171038.fb2 616. Todo es infierno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

616. Todo es infierno - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 4

Segunda Parte

Nada es más necesario que la Verdad

FRIEDRICH NIETZSCHE.

Capítulo 15

Boston.

La mañana era espléndida. Ni siquiera el intenso tráfico del centro, con todo su barullo, podía deslucir un día tan hermoso. El padre Cloister introdujo una moneda en la ranura de una máquina expendedora de diarios, levantó la tapa y sacó uno de su interior. Sólo miró la primera plana un momento antes de doblarlo y ponérselo debajo del brazo, entre su hombro y el grueso maletín de cuero negro que asía firmemente en su diestra. Llamó a un taxi. Dentro, después de indicar al conductor su destino, abrió el diario y vio la noticia de un suceso muy triste: la muerte de una joven monja durante un exorcismo en Rumania.

Las autoridades policiales rumanas han informado del fallecimiento de una monja ortodoxa de veintitrés años el pasado jueves, tras ser crucificada por un sacerdote y otras cuatro religiosas que la acusaban de posesión diabólica. La víctima, que pertenecía al monasterio de Santa Trinidad de Tanacu, fue privada de agua y alimento durante tres jornadas antes de la crucifixión. La policía explicó que el pope ortodoxo y las cuatro monjas llevaban a cabo un exorcismo para expulsar al demonio del cuerpo de la fallecida. El confesor del monasterio declaró que, según manda la religión, lo que allí se había hecho era lo correcto. El Patriarcado de Rumania aún no ha realizado declaraciones oficiales.

Una noticia que trajo a la mente del padre Cloister el motivo por el cual se hallaba en la ciudad de Boston: el exorcismo practicado a un anciano deficiente mental durante el que la inquietante y recurrente frase «TODO ES INFIERNO» había aflorado a sus labios. Cloister siempre había estado en contra de la práctica de exorcismos. Los consideraba una remora del pasado a pesar de su adaptación a los tiempos modernos, concluida en 1990, e incluso la licencia de traducir el ritual a las lenguas actuales de la Iglesia. Hasta esa fecha, y durante los últimos cuatro siglos, el ritual del exorcismo se había realizado invariablemente en latín. Fue el papa Pablo V quien instituyó en 1614 las veintiuna normas que debían seguirse para liberar a un poseído del Maligno.

Aun en contra de su opinión personal, sin embargo, el padre Cloister tenía que reconocer que no todos los casos de obsesión diabólica podían explicarse por medio de la medicina psiquiátrica. Y también muchas otras de sus opiniones habían variado en los últimos tiempos. Frente a los hechos.

En el caso del anciano jardinero, el sacerdote exorcista que escuchó sus gritos y la frase «TODO ES INFIERNO», había quedado sumido en un profundo estado de postración. Casi no hablaba. Además, la psiquiatra que trató al anciano de una serie de sueños con imágenes malignas y terribles, había desaparecido tras recibir un mensaje durante el rito, que el cura no pudo comprender bien. Algo sobre unos «globos amarillos» y un lugar cercano a la localidad de New London, en el estado de Connecticut. Una isla, al parecer. También le dijo otras cosas al oído, en una voz tan baja que el cura no pudo escuchar nada.

Albert Cloister trató de evitar que los pensamientos se agolparan en su mente. Eso era negativo. Debía conservar la frialdad para que su análisis de la situación y de los hechos resultara acertado. Las sensaciones desbocadas y la previsión de futuro solían jugar malas pasadas, y podían ofuscar al más preclaro. El era teólogo, pero también científico. Había visto muchas cosas aparentemente inexplicables. Había experimentado el sabor amargo del miedo. Había superado el temor y los peligros en nombre de Dios y a su servicio y el de sus compañeros de congregación. Sabía que debía imitar la impasibilidad de los ordenadores en el análisis de los datos. Aunque a veces era muy difícil. Y sobre todo después de las revelaciones que el prefecto de los Lobos de Dios y el anciano monje de Padua le habían hecho. El códice del Archivo Secreto era como un martillo sobre un yunque: golpeaba constantemente, con una cadencia regular, impidiendo que el cerebro pudiera olvidar lo que estaba escrito en sus frágiles hojas de papiro. Aquella tinta desvaída, aquellas letras griegas casi borradas, aquellas pocas líneas de escritura, podían cambiar el modo de entender muchas cosas en la historia del Cristianismo. Y, por el momento, a él le habían conmocionado.

