Albert Cloister. Conocer lo más doloroso es, para almas como la suya, menos doloroso que ignorar.

En la imaginación de Cloister, las llamas de la hoguera se hicieron brillantes como el haz de un foco antiaéreo. Ascendían hasta el cielo. De pronto, un ser emergió de su interior. Se giró con rapidez hacia el sacerdote, para mirarlo como una serpiente fija en su presa. Eran unos ojos serenos pero terribles, un rostro de gélida hermosura que se mantenía intacto entre las llamas abrasadoras. Aquella mirada hipnótica… Aquella presencia maligna.

Maligna.

El padre Cloister se quedó petrificado y notó cómo un escalofrío le recorría la espalda. No pudo evitar que su garganta emitiera un sonido de pánico. Sintió un mareo repentino y, a pesar de que estaba sentado, perdió el equilibrio y quedó tendido de espaldas en el suelo. Los sonidos de la selva se diluyeron en su mente como un oleaje lejano. Los gritos y los olores se borraron. Su unión con el mundo se paralizó.

Era ya de día cuando recobró el conocimiento. Se sentía débil y su alma seguía turbada con la visión que le asaltó al despertar desde su recuerdo como un perro rabioso.

Aquellos ojos perversos lo habían mirado a él. Precisamente a él.

Cuando despertó, su boca estaba seca y tenía un sabor acre. Forzó las glándulas salivares para humedecerse algo la lengua. Estaba desorientado. Tratando de pensar en lo ocurrido durante la noche, experimentó una cenestesia, una sensación de ruptura sensorial parecida en cierto modo al deja vu. Notaba su cuerpo con una abrumadora percepción de realidad. Sentía su propia existencia, su yo. Era él, y no otro. Se notaba a sí mismo con más certeza que nunca. Y la entidad del fuego había emergido para encontrarlo. Eso era lo que había ocurrido en la selva.

Cuando refirió su experiencia con la entidad del fuego al cardenal Franzik, éste le ordenó regresar a Roma a la mayor brevedad. Había algo que debía saber, y ya no era posible esperar más tiempo.

– El Maligno tienta al ser humano, querido Albert, y le acongoja con la desesperanza -dijo el prefecto de los Lobos de Dios, ya acomodado en el sillón de caoba y terciopelo rojo de su despacho.

– Estoy confuso. Pero, en cierto sentido…

– Te parece que las cosas concuerdan.

– Así es, monseñor. No sé cómo ni por qué.

– Los ataques del Maligno aumentan día a día. Este mundo es cada vez más un infierno.

– Sí, todo es Infierno, pero… aquella mirada…

– La salvación se fundamenta precisamente en vencer este infierno, superar las tentaciones. Esa frase responde a un plan del Maligno. Estoy seguro. Quiere guerra, y nosotros somos sus recios y duros oponentes. Tengo aquí un documento que debes leer. Lleva la firma del padre Gabriele Amorth.

– El exorcista de la diócesis de Roma.

– El mismo. Ten -dijo el cardenal, alargándole unas hojas grapadas a Albert-. Estoy seguro de que te interesará.

Eran las fotocopias de una entrevista al famoso exorcista y demonólogo, concedida al diario oficial de la Santa Sede, L'Osservatore Romano. En ella Amorth hablaba del incremento de prácticas satánicas en el mundo, de ocultismo, espiritismo, magia negra.

– Conozco la forma de pensar del padre Amorth, eminencia. Y como sabe, no estoy muy de acuerdo con él. Como científico no puedo aceptar que el Demonio campe a sus anchas en medio de jovenzuelos que juegan a lo que no comprenden.

– Como científico no puedes aceptar eso. ¿Y como sacerdote?

La pregunta de Ignatius Franzik fue como una losa de granito.

– No sé qué responder.

– Ya -dijo el anciano apretando los labios y agachando levemente la cabeza-. Tu fe no es pequeña, pero no te basta. Necesitas confrontarla con algo que la demuestre. Así es tu mente, que condiciona a tu espíritu. Yo era igual que tú, pero ahora… He visto demasiadas cosas que sólo la fe puede explicar, o justificar. Me gusta saber que todavía hay personas jóvenes en años y jóvenes de corazón. Investiga y hazlo con libertad. Arroja el prejuicio. Cristo quiso que nos hiciésemos como niños para poder acercarnos a él. Pero eso no significa que quisiera personas simples, sino abiertas, limpias, sinceras.

El viejo cardenal divagaba. La crispación de sus labios era bien conocida por el padre Cloister. Estaba preocupado y era incapaz de disimularlo.

– ¿Cuál es la información que debo conocer y que es tan urgente? -dijo Cloister, reconduciendo la conversación.

– ¿Cómo…?

– Por lo que era tan urgente mi regreso de Brasil…

– Ah, sí… -dijo Franzik-. Antes de eso quiero que visites a un gran amigo mío. Fue mi maestro en el modo de entender la teología y muchas otras cosas de la vida. Le he pedido que te reciba en su retiro, el monasterio benedictino de Padua. Cuando yo acababa de entrar en la edad adulta, él ya era viejo. Tiene más de cien años. Pero que eso no te condicione negativamente. Rige mejor que la mayoría, con independencia de su edad. Es el más sabio de los hombres que he conocido. Ve a verlo. Cuéntale lo que has descubierto y todo lo que te aflige. Por desgracia, no le queda mucho tiempo. Una extraña enfermedad del hígado lo corroe día a día.

– ¿Qué relación tiene con mis investigaciones?

– Mucha. Más de la que imaginas.

– Entonces, ojalá él pueda iluminarme.

– Lo hará. No te quepa la menor duda, querido Albert.

Capítulo 8

Boston.

El pasado del parque público más antiguo de Estados Unidos, el Boston Common, no era muy ilustre. Sus terrenos sirvieron como lugar de campamento para ejércitos diversos, se linchó en sus árboles a más de un condenado a muerte, y la hierba que cubría el suelo dio de comer a muchas vacas hasta bien entrado el siglo xix. En la actualidad, sin embargo, los barrios en torno al Boston Common están entre los más caros de la ciudad. Como Beacon Hill, situado al norte, donde se encontraba la casa de la doctora Audrey Barrett. En su calle, sosegada y a sólo dos manzanas del parque, se veían edificios de ladrillo oscuro, verjas de hierro forjado limitando las parcelas, faroles que parecían sacados de un libro de Sherlock Holmes y pequeñas escalinatas de piedra. Estando allí era fácil imaginarse en un típico barrio de Londres. Puede que Estados Unidos derrotara a los ejércitos de Su Majestad, pero Boston nunca dejaría de ser, en cierto modo, una ciudad inglesa.

La calle estaba en silencio. Pocos sonidos se atrevían a romperlo: el crepitar de las hojas secas al ser movidas por el viento, un zumbido casi imperceptible de la bombilla de un farol, el ruido de un gato revolviendo entre los cubos de basura. Al lado de uno de ellos, en el suelo, reposaba una calabaza del último Halloween que nadie se había molestado aún en recoger. Su rostro burdamente horadado no consiguió asustar a nadie en la Noche de las Brujas, pero ahora resultaba inquietante. Los ojos y la boca, que estuvieron iluminados por la luz de una vela, se habían convertido en pozos de sombras.

Audrey se apresuró a subir los escalones que conducían a la puerta de su casa. Al entrar, se topó con el correo esparcido por el suelo. Una ranura dorada convertía el vestíbulo en un gran buzón casi imposible de llenar, al que todos los días llegaba una infinidad de correspondencia. Disgustada, cogió el montón de correo con ambas manos y lo depositó sobre el aparador de la entrada. Un rápido vistazo le bastó para saber que no había nada demasiado urgente. «Gracias, Dios, por los pequeños favores», pensó. Y, en voz alta, dijo:

– Los grandes te los guardas para tu hijo, ¿eh?

Nadie contestó. Estaba sola. Completamente sola. No había dejado de estarlo ni un segundo en los últimos cinco años, desde que su hijo desapareciera.

Le dolían los pies, que notaba hinchados. Se quitó los zapatos y, así, descalza, se encaminó al salón. A oscuras, Audrey se desplomó en un gran sillón de cuero. Su asistenta había vuelto a marcharse sin encender la chimenea. Era de esperar, al ver que tampoco había recogido el correo del suelo. La mujer la odiaba por alguna razón y ésas eran sus pequeñas venganzas. Audrey estaba ya harta. De no sentirse tan cansada la llamaría ahora mismo para despedirla. Ya no quedaban personas decentes en el mundo. La única excepción era la madre superiora… y quizá ese bombero insensato, Joseph Nolan, lleno de buenas intenciones, como un ingenuo boy scout.

Tuvo que levantarse del sillón y encender la chimenea ella misma. La leña empezó a crepitar poco después. No tenía hambre, así es que, en vez de cenar, decidió poner un poco de música. Todo valía a cambio de no darle más vueltas a lo ocurrido con el viejo jardinero, Daniel. Sus comentarios la habían cogido por sorpresa. En contra de lo que le dijo a Joseph, sí le parecía muy extraño que Daniel conociera la historia de la estatua de John Harvard y sus tres mentiras. Y que hablara de una cuarta mentira resultaba del todo inverosímil. Aterrador. Porque Audrey llevaba catorce años ocultando un secreto en el lugar más oscuro de su corazón. Daniel incluso le había guiñado un ojo en un gesto cómplice… La casualidad era difícil de admitir. Al día siguiente, sin falta, volvería a hablar con el anciano y, entonces, esperaba sacar algo en claro. Ahora trataría de dejar la mente en blanco limitándose a escuchar un poco de música. Rebuscó entre los CD que había en un estante por encima del equipo de alta fidelidad. Uno de ellos le hizo pensar «¿Por qué no?».

Bruce Springsteen se dejó oír en el salón. Su voz rota le cantaba a una mujer que jamás llegaría a ser suya. Era la misma canción que Audrey había escuchado canturrear al bombero mientras éste regaba la rosa muerta de Daniel.

Te dejará entrar en su casa si llamas a su puerta en mitad de la noche.

Te dejara entrar en su boca si dices las palabras correctas.

Si pagas lo que es debido, te permitirá llegar más lejos.

Pero hay un jardín secreto que ella oculta.

Esta canción siempre la llenaba de tristeza. ¿Por qué pensó que esta vez habría de ser distinta? Apagó el equipo de música sin esperar a que la canción terminara, y el brusco regreso del silencio la sobresaltó. Le vino a la mente la imagen de aquella calabaza olvidada que había visto junto al cubo de la basura; y estuvo a punto de traerle un recuerdo que Audrey se apresuró a atajar.

Nada de música. Lo que de verdad necesitaba era una copa. Un Jack Daniel's conseguiría deshacer el nudo que sentía en la boca del estómago. Imaginaba que así empezó su amigo Leo, al que un infarto mató antes de que lo hiciera la cirrosis. Seguro que empezó tomando una copa de vez en cuando, por las noches, para huir de recuerdos molestos. El siempre fue el más débil de los tres. Y el más ingenuo. Audrey no recordaba ni una sola vez en la que dejara de tocar el pie de John Harvard al pasar por delante de su estatua, antes de aquella noche. Decía que le daba suerte. El bueno de Leo. Hizo lo mismo en ese día de abril de 1991…

– Venga, Audrey, tócale el pie -dijo Leo-. Y tú también, Zach. Necesitamos toda la suerte de John Harvard para esta noche.

– ¡Cállate, imbécil!

Zach dijo esto con los dientes apretados y mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie había oído a Leo. Estaban solos, pero, aún así, Zach no se mostró más relajado. Dirigiéndose esta vez a Audrey, su novia, dijo:

– Y tú no le defiendas, como haces siempre. Es un bocazas…

Ella siempre defendía a Leo. Cierto. No podía evitarlo. Audrey y Leo se conocían desde la adolescencia, porque su madre y los padres de él eran vecinos. Fueron juntos al colegio y al instituto, y vinieron juntos en el autobús que, dos años antes, los había traído a Boston desde la ciudad de Hartford, Connecticut. En todo ese tiempo nunca surgió nada entre ellos, pero fue Leo el que le presentó a Zach, con el que Audrey llevaba saliendo casi un año y medio. Ellos dos estudiaban ciencias políticas en el campus de Harvard, y Audrey medicina en el de Longwood.

– Ya lo has oído, Leo. Eres un bocazas.

No había ningún tono de recriminación en las palabras de ella. Leo, que seguía con la mano agarrada al pie izquierdo de la estatua de John Harvard, se encogió de hombros sin dejar de sonreír.

– No sabéis lo que nos estamos jugando -dijo Zach, enfadado-. Sois los dos unos críos.

– Te recuerdo que soy tres meses mayor que tú -dijo Leo.

– Y yo cuatro -añadió Audrey.

– -¡Pues os podéis ir los dos a la mierda con vuestros meses de más!

Vieron alejarse a Zach en dirección a la facultad de Ciencias Políticas JFK. Tenía mal carácter. Eso era algo que Audrey no había notado al comienzo de su relación. Todo son rosas en el inicio de cualquier relación, hasta que las espinas aparecen. Las de Zach habían empezado a mostrarse unos meses antes, quizá debido a la guerra. El no estaba en Políticas por casualidad. Tampoco Leo. Ambos eran idealistas, pero cada uno a su manera: mientras que Leo veía la política como una herramienta para hacer mejor al mundo, Zach la consideraba un arma con la que enmendarlo a la fuerza. Y lo que pretendían hacer esa noche se acercaba más a la visión de Zach.

Audrey se bebió de un trago el primer vaso de Jack Daniel´s. No hizo ninguna mueca por el sabor fuerte del alcohol. Con el arte de beber ocurre lo mismo que con montar en bicicleta: una vez que se aprende la técnica, nunca se olvida. Y ella tuvo un aprendizaje intensivo en sus inicios como universitaria. Sólo después de suspender todas las asignaturas en el primer trimestre, empezó a tomarse en serio los estudios y abandonó los malos hábitos. Sin embargo, aquí estaban de vuelta, frescos como el primer día.

Llenó hasta el borde un segundo vaso del cobrizo whiskey de Tennessee y, en contra de su voluntad, siguió recordando.

Un día antes de que todo ocurriera, aún no se habían puesto de acuerdo sobre qué hacer, aunque la intención sí estaba clara para los tres: llevar a cabo algún tipo de protesta en contra de la reciente guerra del Golfo, aprovechando la gran cobertura que los medios iban a hacer de la conferencia de Yitzhak Rabin en Harvard. Pero las ideas de Zach eran muy radicales para Audrey y Leo, que pretendían simplemente inundar el campus de panfletos. Tantos que resultara casi imposible quitarlos todos antes de la llegada de Rabin y, en especial, de los periodistas.

– Yo creo que el lema debería ser algo del estilo de «Ninguna guerra lleva a la paz» -propuso Leo.

– Esoes demasiado genérico -dijo Audrey-. Y, además, ¿qué me dices de la Segunda Guerra Mundial? ¿Crees que esa guerra no llevó a la paz y nos libró de Hitler y sus compinches? El problema no es tanto la guerra en sí como el modo en que se llevó a cabo. Los bombardeos de nuestro ejército lo destruyeron casi todo. En buena parte de Iraq no hay agua corriente, ni electricidad, ni asistencia médica decente. No tienen mucha comida, y la que envía el resto del mundo tampoco llega al pueblo iraquí. ¡Eso es lo que hay que decir!

Fue Zach quien le contestó a Audrey, y lo hizo de un modo ofensivo:

– Para decir todo eso necesitaríamos unos panfletos tan grandes como el estadio de los Red Sox…

– En eso te equivocas -respondió Audrey, molesta-. Basta con decir «Hoy morirán mil niños más en Iraq».

El silencio que siguió a lapropuesta de Audrey era prometedor.

– A mí me parece bien -dijo Leo.

– Pues a mí no.

Zach se levantó de la silla donde estaba sentado. No había mucho espacio libre por el que caminar en la pequeña habitación donde se encontraban. Por eso, Zach empezó a moverse de un lado a otro dando sólo tres o cuatro pasos en cada sentido, como un león inquieto dentro de una jaula minúscula. Su voz cambió. Se hizo más agresiva:

– ¡Todo eso son tonterías! ¡Hay que hacer algo más fuerte para que nos hagan caso! ¡Los panfletos no bastan!

– Sí, ya hemos oído tus ideas -dijo Audrey-. Llevamos toda la tarde oyéndolas. ¡Sólo te falta proponer que matemos a Rabin! ¿Eso sería suficientemente fuerte para ti?… Sé realista, Zach.

Este se sentó de nuevo. En apariencia, la sensatez volvio a él tan rápidamente como lo había abandonado. Pero sus ojos mostraban otra cosa, y por ello se mantuvo cabizbajo, mirando hacia el suelo en vez de a la cara de Audrey, cuando dijo:

– Tienes razón. La tenéis los dos.Está bien. Hagamos esos panfletos.

Pasaron el resto de la tarde y buena parte de la noche imprimiendo cientos de ellos. El día en que pensaban dar su particular golpe amaneció con tres bolsas de basura grandes llenas de panfletos en los que estaba escrito el lema «Hoy morirán mil niños más en Iraq». Decidieron limitarse aponerlos en los edificios principales del corazón de la universidad, el Old Yard, y en los de la facultad de Ciencias Políticas. Los panfletos que sobraran los esparcirían por el suelo en tantos lugares del campus como les fuera posible. Ese era el plan.

Acordaron que debían intentar dormir antes de encontrarse por la noche, pero cuando Zach le abrió a Leo la puerta de su apartamento a las tres de la madrugada, éste supo que él y Audrey tampoco habían pegado ojo. Todos tenían la misma cara ojerosa y pálida.

– ¿Podemos marcharnos? -preguntó Audrey.

– Un momento -dijo Zach-. Voy al cuarto de baño.

Mientras esperaban a Zach, Audrey se dio cuenta de que no le vendría mal coger una bufanda. Iba a ser una noche muy fría.

– Ahora vengo -le dijo a Leo.

Al entrar en la habitación que compartía con Zach, se encontró de frente con él.

– ¿No ibas al cuarto de baño?

– Ya he ido.

Zach tenía una cara extraña y su respuesta fue muy seca, pero Audrey no le dio importancia. Debía de estar nervioso. Ella también lo estaba.

Unos minutos después descendían enfila india hacia el portal. Cada uno llevaba su propia bolsa negra de basura sobre la espalda, como tres siniestros ayudantes de Santa Claus. Sus ánimos estaban crispados y los quejidos de los escalones de madera no contribuían precisamente a serenarlos.

– Me va a dar un infarto -dijo Leo.

– ¡Cállate, imbécil!

El coche de Zach los esperaba al final del callejón. Metieron las bolsas en el maletero a toda prisa, sin dejar un momento de vigilar. Luego, ellos mismos montaron en el coche. Alguien exhaló un sonoro y aliviado suspiro cuando las puertas se cerraron.

– Esto no ha hecho más que empezar-dijo Zach, menospreciando aquel suspiro.

No hablaron en todo el camino desde el apartamento hasta el campus. Casi era posible oír el batir de los tres agitados corazones sobre el ruido del motor. Aparcaron el coche unos doscientos metros al oeste de la facultad de Ciencias Políticas, en la calle University. Ya fuera del vehículo, a Audrey le pareció que no hacía frío, sino hasta calor. El miedo no tiene sólo desventajas.

– Vamos por el parque -dijo Zach.

Se refería a un espacio verde limitado por la calle John F. Kennedy y la ronda Memorial, paralela al río Charles. Los faroles dispersos sólo iluminaban sus paseos de cemento. El resto estaba convenientemente a oscuras. Avanzaron por la zona ajardinada dando un rodeo considerable. Unos minutos después estaban frente a la facultad, de rodillas al pie de un árbol. Habían llegado a un momento crucial. Aún estaban a tiempo de abandonar lo que se habían propueslo. Audrey y Leo vacilaron, pero ninguno de los dos dijo nada. Era cara o cruz. No habría resultados intermedios. Si alguien los veía, su aventura se acabaría de inmediato. Nada en el mundo podría ser más sospechoso que tres figuras andando a hurtadillas por la calle en una madrugada gélida, cargando con tres bolsas. Cara o cruz. La decisión era únicamente suya. Y eligieron mal.

– Adelante -dijo Leo, con un aplomo que estaba muy lejos de sentir.

– Un momento -dijo Zach.