Miró afuera por la ventanilla del enorme Ford Crown Victoria. Arqueó las cejas, pensando en cómo discurre la vida y se marcha entre los dedos. Y pensó también en la verdad prometida a quien desvelara el enigma de Jesús en la cruz. En un semáforo detuvo su mirada sobre unos jóvenes que vestían con ropas multicolores y dos tallas mayores de lo necesario. Parecían rebosar alegría y vitalidad. Sin embargo, a menudo el mundo no es lo que parece. Él mismo no era un cura normal. No, él era un Lobo de Dios.

Casi sin darse cuenta, absorto en sus pensamientos, el taxi llegó al lugar al que se dirigía, una residencia de ancianos de las hermanas de San Vicente de Paúl. Tras pagar la carrera, el sacerdote observó cómo se marchaba el coche y luego se quedó unos segundos frente a la fachada del vetusto edificio de ladrillo, sucio y descuidado, con forjados de hierro que no se pintaban desde hacía muchos años. Una pequeña escalera de peldaños gastados y llenos de grietas conducía a la puerta de entrada. Llamó al timbre y se colocó instintivamente la chaqueta y el alzacuello. Al poco abrió una monja. Era de muy corta estatura, y mostraba en su arrugado rostro unas gafas en las que sus ojos se perdían, catapultados hacia la lejanía por unos cristales del grosor de un dedo.

– ¿Sí? ¿Qué desea, padre?

– Soy Albert Cloister.

– Oh, sí, sí, pase, por favor. La madre superiora lo está esperando.

La pequeña monja se hizo a un lado y asintió varias veces con la cabeza. Era tan frágil que su cuello parecía a punto de quebrarse. El padre Cloister dijo mientras entraba:

– Gracias, hermana.

La comunidad de religiosas de San Vicente de Paúl estaba inquieta por los últimos acontecimientos: las visiones del anciano Daniel, el exorcismo, el miedo dibujado en el rostro del exorcista, la desaparición de la psiquiatra que había tratado en los últimos años a algunos de los miembros de la residencia. Aquel edificio pretendía ser un lugar de paz para ancianos pobres o rechazados por sus familias, algunos deficientes mentales o dementes inofensivos. Y la doctora Audrey Barrett ayudaba a la comunidad a tratar a aquellos ancianos que lo necesitaban.

Lo cierto es que en las últimas semanas la doctora Barrett no había sido la de siempre. A pesar de que tenía una personalidad triste, siempre había tratado de hacer lo posible para mejorar el estado anímico de los ancianos de la residencia. Pero la tristeza se convirtió en algo más. Dio paso a un estado sombrío que no conseguía disimular ni vencer. Su rostro empezó a exhibir los signos del cansancio. Los ojos se remarcaron con unas ojeras profundas, sus mejillas parecían más alargadas, caídas y, entre ellas, sus labios formaban una fina línea recta.

La quietud arrulladora en la que esperaba el padre Cloister, sentado en un pegajoso sillón de plástico, se quebró con una dulce vocecilla:

– Puede usted pasar al despacho de sor Victoria -anunció una joven monja, muy guapa y delicada.

El padre Cloister le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y la siguió hasta el interior del oscuro despacho. Una moqueta verde barata contrastaba con la hermosa talla en madera del Cristo que ocupaba la pared opuesta a la entrada, encima de la hermana que dirigía aquella comunidad. A medida que se aproximaba a ella pudo distinguir unos rasgos finos, a pesar de la ancianidad, y unos ojos de dulzura melancólica. Le recordaron a los de su propia madre, fallecida en un maldito accidente de coche no hacía muchos años.

– Madre Victoria -saludó.

– Padre Cloister -correspondió ella desde su sillón-. Por favor, siéntese. Le tengo preparado todo según lo solicitó por teléfono.

– Muchas gracias.

– Pero antes de entregárselo, permítame que le haga una pregunta.

– Por supuesto.

– Dígame, ¿es la fe en Dios la que lo guía en este asunto?

Las palabras de la religiosa parecían extrañas en esa situación. Pero el padre Cloister comprendió muy bien el motivo de sus dudas.

– Sí -aceptó categóricamente y sin énfasis teatrales.

– Eso me tranquiliza. Eso me tranquiliza.

Podía imaginar el motivo de que la monja se sintiera más tranquila así. A menudo, la Iglesia en Estados Unidos trataba de echar tierra en los asuntos escabrosos con el único fin de evitar escándalos, y no por auténtica devoción al deber y al servicio.

– Cuando se trata con las fuerzas del mundo invisible -continuó ella-, es bueno tener a quién recurrir. Me refiero al Todopoderoso. Lo que aquí ha sucedido escapa de mi entendimiento. Ojalá Él le ilumine para que usted pueda comprenderlo. Sepa que cuenta con toda mi colaboración y la de esta casa. Sólo un detalle, que ya discutí con Su Ilustrísima, debe quedar claro: Daniel ha de mantenerse al margen de sus investigaciones. Espero que se haga usted cargo de mis motivos. Ha sufrido demasiado. El es un alma pura, como un niño pequeño. No estoy dispuesta a que sufra más. Mi decisión es tajante.

Aquel punto, en efecto, ya había sido discutido entre aquella mujer y el obispo de Boston. Ella tenía razones de peso, por mucho que a Cloister le dificultara la investigación no tener acceso al viejo jardinero. Por el momento, y para evitar enfrentamientos inútiles, el sacerdote estaba dispuesto a consentir con la petición de la monja. Quizá incluso pudiera no ser necesario recurrir al anciano. Eso sólo el tiempo lo diría. Ahora, lo mejor era contemporizar.

– Lo comprendo, madre Victoria -dijo Cloister-. Si está en mi mano evitarle sufrimiento, no se le molestará. Le doy mi palabra.

– Me conforta escucharle decir eso. -La religiosa hizo una breve pausa y suspiró, como soltando una gran tensión que estaba lista para ser utilizada en caso de haber tenido que luchar-. Aquí tiene los informes psiquiátricos de la doctora Barrett. Espero que le sean de ayuda. Los dejó olvidados, y supongo que, al trabajar en este caso para nosotras, puedo disponer de ellos y entregárselos a usted. Están actuando fuerzas malignas que no deben ser tomadas a la ligera. Sé que usted sirvió en la Congregación para las Causas de los Santos durante algún tiempo, padre. Y que analiza casos que nadie alcanza a explicar. Todo eso le ayudará, estoy segura. Pero sobre todo, no olvide su fe. La fe es lo único sólido que tenemos en este mundo a la deriva.

Y señaló con el dedo hacia atrás, hacia la pared a su espalda, donde se hallaba colgado el crucifijo en el que Jesucristo parecía cada vez más doliente.

Fe. A eso se reducía todo. Ninguna verdad valía nada sin fe en los sentidos, en la inteligencia, en el modo en que esa verdad había sido descubierta o descrita, en su significado. Curiosa manera de comprender el mundo. La verdad necesitaba, para sí misma, ser verdadera; requería un modo de pensar que pretendiera ser veraz de antemano, aunque fuera al mismo tiempo incapaz de concretar lo que eso significa. Una espiral que nunca llega a abrirse del todo.

El exorcismo era a veces una solución que algunos sacerdotes consideraban la única. Pero el mismo exorcista de la diócesis de Roma y jefe espiritual de todos los exor-cistas católicos, Gabriele Amorth, había dicho que el nuevo rito, surgido al abrigo y como último extremo del Concilio Vaticano II, era inválido. Las oraciones más poderosas contra Satanás habían sido, según él, revocadas y excluidas. Se eliminaban causas de exorcismo relacionadas con la práctica del ocultismo y la magia… Era como un ritual para quienes, en verdad, no creían ya en el Demonio.