Del bolsillo de su chaqueta sacó tres piezas oscuras que Audrey tardó unos segundos en identificar.

– ¿Pasamontañas? Pero ¿te has vuelto loco? Si alguien nos ve con eso puesto va a pensar que somos terroristas.

– Si alguien nos ve, estaremos jodidos y tendremos que salir corriendo de aquí de todos modos. Pero con los pasamontañas nadie podrá decir cómo eran nuestras caras.

El argumento de Zach era difícil de rebatir. Aún así, Audrey pensaba que no debían ponerse aquella cosa en la cabeza. Una voz interior le advertía de que Zach guardaba algo en la manga. Y ella no era la única que tenía dudas al respecto.

– Oíd, chicos -dijo Leo-. Esto no me gusta nada. Audrey tiene razón. Con eso parecemos terroristas.

– -dijo Zach.

Su respuesta fue más que una simple aseveración. En la oscuridad de esa noche en la que casi no había luna, apenas conseguían distinguirse los rostros. Por eso no vieron que Zach sonreía. En caso contrario, quizá Leo no hubiera dicho:

– Oh, está bien. Dame esa porquería y acabemos con esto de una vez.

– Así me gusta, Leo. ¡Determinación!

– Que te jodan, Zach.

Avanzaron hacia el pabellón Rubenstein. Luego, más aprensivos que nunca, bordearon el ala oeste de la facultad de Políticas, para entrar, por la calle Ehot, a su explanada interior. Allí se acurrucaron junto a unos arbustos a treinta metros escasos delfórum. La hierba estaba húmeda. En la noche fría, se miraron unos a otros, y los ojos de todos sonreían. Nadie los había visto llegar hasta allí. Ni siquiera en la calle Eliot, donde habían estado más expuestos. Y este lugar, una especie de jardín rodeado por los edificios de la facultad, les parecía relativamente seguro. Eso, si a ningún guardia del campus se le ocurría aparecer, claro estaba. Audrey miró hacia arriba, al cielo lleno de puntos luminosos del que ella conseguía ver sólo una tira estrecha. Le apetecía cantar. Estaba exultante. La adrenalina hace milagros como estos. Bajó de nuevo los ojos hacia su amigo de la infancia y su novio, y dijo:

– ¿Pensáis quedaros ahí sentados toda la noche? Es hora de empezar.

Cada uno se centró en un edificio distinto. Zach en el pabellón Rubenstein, Leo en Belfer y Audrey en Littauer, que acogía alfórum de la facultad. Sólo restaba uno de los pabellones, Taubman, del que empezaría a ocuparse el que terminara antes. Lo llenaron todo de panfletos: paredes, ventanas, puertas, árboles, setos, faroles… Y no tardaron demasiado en hacerlo, porque emplearon trozos de chicle para fijarlos. Fue idea de Leo, y funcionó a la perfección

Audrey no había vuelto a probar un chicle desde aquella noche. El simple olor de uno conseguía revolverle el estómago. Algo parecido al efecto que empezaba a provocarie el whiskey. Se había bebido casi media botella. Estaba en el salón, más caída que realmente sentada en su sillón favorito, frente a la chimenea que acababa de alimentar. Quizá sí hubiera perdido técnica, después de todo. Puede que saber beber alcohol no fuera igual que saber montar en bicicleta, y que, con el tiempo, se olvidara. Pero otras cosas no se olvidan jamás…

Ir desde la facultad de Ciencias Políticas hasta el Old Yard fue angustioso. El medio kilómetro que los separaba se les hizo indeciblemente largo. Una cosa era subir la calle John F. Kennedy de día y sin nada que ocultar, y otra muy distinta hacerlo en mitad de la noche con el miedo permanente de ser descubiertos. Habría sido mucho más fácil y menos peligroso regresar al coche y aparcarlo de nuevo, esta vez cerca del Old Yard. Por desgracia, ya era demasiado tarde cuando se les ocurrió hacer eso. El mal rato que pasaron de camino al Old Yard terminó al alcanzar por fin su extremo sur, marcado por Dudley House. No se permitieron mucho tiempo para recuperar la calma y el aliento. Allí mismo había dos residencias de estudiantes, por lo que tenían que moverse deprisa.

Colocaron panfletos en todos los rincones posibles de las inmediaciones, y después le llegó el turno al edificio más antiguo de Harvard, el Massachusetts Hall, que acogía las oficinas de los dignatarios de la universidad y también cuartos de estudiantes, en los pisos superiores. Sólo les faltaba Harvard Hall, otro edificio de la universidad antigua, que tenía, además, su propia leyenda. Según ésta, en la noche del 24 de enero de 1764 se produjo una gran tempestad de nieve y viento. Y fue precisamente en esa noche tan poco propicia para el fuego cuando en el campus se escuchó el aullido estridente de una alarma de incendios. Harvard Hall, cuyo más preciado tesoro eran los cinco mil volúmenes de su biblioteca, ardía en llamas. Era una época de vacaciones y apenas había nadie en el campus para intentar apagarlas. El fuego se ensañó con el edificio. Ardieron prácticamente todos los libros. Entre ellos, y según cuenta la leyenda, todos los que John Harvard donó en 1638 ala recién fundada universidad. Todos menos uno, que logró escapar del fuego gracias a que un estudiante, de nombre Ephraim Briggs, se retrasó en su entrega. El título de ese único libro de John Harvard que sobrevivió a un incendio tan atípico y feroz como aquel, era La guerra del Cristianismo contra el Diablo, el mundo y la carne, de John Downame.

Audrey y Leo empezaron a colocar panfletos en las paredes y las inmediaciones del Harvard Hall. Tenían prisa pon terminar, porque después podrían volver al coche. Y, una vez en él, lo que restaba era más fácil: Zach daría unas vueltas por la zona mientras ellos dos lanzaban panfletos al suelo desde las ventanillas abiertas, como si fuera confeti.

– ¿Qué vas a hacer, Zach? -susurró Audrey, repentinamente alarmada.

En vez de colocar panfletos, su novio se había agachado junto a una de las ventanas del sótano, oculta por detrás de unos arbustos.

– ¡No! -gritó Leo.

Lo hizo en voz alta, a su pesar. No pudo evitarlo al ver lo que acababa de hacer Zach.

– Cállate… Imbécil.

Leo juró para sus adentros que si Zach volvía a decirle eso le partiría la cara. Fue un pensamiento rápido, casi inconsciente, porque estaba aterrorizado. Zach había envuelto un puño con su bufanda y había roto el cristal de la ventana. Y nada de ello entraba en los planes. No en los de Leo, al menos.

– ¿Tú sabías algo de esto? -le preguntó a Audrey.

– Zach, ¿adonde demonios vas?

La contestación de Audrey respondía a la pregunta de Leo. Ella estaba igual de sorprendida que su amigo.

– Este edificio va a arder por segunda vez -dijo Zach.

Había limpiado los restos de cristales del marco para iibnrse un hueco por el que entrar en el sótano de Harvard Hall. Antes de desaparecer en su interior, añadió:

– Eso sí que llamará la atención de nuestros compatriotas sobre Iraq, ¿no os parece?

Ellos no contestaron. Estaban demasiado aturdidos para pensar en una respuesta. Y lo peor es que no sabían qué hacer. Debían ir tras Zach e impedir que quemara el edificio. Eso parecía lo más correcto. Pero el deseo de huir era fuerte.

– Yo me largo de aquí-dijo Leo-. No quiero saber nada de esto.

– Espera, Leo… Yo…

Audrey aún no había decidido qué hacer. Vara eso necesitaba un poco más de tiempo y también que Leo no la dejara allí sola.

– ¿Hay alguien ahí?

La inesperada voz hizo que Audrey y Leo contuvieran el aliento. Vieron acercarse el haz de una linterna, y casi tropezaron el uno con el otro intentando escapar, cuando sus piernas les respondieron de nuevo. El guardia de segundad venía por Johnston Gate, a su izquierda, y la primera intención de Leo y Audrey fue salir corriendo en sentido contrario, hacia Hollis Hall. Pero se dieron cuenta a tiempo de que no llegarían a la esquina, antes de que el guardia apareciera. Por mero instinto, se lanzaron con sus bolsas hacia una caseta que tenían delante. Los dos sudaban a pesar del frío. Tuvieron suerte de que al guardia no lo acompañara un perro, porque, en ese caso, ya los habría descubierto. Audrey y Leo se asomaron con cautela para ver qué hacía el guardia, un hombre bajo y dueño de una voluminosa barriga. No estaba muy lejos de allí cuando oyó el grito de Leo y había venido a echar un vistazo. Esperaba encontrarse a algún estudiante borracho vagando por las cercanías del Harvard Hall. Por eso le preocupó descubrir los panfletos que los tres amigos habían estado pegando.

– ¿Pero qué diablos…? «Hoy morirán mil niños más en Iraq» -leyó el guardia en voz alta.

Se preocupó todavía más al inspeccionar el edifico y ver que una de las ventanas del sótano estaba rota. Aquello no era la obra de un borracho inconsciente. Quienquiera que fuese, se había molestado en abrir un hueco limpio de cristales por el que colarse en el edificio.

– Harry… -llamó por su walkie, e insistió al recibir un zumbido de estática por única respuesta-. Harry, ¿me oyes?… ¡Maldito cacharro!

El guardia subió a grandes zancadas las escaleras que llevaban hasta la puerta,. En unos pocos segundos consiguió encontrar la llave apropiada, abrir y entrar en Harvard Hall. Desde su escondrijo, Audrey y Leo vieron cómo iban encendiéndose luces sucesivamente, conforme el guardia, avanzaba por dentro del edificio. Pero llegó un momento, en el segundo piso, en que dejaron de encenderse.

– Lo ha descubierto… -dijo Audrey.

Leo la agarró por el brazo porque sabía lo que ella estaba a punto de hacer.

– Sólo conseguirás que os detengan a los dos.

– No puedo dejar que…

La frase de Audrey se quedó a medias, porque vio que las luces del Harvard Hall empezaban a apagarse de nuevo, una tras otra, en una sucesión opuesta a la anterior. La última en apagarse fue la luz de la entrada. Y de la oscuridad del interior surgió Zach.

– Tenéis que ayudarme. Ese tipo pesa por lo menos cien kilos.

Leo no pudo impedir esta vez que Audrey corriera hacia el edificio. Al llegar junto a su novio, vio que tenía sangre en la cara.

– ¿Qué ha pasado?… ¿Qué te ha hecho?

En un primer instante Zach pareció no entender a qué se refería. Luego, supo por la mirada de ella que tenía algo en la cara. Se pasó la mano por el pómulo y comprobó que estaba manchado de sangre.

– No es mía. Es de él.

– ¿Esa sangre es del guardia?

– ¿Preferirías que fuera mía?

– Yo sí-dijo Leo, que se les había unido-. ¿Qué le has hecho a ese pobre hombre?

– Tú, cállate, imbé…

El puñetazo de Leo le impactó a Zach en los labios. Un chorro de su propia sangre se mezcló con la del guardia, que aún le manchaba la cara.

– ¡Hijo de puta! ¡Te voy a matar!

– ¡BASTA! -Si aquel grito de Audrey no había despertado a todo el campus de Harvard, nada podría hacerlo-. ¡Basta!

La serenidad de la noche volvió durante unos segundos, hasta que Zach dijo con voz amenazadora:

– Ya arreglaré cuentas contigo más tarde, cuando no esté ella para defenderte. Ahora tengo un edificio que quemar.

Zach entró de nuevo en Harvard Hall. Le había robado la linterna al guardia. Todo era oscuridad más allá del haz luminoso que partía de su mano.

– Se ha vuelto loco.

– No, Leo, no está loco. Es algo peor.

Audrey sabía de qué hablaba. Ella estaba estudiando para convertirse algún día en psiquiatra. Y ya había aprendido a distinguir a un loco de un fanático.

El cuarto de baño de Audrey apestaba a vómitos y a alcohol, aunque había tirado ya tres veces de la cadena e intentado limpiar con papel higiénico la porquería esparcida por el suelo. «¡Que se joda!», dijo con voz pastosa. El comentario no eramás que un modo de demostrar su frustración, hasta que se dio cuenta de que su adorada asistenta tendría que limpiar al día siguiente aquel desastre.

– Sí, ¡que se joda!

El espejo del cuarto de baño reflejó una sonrisa desagradable.

– A tu salud, Aufdrey.

En ningún momento había soltado el vaso de whiskey, que se le derramó encima casi por completo cuando trató de beberlo.

Audrey suspiró de alivio al comprobar que el guardia tenía pulso. Estaba inconsciente, derrumbado en el suelo entre unas sillas. La luz de la linterna iluminó la parte metálica de una de ellas, en la que podía verse un mechón de cabello negro, adherido por una costra de sangre coagulada.

– Está vivo, pero quizá tenga una hemorragia cerebral, o puede que… ¡Dios, ¿yo qué sé?! ¿Cómo has podido, Zach?

– Cuando se despierte, sólo tendrá un buen dolor de cabeza -dijo Zach desde un rincón de la oscura sala-. No le he dado tan fuerte. No te preocupes por él.

El aire se llenó de pronto de un olor intenso, similar al de la gasolina, pero con alguna clase de perfume añadido.

– ¿Qué es eso? -preguntó Leo, alarmado.

Había estado sosteniendo la linterna mientras Audrey examinaba al guardia, y ahora la enfocó en dirección a Zach. Lo vieron moviéndose frenéticamente de un lado para otro, al tiempo que lanzaba por todas partes chorros de líquido inflamable para encender barbacoas. Zach no iba a desistir. Realmente pretendía pegarle fuego a Harvard Hall. Y era un plan premeditado. De eso ya no cabían dudas.

– Lo cogiste de la habitación, ¿verdad? -preguntó Audrey, aunque sabía ya la respuesta-. Cuando dijiste que ibas al cuarto de baño.

Zach estaba de espaldas a ellos, echando el resto del líquido inflamable sobre las bolsas con lo que quedaba de sus panfletos.

– Eres una chica lista, Audrey. Eso es lo que más me gusta de ti.

– Vamonos -le dijo Audrey a Leo-. Ayúdame a sacarlo de aquí.

No estaba segura de que ella y Leo fueran capaces de transportar al pesado guardia, pero iba a intentarlo.

– Esperaré a que estéis fuera -dijo Zach, que no se ofreció a ayudarles.

Tenía prisa por ver ardiendo el Harvard Hall. Había sacado un mechero Zippo del bolsillo, y jugueteaba peligrosamente con él por encima de los panfletos empapados de líquido inflamable.

Audrey se colocó en la parte de la cabeza del guardia y Leo en la de los pies. Luego, éste dijo:

– Lo levantamos a la de tres. Una, dos y…

– ¡AAAH!

Los ojos que el guardia acababa de abrir miraron a Audrey. El grito de ella retumbó en la habitación, y el sobresalto hizo que a Zach se le escapara el Zippo de las manos. Se oyó un ruido como de succión, justo antes de que los papeles y todo a su alrededor comenzara a arder con una violencia súbita y brutal. Un chorro ardiente de calor les golpeó en la cara. El guardia se revolvió para levantarse y luego se alejó de Audrey entre bamboleos. La herida de su cabeza empezó a sangrar de nuevo. Estaba desorientado, con los ojos casi en blanco. Abrió la boca como para decir algo, pero de ella no salió más que una especie de lamento inarticulado. Ese lamento se convirtió en un grito desgarrador con el que Audrey aún se despertaba a menudo en mitad de la noche.

Las piernas del hombre estaban ardiendo. Se había detenido sobre un pequeño charco de líquido inflamable que unas llamas habían alcanzado. El fuego le subió deprisa por el tronco, hasta su cara. Y el hombre no paraba de gritar y gritar, cada vez más alto. Al olor del líquido le sustituyó entonces un hedor funesto, dulzón, que hizo vomitar a Leo.

No hicieron nada para intentar salvar al guardia. Lo vieron arder y no hicieron nada. Ninguno de los tres era capaz de moverse. Ni siquiera para huir. Aquella forma horrenda de morir los tenía hechizados. El rechoncho rostro del guardia se transformó. La boca y las cuencas de sus ojos se convirtieron en huecos oscuros. «Una calabaza --pensó Audrey, casi delirando-. Es como una calabaza de Hallo-ween.»

– ¡Fuera!

Ese grito de Zach los salvó. Fue lo único bueno que hizo en toda esa noche maldita.

Salieron del edificio acompañados por el ruido ensordecedor de la alarma de incendios. No tardaron en encenderse varias luces a su alrededor. Los gestos somnolientos de las caras que asomaban por las puertas se convertían casi al instante en otros de alarma. «¡Fuego!», se oía gritar cada vez a más voces. El Harvard Hall ardía de un extremo a otro.

Ignoraban si alguien los había reconocido, porque ya no llevaban puestos los pasamontañas. Aunque en este momento no era ésa su mayor preocupación. Querían alejarse lo más rápido posible. No del fuego, sino de aquel pobre hombre ardiendo. Y de sus gritos, que ya debían de haber cesado para siempre.

Huyeron sin pensar adonde iban. Por eso, en vez de dirigirse de vuelta al coche, corrieron en sentido contrario. No se dieron cuenta hasta que apareció ante ellos la estatua de John Harvard. Leo no se acercó esta vez para tocarle el pie en busca de suerte. Nunca más volvió a hacerlo después de aquella noche.

El rostro de la estatua pareció observarlos con una severidad que antes no mostraba. Había en él una recriminación muda por lo que habían hecho y por la mentira bajo la que tendrían que ocultarlo durante el resto de sus vidas. Una mentira más para la «Estatua de las Tres Mentiras», sobre cuya cabeza ondeaba la bandera con el escudo de Harvard y su lema: «VERITAS», la Verdad.

Capítulo 9

Padua, Italia

Nunca antes una sensación tan apabullante de soledad había inundado el pecho de Albert Cloister como la que sentía frente a los gruesos muros del monasterio de Santa Justina, construido hacía más de mil años. Un milenio disuelto en el torrente inexorable del tiempo. Una infinidad de cosas que se habían ido mientras aquellas piedras labradas permanecían, íntegras y en su sitio. El frío, el calor, la lluvia, la nieve, todo fue y se marchó. Una mano invisible oprimía el corazón del sacerdote, yun vértigo extraño de vaciedad se había instalado dentro de su ser. Estaba tranquilo, con la tranquilidad que precede a menudo a las convulsiones y a los más cruciales acontecimientos.

– Pase, por favor, padre -saludó la voz casi inaudible de un exiguo monje que había salido a recibir a Albert.

El día era espléndido, aunque hacía mucho frío. El aire del interior del monasterio era gélido y húmedo. Después de caminar por un corredor en penumbra, los dos hombres salieron al claustro de columnas góticas, reformado sobre el original románico. A Albert Cloister siempre le había seducido más el estilo románico que el gótico, al revés que a casi todo el mundo. La pesadez de la piedra en bloque compacto, la magnitud de las construcciones, la apariencia de solidez sobria y recta, pura, le hacían preferir los edificios románicos en contraposición con la elevación espigada y estudiadamente hermosa de los góticos. El románico era más noble, más auténtico.

– Fray Giulio lo recibirá en su celda. Hace meses que está postrado en cama. Espero que no le moleste la oscuridad. Sus ojos no toleran la luz. Su enfermedad… Hágase cargo, el mes pasado cumplió ciento diez años.

– ¡Ciento diez! -exclamó Albert en un vehemente susurro que, aun así, retumbó entre los muros de la galería por la que ahora caminaban.

– El Señor ha querido que esté con nosotros todo ese tiempo para inspirarnos y aumentar nuestra fe. Para mí es un santo en vida. Los médicos han dicho que puede morir ya en cualquier momento. El pobre sufre tanto… Aquí es.

El pequeño monje golpeó con los nudillos la puerta de madera de la celda. No esperó respuesta, sino que abrió enseguida y elevó cuanto pudo su vocecilla para anunciar la llegada del jesuita.

– Le traigo al padre que viene de Roma y que es amigo del cardenal Ignatius Franzik.

– Lo estaba esperando. Siéntese por favor.

En la oscuridad sólo rota por la luz que entraba desde la puerta abierta, Albert pudo ver un rostro venerable, enjuto y alargado, lleno de arrugas. El pelo era vaporoso, como una seda de albura incomparable. El anciano monje alzó una mano temblorosa y la giró señalando hacia la única silla que había en la celda, junto a su lecho.