«La más hábil astucia del Demonio es convencernos de que no existe.»

Albert Cloister esbozó una sonrisa nada humorística al recordar esa famosa frase de Charles Baudelaire. El padre Amorth la repetía a menudo. Para muchos, el mal es una parte más del mundo. Éstos no creen que haya un ser malvado que lo rige y lo alienta. Si el mundo ofrece disfrute, debe ser experimentado. Básicamente ésas eran, para Gabriele Amorth, las realidades de una sociedad occidental hedonista y pagada de sí misma, en la que los únicos valores aceptados tenían que emanar de dentro de uno y convenirle a su gusto.

Parecía que Baudelaire tenía razón. Era cierto que el ser humano cada vez creía menos en el Demonio, al tiempo que practicaba con más ahínco su doctrina no escrita: guerra, hambre, egoísmo, desolación, falta de misericordia. Todos los males.

Cloister recordó los ojos que lo miraran desde el fuego, girando, buscándolo a él. Penetrando su alma. Y una vez más martilleaba su mente la frase «TODO ES INFIERNO». Se sentía abrumado y sobrecogido. Miraba hacia fuera, a los demás, religiosos o no, y veía gentes más seguras que él, con clavos a los que asirse, aunque fueran clavos poco sólidos. Él, sin embargo, creía en los clavos más seguros y firmes de todos, los del Redentor, y ahora flaqueaba. Su fe se resquebrajaba. Comprendía cómo el buen Pedro pudo negar a Jesús con tanta facilidad. No por descreimiento, sino por debilidad, por inseguridad, por temor. Se sentía como el marino que pierde la sujeción en una tormenta. ¿De qué modo estaría la verdad contenida en la frase postrera de Jesús?: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». ¿Cuál sería la verdad que prometía el códice del Archivo Secreto Vaticano? ¿Qué o quién lo guiaba de aquel modo, ahora hasta la ciudad de Boston, para enfrentarse al misterio que llevaba persiguiendo ya tanto tiempo?

El cardenal Franzik le había dicho que él era la persona más adecuada para desvelar aquel profundo enigma. Cloister, a pesar de sus miedos y la sensación de desasosiego, no lo dudaba. De algún modo, sabía que era el elegido.

Capítulo 16

Boston.

Cuando terminó la reunión con la madre Victoria, el padre Cloister había estado reflexionando largo tiempo. En su cartera tenía los cuadernos con los informes psiquiátricos que correspondían a las sesiones en que la doctora Ba-rrett trató al anciano jardinero Daniel Smith. Además, el obispado le había remitido una cinta mini DV, de cámara doméstica de vídeo digital. En ella estaba grabado el exorcismo de Daniel.

Cloister no tenía pensado de momento entrevistarse con Tomás Gómez, el sacerdote hispano que había llevado a cabo el ritual. Prefería esperar hasta que fuera necesario, si es que lo era. Pudiera ser que la cinta y los informes médicos le bastaran para comprender todo lo sucedido. Por ahora se ceñiría a lo inmediato. Sentía ansias de ver en la grabación el momento en el que el anciano Daniel decía «TODO ES INFIERNO», y los motivos exactos por los que el exorcista y la psiquiatra se habían asustado tanto, hasta el punto de que ella había incluso desaparecido. Quizá la doctora se hubiera implicado demasiado en el caso y eso la hubiera llevado a una turbación extrema y a verse superada en su capacidad de aguante psicológico. Era irónico pensar que una persona dedicada a sanar o aliviar las dolencias de la mente de otros, pudiera ella misma sufrir daños por el efecto de uno de sus pacientes. Aunque esa hipótesis, en este caso, no convencía a Albert Cloister.