– Gracias, fray Giulio -dijo Cloister-. Espero no importunarle.

– No lo haces, hijo mío. Tu alma está afligida y deseas hacerme preguntas. Espero tener yo las respuestas. Y que esas respuestas sirvan para apaciguar tu espíritu.

Mientras Albert se acomodaba en la silla, el otro monje, el que lo había acompañado, se retiró cerrando la puerta tras de sí. La celda quedó en total oscuridad. Aunque, al poco tiempo, el jesuíta se dio cuenta de que un único rayo de luz penetraba el interior por una rendija en el óculo de la pared que daba afuera.

– El buen Ignatius me ha contado lo que aflige tu alma. La visión de un ser maligno en el fuego, y también las experiencias que has investigado de personas con visiones de un más allá diabólico. Y la frase que se te ha presentado ya en varias ocasiones: «Todo es Infierno». Estás preocupado. Tienes recelo y se despiertan tus dudas. Quieres saber qué significa todo esto, y qué tienes tú que ver en ello.

La voz del anciano sonaba profunda y dulce a la vez. No parecía haber en ella un ápice de miedo a la muerte que, tan próxima, aguardaba a su dueño.

– Confieso que estoy bastante confundido. Muy confundido.

– Es natural que lo estés. Ignatius me ha hablado muy bien de ti. Dice que eres un joven honesto, aplicado, trabajador. Tu fe es sólida aunque eres hombre de ciencia. Quizá el Maligno te haya elegido para crear confusión precisamente por eso. Él ataca a los más fieles a Dios Nuestro Señor. A los que mejor le sirven. A esos, el Demonio los odia con mayor intensidad. No los soporta. Es un misterio por qué el Todopoderoso permite a Satanás obrar en el mundo. Los teólogos no alcanzan a explicárselo. Debe de ser parte de un plan cuyos motivos y objeto no comprendemos. Son los renglones torcidos de una escritura siempre recta.

– Pero mi visión, la frase, los huesos rotos de…

– Todo ello es turbador, lo reconozco. Sin embargo, el bien es superior al mal. Este Valle de Lágrimas es como un infierno que todos hemos de superar antes de llegar a la Gloria. Yo creo que es como el colegio para los niños. Dios quiere que sepamos qué es el dolor para comprender el placer, la alegría y la felicidad. Al igual que un padre deja a su hijo equivocarse y tropezar, no porque no lo quiera, sino precisamente porque lo quiere. Lo deja libre y permite que aprenda por sí mismo.

Albert levantó la mirada sin ver en la negrura. Sus ojos estaban trémulos y humedecidos al recordar otros ojos que lo miraron hacía pocos días.

– Fray Giulio, el mal se encontró conmigo. Emergió del fuego. Me buscó. Yo me he inmiscuido en sus planes, investigando los casos de experiencias cercanas a la muerte, y ahora soy parte de… ¡Estoy dentro de mi propia investigación!

– Un rostro emergió del fuego, unos ojos, una mirada. Ha sucedido otras veces. -El anciano pronunció estas palabras como si salieran del fondo de su alma-. Conozco ese rostro y esos ojos. Yo también los vi hace mucho tiempo. Igual que a ti, esa entidad me buscó y me halló.

Un largo suspiro del anciano siguió al asentimiento casi ahogado de Albert. Luego continuó:

– La batalla es dura y difícil. Tú perteneces al ejército de Nuestro Señor. No flaquees. Sé valiente. En mi juventud, yo mismo fui tentado por un ser que sólo puedo imaginar como el Demonio. Por eso Ignatius te ha enviado a, mí. Él conoce la historia. Todo este tiempo he estado esperando a quien pudiera compartir mi aflicción. Ahora sé que esa persona eres tú… Ocurrió en 1922. Yo tenía entonces veintisiete años y acababa de ser destinado como párroco a un pueblecito de Sicilia llamado Canneto di Caronia.

– ¿Canneto di Caronia? -exclamó Albert.

– Sí, sí. ¿Por qué te sorprende, muchacho? ¿Lo conoces?

– Ha sido un pueblo investigado hace un año por un caso paranormal de combustiones espontáneas. Casas que ardían solas, explosiones sin motivo, fuegos que surgían de la nada. Al parecer, algo relacionado con la práctica de la ouija.

– Hummm… Lo que yo presencié allí, al poco de llegar a la parroquia, también guarda relación con el fuego y las llamas, pero no espontáneas. Provocadas. Un crimen terrible de unas niñas. Ellas no fueron las víctimas, sino las asesinas. Algo casi imposible de creer en unas criaturas de seis años. Eran seis también, todas hijas de padres descreídos, que no frecuentaban la iglesia más que la taberna. Gentes de mal vivir, con bajos sentimientos, que habíandejado crecer a las niñas en la amoralidad, como bestias del campo. Ninguna de las seis niñas iba a la escuela. La pobreza, pero sobre todo la negligencia de ios progenitores, las había hecho desnutridas. Siempre estaban sucias y despeinadas. Pero nadie hubiera pensado jamás que pudieran cometer un acto tan atroz que incluso quedó borrado de la memoria con los años. Sólo unos pocos sabíamos la verdad, y todos los que pudimos, consentimos en no hablar del hecho jamás. Hasta hoy, en lo que a mí respecta. De los demás no puedo responder. Aunque algo me dice que todos se llevaron el secreto a la tumba, ya que los que lo sabían murieron en pocas semanas.

La expectación del padre Cloister iba en aumento. Aún no sabía el curso que tomaría la historia, ni qué tenía que ver con su caso. Pero estaba seguro de que tendría que ver mucho. Quizá demasiado. El vello de la nuca se le erizó mientras el anciano continuaba.

– Una de las niñas, la cabecilla, pertenecía a una familia a la que tachaban de maldita. Veinte años antes, en un pueblo cercano, llamado Torremuzza, las gentes mataron a un abuelo suyo, su esposa y varios de sus hijos. Cavaron una gran fosa común y enterraron en ella sus cuerpos, junto con los restos de varios animales que les pertenecían, y una gran cantidad de azufre. El niño más pequeño tenía sólo cuatro años… Pero esa familia atemorizaba a las gentes de la región. Después de que dos de los hijos violaran y asesinaran a una joven del pueblo, a la que descuartizaron tras ahorcarla en un árbol, los habitantes, entre los que se incluía el párroco, decidieron tomarse la justicia por su mano y mataron a los miembros de la familia. Acabaron con ellos como perros, sin juicio ni defensa. El mal había penetrado en los corazones de todos. El dolor se pagó con dolor. El mal se tapó con sangre, tierra y azufre. Esto último fue idea del sacerdote. En tiempos, el azufre fue usado por la Inquisición para espolvorear las ropas de los condenados por ella antes de quemarlos. Desde siempre se ha asociado el Infierno con este elemento químico y sus emanaciones desde las profundidades de la tierra. El odio alcanzó las más elevadas cotas imaginables. Cuando el mal es verdaderamente profundo y real, los seres humanos vuelven a sus orígenes primitivos. Aflora el cazador sediento de sangre, la criatura inmisericorde, el temible depredador. En aquella región de Sicilia, el mal había arraigado con raíces de roble y vigor de hiedra. Estaba entremetido por las rendijas más pequeñas. Llegaba a los sitios más recónditos.

»En cuanto al crimen de las niñas, el silencio imperó. Y el olvido. Quienes nunca llegaron a comprender, también quisieron olvidar. El dolor terrible, que hiere lacerante, no se puede soportar mucho tiempo. Para el pueblo, doce niños habían muerto en un desgraciado incendio. Cómo pudieron llegar las seis niñas y otros seis bebés varones a estar solos en un pajar, quedó como un misterio. Pero yo sí sé lo que pasó. Las seis niñas llevaron a los bebés al pajar y los asfixiaron. Luego prendieron fuego al sitio. El alcalde, el coadjutor de la parroquia, dos hombres del campo y yo mismo, llegamos antes del desenlace. Vimos a las niñas riéndose y dando saltos, con los rostros… No sé cómo definir las expresiones de esas caritas mientras contemplaban su macabro crimen. Para mí, aquello era obra de Satanás. De algún modo las había poseído. Pero los endemoniados no pierden del todo su voluntad, así es que mi ánimo se perturbó hasta lo indecible. Entre todos tratamos de agarrarlas. Uno de los rudos labriegos se derrumbó de la impresión como un fardo. Los demás reaccionamos, aunque no lo bastante rápido para evitar el incendio. Lo provocó una de las niñas, con una botella de gasolina. Las llamas crecieron y se fueron extendiendo. Nosotros corríamos para sacar a las chiquillas. Lo intentamos todo, pero en vano. Las seis murieron junto a los cadáveres de los recién nacidos. El labriego que se desmayó pereció esa misma noche por la impresión. El alcalde se quemó medio cuerpo mientras luchaba para salvar a las niñas, y no vivió más que unos días. El otro labriego falleció dos meses después sin que nadie supiera por qué. Su mujer lo encontró en la cama con los ojos abiertos como platos y los dedos de las manos crispados. Mi coadjutor, un hombre bueno y noble, se ahorcó un poco después. Yo también me quemé las manos y el rostro. La niña de la botella me roció con gasolina cuando ella misma estaba envuelta en llamas. Pero, a diferencia de ellos, mi vida ha sido larga. Quizá sea un castigo o una maldición. Entre las llamas que consumían mi rostro vi, como en un espejo, otro rostro. Su serenidad era infinita. Me pareció incluso triste o melancólico. Me miró, y yo supe que era el mal personificado. No se burló de mí, ni hizo nada. Sólo se mantuvo un instante y luego desapareció. Aquella mirada nunca la he olvidado ni la olvidaré. Cuando cierro los ojos, la veo frente a mí. En la negrura, siempre está presente.

– Todo lo que acaba de contarme es terrible. Y ese rostro que usted describe… Así hubiera definido el que yo mismo vi. Era sereno y sobrecogedor. Pero ¿adonde conduce esto? ¿Qué significa?

El anciano agitó la cabeza sobre su almohada. Sus brazos caían, lánguidos, sobre la áspera colcha de lana tosca. En una de sus manos aferraba una cruz de plata. Aquella visita iba más allá de la de un joven enfrentado por primera vez a los poderes oscuros. Su alma necesitaba apoyo, ser confortada, guiada con consejos. En su larga vida, fray Giulio nunca pensó que, de un modo tan poco ruidoso, sin convulsiones ni revoluciones, llegaría hasta él quien cerrara su círculo. Quien comprendiera su visión porque él mismo la hubiera tenido. ¿Qué podía significar? ¿Adonde podía conducir? Lo ignoraba. La fortaleza que en sus muchos años demostró frente a todas las situaciones, incluso frente a dos guerras mundiales, ahora estaba quebrada, hecha añicos como un frágil cristal. Y más aún desde que la madre Teresa de Calcuta y el mismo papa Juan Pablo II murieran… Pero de eso no pensaba! hablarle al joven sacerdote. No podía pensar en ello. No quería pensar en ello. Sus últimos momentos se tornaban amargos, de una amargura que empezaba a extenderse por su interior como un veneno. Sólo por pura heroicidad logró reponerse para contestar a Albert con una mentira piadosa que era más para conjurar los propios fantasmas que para apaciguar al jesuíta. La mentira era mejor que la verdad cuando la verdad no puede hacerle a uno libre.

– Esa entidad maléfica pretende desviarte de tu recto camino y de tu labor. Pero no dejes que infunda el mal en ti. Debes mantenerte firme, con voluntad y resolución. Confía siempre en Dios. Él es la luz que nos ilumina en el camino tenebroso, aunque no comprendamos sus acciones. Confía en Dios, en Dios Nuestro Señor, y él abrirá tu mente.

Aquellas palabras no sonaron tan convincentes como lo habrían sido de haberse pronunciado con auténtica convicción. Ni siquiera tenían un sentido pleno. Y la última frase, en la que el viejo monje le exhortaba a poner su confianza en el Todopoderoso, le recordaba demasiado a sus propias palabras en más de una ocasión, cuando las respuestas no llegaban, cuando no había respuestas claras que dar a una persona anhelante.

– Necesito saber la verdad -masculló Albert, y luego repitió la misma frase en voz alta.

– Ahora debes volver a Roma. Estoy cansado. Dile a Ignatius que le tengo presente en mis oraciones, y que él rece también por mí. Lo necesitaré muy pronto.

Fray Giulio reflexionó durante unos segundos. Desde el primer momento había dudado sobre si Cloister debía o no llegar hasta el final. Sentía miedo por él, a la vez que compasión. Pero las palabras del joven jesuita le convencieron por fin de que debía tener conocimiento de todos los datos, y volvió a pensar lo mismo que antes de conocerlo, cuando el cardenal Franzik le contó su caso: tenía derecho, y casi obligación como sacerdote, a buscar la verdad.

– Cuando regreses a Roma, dile a monseñor Franzik que te muestre el códice que se custodia en el Archivo Secreto.

– ¿Un códice? -inquirió Albert, extrañado.

– Sí. Un códice antiguo cuya procedencia se ignora. Espero que te sirva de algo en este camino espinoso que has de recorrer. El mismo Juan Pablo II transitó por él, al menos en los últimos momentos de su vida -el anciano reconsideró contarle todo, y lo hizo-: El también tuvo una visión del más allá y, como muchos otros, esa visión no fue feliz.

– ¿El Papa?

– Él también compartió nuestro desasosiego. Sabía de tus investigaciones a través del buen Ignatius. Nunca las tomó demasiado en serio hasta el final…

– ¿Qué fue lo que vio Su Santidad?

– Sólo dijo una frase, articulada en un susurro. Una frase que yo no voy a pronunciar.

Cloister supo al instante cuál debió de ser esa frase, y sintió un repentino escalofrío. Quiso hablar de nuevo, pero fray Giulio se lo impidió. Su voz sonó ahora más profunda y pausada, como si arrastrara cada sílaba:

– La santa madre Teresa estuvo también en ese lugar terrible. Justo antes de expirar, el arzobispo de Calcuta le practicó en persona un exorcismo. Creía que el demonio se había apoderado de su cuerpo. Pero lo que sucedió fue bien distinto… Ahora déjame, hijo mío. Vuelve a Roma. Vete, por favor, déjame solo. Iluso de mí. Quise confortarte y este encuentro ha aumentado mi propio desasosiego. No puedo decirte ya nada más y debo preparar mi alma para los últimos momentos de vida de mi cuerpo. En verdad no sé qué más decirte. Ya no sé nada, ni siquiera lo que sé y lo que no sé. Ojalá en el otro mundo mis dudas se disipen. Tú aún tienes tiempo de resolver las tuyas, si es que Dios lo quiere. Regresa a Roma, y que la Providencia te guíe.

Las palabras finales del monje sonaron categóricas. Albert se levantó de la silla, turbado, y tomó su mano enjuta. La piel sobre ella era como un pergamino seco. La apretó suavemente y, sin decir nada, se dio la vuelta y salió de la habitación. Era su despedida. Ahogó el llanto, pero no pudo hablar. El pobre anciano moribundo le había hecho internarse más y más hacia el centro de la espiral que lo absorbía como un remolino en el mar. Era un hombre bueno y un sabio. Pero no dio sentido a lo que el jesuita acumulaba dentro de sí. Al contrario: la mención a Juan Pablo II, a la madre Teresa y su propia visión en Sicilia, siendo joven, le infundían aún mayores miedos y dudas. Era como si le hubiera estado esperando para tenderle un puente hacia la comprensión -hacia la clave que necesitaba- de una realidad que seguía oculta. Oculta, pero quizá a la vista de los ojos de su espíritu y de su mente.

Recordó entonces un poema que, al leerlo por primera y única vez siendo un adolescente, le sobrecogió de tal modo que nunca pudo olvidarlo, aunque no podía recordar quién era su autor o su título, ni el libro que lo citaba entre sus páginas. El poema, no obstante, se había grabado a fuego dentro de él.

La noche es luminosa cuando se compara con un alma oscura.

El cielo sin estrellas y sin luna parece claro. Qué densa es la tristeza de la negrura. Qué grávida y atroz.

¿Qué es la felicidad? Una realidad y una ilusión. Para algunos, existe. Para otros es quimera. Y locura.

Y espejismo.

Una lágrima no abre una verja. No rompe un candado. Se conmueven los corazones. Sí. Pero no lo suficiente. Qué pálido es el héroe. Qué falso cuando sólo puede arrojarse a la batalla. La felicidad, a veces, no es ni siquiera un anhelo.

Capítulo 10

Boston.

Audrey ya estaba despierta cuando sonó el teléfono, pero seguía tumbada en la cama. Apenas se había levantado desde su noche de borrachera. El día anterior no fue a trabajar ni se molestó en responder a las llamadas de su secretaria. Era otra vez ella la que llamaba.

– Dime, Susan -dijo Audrey, tras descolgar por fin el auricular.

– ¡Ya era hora! ¿Dónde te habías metido? Ayer estuve llamándote durante todo el día, a casa y al móvil, y tuve que cancelar todas las visitas de tu agenda.

Audrey se restregó los ojos. Le dolían la cabeza y los músculos del vientre.

– Dame un respiro, Susan, ¿quieres? Ayer fue un mal día.

La secretaria llevaba tres años trabajando con Audrey y aún no le había visto tener un solo día bueno. Uno en el que no acabara al final de la tarde contemplando, triste y meditabunda, la avenida Commonwealth.

– Está bien, Audrey. Pero dime una cosa, ¿piensas venir hoy?

– Por la mañana, no. Tengo que ver a un paciente.

– ¿A uno de la residencia de ancianos?

– Sí.

– Ésos no dan dinero.

Audrey hubiera podido dejar de trabajar aquel mismo día y, con sus ahorros y lo que le dieran por su elegante casa, vivir el resto de su vida sin el menor problema económico. Susan debía ser consciente de ello, pero estaba obsesionada con hacer ganar dinero a Audrey, y no sólo porque de ello dependiera su empleo.

– Esos ancianos no dan dinero, es verdad… -reconoció Audrey-. Intenta pasar para otros días mis citas de hoy por la mañana y de ayer, ¿de acuerdo?

– Tú mandas.

– Gracias.

Audrey estaba a punto de colgar el teléfono cuando Susan preguntó:

– ¡Audrey! ¿Sigues ahí?

– Sí.

– Se me olvidaba decirte que ha llamado un tal Joseph Nolan, preguntando por ti.

– ¿Joseph Nolan?

Esto era una sorpresa para Audrey.

– Dijo que os habíais conocido en la residencia de ancianos. Por lo visto, consiguió tu número de la madre superiora, y quería saber si podía hablar contigo.

– ¿Para qué?

– Ni idea. No quiso dejar ningún recado, pero yo que tú indagaría. ¡Tiene una voz sexy! ¿Es guapo?

Los hombres eran otra de las fijaciones de Susan. La lista de sus novios era tan extensa como el listín telefónico de la ciudad de Boston. Continuamente andaba pretendiendo buscarle pareja a Audrey, que no estaba interesada en el asunto. Ya se lo había hecho saber muchas veces, pero Susan no desistía con facilidad.

– Hablamos luego, Susan.

Audrey no estaba de humor para conversaciones intrascendentes. Colgó el teléfono. Quería volver a tumbarse en la cama durante un rato más, pero venció la tentación y se incorporó. Tenía cosas urgentes que hacer.

En ocasiones, la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad parecía una especie de roca. Al menos, ésa era la impresión de Audrey. Nada cambiaba en la residencia, o los cambios eran tan leves que resultaba casi imposible detectarlos. El tiempo pasaba despacio en aquel lugar. Audrey estaba segura de que, si pudiera viajar dos mil años hacia el futuro, encontraría el descuidado edificio de ladrillo exactamente igual a como lo veía en este momento. Era como las pirámides. Eterno. Pero no por ser capaz de sobrevivir al tiempo, sino por poder seguir estando perpetuamente muerto.

Audrey no fue a la habitación de Daniel esta vez. Pensó que el anciano estaría disfrutando del soleado día en el jardín trasero, y acertó. Estaba sentado en el mismo banco en donde lo encontró cuando se conocieron. Al verla, el viejo sonrió con su habitual expresión bobalicona.

– Tienes… mala… cara, Audrey.

– Sí, lo sé. ¿Puedo sentarme?

– Claro.

Permanecieron uno junto al otro, sin hablarse. Los dos con el rostro hacia delante, viendo pasear por la hierba a los otros ancianos residentes, que las monjas llevaban de la mano.

– ¿Hice algo… malo, el otro día?

Audrey se volvió hacia Daniel, sorprendida. El siguió con la mirada puesta en el mismo sitio.

– No, claro que no. ¿Por qué dices eso?

– Él… estaba… con… tentó.

– ¿Ese que habla contigo estaba contento?

– Sí. Yo no sé… qué te dije…, pero él me dijo que… lo había hecho… muy bien, que te había… asustado.

Audrey sintió un escalofrío. No era la primera vez que le ocurría estando con Daniel.

– Se supone que nunca recuerdas lo que te dice esa voz.

Daniel se encogió de hombros y respondió:

– Él quiso que me… acordara… de eso.

Otra vez, Audrey detectó miedo en Daniel. En un paciente normal, ella tendría claro cuál era el siguiente paso en la evaluación psicológica y el tratamiento. Pero el viejo jardinero no era un paciente normal. Ni tampoco era común lo que había ocurrido en la última sesión. Audrey no podía apartar de sus pensamientos esa mención de Daniel a cuatro mentiras. ¿Habría sido una inimaginable casualidad? Y, en el caso de que no fuera así, ¿cómo podría entonces explicar aquello? Éstas eran las preguntas a las que se había propuesto encontrar una respuesta. Desde que consiguió levantarse de la cama, no había parado de reflexionar sobre el mejor modo de conseguirlo. Le parecía obvio que para ello necesitaba poner al descubierto a esa otra personalidad de Daniel -tan enigmática-, que, en efecto, había conseguido asustarla. Y mucho.

La hipnosis era una opción, aunque se trataba de una técnica ya algo anticuada. Además, dadas las características mentales de Daniel, podría ser difícil utilizarla con él. Existía, sin embargo, un método relativamente nuevo, aún casi experimental, conocido por EMDR. El EMDR era llamado así por las siglas de Eye Movement Desensitization and Reprocessing, Insensibilización y Reprocesamiento mediante el Movimiento de los Ojos. Se le suponía capaz de crear en el paciente un estado psicológico adecuado para hacerle rememorar sus traumas más profundos y enfrentarse a ellos. Aunque esta técnica y la de la hipnosis compartían algunas similitudes, sus objetivos eran distintos: la hipnosis pretendía crear en el paciente un estado mental alterado de relajación que lo sumiera prácticamente en la inconsciencia, mientras que lo que buscaba el EMDR era obligar al enfermo a ahondar en sus recuerdos, sin dejar de estar alerta y consciente de la realidad en todo momento. Esta diferencia podía parecer trivial, pero no lo era. Audrey conocía varios casos de niños con síntomas graves de estrés postraumático en los que el EMDR se había utilizado con muy buenos resultados, y Daniel era lo más parecido a un niño que podía ser un adulto.

– ¿Quieres jugar a un juego, Daniel?

Audrey no mostró la menor alegría al decir esto, pero el anciano respondió de todos modos con entusiasmo:

– ¡Sí!

Hacía tiempo que Audrey no entraba en la sala que la madre superiora había acondicionado para servir de consultorio. La encontró deprimente, como de costumbre, con sus muebles baratos y sus paredes llenas de manchas de humedad. Pero Audrey creyó que era mejor poner allí en práctica el método EMDR. En el jardín habría demasiadas distracciones para Daniel y, sobre todo, demasiadas miradas curiosas.

– Siéntate, Daniel.

Ella se sentó a su vez en la otra única silla que había en la habitación. Ambos quedaron separados por una pequeña mesa de colegio que, junto con las dos sillas, constituía todo el mobiliario de la sala. Entre Daniel y Audrey quedó también la rosa de él, de la que nunca se separaba desde el incendio y que había colocado ahora sobre sus piernas.

– Este juego es muy divertido y muy simple -dijo Audrey mientras sacaba un bolígrafo del bolsillo interior de su chaqueta-. Sólo tienes que seguir con los ojos este bolígrafo e ir respondiendo a las preguntas que yo te haga. ¿De acuerdo, Daniel?

– Eso no parece… divertido.

– Lo es, créeme. ¿Estás listo?

– Bueno.

Audrey colocó su bolígrafo frente a los ojos de Daniel, y después empezó a moverlo de un lado a otro; primero despacio, y luego cada vez más rápidamente.

– Habíame de tus pesadillas. Porque sigues teniendo pesadillas, ¿verdad? -Audrey lo sabía por la madre supe-riora.

Daniel dejó de seguir el bolígrafo con la mirada, que posó sobre la planta de su regazo.

– No pierdas de vista el bolígrafo. Las pesadillas, Daniel. Habíame de ellas.

– Esto no es… divertido.

Audrey tiró con rabia el bolígrafo sobre la minúscula mesa. Hoy no tenía paciencia para nada. Y la poca que aún le quedaba fue consumida por lo que ocurrió justo en ese momento. La luz de la bombilla desnuda que colgaba del techo vaciló hasta extinguirse por completo. En la oscuridad en que la sala quedó sumida, Audrey gritó con exasperación:

– ¡Maldita bombilla!

El problema no era la bombilla, sino la instalación eléctrica. El día menos pensado saldría todo ardiendo, como el convento en el que Daniel estuvo a punto de morir.

La luz regresó. Aunque precedida por breves ráfagas de iluminación y oscuridad alternas. Así estaba mejor, se dijo Audrey, que vio cómo Daniel la observaba con cierta cautela.

– Siento haber gritado, Daniel. Hoy no tengo un buen día. ¿Te parece bien si lo intentamos de otro modo? -Él asintió-. Muy bien. Voy a golpearme en los muslos con las manos. Y quiero que tú hagas lo mismo usando, cada vez, la mano contraria a la mía. ¿Me entiendes?

Por la expresión de Daniel, estaba claro que no había entendido nada. Audrey suspiró de nuevo. Le quedara o no paciencia, tendría que sacarla de algún sitio, o perdería al anciano quizá para siempre.

– No… entiendo -confirmó Daniel.

Audrey apartó la mesa y movió su silla para colocarse justo enfrente de él.

– No te preocupes. Vamos a hacer una prueba. Yo me golpeo con la mano derecha (clap), y tú te golpeas, ¿con qué mano…?

En vez de contestar, Daniel se golpeó también el muslo. Lo hizo con la mano correcta, la izquierda, aunque Audrey le dio una pequeña ayuda al negar con la cabeza cuando Daniel iba a hacerlo con la otra. Ella siguió hablando:

– Ahora yo golpeo con mi izquierda (clap), y tú golpeas con…

– ¿Mi… derecha? (clap).

– ¡Eso es! Y empezamos de nuevo. Derecha (clap), izquierda (clap), derecha (clap)…

– Esto es… divertido.

– ¿No te lo había dicho? Un poco más rápido… Muy bien. Y ahora vamos a complicar el juego. Tienes que contestarme sin parar de golpearte en los muslos, ¿de acuerdo?

(clap) (clap) (clap) (clap)

– Cuéntame tu última pesadilla.

(clap) (clap) (clap) (clap)

Transcurrió un minuto completo antes de que Daniel respondiera:

– Había… una mon… taña. Yo no quería ir… hacia allí, pero él me… obligó. Encontré… una… pluma. Era muy… grande y… blanca. Tenía… sangre.

– Habíame de la montaña, Daniel. ¿Qué había en ella?

(clap) (clap) (clap) (clap)

– ¿Daniel? -insistió Audrey.

(clap) (clap) (clap) (clap)

– Al… mas. Almas de… ino… centes. Caían… al fuego.

– ¿Qué había en el fuego, Daniel? ¿Quién estaba allí?

(clap) (clap) (clap) (clap)

(clap) (clap)

Los golpes en los muslos se detuvieron. De nuevo vaciló la luz de la bombilla del techo, antes de que una completa negrura los envolviera por segunda vez.

– ¡Y se hizo la oscuridad! ¿Tienes miedo a la oscuridad, Audrey?… ¡BUUU!

Audrey sintió un aliento cálido a escasos centímetros de su propia boca. El susto le hizo echarse con violencia hacia atrás. A punto estuvo de caerse de la silla, de espaldas. La luz se encendió durante un segundo, para volver a apagarse. Le dio tiempo a ver que Daniel la miraba fijamente, con una sonrisa maligna en los labios. Sólo que aquel ya no era Daniel…

– ¡Tú!

– Eres muy curiosa, Audrey. Y ya sabes lo que dicen: la curiosidad mató al gato.

Otra vez, Audrey era testigo de esa transformación radical de Daniel, que le hacía a éste capaz de expresarse sin vacilaciones y de un modo demasiado elaborado para él. Resultaba sobrecogedor. Y más entonces, a oscuras. Audrey trató de recomponerse y vencer el impulso de salir de la habitación porque, si lo hacía, quizá perdiera el enlace. Pero no le resultó fácil resistir la idea de marcharse. Aquel otro Daniel le daba miedo. Racionalmente se decía que eso resultaba absurdo, que Daniel no era más que un hombre cuya mente estaba enferma y que ese otro ser no era más que algo creado por el anciano para conseguir superar una realidad que temía o detestaba. Pero no era eso lo que ella sentía. Y a Audrey nunca le habían fallado sus intuiciones. Adivinó que Zach ocultaba algo esa noche terrible de Harvard, cuando aquel pobre guardia murió entre llamas, gritando de pánico y dolor. Audrey presentía ahora algo que era incapaz de racionalizar en pensamientos, pero que le causaba tanto vértigo como mirar a una sima sin fondo.

– No me das miedo -dijo Audrey. Su voz era firme, a pesar de las dudas.

– Sí que te lo doy. Pero sabes que no debes mostrarte frágil. Eres una chica lista, Audrey. Eso es lo que más me gusta de ti.

Las dos últimas frases encendieron una luz roja en el fondo de la memoria de Audrey, aunque no acertaba a saber por qué. Cuando ella habló de nuevo, se mostró menos firme de lo que hubiera deseado:

– Daniel no te necesita.

Esto iba a dirigido al Daniel que se escondía tras aquella otra personalidad. Audrey deseaba hacer creer al verdadero Daniel que no le hacían falta máscaras, que con su ayuda podía superar lo que quiera que fuese. Regresaba a su labor de psiquiatra, olvidando qué la había traído hoy a aquí.

– Daniel no me necesita, es verdad. Pero tú sí.

– ¿Y para qué podría necesitarte yo?

– Para descubrir la verdad, por supuesto. ¿Hay algo más importante que la verdad? No. Por eso VERITAS es el lema de Harvard.

– ¡Qué sabrás tú de Harvard!

Audrey dijo esto con furia. Sentía deseos de lanzarse sobre su interlocutor y hacerle daño. Ésa era la expresión: «hacerle daño». No le parecía bastante abofetearle simplemente, o algo similar. En la oscuridad en la que no podía ver al Daniel ingenuo e inocente, resultaba fácil imaginarse al ser despreciable dueño de esa voz. Y odiarle.

– ¿Qué sé yo de Harvard?… Todo, Audrey. Lo sé todo. Los remordimientos son algo terrible, ¿verdad? -Hizo una breve pausa en la que se escuchó una casi imperceptible pero malévola risilla-. ¿Sabes que tenía dos hijas?

Audrey dejó de respirar. Y creyó que no conseguiría empezar de nuevo a hacerlo.

– ¿De quién… estás… hablando?

Sus palabras vacilaron, como solía a ocurrirle a Daniel. La respuesta a su pregunta sólo podía ser una, pero quería oírla. Lo necesitaba, para que ya no le cupieran dudas de que estaba ocurriendo algo insólito.

– Hablo del guardia al que prendisteis fuego en el Harvard Hall, claro está. Se llamaba Abraham, por si quieres saberlo. A sus hijas no les dejaron ver el cadáver. No querían que dos niñas virginales tuvieran aquella horrenda visión como última imagen de su querido papá. Qué atentos, ¿no te parece?

La luz regresó. Audrey dio un salto en la silla cuando lo hizo. Su corazón latía tan deprisa que el pecho comenzaba a resentirse. Notaba las venas del cuello hinchadas y palpitantes.

– ¿Ya… no… jugamos? -preguntó Daniel. El verdadero.

– No, Daniel. Creo que el juego se ha acabado por hoy.

Audrey estaba en su despacho. Se le había pasado por la cabeza tomarse un Jack Daniel's -también allí guardaba una botella-, pero no lo hizo. Había aprendido la lección de la otra noche. Llevaba sentada en su butaca más de dos horas. Pensando. Se incorporó y pulsó el botón del intercomunicador.

– ¿Sí?

– Toma nota, Susan.

– Antes, te recuerdo que tienes una cita a las tres, con la señora Steiner.

Sin prestar atención al tono mordaz de su secretaria, Audrey continuó:

– Busca el número del Departamento de Física de Harvard, y ponte en contacto con el profesor McGale, Michael W. McGale. Haz todo lo posible para concertarme una cita con él cuanto antes. Para hoy mismo, si es posible.

– Pero, Audrey…

– ¡Haz lo que te he dicho!

– Bien. Profesor Michael W. McGale del Departamento de Física de Harvard. Para hoy mismo, si es posible. ¿Algo más?

Susan estaba dolida y Audrey se dio cuenta de ello.

– No.

Capítulo 11

Boston.

Audrey aguardaba frente a la puerta del despacho del profesor Michael W. McGale, en el segundo piso del Laboratorio Jefferson, en Harvard. Susan, su secretaria, le había conseguido una cita para esa misma tarde, y Audrey estaba tan impaciente por hablar con él que había llegado con media hora de antelación.

Era la primera vez que pisaba el campus de Harvard desde que se graduó. En todos los años que habían pasado, siempre evitó volver. Y este día había entrado en la universidad por el norte, intencionadamente, para no pasar junto al Old Yard y el Harvard Hall. Habría podido hablar con el científico por teléfono, pero era mejor tratar en persona ciertos asuntos; eso le hizo decidirse por una entrevista cara a cara, aunque tuviera que volver a Harvard para ello.

– ¿Audrey, Audrey Barrett? ¿Eres tú? ¡Claro que eres tú! No has cambiado nada.

– ¿Michael?

Él sí que había cambiado. Para empezar, debía de pesar veinte kilos más que la última vez que lo vio. Y una nueva barba espesa le cubría gran parte de la cara. Audrey y él se conocieron en sus tiempos de estudiantes. Michael formaba parte de un grupo amplio de personas con las que ella se relacionaba, aunque no al mismo nivel que con Leo o Zach. Después de lo ocurrido aquella fatídica noche, Audrey dejó de ver a casi todas ellas. Además, Zach la abandonó, y Leo fue alejándose progresivamente, quizá como un modo de expiación. Audrey se enteró de su muerte, años después, sólo porque la madre de Leo se lo dijo a la suya. Estas razones y otras hicieron que acabara teniendo una relación más estrecha con Michael McGale, que era entonces un brillante joven con deseos de convertirse en físico. El había logrado ese objetivo, además de una plaza de profesor en el Departamento de Física de Harvard.

– Estoy un poco más gordo de lo que recordabas, ¿verdad?

– Un poco, sí.

– Los cheeseburgers son mi perdición… ¿Llevas mucho tiempo esperándome?

– Quince minutos.

Entraron en el pequeño despacho de Michael. Audrey esperaba encontrarse con la típica guarida de un genio de la ciencia, llena de artefactos y papeles por todos lados, con estanterías a punto de romperse bajo el peso de los libros. Pero encontró justo lo contrario: un espacio ordenado al milímetro, con una mesa en la que no había un solo papel fuera de su lugar y cuyos únicos artefactos eran un monitor plano de ordenador y una fotografía de familia feliz. Audrey la cogió, aunque tuvo que dejarla rápidamente otra vez sobre la mesa. Los temblores que comenzaron en su mano, al verla de cerca, le impidieron sostenerla por más tiempo.

– Es una foto genial, ¿eh? -dijo Michael, que no se percató del cambio en el ánimo de su vieja amiga-. Nos la sacaron en el parque de atracciones de Coney Island. El pequeño Michael va a romper muchos corazones cuando sea mayor, ¿verdad? Se nota que ha salido a su madre… Por cierto, ¿qué tal está tu…?

Audrey le cortó.

– Tengo un poco de prisa, Michael.

Ella sabía lo que iba a preguntarle, y no podría soportar dar explicaciones sobre ese tema.

– Sí, claro. Perdona. Mi mujer, Karen, dice que tengo incontinencia verbal, y tiene toda la razón… Bien. Pues tú dirás.

Los dos se habían sentado. Una luz agradable entraba por la ventana a su izquierda. Los días pueden ser luminosos aunque uno tenga el alma a oscuras. A Audrey le parecía que eso era tremendamente injusto.

– Estoy tratando a un paciente retrasado mental que estuvo a punto de perder la vida en un incendio. Presenta varios síntomas de estrés postraumático: pesadillas relacionadas con el fuego, insomnio, cosas por el estilo. Yo he empezado un tratamiento psicológico, además de recomendar la administración de antidepresivos y calmantes y… -Michael se removió en su silla, a la vez que tosía ligeramente. Audrey estaba dando rodeos-. De acuerdo, Michael. Lo diré de un modo claro: mi paciente sabe cosas que no puede saber.

– Ya. ¿Y qué explicación le das tú a eso? Porque imagino que tienes una teoría. Si no, no estarías aquí, ¿me equivoco?

Michael no se equivocaba, aunque Audrey no diría algo tan categórico como que «tenía una teoría». Era más apropiado decir que se le había ocurrido una explicación plausible y quería confirmar con Michael hasta qué punto podía ser o no válida.

– Creo que mi paciente puede ser telépata. En una de sus personalidades, al menos. Le he estado dando muchas vueltas y no se me ocurre otra cosa. Lo que él sabe sólo lo conocen tres personas. Una, lleva años muerta. Otra debe de estar en algún lugar de África, probablemente trabajando como mercenario. Y apostaría mi vida a que mi paciente nunca llegó a conocer a ninguna de las dos.

– Y supongo -intervino Michael- que la tercera persona que sabe el secreto eres tú.

Llamar secreto a lo que Daniel le había dicho a Audrey era un simple modo de hablar para Michael, pero ella se sintió incómoda al escuchar esa palabra.

– Sí -admitió Audrey-. Yo soy la tercera persona que conoce el secreto, como tú lo llamas. ¿Qué opinas de lo que te he contado?

Un pájaro de plumas rojas se posó en la repisa exterior de la ventana. Sus ojillos negros se quedaron mirando a Michael con interés, como si estuviera planteándose si era o no comestible. Debió de llegar a la conclusión de que el físico no era el gusano más grande del mundo, porque volvió el pico hacia la calle y salió volando en dirección a un árbol próximo.

– Opino que podría hacerse un estudio sencillo con cartas Zener de ese paciente tuyo, para determinar si es cierto o no que tiene capacidades telepáticas. Pero si te refieres a si opino que la telepatía u otros poderes extrasensoriales no son un mito, sino realidades físicas, la respuesta es que estoy convencido de que así es. Y no soy el único… No puedes imaginarte la cantidad de proyectos que existen, y el dinero que se ha gastado, y se sigue gastando, en investigaciones sobre la telepatía, la clarividencia o la telequinesia. Nuestro querido gobierno es uno de los más fervorosos interesados en estas cuestiones.

– ¿De veras?

Ella preguntó sólo por cortesía. Los detalles no le importaban demasiado. Quería respuestas directas y concisas. Pero Michael se tomó su reacción como una muestra de interés.

– Puedes estar segura de que el gobierno está detrás de muchos proyectos. A principios de los setenta, la CIA y el Departamento de Defensa crearon un programa secreto, cuyo último nombre en clave fue STAR GATE, que pretendía adiestrar y utilizar a psíquicos para labores de espionaje a distancia. El proyecto lo dirigió un físico de la Universidad de Stanford, el profesor Puthoff. Se supone que lo cancelaron por falta de resultados a mediados de los noventa, pero Puthoff ha afirmado públicamente que el programa funcionaba y que él fue testigo de cómo sus espías psíquicos eran capaces de husmear, desde Estados Unidos, bases ultrasecretas en el interior de Rusia. ¿Sabes una cosa, Audrey? Yo apostaría a que el proyecto continúa en un nivel todavía más secreto. Estoy convencido. Igual que los programas de los propios rusos, o de los chinos.