Si en general se puede dudar de que las casualidades existan, aquél era un buen momento para creer, efectivamente, que no existen. Nada parecía indicar que, desde el momento en el que desenterrara al cura español, algo hubiera ocurrido sin motivo, al azar, al capricho de un destino inmotivado. Muy al contrario: todo guardaba relación y encajaba poco a poco, quizá de un modo aún oculto, pero que caminaba hacia su resolución. El mismo hecho de sentirlo de ese modo llevaba al jesuita a estar seguro de ello.

Mientras regresaba en un taxi de la Checker Cab al colegio-residencia en que se hospedaba, el padre Cloister recordó la última frase que sor Victoria le había dicho antes de despedirse: «Están actuando fuerzas que creemos conocer, pero que en realidad desconocemos. Ojalá me equivoque, aunque creo que no lo hago. Tenga cuidado y que Dios le guarde».

El sacerdote apretó inconscientemente su cartera mientras el automóvil enfilaba la calle Beacon, en la que se hallaba el famoso pub Bull & Finch, justo enfrente del Public Garden. Al pasar por delante de su fachada, el taxista dijo:

– Mire, ahí está Cheers.

Cloister salió de su ensimismamiento.

– Perdón, ¿cómo dice?

– Cheers -repitió el hombre.

– Ah, sí, sí.

– ¿Recuerda usted la serie de televisión? A mi mujer y a mí nos encantaba. La vemos siempre que la reponen.

A partir de ahí, de la mención del lugar más conocido de Boston en todo el mundo, la grata e intranscendente charla liberó un poco al sacerdote de sus pensamientos abismales. Aquel simpático taxista pertenecía a una familia bostoniana desde hacía varias generaciones, y era un profundo conocedor de la historia de la ciudad. Le habló de los ingleses que la fundaron, de Paul Reveré, de la guerra de Independencia, de la iglesia en que se pronunciaron los primeros discursos contra la esclavitud, y de los astilleros y del puerto desde el que partieran los más veloces y ágiles veleros de los dos últimos siglos.

Cuando el taxi llegó a su destino, Cloister sintió algo de pena. Lo que el conductor le estaba contando le parecía muy interesante, y además era una evasión. Cerrar la puerta del coche, al salir de él, significó pasar página y abrir la primera hoja de su nueva investigación. Una investigación que quizá culminara sus pesquisas anteriores y le aclarara lo que tuviera que ser, para bien o para mal. Un escalofrío le recorrió la espalda mientras contemplaba cómo se alejaba el taxi, torcía por una bocacalle y desaparecía de su vista. El cielo seguía despejado, luminoso, en contraste con la oscuridad que cubría su alma. Sintió algo extraño, como si un tiempo acabara y empezara otro; como si el mundo fuera distinto aunque igual que un poco antes, un día antes, una hora, un minuto antes. Dejó que su mirada se perdiera hacia el fondo de la calle que el taxi había tomado, siguiendo su camino. El mismo bullicio abigarrado de gentes y vehículos que cabía esperar. Pero algo, algo sutil, había cambiado. Dentro de sí.

El sacerdote removió la lengua dentro de la boca y se dio cuenta de que tenía en ella un sabor metálico. Por fin había decidido dejar de fumar. Sus pulmones empezaban a resentirse del paquete largo de cigarrillos que había estado consumiendo a diario desde hacía más de quince años. Ahora llevaba un mes sin tabaco. Aquel día era el número treinta de la cuenta. Sacó de un bolsillo interior de su chaqueta una caja de chicles de nicotina y se metió dos en la boca. Enseguida liberaron dentro su sabor rancio e intenso.