»Y el asunto no es exclusivo de los gobiernos. Hay también universidades, y hasta empresas privadas, que están investigando las capacidades paranormales. Sony Corporation, la misma empresa que fabrica tu televisor o este monitor, financió durante años un programa llamado ESPER. No fue cancelado hasta después de que el portavoz de Sony revelara a un periodista que habían conseguido demostrar la existencia de los poderes paranormales. Por cierto, una de sus conclusiones fue que los niños estaban más dotados que los adultos en lo que se refiere a poderes psíquicos. ¿Y no me has dicho que tu paciente es retrasado mental? Los deficientes son una especie de niños grandes. La Universidad de Princeton lleva más de un cuarto de siglo con su investigación PEAR, en la que se ha probado que la mente puede actuar a distancia sobre la materia. Y hay cosas todavía más sorprendentes, como un estudio en curso al que llaman proyecto Conciencia Global, en el que parece estar verificándose la existencia de una especie de mente colectiva en el mundo… Podría seguir toda la tarde contándote cosas parecidas.

Audrey no lo dudaba. Había querido hablar con Michael porque, para ella, los físicos eran la quintaesencia de los científicos. Ninguna mente estaba más abierta y era, al mismo tiempo, más rigurosa que la de un físico. Y, además, Michael era un experto en el tema de los poderes paranormales. Esto último, aunque conveniente, le hacía sentirse inquieta, porque la vida rara vez es conveniente y lineal. Sólo el Destino puede obligar a que las cosas sigan un camino sin desvíos, y ella no creía en el Destino. No quería creer en ninguna clase de Destino, porque éste parecía acabar casi siempre conduciendo a la infelicidad y la muerte.

– Me abruman tus conocimientos sobre el tema, Michael.

– Yo soy un creyente en lo que llaman capacidades psíquicas. ¿Y sabes por qué? No porque tenga fe, sino porque no la tengo. Esos temas me interesan desde hace mucho y, además, ahora estoy en un equipo de investigación, aquí, en Harvard, que se llama Grupo daVinci. Lo que pretendemos es explicar la esencia del ser humano, y de todo lo que tiene vida, desde un punto de vista puramente material. Quiero encontrar una ecuación física para la vida, porque la alternativa de que un Dios nos haya creado me parece imposible. ¿Sabes que el supremo genio científico, Albert Einstein, pensaba que la telepatía era más que probable? Cuentan que le dijo a un colega suyo investigador que cuando se demostrara su existencia y la de otras capacidades similares, el mundo se daría cuenta de que todas ellas tenían más que ver con la física que con el mundo sobrenatural. Somos meras partículas elementales unidas para formar este ser que vemos, Audrey. Y todo lo que hacemos y sentimos, todas nuestras capacidades, responden simplemente a leyes físicas que, en su esencia más íntima, son elementales. E inevitables, también.

– Nuestro destino está marcado, ¿no es eso?

– Desde el mismo instante en el que empezamos a existir. Sí.

– ¿Y dónde entra el alma en esa teoría?

– El alma no existe.

Audrey miró a la calle, a través de la ventana. El sol estaba ya en mitad de su curva descendente. Las sombras alargadas de los árboles y los edificios se estiraban sobre la hierba, como si quisieran desperezarse.

Michael se equivocaba: el alma sí que existía. Y Audrey estaba segura de que la suya iría a parar al Infierno, porque ella odiaba a Dios. Lo odiaba con toda su rabia, con todas sus fuerzas. É1 la había castigado por la muerte de aquel pobre guardia. Dios esperó pacientemente ocho años. Le permitió a Audrey alcanzar la felicidad con el único fin de arrebatársela luego. Perder a su hijo fue el castigo. Audrey era un Job a quien Dios no pensaba darle ninguna recompensa al final de sus tormentos.

– El alma sí existe, Michael. Te lo aseguro.

La conversación entre ella y su amigo se prolongó durante un cuarto de hora más. Ése fue el tiempo que Michael tardó en describir un modo simple de verificar las supuestas capacidades telepáticas de Daniel. Se trataba de algo realmente sencillo, que hubiera podido explicarse en tan sólo un par de minutos, pero Michael no logró resistirse a contarle todo tipo de historias y anécdotas innecesarias sobre la prueba. El físico se ofreció a ayudar a Audrey a realizarla, pero ésta se negó amablemente. Lo que Daniel y ella sabían no podía saberlo nadie más. Cuando Audrey salió por fin del edificio, llevaba consigo en el bolso una baraja de cartas Zener. Entonces se encontró a alguien a quien no esperaba encontrar.

– ¡Joseph! Pero ¿qué hace aquí?

Al bombero lo acompañaban dos crios pequeños, un niño y una niña, que observaban a Audrey con curiosidad.

– He llamado a su consulta y Susan me ha dicho que tenía una cita con un cerebrito de ahí dentro. Así es que he venido a verla. Hemos venido, ¿verdad, chicos?

En un susurro al oído de Audrey, Joseph dijo:

– Supuse que no se atrevería a darme largas delante de dos tiernos retoños.

Era una estratagema muy baja. Y, encima, debían de llevar esperándola un buen rato.

– Yo me llamo Audrey -se presentó a los hijos de Joseph-. ¿Y vosotros?

– Yo soy Tiffany -dijo la niña.

Era una pequeña señorita, rubia y de ojos claros, que sólo se parecía vagamente a Joseph. Quien sí era idéntico al padre era el niño: moreno y con los ojos castaños.

– ¿Y tú cómo te llamas, hombrecito?

– Howard.

– Encantada, Howard. Encantada, Tiffany. Ha sido un placer conoceros, pero tengo que irme.

Esta vez fue Audrey la que susurró al oído de Joseph:

– Voy a darle largas de todos modos.

– ¡Oh, vamos! No puede ser tan mala como parece… -Joseph se dio cuenta de que había dicho algo que no debía-. Quiero decir…

– No importa. Sé lo que quería decir.

– Es usted muy guapa -dijo la niña, de repente.

Audrey sonrió. Con tristeza al principio, hasta que descubrió al pequeño Howard mirándola, y vio cómo éste se sonrojaba. Joseph puso una mano sobre su corazón y dijo:

– Le juro que esto no lo hemos ensayado.

Ella tuvo que rendirse, aunque no estaba muy segura de que Joseph dijera la verdad.

– Supongo que puedo quedarme un poco y dar un paseo.

– ¡Estupendo! -exclamó Joseph-. Dame la mano, Tiffany. ¿Howard?

La niña se apresuró a hacer lo que le había dicho su padre, pero Howard no. Lo que hizo fue ponerse junto a Audrey y agarrar una de sus manos. Ella tomó la de Howard con una extrema delicadeza. Era tan frágil…

– Parece que la tienes en el bote, ¿eh, amigo? -le dijo Joseph a su hijo-. Fíjate en cómo te está mirando y grábate esa mirada, campeón. No la verás muchas veces en tu vida. Yo diría que es amor.

El bombero se dijo que el pequeño Howard tenía mucha suerte. Había una mujer excepcional bajo esa dura corteza. Y Joseph se había propuesto sacarla a la luz.

El paseo que Audrey dio con Joseph y los hijos de éste acabó siendo muy agradable. A pesar de todas las preocupaciones de ella y de su constante tristeza, el bombero consiguió hacerle recuperar la sonrisa. Era un hombre divertido. Y parecía, además, un padre cariñoso y dedicado. A Audrey se le pasó muy deprisa el resto de aquella tarde. Para alargarla un poco, se ofreció a llevar a Joseph a casa, donde iban a pasar la noche sus hijos. Se despidieron en el portal, y en los rostros de todos se notó que la hora de separarse había llegado demasiado pronto. Audrey se olvidó esa tarde de contar las horas que le faltaban para irse a dormir. Solía hacerlo, porque cada noche esperaba soñar con el ser al que más había amado en este mundo.

En él estaba pensando también ahora, dos días después de su paseo por el campus de Harvard, mientras el padre Cannon daba su sermón dominical. Audrey asistía todos los domingos a misa en la misma iglesia, la de San Vicente de Paúl, un baluarte para descendientes de irlandeses como ella. Los padres de Audrey habían sido católicos ardorosos, casi fanáticos, que siempre se esforzaron por inculcarle el temor de Dios. E hicieron bien su trabajo. Sentía desde pequeña un enorme temor hacia él, en su acepción más negativa. Su miedo hacia Dios era casi tan grande como el odio que había llegado a tenerle.

La parroquia se enorgullecía de su «sangre irlandesa», y ese orgullo siempre fue correspondido. Originalmente, el templo estuvo emplazado en otro lugar, pero cuando la expansión de la ciudad de Boston en el siglo XIX amenazó con su derribo, los feligreses -en su mayoría inmigrantes de Irlanda- decidieron trasladarlo a su localización actual. La misma fe que es capaz de mover montañas, pudo también mover, una a una, las piedras de la iglesia de San Vicente de Paúl. La fe de Audrey no le bastó, sin embargo, para alcanzar ningún tipo de paz interior. Pero al menos la condujo hasta la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad y hasta la madre Victoria.

Incluso en un lugar sagrado como la iglesia de San Vicente de Paúl, luchaban sin tregua dentro de Audrey las convicciones religiosas y su despecho hacia Dios. En un momento en el que pareció tomar ventaja lo primero, trató de concentrarse en las palabras del sacerdote. Pero fue inútil. Empezó entonces a fijarse en los frescos de las paredes, que tantas veces había contemplado. Mostraban las etapas de la Pasión de Cristo, los catorce pasos que lo llevaron de su condena a muerte a yacer en un sepulcro, tras sufrir un indecible tormento. Tampoco en esos cuadros encontró ningún consuelo. Sintió deseos de marcharse, pero se quedó donde estaba. Si ese pequeño sacrificio suyo hacía sentirse culpable a Dios, valdría la pena, se dijo. Volvió otra vez su atención hacia el padre Cannon. Era el primer domingo tras el día de Todos los Santos, y su sermón hablaba de la vida después de la muerte.

Acabado el oficio, todos los feligreses se mostraban alegres y sonrientes, quizá felices por compartir unas creencias que les ofrecían la salvación a cambio de sus miserias. Audrey sintió envidia. Y la inquietud que la atosigaba desde su último encuentro con Daniel regresó con más fuerza que nunca. El día anterior no había querido ir a verlo. Algo iba a ocurrir si se encontraba de nuevo con Daniel. Nunca como entonces había estado tan segura de uno de sus presentimientos. Audrey temía que pudiera tratarse de algo horrible, aunque de todos modos estaba decidida a visitarlo aquella tarde. Se resistía a olvidar simplemente al anciano jardinero y abandonarlo sin más. Resultaba curioso que alguien que carecía de toda esperanza pudiera dar esperanza a otro. Pero eso era exactamente lo que había ocurrido entre ellos dos. Daniel confiaba en que Audrey poseyera la cura para su sufrimiento, y ése era un milagro que ella se sentía obligada a honrar.

Había otra razón, además, para que no quisiera desistir: su curiosidad demasiado humana le exigía saber qué era eso sobre lo que su intuición la precavía.

Tardó un cuarto de hora en recorrer la distancia que separaba la iglesia y la residencia de ancianos. No salió inmediatamente del coche después de aparcar, sino que permaneció sentada en el interior durante un par de minutos. Ahora se sentía un poco más tranquila. Ya no tenía la sensación de que algo sombrío la aguardaba en la residencia. Quizá, después de todo, su intuición no resultara infalible. Antes de salir comprobó que seguían en su bolso las cartas Zener que le había prestado su amigo Michael McGale, profesor de física de Harvard. Estaba más dispuesta que nunca a utilizarlas para dilucidar si Daniel era realmente telépata.

Conforme a lo que ya se había convertido en un hábito, Audrey trató de imaginarse dónde podría estar Daniel. El día era soleado, así es que su primera elección fue el jardín. Encontró allí a varios ancianos, pero no a Daniel. Decidió entonces probar suerte en su habitación, también sin éxito. De los lugares habituales, sólo le quedaba la sala de ocio, hacia la que Audrey se encaminó. No había ya en la psiquiatra ninguna inquietud. Hacer frente a los propios temores era lo que se necesitaba para ahuyentarlos. Eso les decía a menudo a sus pacientes de la consulta, y Audrey estaba siguiendo su propio consejo.

La sensación de que todo estaba en orden se mantuvo, a pesar de que tampoco había rastro de Daniel en la sala de ocio. En ella vio a media docena de ancianos, sentados en butacones de hule. Sus miradas anhelantes de visitas que nunca recibirían le hicieron sentir una punzada aguda de compasión.

Daniel parecía haberse propuesto jugar al escondite. Y no sólo él. La madre superiora tampoco estaba en su despacho. Audrey se alarmó al ocurrírsele que quizá hubiera ocurrido algo malo. Imaginó a la madre Victoria con Daniel en las urgencias de un hospital. La salud del viejo era muy frágil desde el incendio del convento.

Audrey quería descartar cuanto antes esa idea para no perder su recuperada tranquilidad, así es que decidió preguntar a alguna de las otras monjas. De vuelta por el corredor, se percató de que aún no había mirado en un sitio, la sala de terapia. Su puerta entreabierta dejaba ver su interior en completa oscuridad. Abrió un poco más la puerta y tanteó con la mano en busca del interruptor, hasta que consiguió encender la luz.

Daniel estaba allí, acurrucado en una esquina de la sala. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho, con su inseparable rosa aferrada entre ellos. Sollozaba débilmente, al tiempo que mecía su propio tronco hacia delante y hacia atrás.

– Auuudreyyy -dijo en un tono suplicante, aterrado-. Ayúuu… daaa… meee.

Todos los temores de Audrey volvieron de repente. La pared del fondo estaba llena de marcas de un color rojo oscuro. «Por favor, que no sea sangre…», imploró ella. Las marcas representaban siempre un círculo, una cruz, un cuadrado, una estrella de cinco puntas o tres líneas sinuosas verticales: los símbolos de las cartas Zener.

Una idea absurda cruzó la mente de Audrey. Metió la mano en su bolso y extrajo las cartas de su amigo Michael. En su esquina de la pared, Daniel seguía gimoteando, sin atreverse a levantarse del suelo. Las manos de Audrey sudaban. Le costó dar la vuelta a la primera carta. Mostraba un círculo, igual que el primer símbolo de la pared. La mano temblorosa de Audrey metió esta primera carta bajo el mazo, para dejar al descubierto la segunda. Un cuadrado. Audrey alzó los ojos hacia el muro.

– Dios mío…

Cerca de perder por completo el control de sus manos, empezó a pasar las cartas una tras otra, cada vez más deprisa. Ya no se molestaba en colocarlas al final del mazo. Simplemente iba dejándolas caer al suelo.

Revisó las veinticinco cartas Zener. Todos y cada uno de los símbolos pintados en la pared estaban en el orden exacto de las cartas del mazo. Todos. Sin excepción.

Habían pasado tres horas. Daniel estaba en su cama, bajo los cuidados de Audrey y la madre superiora.

– Ya tiene menos fiebre -dijo Audrey.

Era una noticia tranquilizadora, pero eso no disminuyó la angustia de la religiosa. El anciano tenía el rostro demacrado y no paraba de toser. Unos ojos sin brillo se veían apenas en el fondo de las cuencas oscuras. Audrey le había administrado un sedante fuerte, pero ni siquiera eso logró calmarle del todo. Agarraba las sábanas con los puños cerrados, justo por debajo de su barbilla. La maceta con su planta estaba a un lado, sobre la mesilla de noche.

El anciano no había dicho una sola palabra desde que Audrey consiguiera hacerlo reaccionar en la sala de terapia y sacarlo de ella. La madre superiora, que fue informada inmediatamente de lo ocurrido, había ordenado cerrar esa sala bajo llave. Al día siguiente, dos de las hermanas que se encargaban de los trabajos de mantenimiento de la residencia, harían desaparecer esos símbolos que parecían escritos con sangre. Cuando los vio, la religiosa no pudo evitar santiguarse y musitar una breve plegaria protectora. Notaba allí la intervención del Diablo, le confesó a Audrey, y ésta tuvo la clara impresión de que esa sospecha no era reciente, ni se debía sólo a lo ocurrido en la sala de terapia.

Descubrieron también manchas rojas en las manos de Daniel, que Audrey tomó en un primer momento por sangre, al igual que los dibujos de la pared. Afortunadamente se trataba de la pintura que Daniel había utilizado para dibujar los símbolos Zener. Encontraron un pincel y una lata medio vacía tirados en un rincón de la sala de terapia, que Daniel había cogido del cobertizo de las herramientas.

La madre superiora acarició con ternura la cabeza del anciano. Estaba sentada en una silla junto a la cama, mientras que Audrey permanecía de pie, reflexionando frenéticamente. Lo que había presenciado demostraba con total certeza que Daniel era telépata. Más aún, demostraba que tenía la capacidad de visión remota, como esos «espías psíquicos» de los que le habló su amigo Michael. Por eso consiguió adivinar las cartas Zener a distancia. Pero a Audrey no le parecía que esa explicación fuera suficiente. Su corazón insistía en que algo mucho más profundo se ocultaba bajo aquel hecho excepcional. Algo mucho más temible a lo que quizá ella misma había abierto la puerta. Puede que la madre superiora tuviera razón, que la mano del Demonio estuviera allí. Audrey no descartaba esa posibilidad. Ella creía en el Demonio igual que creía en Dios, porque estaba convencida de que la existencia de uno implicaba necesariamente la del otro. No había Bien sin Mal, blanco sin negro, luz sin oscuridad. Su formación académica y su mente racional nunca la habían apartado de esa creencia. Al contrario: le permitían distinguir con claridad la frontera entre las enfermedades mentales y las del alma. Daniel se hallaba justo en esa frontera. Audrey aún no estaba dispuesta a admitir que el anciano se hallara poseído, como pensaba la madre superiora. Porque a eso se refería la religiosa cuando hablaba de la intervención del Diablo, aunque se resistiera a decirlo tan claramente. Audrey, en cambio, necesitaba más pruebas. Incluso con sus presentimientos negativos, creía que todo lo ocurrido era aún explicable sin tener que apelar al Maligno. Aunque fuera recurriendo a causas extraordinarias.

– Yo… no… quería… -habló Daniel por fin.

– No te esfuerces, hijo mío -dijo la madre Victoria-. Descansa ahora.

Daniel necesitaba reposo. Audrey asintió con la cabeza al oír la recomendación de la superiora. Pero él siguió hablando.

– Había… muertos. Mu… chos… Muchos… muertos. La tierra… estaba… llena de… muertos. Plumas…

Daniel estaba describiendo otra de sus pesadillas, o quizá una especie de alucinación que tuvo cuando el otro Daniel tomó el control de su mente y de su cuerpo. El modo de expresarse del anciano era más inarticulado de lo habitual, seguramente por causa del sedante. Eso hacía muy difícil entenderle, pero Audrey recordaba que, en una visita anterior, el anciano se había ya referido a una pluma, blanca, grande y ensangrentada.

– ¿Las plumas estaban manchadas de sangre, Daniel?

La monja dirigió a Audrey una mirada reprobadora.

– Daniel tiene que descansar.

– Las plumas eran… blancas… y negras. Alas… blancas… y negras. Sangre. Todos… muertos.

– ¿De qué estás hablando, Daniel? -insistió Audrey.

– «Y comenzó a librarse una batalla en el Paraíso -respondió por él la madre superiora. Su voz resonó de un modo luctuoso en la habitación-. El arcángel Miguel y sus ángeles se dispusieron a combatir a la Bestia, y la Bestia y sus ángeles los atacaron…»

– «… pero la Bestia no era lo suficientemente poderosa, y todos los suyos perdieron su lugar en el Cielo» -terminó Audrey.

Sus padres la habían obligado durante años a leer todos los días fragmentos de los libros sagrados. Luego le hacían preguntas, y el castigo por no acertar en las respuestas era muy severo. Audrey todavía era capaz de recordar una infinidad de esos pasajes.