La bombilla de ahorro energético emitía un leve zumbido y vibraba de un modo casi imperceptible. Albert Cloister estaba tumbado en la cama de su habitación, enfrascado en la lectura de los informes psiquiátricos de Daniel. Quería conocer las interioridades de su mente antes de pasar la mini DV en el equipo de vídeo portátil que llevaba consigo. Le intrigaba sobremanera la desaparición de la doctora que había escrito los informes. Algo ocurrió durante el exorcismo que el padre Gómez no alcanzaba a comprender, pero a lo que ella sí debió de encontrarle algún significado. El exorcista había interiorizado tanto su labor de lucha contra el Maligno que el mundo exterior a él y su conexión con el exorcizado quedaron anulados, como en una especie de amnesia parcial, semejante a la que experimenta quien protagoniza una situación traumática. Renunció a practicar nunca más exorcismos y no se atrevió siquiera a ver la grabación. El obispo sí lo hizo, y encontró elementos fuera de lo común en un caso de supuesta posesión diabólica. Sobre todo, el grito desgarrado «TODO ES INFIERNO», que le hizo ponerse en contacto con su antiguo amigo en Roma, monseñor Ignatius Franzik. Era un caso para el grupo que el cardenal dirigía.

Cloister acababa de leer el primero de los cuadernos de la psiquiatra. En sus páginas se narraban las terribles visiones de Daniel. Lo que más llamaba la atención de la doctora era que esas visiones tenían características impropias de un deficiente mental severo como Daniel Smith. Algo no cuadraba en todo ello. Se escapaba, no ya de lo usual, sino de lo esperable. La visión inicial de la psiquiatra era claramente confusa. Cloister se dio cuenta de que aquella mujer no estaba preparada para comprender en su auténtica medida el problema del viejo jardinero. Y no es que él tuviera la fórmula. Se limitaba a constatar ese hecho. Como ella, pensaba también que las descripciones de mundos diabólicos eran excesivamente precisas. Incluso, a veces, el jardinero empleaba expresiones o palabras demasiado cultas. En ciertas ocasiones otra persona distinta parecía emerger, expresándose por boca de Daniel, como ocurrió dramáticamente en el exorcismo. La psiquiatra consideraba la posibilidad de una conexión telepática con otra u otras personas, algo en lo que, como ella había anotado y era cierto, el mismo Albert Einstein creía. Esto hizo sonreír a Cloister, que no esperaba una mente tan abierta en aquella mujer, simplemente por su propia experiencia con científicos. La estadística decía que el mundo está compuesto, en su mayoría, por personas acérrimamente incrédulas o tenazmente crédulas. El punto medio, en el que los antiguos sabios griegos colocaron la virtud, era el menos común de todos los lugares.

El segundo cuaderno empezaba desarrollando las ideas del primero, y recogiendo nuevos sueños de Daniel. Pero las cosas iban cambiando. La doctora parecía involucrarse paulatinamente de un modo obsesivo. Era como si algo la hubiera llevado o inducido a convertirse en parte activa de los sueños. Se trataba de algo difícil de definir. Las narraciones la impresionaban más que al principio y la distancia entre el paciente y el médico se había reducido, o incluso anulado. Llegó un momento en que las anotaciones del informe eran sólo frases sueltas, ideas inconexas. Se daba el caso de que la doctora parecía estar experimentando un ataque a su propia razón. El mismo hecho de solicitar un exorcismo ponía de manifiesto que aquella mujer tenía la necesidad, el ansia de saber algo. Y Cloister conocía bien esa sensación.

Dentro de ese segundo cuaderno había una anotación enigmática: «globos amarillos». Esta breve frase estaba rodeada de tinta, en un óvalo tan oprimido que había llegado a romper el papel en algunos puntos. A Cloister esa frase no le decía nada, salvo porque el sacerdote exorcista había incluido en su informe que Daniel dijo lo mismo durante su exorcismo, cuando mencionó la localidad de New London, en Connecticut, y otro lugar cercano, una isla al parecer, de la que no logró entender el nombre.