La chocante nueva pesadilla era un nudo más en la enredada madeja en que se había convertido el caso de Daniel. Todo aquello era muy difícil de asimilar para Audrey. Y había llegado, además, de un modo inesperado. El origen fue una inofensiva petición de ayuda de la madre superiora para un caso de estrés postraumático. Lo único que se salía entonces de lo común era que el paciente fuera retrasado mental. Su primer encuentro con Daniel, en el jardin de la residencia, fue intrascendente. Pero, en el segundo, la situación cambió… Todo empezó a cambiar al aparecer ese otro Daniel y mencionar la estatua de John Harvard. Desde ese momento, nada había vuelto a ser normal. Y lo ocurrido hoy sólo confirmaba que la realidad estaba desquiciándose. Audrey sentía que empezaba a perder el control. No sólo del tratamiento psicológico de su paciente, sino de todo; de ella misma, de su propia racionalidad. Se preguntó ahora si habría tenido en algún momento el menor control sobre lo que estaba ocurriendo con Daniel. No le llevó mucho tiempo contestarse, y la respuesta fue que no. Tenía la sensación, cada vez más fuerte, de que había empezado a girar una rueda de un modo ajeno a su voluntad, y de que ella misma y cuantos rodeaban a Daniel eran meros engranajes de ella. Lo que Audrey ignoraba por completo era adonde los llevaría eso.

– Debo irme -dijo la madre superiora, con resignación-. No puedo descuidar mis obligaciones por más tiempo. ¿Te importaría quedarte tú con él?

– En absoluto.

– Gracias, Audrey. Pero prométeme que hoy no le harás más preguntas.

– Lo prometo.

La religiosa besó la frente de Daniel antes de abandonar la habitación.

– Que Dios te proteja, hijo mío.

Capítulo 12

Roma.

Albert Cloister cruzó a paso ligero el patio que separaba la Biblioteca Apostólica del Archivo Secreto. Era una mañana desapacible, tras varios días de tiempo frío pero bueno. El cielo plomizo amenazaba lluvia y parecía reflejar los pensamientos que el jesuíta llevaba dentro de sí. El día anterior había visitado Padua y conversado con el anciano fray Giulio, un hombre excepcional, sin duda, pero que no había hecho sino aumentar sus dudas y su deseo de conocer. Por eso estaba allí ahora, encaminándose al más importante centro de investigación histórica y uno de los lugares más enigmáticos del mundo, el archivo con mayor número de documentos antiguos, manuscritos, cartas, códices. En sus casi cien kilómetros de estanterías se custodiaban escritos que no veían la luz del sol desde hacía siglos y, a juzgar por lo que contenían, no la verían en otros tantos siglos más. Sobre todo algunos textos apócrifos que iban mucho más allá de la visión alternativa de los manuscritos de Nag Hammadi, o de los otros que se conocían.

Precisamente, Cloister estaba seguro de que el códice del que le había hablado el monje debía de ser uno de esos escritos apócrifos. Lo que parecían ser piezas sueltas de un puzzle ignoto, se revelaban como elementos con sentido, conocidos por otras personas, como el anciano y su propio jefe, monseñor Franzik. Ellos sabían más de lo que él se había figurado. Cuando todo empezó, con la exhumación del antiguo párroco en aquel pequeño pueblecito español, nunca hubiera imaginado que las cosas llegaran a ser tan serias. ¿O sí?

El jesuita atravesó el vestíbulo hasta el ascensor. Bajó hasta la planta de la cafetería y se sentó a una mesa con un café doble. A los pocos minutos, la figura esbelta de Igna-tius Franzik apareció en el umbral. Su rostro estaba serio, pero exhibía el gesto de quien trata de ser constructivo. Un gesto que se ve a menudo entre los médicos que desahucian a sus pacientes terminales.

– Siéntate, Albert -dijo el cardenal a su pupilo, que se había levantado, y acompañando sus palabras de un gesto de la mano-. Sin formalidades.

– Gracias, monseñor.

– Anoche telefoneé a fray Giulio. Me dijo que le impresionaste vivamente.

– Él sí que me impresionó a mí. Sobre todo por las cosas que me contó.

– Comprendo que estés confundido. Espero que no tomes a mal que no te informara hasta ahora de ciertos detalles.

– ¿Detalles?

El tono de voz de Cloister reflejaba más incredulidad que enfado.

– Sí, sí, reconozco que son más que eso. Mucho más que eso. Sin embargo, comprenderás que no se trata de algo como para ser divulgado.

– Pero, monseñor, yo llevo ya varios años investigando, y nunca negué mis temores, mi aflicción o que mi espíritu estaba turbado. No es una recriminación como tal. Sólo estoy algo dolido.

– Siento oír eso. Pero, al margen de lo personal, lo verdaderamente importante es llegar al fondo del problema, la cuestión, o como quiera que debamos llamarle. Todos estamos confusos, Albert. Antes de bajar a la zona restringida del Archivo, déjame que te cuente lo que le sucedió a un joven sacerdote como tú, que también trabajaba para los Lobos. Llevaba ya un tiempo de servicio cuando yo fui designado prefecto. Mi antecesor, Guethary, me habló muy bien de él. Era un belga que sirvió en las misiones africanas y allí descubrió que hay un mundo detrás de lo visible. Algo que debería ser obvio para un religioso y que a menudo parece olvidarse. Tantos de nosotros parecen vivir como si esta vida fuera la única… En fin -siguió el cardenal-, envié a Nueva Orleans a aquel joven, llamado Horace, con la misión de investigar unos casos de magia negra. Corría el año 1981. Cuando él llegó acababan de raptar a un niño negro albino para un ritual de vudú. En Nueva Orleans se practica más vudú que en cualquier otro lugar del mundo, incluido Haití. No me extraña que esta ciudad sea la antítesis de Jerusalén, la tres veces santa. Nueva Orleans es la cuatro veces maldita: por cristianos, musulmanes, judíos y aborígenes indios americanos. Pues bien, era Halloween, la víspera pagana de Todos los Santos. Esa noche, en las últimas estribaciones del barrio francés, se estaba celebrando un rito, una tapadera de algo más importante. El padre Horace pudo introducirse allí acompañando a un periodista local. La macabra intención del rito era provocar el fallecimiento a distancia de un hombre. A la policía de la ciudad le estaba vedado el paso, y las autoridades preferían no inmiscuirse en aquellas prácticas funestas. El padre Horace sabía lo que estaba pasando realmente. Más allá de aquel patio mugriento debía esconderse un auténtico bokor, un sacerdote del mal, sin tambores, ojos en blanco ni bailes frenéticos, oculto en algún lugar próximo. El rapto del niño albino, por la blancura antinatural de su piel, significaba la confección, a costa de su tormento, de un muñeco vudú. Y no precisamente de los que se venden en cualquier esquina de la ciudad. El padre Horace logró encontrar el templo del bokor entre un laberinto de callejones estrechos y oscuros, y al pobre niño. Trató de abandonar la escena para alertar a las autoridades, pero no tuvo tiempo de hacerlo. Lo descubrieron. Corrió por los pasajes y consiguió ganar de nuevo el patio exterior. Allí, una fuerza misteriosa le hizo detenerse frente a la hoguera que había en el centro del patio. Lo que vio fue para él inesperado y terrible. Y creo que ya sabes lo que es.

– Unos ojos… -dijo Cloister, en un balbuceo.

– Unos ojos, un rostro que lo dejó petrificado. Se frenó en seco y no pudo evitar que lo cogieran. Por suerte salvó su vida.

– ¿Podría yo ponerme en contacto con el padre Horace?

– Lo siento, pero murió al poco tiempo. Un infarto fulminante.

– Vaya…

– Sé lo que estás pensando.

– ¿Y me equivoco?

– No lo sé. Quizá su muerte tuvo relación con la entidad del fuego o quizá no. Fray Giulio también vio esos ojos y ha pasado de la centena. Probablemente fue algo… casual.

– Sí, supongo que es lo más lógico. Aunque estoy desorientado.

El cardenal se inclinó en la mesa y puso su mano en el hombro de Albert. Hubiera preferido que se mantuviera al margen de todo aquello. Pero no era él quien había decidido inmiscuirle.

– No pretendo abrumarte con más elementos nuevos en tu investigación, pero aún debo mostrarte un códice. Por eso estamos aquí. Sé que fray Giulio te habló de él.

– Sólo lo mencionó, pero no me dijo lo que contiene.

– Enseguida tendrás respuesta a eso. Sigúeme.

Los dos hombres abandonaron la cafetería y regresaron al ascensor. Franzik sacó una pequeña llave y la introdujo en el panel de mandos. Después pasó su tarjeta de identificación por el lector al efecto y oprimió el botón del cuarto sótano. Se trataba del modo de acceso al área restringida, el hipogeo del Archivo Secreto Vaticano. En él se custodiaban muchos documentos confidenciales, fuera del alcance de los investigadores acreditados. Allí sólo accedían unos pocos religiosos adscritos al Archivo y los especialistas contratados para restauración y catalogación de los fondos. Como si de una corporación de alta tecnología se tratara, o de una organización militar, todos firmaban un contrato en que se incluía una cláusula de confidencialidad.

El códice que el cardenal Franzik y el padre Cloister iban a consultar era una de esas piezas históricas secretas, una de las más desconcertantes y sugestivas que se guardaban en el Archivio. Se trataba de un conjunto de páginas de papiro, poco más de una treintena, y de unos veinte por treinta centímetros de tamaño, encuadernadas en unas tapas de cuero rodeadas por una cinta del mismo material. Franzik pidió a Cloister que se pusiera unos guantes para manipular el vetusto libro, que descansaba sobre una mesa japonesa de madera flexible, usada para las restauraciones. La luz era fría y tenue, y el ambiente de la estancia exquisitamente controlado en cuanto a temperatura y humedad. Los dos hombres se sentaron frente al libro, abierto ya por la página correcta, en un par de banquetas altas.

– Es sólo un fragmento -dijo Franzik, señalando la podrida hoja-. Lo que quiero mostrarte está recogido dentro de este códice, datado en el siglo n de nuestra era por su composición, estilo y escritura. La prueba del radio-carbono lo confirma. Aparte de que, por estar escrito en griego y sobre papiro corresponde a la región de Egipto o de Palestina, ignoramos todo lo demás. Quién o quiénes lo escribieron, en qué fuentes se basaron, cuál era su finalidad. Ni siquiera se sabe cómo llegó a formar parte de la biblioteca de San Juan de Letrán antes de venir a este archivo. Por suerte no se perdió durante el expolio de Napoleón, como otros textos irreemplazables. Pero lo verdaderamente importante es… Mira, aquí está. Ten cuidado con el papiro. Intenta no tocarlo.

Cloister se inclinó sobre la mesa. El códice reposaba en ella como el resto de un antiguo naufragio. El cardenal señalaba un párrafo, algo desvaído pero legible. Se refería a las tentaciones de Jesús en el desierto:

TODO ES INFIERNO

La frase asaltó al jesuíta. Levantó la vista y la dirigió hacia su jefe. Allí había unos hilos entretejidos. Pero más que los hilos de la Providencia, parecían componer una densa tela de araña: peligrosos, estremecedores, desconcertantes. Aquello era una búsqueda que tenía sus pistas desperdigadas en el tiempo. Era imposible saber todavía adonde conducían, aunque en la mente del padre Cloister no cabía que se tratara de casualidades. Hay sombras tan densas que, al arrojar luz sobre ellas, en lugar de disiparse se hacen aún mayores.

– Y eso no es todo, querido Albert -añadió Franzik, que dio la vuelta a varías hojas con sumo cuidado-. Un poco más adelante se menciona el postrero grito de Jesús en la cruz: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Y se afirma que sólo quien consiga resolver ese enigma conocerá la verdad. Si eso es exacto, ahí está la llave. De eso estoy seguro, aunque ignoro lo que puede abrir.

– La verdad… -musitó Cloister, sin que se tratara de una respuesta a las dudas del cardenal.

– La verdad, sí. Una verdad que tú habrás de descubrir. No soy capaz de imaginar a nadie más preparado para ello. Y, además…

El cardenal se detuvo, con una mirada extraña.

– ¿Además…? -inquirió Cloister.

– Hay algo que… hay una lógica detrás de todo esto. Es como si… algo te estuviera buscando a ti. No es mi intención decir tonterías, ni asustarte. Pero lo siento así. ¿Qué piensas? ¿Crees que son los desvarios de una mente que entra en sus últimos años de lucidez?

– En absoluto, monseñor. Yo también empiezo a tener esa sensación. Esa convicción. Algo me está guiando. Pero ¿por qué?

– No creo que nadie pueda responder a esa pregunta. Salvo tú mismo. Con la ayuda de Dios, naturalmente. Debes tener valor, mi buen Albert.

– Espero ser digno. Mi corazón y mi alma anhelan desvelar esa verdad.

Capítulo 13

Boston.

Daniel se quedó dormido al poco de marcharse la madre Victoria. Su respiración fatigosa se mezclaba con gemidos y esporádicos movimientos involuntarios de sus párpados y extremidades. Audrey se acomodó en la silla donde había estado sentada la monja. Posó la mirada en Daniel y en su rosa, y permaneció así durante largo tiempo, hasta que el sueño consiguió vencerla también a ella.

Se despertó alterada, aunque no hubiera ninguna razón para eso. Si había tenido una pesadilla, no la recordaba. Comprobó que Daniel seguía durmiendo con su sueño agitado. Audrey suspiró. Su ánimo se resistía a volver a la normalidad. Puede que sus sentidos presintieran algo que a Audrey se le escapaba. Este incómodo pensamiento la impulsó a levantarse de la silla. Fue hasta la ventana y se puso a mirar por ella. Recordó que Joseph había hecho lo mismo el día en que se conocieron. Qué lejano parecía ahora aquel primer encuentro…

– Lu… ees.

Daniel hablaba en sueños. Audrey se acercó a la cama y puso una mano sobre el cuerpo del anciano, para intentar tranquilizarlo.

– Shhh. Calma, Daniel.

– Globos… amarillos. Hay glo… bos amarillos. Algodón… dulce y un… ¡niño! -Daniel sonrió en su sueño. Era una sonrisa benigna e infantil, que de pronto se convirtió en una mueca de terror-. No… no vayas… No… ¡NOOO!

El viejo se despertó. Sus ojos, completamente abiertos y aterrorizados, miraron hacia Audrey sin conseguir verla. La psiquiatra estaba aturdida. Ella recordaba una escena de su pasado en la que había globos amarillos y algodón dulce… y también un niño pequeño. La tenía grabada a fuego en su memoria. Audrey tomó conciencia de la frase «No vayas» que Daniel había dicho. ¿Se referiría al niño? Agarró al anciano con ambos brazos y lo zarandeó sin contemplaciones.

– Sigue hablando, Daniel, por favor. ¡Habla!

Su expresión bobalicona había regresado. Ignoraba por completo a qué se refería Audrey, que sintió una impotencia dolorosa.

– Au… drey, me haces… daño. -Ella relajó sus manos crispadas y soltó los brazos de Daniel, en los que dejó las marcas rojizas de los dedos-. ¿Estaba… soñando?

– ¿Recuerdas algo del sueño?

Era una pregunta vacía y Audrey era consciente de ello. Daniel negó con la cabeza.

– ¿Estás enfa… dada, conmigo?

Audrey empleó todas sus fuerzas para recuperar la calma e intentar mostrarse sincera al decir:

– No estoy enfadada. Tranquilo, Daniel. Todo esto acabará bien. Te lo prometo.

– ¿De… verdad lo… crees, Audrey?

– Sí.

Daniel sonrió. Pero había algo erróneo en su sonrisa. El corazón de Audrey empezó de nuevo a latir agitadamente.

– ¿De verdad crees que todo va a salir bien, Audrey? ¿De… verdad… que… sí?

La mueca de Daniel que simulaba una sonrisa dio paso a una carcajada siniestra. Audrey había caído en su engaño. Era el otro Daniel quien le hablaba ahora. Quizá había sido él todo el tiempo. ¿Cómo podría Audrey saberlo?

– Tú otra vez… -dijo ella entre dientes-. ¿Qué quieres de mí?

– Oh, eso lo sabrás a su debido tiempo. Por ahora limitémonos a preguntarnos qué quieres tú de mí.

– No te comprendo.

– Te lo dije el otro día, Audrey. Yo sé lo que tú deseas saber.

– ¿Y qué es lo que yo deseo saber? -gritó Audrey, furiosa.

Daniel había salido de la cama y recorría la habitación mientras hablaba, como un profesor impartiendo su clase. Audrey se había colocado de nuevo junto a la ventana, para estar lo más lejos posible de él.

– La verdad sobre Eugene, Audrey.

Al oír aquel nombre, ella sintió un dolor insoportable. Cuando reunió fuerzas para hablar otra vez, su voz sonó vacilante y demasiado aguda:

– Tú no puedes saber lo que le ocurrió a Eugene.

El argumento de Audrey se basaba en admitir que Daniel era un telépata con visión remota que se manifestaba a través de la personalidad del Daniel oscuro. Por tanto, sólo podía saber sobre ella y su pasado lo que la propia Audrey supiera o recordara. Pero no más que eso. Una conclusión inevitable de ese supuesto era que Daniel podía saber quién era Eugene, pero no qué había ocurrido con él.

– Crees que mis poderes -dijo el viejo con el rostro encogido, simulando compasión- no me permiten saber lo que tú no sabes, ¿no es cierto?… Te equivocas, Audrey.

– Sólo Dios puede saber lo que tú dices que sabes… Sólo Dios y el Demonio.

– ¿Y quién dices tú que soy yo?

– No puedes ser Dios, y tú no eres el Demonio. Así es que no te creo.

– ¡Bienaventurados los que tienen fe, porque ellos son seres únicos! Tú, en cambio, perteneces al enorme y mediocre grupo de los incrédulos. Vosotros necesitáis ver para creer.

A Audrey ya no le sorprendía tanto el cambio de personalidad de Daniel, las expresiones elaboradas de su otro yo, sus paródicas referencias a citas y hechos religiosos. Pero esta vez Audrey detectó algo nuevo, que logró inquietarla. Una ansiedad animal. Este Daniel deseaba demostrarle que no mentía. La psiquiatra estaba segura de que sus promesas eran falsas. Por eso dijo:

– Demuéstrame que lo que dices es cierto y creeré en ti.

Daniel inspiró profundamente. Audrey creyó ver que su rostro se transfiguraba y que unos ojos terribles sustituían a los de Daniel durante un segundo. Luego, él le agarró su mano izquierda por la muñeca. Fue algo tan inesperado que a Audrey no se le ocurrió resistirse. Daniel extendió entonces el índice de su diestra y empezó a escribir con él una palabra, en la palma de Audrey, letra a letra.

Era un nombre: «Karen».

Por último, Daniel cerró con su mano la de Audrey, y dijo:

– Lo que has pedido, hecho está… Y ahora vete. Ya has oído a la monja: Daniel tiene que descansar.

Audrey recorrió con pasos acelerados la distancia entre la residencia y su coche. Al entrar en él, activó el cierre centralizado, aunque eso no le hizo sentirse más segura. No acertaba a explicarse qué era lo que la atemorizaba, pero tenía una sensación… Se notaba sucia por dentro.

Miró la mano en la que Daniel había escrito el nombre. Casi esperaba encontrar en ella algo inusual, aunque no sabía qué. Pero su mano estaba igual que siempre. Todo eran imaginaciones suyas, se repitió varias veces, en un intento de acallar la voz que, insistentemente, le peguntaba: «¿Y cómo explicas lo de Eugene?».

– Eugene…

Daniel era telépata. Ahí estaba la explicación. El había penetrado en su cerebro -Audrey casi sintió náuseas al pensar esto- y había encontrado en su memoria los recuerdos de Eugene, igual que logró encontrar los de la «Estatua de las Tres Mentiras» y la noche de Harvard. Afirmar de sí mismo que era el Demonio y escribir aquel nombre en la palma de su mano, había sido una mera escenificación, un truco hábil para hacerle perder los nervios.

La voz en la mente de Audrey se calló. Aunque la psiquiatra supo que sus argumentos no la habían convencido. Tomó una gran bocanada de aire y arrancó el coche. Necesitaba alejarse de la residencia y de Daniel. Recorrió dos manzanas, con la mirada siempre puesta en la calzada, de un modo hipnótico, intentando dejar la mente en blanco. Pero sus pensamientos caminaban por sí mismos, quisiera ella o no…

– ¡Maldita sea!

Audrey hizo frenar al coche en seco. De haber venido otro vehículo por detrás, no habría podido esquivarla. Sólo ahora se dio cuenta de ello. Estaba aturdida y decidió, juiciosamente, aparcar el coche junto a la acera.

Sacó del bolso su teléfono celular, marcó el número de otro celular y esperó.

– ¿Sí?

– ¡Michael!

– ¿Audrey…?

El profesor no estaba seguro de que fuera ella.

– Sí, soy Audrey.

– ¡Ah, hola! ¿Qué tal estás? ¿Me oyes bien? Estoy en un restaurante y aquí hay un ruido de mil demonios.

– Sí, consigo oírte. Llamaba para saber si… ¿estás bien?

– ¿Ocurre algo? Te noto un poco rara… ¡Mike, hijo, suelta eso! Perdona, Audrey, este crío es un demonio. ¿De qué estábamos hablando?

– ¿Tu mujer también está contigo?

– Sí. Y los tres vamos a comernos un delicioso «Especial de Joe».

– ¿Un «Especial de Joe»? -preguntó Audrey, con voz ahogada.

– Sí, de El Grill de Joe. Aquí, en la calle Dartmouth, junto al edificio Vendange. ¿Lo conoces?

– Está cerca de mi consulta.

– Pues si te animas a venir, ya sabes. Todavía no nos han traído la cena.

– No, gracias. Yo… no tengo hambre.

– ¿Seguro que estás bien, Audrey? -Ella colgó el teléfono. Las manos le temblaban otra vez. Pero en esta ocasión era de alivio.

A Audrey le llevó más tiempo del habitual llegar a su consulta. La lluvia había aparecido para rematar la soleada jornada. Miles de coches se arrastraban con una angustiosa lentitud por las calles mojadas, como si formaran parte de una procesión. Audrey se dijo que era el final apropiado para un día horrible como aquel. La molesta lluvia era lo único que faltaba para terminar de abatirla. La tristeza la envolvía de un modo casi tangible. Daniel había echado un puñado hiriente de sal en la herida abierta que siempre sería Eugene.

Era domingo. Ese día no tenía sesiones con ningún paciente. Pero ella no había acudido a su consulta para trabajar. Entró en el despacho y se dirigió a un mueble grande de madera que ocupaba la pared de la derecha. Por detrás de Audrey, entre la puerta y el lugar de la alfombra donde ahora estaba sentada, quedó una hilera de pisadas húmedas y manchas de barro. Iba a costarle una fortuna limpiarlas de su alfombra persa. Sacó una pequeña llave del bolso y abrió uno de los cajones del mueble. De su interior extrajo una caja de cartón, con el año «2000» escrito en la tapa.

La colocó entre sus piernas y la abrió, mientras daba un largo suspiro. Estaba llena de fotos. Nada más ver la primera, Audrey empezó a llorar.

Tuvo a su hijo Eugene a principios de 1992, exactamente nueve meses después del 14 de abril del año anterior, el día en el que aquel desdichado guardia ardió en el Harvard Hall, por culpa de Audrey y sus amigos. El ginecólogo de Audrey le dijo, tiempo después, que probablemente se había quedado embarazada de Eugene en ese mismo día. A veces, Audrey pensaba que debía haberse dado cuenta de que eso era una señal, una advertencia. Pero ¿qué habría podido hacer en ese caso?

El padre del niño era Zach. Y él se dio mucha prisa en abandonarla cuando Audrey se lo dijo. «No quiero ser responsable de nadie.» Así se despidió Zach de ella. Fue muy difícil seguir estudiando y cuidar de Eugene al mismo tiempo. Nadie la ayudó: Leo también se había alejado, y la madre de Audrey murió sin haber visto una sola vez a su único nieto; al «hijo del pecado», como lo llamaba. Lo crió ella sola, con todo su amor y toda su dedicación, y logró salir adelante y hacer de Eugene un niño feliz. Nada de lo que había conseguido en su vida le hacía sentirse tan orgullosa como eso.

Un puñado de fotos, guardadas en cajas parecidas a esa, era lo único que le quedaba de su amado hijo. El desapareció en una radiante tarde de verano del año 2000. Fueron juntos a pasar el día al parque de atracciones de Coney Island, y Eugene, simplemente, desapareció. Por eso le había afectado tanto a Audrey ver la foto que su amigo Michael tenía en el despacho, en la que el físico aparecía junto a su mujer y su hijo, también en Coney Island. La policía jamás consiguió descubrir qué había sido de Eugene. Nunca llegaron siquiera a estar seguros de si había muerto o seguía vivo.

El llanto de Audrey se redujo poco a poco a sollozos intermitentes. Afuera, la lluvia se había intensificado. Gruesas gotas de agua atacaban la fachada con violencia. Los coches atascados a lo largo de la avenida Commonwealth no dejaban de hacer sonar sus cláxones. Sobre los pitidos acababa de alzarse el aullido de la sirena de una ambulancia.

Cuando la policía abandonó el caso de Eugene, Audrey no quiso rendirse y contrató a un detective privado para que continuara con las investigaciones. Conforme fue ganando dinero, invirtió cada vez más en la búsqueda desesperada de su hijo. Ahora trabajaban para ella tres investigadores, repartidos por varios estados. Le enviaban un informe mensual desde hacía años, pero todos decían siempre lo mismo: «No se han producido avances significativos en el caso», o algo igual de descorazonador. Pero Audrey aún tenía fe. Aún creía, se obligaba a creer, que Eugene seguía con vida, en algún lugar. Cuando menos lo esperara, uno de esos investigadores la llamaría por teléfono para decirle que su hijo había sido por fin encontrado. Vivo. Audrey iría a dondequiera que fuese y lo traería a su hogar. Y entonces le daría todos sus regalos de una sola vez; los que Audrey le había ido comprando a Eugene cada Navidad y cada día de cumpleaños, desde que él desapareciera. Estaban guardados en un armario que sólo abría para meter nuevos regalos. Sus lazos y sus envoltorios de alegres colores acumulaban polvo allí dentro, en espera de Eugene.

Audrey era una mujer fuerte. Tenía que serlo. Pero estaba a punto de rendirse. Y justo ahora aparecía ese Daniel y le hablaba de «La verdad sobre Eugene». Una verdad que Audrey llevaba cinco años buscando sin tregua… ¿Sería cierto? ¿De verdad podría Daniel decirle qué le ocurrió a su hijo? Y la pregunta más importante de todas, aquella que Audrey apenas se atrevía a formularse: ¿Estaría Eugene vivo?

– Él no puede saberlo.

Una vez más, se dijo que Daniel era telépata. Y que tenía también la capacidad de visión remota. Pero los telépatas no lo saben todo. Nadie conoce el pasado y el futuro, salvo Dios y el Demonio. Eso le había dicho Audrey a Daniel. Pero ¿y si realmente él estuviera poseído, como pensaba la madre superiora? Entonces, el Demonio hablaría a través de él y Daniel podría saber cosas que nadie puede saber… En la mano, Audrey sostenía una foto de Eugene, la última que le sacó. Su hijo estaba sonriente. A su lado había un payaso vestido con ropas estrafalarias y el rostro pintado de blanco y rojo. El payaso usaba dos guantes enormes. De uno de ellos salían unos casi invisibles hilos de nailon, en cuyo extremo flotaba una nube de globos amarillos. Y Daniel había hablado en sueños de unos globos amarillos…

Aún así, Audrey seguía resistiéndose a admitir que Daniel estuviera poseído. Necesitaba pruebas completamente irrefutables de ello, capaces de satisfacer su rigurosa parte científica de psiquiatra. Si él era el Demonio, como afirmaba ser, que lo demostrara. Y, entonces, ella creería.

La sirena de la ambulancia volvió a oírse de nuevo, esta vez mucho más cerca. Audrey se limpió la nariz con el dorso de una mano. Había dejado de sollozar y se sentía un poco más tranquila. Las lágrimas son útiles, en ocasiones, aunque su consuelo nunca dure mucho y acaben siempre dejando un gusto salado en el alma.

A través de la ventana se oyeron nuevos pitidos rabiosos, que se juntaron a la estridente sirena de la ambulancia. Ésta debía de haberse quedado también atascada. Audrey se levantó del suelo y, sin soltar en ningún momento la foto de Eugene, se dirigió a una de las ventanas. Allí estaba la ambulancia, en efecto, aprisionada irremisiblemente en la esquina entre la avenida Commonwealth y una calle lateral. Iba a resultarle muy difícil salir de ese lugar. Los coches a su alrededor no tenían apenas margen de maniobra para abrirle paso. Lo mismo debieron de pensar los integrantes del equipo médico de la ambulancia, porque Audrey los vio saltar del vehículo y sacar de la parte trasera una camilla e instrumental de reanimación. O se habían vuelto locos, o la urgencia que tenían que atender estaba muy cerca.

Un pensamiento horroroso surgió en la mente de Audrey…

– Oh, no… No, no, ¡NO!

Salió corriendo del despacho, sin coger un abrigo ni cerrar la puerta de la consulta tras de sí. La lluvia furiosa la empapó completamente nada más pisar la acera. Miró a uno y otro lado, desorientada, y después empezó a correr hacia su derecha.

Los cabellos mojados le caían sobre los ojos, sus zapatos emitían un chapoteo desagradable con cada uno de sus rápidos pasos. Un par de ancianos a los que la lluvia había cogido por sorpresa se acercaban en sentido contrario. Audrey se desvío bruscamente de su camino y saltó a la calzada. Un coche estuvo a punto de atropellarla. A lo lejos, escuchó los insultos del conductor.

Siguió avanzando entre los vehículos detenidos. Sus propietarios la veían pasar a su lado y miraban con lástima a esa mujer que sin duda debía estar mal de la cabeza. Audrey llegó por fin a la ambulancia. El conductor, que se había quedado en ella, se dio un susto de muerte al verla aparecer junto a su ventanilla. Audrey no dejó de golpearla hasta que el hombre bajó el cristal.

– ¿Qué?

– ¡¿Dónde es la urgencia?!

– ¡Lárgate de aquí, loca!

– ¡DIME DÓNDE ES LA URGENCIA! -gritó Audrey, agarrando al hombre por la pechera de su uniforme.

El conductor iba a zafarse de un manotazo y a cerrar la ventana de nuevo, pero se dio cuenta de que Audrey sostenía la foto de un crío sonriente que posaba junto a un payaso. Y el corazón se le ablandó.

– La urgencia es en El Grill de Joe.

Audrey inició de nuevo su alocada carrera bajo la lluvia y entre los coches. Cuando llegó a las inmediaciones del restaurante, se topó con una colorida reunión de paraguas y gabardinas. Sus dueños estaban agolpados junto a los cristales, husmeando a través de las cortinillas. Audrey se abrió paso entre ellos a empujones, oyendo insultos y recibiendo codazos hasta entrar por fin en el Grill.

El restaurante estaba lleno, pero nadie comía. Un delicioso aroma a carne asada y maíz fresco llenaba el aire. Eran los olores de alegres cenas familiares de fin de semana, de celebraciones llenas de risas. Dios no debería permitir que nadie muriera en un sitio como éste.

Pero eso era justamente lo que acababa de ocurrir.

El médico de emergencia dejó de presionar el pecho de la mujer. Ella estaba tirada en el suelo, con la blusa abierta. Por fortuna, alguien se había llevado de allí a su hijo.

– Lo siento mucho -dijo el médico.

El infarto había sido fulminante, de una violencia inusual en alguien tan joven. El marido miró al médico con una expresión ausente. No entendía. No quería entender. Se volvió hacia las personas que lo rodeaban, quizá con la esperanza de que alguien le explicara el porqué de aquello. Su mirada se topó entonces con la de…

– ¿Audrey? ¿Eres tú?

Ésta tragó saliva. De nuevo notó el ardor de las lágrimas acudiendo a sus ojos.

– Michael, yo…

– Está muerta.

– Lo sé.

Audrey lo sabía. «Karen» era el nombre que Daniel escribió en la palma de su mano para obligarla a creer. Y lo había conseguido. Ahora creía.

Joseph Nolan estaba terminando de hacerse la cena cuando sonó el timbre del portero automático. No imaginaba quién podría ser, porque no solía recibir visitas, a excepción de las que sus hijos le hacían dos veces por semana. Bajó la intensidad del gas en el quemador y fue hacia la puerta.

– ¿Sí?

Nadie contestó.

– ¿Diga?

Nada.

Debía de ser algún adolescente bromista del barrio. Joseph se dispuso a terminar de cocinar sus espaguetis con tomate, pero el timbre sonó otra vez.

– ¡Esos niñatos!

En vez de dirigirse a la cocina, se encaminó hacia una de las ventanas del salón, desde la que se veía la entrada del portal. Se llevó una gran sorpresa cuando se asomó y vio quién estaba allí.

– ¡Audrey!

Volvió corriendo al intercomunicador y abrió la puerta de abajo. Luego, se dedicó rápidamente a intentar ordenar un poco el caos que reinaba en el apartamento. Audrey llegó en el instante en que Joseph lanzaba unas revistas de béisbol debajo del sillón. El se volvió con una gran sonrisa en la cara, que rápidamente se convirtió en un gesto de preocupación, al verla.

– Estás empapada… ¿Qué pasa, Audrey?

Sus ropas chorreaban agua en el suelo de la entrada. Parecía un fantasma, y se notaba que había estado llorando.

– Entra, por favor. -Le ayudó a hacerlo y después cerró la puerta-. Cuéntame qué ha pasado.

Audrey susurró:

– Abrázame…

Joseph la estrechó entre sus brazos. La camiseta que llevaba puesta no tardó en estar igual de mojada que las ropas de ella, pero el bombero no aflojó su abrazo. Nunca había visto a alguien más necesitado de cariño y consuelo que Audrey en ese momento. Nadie le había parecido jamás tan desamparado. E incluso un hombre normal y corriente como él, que no sabía nada de psicología, se daba cuenta de que el dolor de Audrey era profundo y de que iba más allá de lo ocurrido esa noche, fuera ello lo que fuese. La actitud, a veces seca y siempre profesional que Audrey mostraba desde que se conocieron, se había resquebrajado. Enfrente, estaba una Audrey a la que Joseph veía por primera vez. Frágil y desvalida. Y él quería ayudarla. Joseph nació para ayudar a los demás. Por eso se había hecho bombero.

– Lo siento -dijo Audrey, entre sollozos que se esforzó en ahogar-. No tenía que haber venido.

El bombero negó con la cabeza. No había nada por lo que ella debiera disculparse. Se soltó delicadamente del abrazo de Audrey y le agarró los hombros para dar más fuerza a sus palabras:

– Todo saldrá bien -le aseguró.

Eso mismo le había dicho Audrey a Daniel en la última sesión, justo antes de que apareciera su lado oscuro, y antes también de la muerte horrible y absurda de la mujer del profesor Michael McGale.

– No, eso no es cierto. Las cosas nunca salen bien, nunca salen como deseamos.

La voz de Audrey era dura. Se había obligado a dejar de llorar, pero aquel dolor insondable seguía presente en su mirada, que no era capaz de mentir ni de contenerse. Joseph apartó los cabellos húmedos que le caían a Audrey a ambos lados del rostro. Luego, sin pensar en lo que estaba haciendo, le acarició la mejilla. Se dio cuenta de que ella se retiraba instintivamente, y apartó enseguida la mano.

– Perdona. Yo…

Audrey puso los dedos sobre la boca de Joseph y no le dejó terminar. Después, llevó de nuevo la mano del bombero hasta su mejilla. Joseph la vio cerrar los ojos y estrechar el rostro contra su palma. En toda su vida, no había visto a ninguna mujer más hermosa que Audrey, cuando todas sus barreras terminaron de caer. Enterró sus dedos en el pelo mojado de ella, hasta llegar a su nuca. Allí, la piel infinitamente suave de Audrey estaba ardiendo.

– Voy a besarte -dijo Joseph, muy serio.

Capítulo 14

Boston.

Audrey cortó sin responder la llamada de Joseph a su teléfono celular. El bombero no había dejado de intentar hablar con ella en los últimos días. La memoria del contestador de la casa de Audrey estaba llena de mensajes suyos, y la secretaria de la consulta no sabía ya cómo decirle que su jefa llevaba días sin acudir al despacho. La psiquiatra estaba evitando a Joseph y él ya tenía que haberse dado cuenta de ello. Pero no iba a desistir. De momento se limitaba a esas insistentes llamadas telefónicas. No había aparecido aún en casa de Audrey, ni tampoco en la residencia de ancianos, aunque lo haría más tarde o más temprano. Joseph era una buena persona y estaba preocupado por ella. ¿Cómo podría no estarlo después del estado en que se presentó en su casa aquella noche, empapada y completamente aturdida?

Audrey había ido al apartamento de Joseph siguiendo un impulso. Buscaba el más primitivo de los consuelos: el abrazo de otro ser humano. Se sentía dolida y desamparada, y eso le hizo cometer un error que ahora trataba de enmendar. Ella y Joseph habían acabado acostándose y haciendo el amor, algo que Audrey no buscaba ni pretendía cuando fue a casa del bombero. Era la primera vez que estaba con un hombre desde… no recordaba desde cuándo. Joseph había sido tierno y cariñoso con ella, y eso no hacía sino empeorar la situación y volver más difícil lo que Audrey tenía que hacer. No quería empezar ninguna relación de ningún tipo. Ni siquiera con alguien tan encantador como Joseph. Quería centrar todas sus fuerzas en encontrar de nuevo a su hijo Eugene. Sólo eso le importaba.

Ante la insistencia de Joseph, Audrey le había contado aquella noche cómo la mujer de su amigo Michael McGale acababa de morir de un infarto repentino en un restaurante próximo a su consulta. Lo hizo de un modo atropellado y confuso, y demasiadas cosas quedaron por aclarar. Pero Joseph no la presionó para que le contara más de lo que Audrey quiso contarle. Ésta dejó el apartamento poco antes del amanecer, tras despertarse de un sueño ligero e inquieto, cuajado de pesadillas. Joseph había pasado buena parte de la noche intentando serenar a Audrey en los peores momentos. Realmente era una buena persona. Pero Audrey debía seguir adelante. Ella sola. No quería involucrarle en lo que iba a ocurrir y en su incierto y temible desenlace.

Daniel estaba poseído por el Demonio. La madre superiora tenía razón. A Audrey ya no le quedaban dudas sobre eso. «Demuéstrame que lo que dices es cierto y creeré en ti», le había dicho Audrey al Daniel oscuro, cuando éste dejó ver que era el Demonio y afirmó que podría contarle la verdad sobre Eugene. Audrey no le creyó, e ingenuamente le exigió una prueba. El ansiaba dársela. Y lo hizo. La falta de fe de Audrey había condenado a la mujer de su amigo Michael. Una muerte más con la que su alma tendría que cargar. Ése fue el precio para que se le abrieran los ojos, porque ahora sí tenía fe. Ahora sí creía que Daniel sabía la verdad sobre Eugene, y que el Demonio hablaba por su boca.

Audrey deseaba conocer esa verdad. Lo necesitaba atormentadamente. Cada segundo que pasaba en la ignorancia de lo que había sido de Eugene era un nuevo clavo que le atravesaba el alma. El ser que poseía a Daniel podía acabar con ese sufrimiento. Pero Audrey tendría que pagar un precio por ello. Las enseñanzas de sus padres y su formación religiosa coincidían en que el Demonio nunca da nada a cambio de nada. Y a Audrey le aterraba perder lo único que aún le importaba, aparte de encontrar a Eugene. Su alma.

Se hallaba en medio de dos abismos igual de profundos, entre los que parecía que iba a verse obligada a elegir. Pero había vuelto a la residencia con la firme esperanza de no tener que hacerlo. Días antes creía haber descubierto un modo de hacer hablar al ser diabólico que habitaba el interior de Daniel sin condenarse por eso irremisiblemente a las llamas del Infierno. Una sola posibilidad, que, además, salvaría también al viejo jardinero, inocente de todo aquello.

En pocos minutos, un sacerdote enviado por la diócesis de Boston llevaría a cabo con Daniel un ritual de exorcismo. La madre superiora se había ocupado de hacer los preparativos y de acelerarlos todo lo posible. Se mostró de acuerdo con la idea del exorcismo en cuanto Audrey se la propuso. La religiosa sospechaba ya desde hacía tiempo de la presencia del Maligno en Daniel, pero no quería ser ella quien propusiera un exorcismo, a no ser que Audrey estuviera también convencida. Y ese momento había llegado.

Ante la entrada de la residencia, quieta y con la mirada perdida en los vetustos muros, Audrey rezó. Por primera vez en muchos años, lo hizo con auténtica humildad. Le pidió a Dios que la ayudara en este trance, para que el exorcista consiguiera arrancar de Daniel al Demonio y para que ella pudiera arrancarle al Demonio la verdad sobre Eugene. Audrey sabía que el exorcismo era peligroso y que podría sacar a la luz hechos oscuros de su pasado, pero no había alternativa. Además, eso ya no la preocupaba. El Demonio no le mintió cuando dijo que nada es más importante que la verdad.

Se sentía débil y mareada. El hedor a enfermedad y orines rancios de la entrada le revolvió el estómago, aunque no había nada en él excepto un poco de agua. Llevaba tres días sin comer alimentos sólidos. El padre Tomás Gómez, que celebraría el exorcismo, le había comunicado a la madre superiora que un ayuno riguroso de todos los que fueran a asistir al ritual, era imprescindible para combatir eficazmente al Demonio. Eso decidió que sólo Audrey y el sacerdote participaran en el exorcismo de Daniel. La madre Victoria insistió con terquedad en hacerlo también, pero Audrey logró disuadirla. La psiquiatra argumentó primero que la edad avanzada de la religiosa no le permitiría un ayuno absoluto, pues eso pondría en peligro su salud. Pero la religiosa no cedió. Estaba dispuesta a arriesgarse si con eso ayudaba a liberar a Daniel del Maligno. Frente a esta actitud, Audrey utilizó otro argumento, el único capaz de convencerla: la fragilidad de la madre superiora no sólo no ayudaría a Daniel, sino que podría fortalecer al ser que lo poseía y hacer que resultara imposible expulsarlo de él. La monja cedió por fin, para alivio de Audrey, aunque una parte egoísta de ella habría deseado que no lo hiciera.

El exorcismo iba a celebrarse en la habitación de Daniel. Era el lugar más discreto aparte de la sala de terapia, que enseguida fue descartada. Tanto a la madre Victoria como a Audrey les daba la impresión de que la sala era un «terreno favorable» para el Enemigo.

Antes de dirigirse hacia la habitación, Audrey pasó por el despacho de la religiosa. La conversación que mantuvieron fue corta. Empezó con una petición de la monja: «Ve con Daniel. Está muy asustado y el padre Gómez no me permite verlo. Nosotras rezaremos por él en la capilla», y terminó con un ruego afligido: «Que Dios nos proteja».

Un inusual olor a incienso se mezclaba con el tufo rutinario a desinfectante en el pasillo que conducía hasta Daniel. Delante de la puerta de su habitación, el exorcista esperaba a Audrey, vestido para el combate. Pues de eso se trataba, de un combate. Sobre el hábito llevaba puesta la túnica ceremonial de lino blanco, el alba, y de su cuello colgaba una estola morada. Cuando habló, fue muy directo en sus palabras:

– Señorita Barrett, soy el padre Gómez. Aunque la Iglesia recomienda ahora que esté presente un psiquiatra en los exorcismos, sus conocimientos científicos aquí no sirven de nada por sí mismos, así es que haga el favor de observar y no intervenir en ningún momento, salvo cuando yo se lo diga. ¿Estamos de acuerdo?

– Por supuesto.

Quizá por influencia del cine, Audrey esperaba encontrarse con un sacerdote ya anciano, de aspecto sabio y mirada profunda, con un gesto duro esculpido en mil batalias contra el Príncipe del Mal. Ésa era la imagen que Audrey tenía de un sacerdote exorcista. Y no pudo evitar sentirse decepcionada, además de temerosa. El padre Gómez era un hombre joven, de origen portorriqueño y gesto altivo. Su voz afectada y su comentario desdeñoso revelaban una soberbia que la inquietó. Un exorcismo es una lucha despiadada entre el Bien y el Mal, una tierra de nadie donde las fuerzas de ambos bandos se encuentran más igualadas que en ningún otro caso. Para vencer la batalla son necesarias fe y perseverancia. Pero también humildad. Un exorcista que carezca de ella puede caer fácilmente en las trampas del Demonio. Dios es quien sale victorioso en un exorcismo, y no el exorcista, que es su mero instrumento. Ojalá el padre Gómez no se olvidara de ello.

– ¿Es éste su primer exorcismo?

Audrey tuvo que preguntar. Había demasiado en juego.

– ¡Claro que no! ¡Por supuesto que no es mi primer exorcismo!

– Me alegro. Para mí, sí lo es.

Él la miró con desdén y, sin añadir nada más, entró en la habitación de Daniel. Allí el olor a incienso era casi sofocante. Daniel estaba sentado encima de la cama. A su lado, el exorcista había puesto el crucifijo que normalmente colgaba de la pared. Y Audrey detectó también otro cambio: sobre la mesilla en la que solía haber una lámpara, el padre Gómez había colocado una imagen de la Santísima Virgen y dos pequeños recipientes, uno con agua bendita y otro con sal.

– ¡Au… drey! Tengo… miedo.

– Vuelve a sentarte -le ordenó a Daniel el sacerdote, cuando vio que el anciano iba a levantarse de la cama.

– No hace falta que le hable así -dijo Audrey-. ¿No ve que está aterrorizado? Tranquilo, Daniel. Yo estoy aquí. No va a pasarte nada.

El exorcista puso una mueca exasperada, antes de decir:

– Señorita Barrett, ya le he dicho que usted debe limitarse a hacer lo que yo le diga. Si eso no le parece bien, será mejor que se marche ahora mismo y que no participe en el ritual. No se puede ser condescendiente con Satanás.

Audrey pensó: «Este no es Satanás, pedazo de imbécil. Es sólo un pobre anciano retrasado que está muerto de miedo». Sin embargo, lo que dijo fue:

– Haré todo lo que me ordene.

– Muy bien -la voz del padre Gómez sonó aguda, de complacencia-. Puede empezar poniéndole esto a Daniel.

Al ver lo que el exorcista sacó de su maletín, Audrey tuvo que contenerse otra vez.

– Yo… no quiero… co… rreas.

La expresión doliente de Daniel le partió a Audrey el corazón.

– Daniel, ¿confías en mí?

– Sí.

– Entonces ¿me crees si te digo que es necesario que te pongas las correas? -Daniel asintió-. No las apretaré mucho.

– Apriételas todo lo posible.

Por tercera vez, Audrey no dijo lo que estaba pensando. La mirada de odio que le dirigió al exorcista fue más que elocuente.

– Tengo que hacerle caso al padre Gómez. ¿Lo entiendes, Daniel?

– Yo… con… fío… en ti.

Siguiendo las instrucciones del exorcista, Audrey ató con las correas las manos de Daniel; una a la cabecera de la cama y otra a su pie. El anciano quedó así con los brazos extendidos, como el propio Cristo que descansaba a su lado. La penosa imagen hizo asentir, satisfecho, al padre Gómez. Luego, rebuscó de nuevo en su maletín, del que esta vez sacó una pequeña cámara de vídeo digital.

– ¿Va a grabar el exorcismo?

Esto había cogido a Audrey por sorpresa. Se había resignado a que, durante el ritual, pudieran revelarse acontecimientos de su pasado que habría preferido mantener ocultos. Pero nunca se le ocurrió que fueran a quedar registrados en una cinta.

– Yo grabo todos mis exorcismos. De hecho, es preceptivo cuando los medios técnicos lo permiten.

– ¿De verdad lo cree necesario, padre Gómez?

En la respuesta de él volvió a percibirse su hiriente y peligrosa soberbia.

– El registro de imagen y sonido en el exorcismo es un procedimiento habitual en el siglo XXI. ¿Acaso le molesta?

«Claro que me molesta, engreído de mierda.»

– No. No me molesta.

El padre Gómez puso la cámara digital sobre una cómoda apoyada en la pared hacia la que miraba Daniel. Después de graduar el zoom y el enfoque, oprimió el botón de grabación y volvió atrás.

– Empecemos de una vez. La cámara ya está en marcha. Puede orar en silencio por Daniel, pero se lo repito una vez más: no intervenga en ningún momento, salvo cuando yo se lo ordene expresamente.

– Así lo haré.

El exorcista se colocó a la izquierda de Daniel e indicó a Audrey que se pusiera al otro lado. La psiquiatra vio al padre Gómez mirar al objetivo de la cámara. Él mostraba una estúpida autocomplacencia. Incluso llegó a arreglarse los cabellos, como si fuera a prepararse para un concurso de belleza masculina, en vez de para un combate contra el Demonio. Por fin, sacó de un bolsillo el libro con el ritual del exorcismo y, tras cerrar los ojos, comenzó a orar para sus adentros. Terminado el rezo preparatorio, hizo la señal de la cruz, que exhortó a Audrey a hacer también, y dijo:

– En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo… Usted debe responder «amén».

– Amén.

Extendiendo los brazos y las manos, el exorcista prosiguió:

– Dios, Padre Omnipotente que quiere que todos los hombres se salven, esté con todos vosotros. -Hacia Audrey, dijo-: Y con tu espíritu.

– Y con tu espíritu.

– Daniel, te pido tu permiso para expulsar a los demonios que te atormentan. ¿Me lo concedes?

Daniel no sabía qué responder. Por eso, miró a Audrey, que asintió y le dijo en un murmullo: «Di que sí».

– Sí… Sí.

Ahora, el exorcista tomó un puñado de sal, que echó en el recipiente con agua bendita:

– Te suplicamos, Dios Todopoderoso, que bendigas en tu bondad esta sal creada por ti. Tú mandaste al profeta Eliseo arrojarla en el agua estéril para hacerla fecunda. Concédenos, Señor, que al recibir la aspersión de esta agua mezclada con sal nos veamos libres de los ataques del enemigo, y la presencia del Espíritu Santo nos proteja siempre. Por Jesucristo, nuestro Señor…

El padre Gómez volvió a mirar hacia Audrey. Pero ella no contestó «Amén». Estaba ensimismada.

– ¡Responda amén! -exclamó el padre Gómez.

– Amén.

Airado, el exorcista comenzó la súplica litánica. La furia de su voz desvirtuó las dulces palabras de la oración:

– Queridos hermanos, supliquemos intensamente la misericordia de Dios, para que, movido por la intercesión de todos los santos, atienda bondadosamente la invocación de su Iglesia a favor de nuestro hermano Daniel, que sufre gravemente.

El anciano estaba sufriendo, sí. Pero el demonio que llevaba dentro no parecía resentirse en absoluto por el ritual. De hecho, Audrey aún no había notado siquiera su maléfica presencia.

– Arrodillémonos para comenzar las letanías -dijo el exorcista-. Tú no, Daniel.

Este no habría podido arrodillarse aunque hubiera tenido que hacerlo, porque las correas que lo sujetaban a la cama se lo habrían impedido. El jardinero sudaba. De la frente húmeda le caían gotas sobre los ojos sin que pudiera limpiárselas con sus manos atadas. Audrey vio la mirada suplicante del anciano y estuvo a punto de levantarse para enjugarle ella misma el sudor. No lo hizo porque sabía que, en ese caso, el exorcista la echaría de la habitación. Fijó cobardemente su mirada en el suelo, incapaz de soportar la angustia de Daniel.

– Señor, ten piedad. Señor, ten piedad.

Así inició el padre Gómez una monótona y larga oración, por la que se imploraba a Dios, la Virgen, los ángeles y todos los santos que intercedieran por Daniel. El ruego terminó con las palabras: «Cristo, escúchanos». Fue entonces cuando Audrey, que tenía ya doloridas las rodillas desnudas, levantó de nuevo los ojos hacia Daniel. Él la observaba fijamente. Y Audrey no habría necesitado leer en sus labios las mudas palabras «Aquí estoy» para saber que el Demonio había ocupado una vez más su cuerpo. De nada de esto se percató el padre Gómez, ni tampoco de cómo le temblaban las piernas a Audrey cuando él dijo:

– Levantémonos. Señor y Dios nuestro, a quien pertenece compadecerse siempre y perdonar, escucha nuestra súplica para que la compasión de tu misericordia libere a este servidor tuyo, Daniel, que está sujeto por las cadenas del dominio diabólico. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.

– A… mén -dijo Audrey con voz entrecortada.

El inocente jardinero había abandonado la habitación. Su cuerpo lo habitaba ahora el ser que llevaba atormentándolo desde el incendio del convento. Con ese fuego se inició el torrente de sucesos casi inimaginables que había desembocado en este exorcismo, en el preciso momento de medir realmente las fuerzas del Bien y del Mal. Porque los dos contendientes se encontraban ya en el campo de batalla.

– Buenas tardes, padre Gómez -dijo el Daniel oscuro, en un remedo de burlona cortesía.

Mientras hablaba, se dedicó a mirar con curiosidad las correas que lo aferraban a la cama.

– ¡Por fin te atreves a mostrarte, cobarde Satanás!

Audrey tuvo que reconocer que el exorcista había identificado al momento la presencia diabólica y que no se había amilanado ante ella. Lo que Audrey deseaba era que esa entereza se mantuviera y que su exceso de confianza no le hiciera fracasar.

– ¿Me llamas cobarde, sacerdote?

El tono del Daniel oscuro seguía siendo burlesco, pero el exorcista ignoró sus palabras. Eso le habían enseñado a hacer. Aferró con más fuerza que nunca el libro que sostenía entre las manos, y leyó:

– Bajo la protección del Altísimo, les he dado poder de caminar sobre serpientes y para vencer todas las fuerzas del enemigo…

– ¿No me contestas? ¿Te niegas a escucharme? -preguntó Daniel.

El padre Gómez alzó la voz:

– Tú eres, Señor, mi refugio. Tú que vives al amparo del Altísimo y resides a la sombra del Todopoderoso, di al Señor: «Mi refugio y mi baluarte, mi Dios, en quien confío». Tú eres, Señor, mi refugio.

– Eso pensaba también aquella muchacha de Guatemala… Que el Señor era su refugio. Pobre insensata…

El exorcista vaciló. Su silencio no llegó a durar un segundo, pero Audrey se dio cuenta de que vaciló antes de proseguir con la letanía:

– Él te librará de la red del cazador y de la peste perniciosa…

– Vivía en aquella cabaña infecta -siguió hablando Daniel, con su voz insidiosa-. Tenía sólo doce años, ¿verdad?

Audrey se apartó aún más de Daniel. Éste seguía sentado en el borde de la cama, con los brazos extendidos. Pero su semejanza con un Cristo crucificado resultaba ahora blasfema. Daniel exhalaba una maleficencia casi física, con la que Audrey temía contagiarse, quizá irracionalmente. O quizá no. El padre Gómez se mantuvo firme, en cambio. Aunque Audrey juraría que, de no haber tenido él que sujetar el libro del ritual entre las manos, se habría tapado con ellas los oídos para no tener que escuchar las palabras venenosas de Daniel.

– … Te cubrirá con sus plumas -dijo el exorcista, en voz más alta-, y hallarás un refugio bajo sus alas. No temerás los terrores de la noche, ni la flecha que vuela de día, ni la peste que acecha en las tinieblas, ni la plaga que devasta a pleno sol. Tú, Señor, eres mi refugio.

– La niña tenía sólo doce años, sí. Y ya guardaba un pequeño secreto.

Daniel miró a Audrey, que se estremeció.

– Aunque caigan mil a tu izquierda y diez mil a tu derecha, tú no serás alcanzado: su brazo es escudo y coraza…

– ¡ESCÚCHAME, SACERDOTE!

Las correas se rasgaron por sí solas con un ruido breve y seco. Una ráfaga de aire fétido les agitó las ropas. El grito de Audrey se perdió entre las manos con las que se tapó la boca.

– … Con sólo dirigir una mirada, verás el castigo de los malos.

Nervioso, el padre Gómez continuó. Pero Daniel volvió a interrumpirle mientras se desataba tranquilamente los restos de las correas que seguían atados a sus muñecas:

– He dicho que… ¡ME ESCUCHES!

El exorcista se quedó rígido y, luego, comenzó a andar hacia atrás, hasta estrellarse contra la cómoda sobre la que descansaba la cámara digital. Faltó poco para que el fuerte impacto la hiciera caer al suelo. Alguien que viera grabado ese momento podría pensar que fue el propio exorcista quien caminó de espaldas y se tropezó accidentalmente con la cómoda. Pero Audrey sabía que no era eso lo que había ocurrido. Ella vio la mueca de pánico que se apoderó del rostro del padre Gómez. El exorcista no se había movido por su voluntad. Daniel le había hecho moverse como una marioneta.

El anciano jardinero habló otra vez. Y su voz era temible:

– Tú la mataste.

– ¡Fue el demonio que la poseía quien la mató!

Así se defendió el exorcista. Estaba gateando por el suelo, bajo la pérfida mirada de Daniel, con el rostro desencajado y balbuceando: «El libro, ¿dónde está el libro?».

– ¿Sabías que estaba embarazada?

El padre Gómez se quedó mudo y se detuvo. No lo sabía. Audrey, que estaba acurrucada en una esquina, se limitaba a observar. El libro que buscaba el exorcista había ido a parar entre los pies de Daniel, que lo cogió del suelo y se lo lanzó por el aire.

– Aquí tienes tu libro, sacerdote.

El se incorporó a duras penas, con el libro aferrado en su mano diestra. Respirando agitadamente, buscó el punto del ritual en el que éste se había interrumpido, pero no consiguió encontrarlo. Desesperado, agarró la cruz que había sobre la cama y, poniéndola entre él y Daniel, a modo de escudo, comenzó a leer a gritos en una página cualquiera:

– ¡Apártate de este siervo Daniel, a quien Dios hizo a su imagen, colmó con sus dones y adoptó como hijo de su misericordia. Te conjuro, Satanás, príncipe de este mundo: reconoce el poder y la fuerza de Jesucristo, que te venció en el desierto…!

Estas palabras hicieron que ocurriera lo que ya parecía imposible. Daniel empezó a retorcerse, como si las simples palabras fueran flechas ardientes. Audrey contempló horrorizada los terribles cambios que se desataron en el cuerpo del anciano y que la cámara no llegó a captar de un modo claro. Algo se movía por debajo de la piel de Daniel. Algo escurridizo, que deformó su cara y que le hizo arrancarse la camisa entre aullidos de dolor.

– ¡Dios, Dios, Dios! -gimió Audrey.

El torso de Daniel estaba surcado por una malla de venas negras. Palpitantes. Vivas. Que iban cambiando de forma y de posición por debajo de su piel.

Audrey se volvió hacia el exorcista. La expresión de él era casi lunática. Y la misma locura se transmitía a sus palabras, dichas a voces:

– ¡… Superó tus insidias en el Huerto, te despojó en la cruz y, resucitado del sepulcro, transfirió tus trofeos al reino de la luz: retírate de esta criatura, de Daniel, a la cual Cristo al nacer hizo su hermano y al morir lo redimió con su sangre. TE CONJURO, SATANÁS, QUE ENGAÑAS AL GÉNERO HUMANO…!

De la boca de Daniel surgió una mezcla de mil voces abominables, que gritaron su agonía en mil lenguas distintas.

Era el momento.

El demonio que poseía a Daniel estaba a punto de ser derrotado. Audrey tenía que preguntarle por Eugene. Ahora que estaba más débil que nunca. Antes de que el exorcista lo expulsara por completo.

Audrey se arrodilló junto a la cama en la que Daniel continuaba retorciéndose, aullando de un modo espeluznante. El padre Gómez estaba tan absorto que no se molestó en reprenderla. Se limitó a proseguir con el ritual, gritando con todas sus fuerzas las palabras que creía poderosas. Del oído derecho de Daniel emergió de pronto un líquido negro que salpicó el rostro de Audrey. Olía a muerte y a decadencia. Ella sintió una arcada y, a continuación, unos dolorosos calambres le comprimieron el estómago vacío. Con un sabor amargo a bilis en la boca, Audrey se dispuso a preguntarle a Daniel qué había ocurrido con su hijo Eugene. La cara de Daniel estaba mirando al lado contrario de la psiquiatra. Cuando la volvió hacia Audrey, todas sus esperanzas se desvanecieron.

El demonio que lo poseía y que el exorcista pensaba estar muy cerca de derrotar, le había guiñado un ojo, como ya hiciera en otra ocasión. Había vuelto a engañarla. Los había engañado a los dos. Una risa cruel e infinitamente remota surgió de aquella criatura maléfica, que gritó:

– ¡TODO ES INFIERNO!

Las palabras del exorcista se detuvieron.

Y Audrey, simplemente, se rindió.

– Acércate -pidieron las voces demoníacas que hablaban como una sola.

Ellas susurraron algo al oído de Audrey. La verdad que ansiaba conocer.