Más adelante en el cuaderno había otra anotación que Cloister tampoco sabía cómo interpretar. Una visión anterior a la de los «globos amarillos» narraba la muerte de un vigilante de universidad durante una especie de acto reivindicativo llevado a cabo por unos estudiantes. Era una historia confusa, que tampoco significaba para Cloister nada especial por sí misma. Era la letra de la doctora la que, a la luz de sus conocimientos grafológicos, tenía interés. Se trataba de una escritura muy firme y redonda al principio, como en todo el primer cuaderno, que luego se iba tornando insegura, temblorosa, irregular. Sólo podía explicarse algo semejante por un repentino choque emocional. Esta impresión del sacerdote la corroboraba el hecho de que ese momento de las notas fuera el pistoletazo de salida del resto de extrañezas en el informe. A partir de ahí, todo cambiaba. El equilibro se tornaba vaguedad, lo concreto y específico, en errático. No había además que olvidar que ella desapareció después del exorcismo, y que nadie había podido localizarla por el momento. Su teléfono celular se mantenía apagado y ningún conocido tenía noticias de ella desde la tarde en que se celebró el rito en la residencia de ancianos. En todo caso, no había muchos a quienes preguntar. La doctora era soltera, vivía sola y se relacionaba con muy pocas personas. Aparte de su consulta, la parroquia a la que acudía y su labor en la residencia de ancianos, nada. En su trabajo, únicamente mantenía una más bien distante relación con su secretaria. En la parroquia y la residencia, hablaba con un par de sacerdotes y varias monjas. Pero personas con las que tuviera una relación íntima, o algún hombre en su vida, no se conocían.

Cloister se daba cuenta de que todo aquello suponía un enigma en sí mismo. Decididamente, algo le decía y le repetía que nada era casual. Por una sensación no racionalizable, imposible de transformar en algo cabal y coherente, sentía que aquel jardinero deficiente mental, aquella doctora y la ciudad de Boston tenían las claves del misterio.

El caudal de información había sido demasiado grande aquel día. No era capaz de procesar más datos. Sentía la cabeza embotada, y los párpados pesados por delante de unos ojos que exigían un descanso. El sacerdote reprimió sus ansias de visionar la cinta del exorcismo. Necesitaba encontrarse despejado y con todos sus sentidos en perfecto estado de funcionamiento. Quizá no pudiera dormir, pero al menos tumbarse en la cama con la luz apagada le aportaría algún descanso. Estaba acostumbrado a forzarse a descansar. Sus últimos años como Lobo de Dios le habían enseñado muchas cosas, y ésa era una de ellas.

Se desvistió, rezó sus oraciones y se metió entre las sábanas. Apagó la luz de la mesilla de noche, pero la iluminación de la ventana le permitía distinguir la lámpara del techo, redonda, con varios colgantes de vidrio. Fijó en ella la mirada como en un mantra. Los cables de enlace con el mundo se desconectaron poco a poco. Cerró los ojos y trató de desembarazarse de las visiones que emulaban las del pobre y viejo jardinero. Un remolino se formaba en su imaginación a medida que se desunía del mundo real. Un remolino oscuro que parecía hablarle, susurrarle dentro de su cabeza frases que le hacían pensar en los siglos y los milenios, el tiempo y la eternidad.

Capítulo 17

Connecticut.

«Venganza.» Audrey no estaba segura de si había dicho esto en voz alta o si únicamente lo había pensado. Era terrible que no confiara en su propia cordura quien dedicaba su vida a sanar las mentes de otros.

Ya había anochecido. Ésa fue en parte la razón que le hizo coger un desvío equivocado y perderse en su camino hacia la población de New London, en el estado de Connecticut. Acababa de detener su coche en el arcén de una carretera secundaría, estrecha y en mal estado. Un bosque impenetrable se extendía a su alrededor; ramas que se asemejaban a dedos raquíticos cubrían, por encima, la tira de asfalto.

Audrey conocía muy bien New London. Allí pasó toda su infancia y gran parte de su adolescencia, hasta que se trasladó a Hartford con su rnadre, tres años antes de comenzar la universidad. A esa mudanza las obligó la muerte de su padre, que nunca estuvo interesado en el dinero y que no les dejó, por ello, más que un puñado de dólares en una escuálida cuenta bancaria. Audrey sólo consiguió estudiar en Harvard gracias a una beca que le costó mucho conseguir y mantener. Nada en su vida había sido fácil.

Estos y otros recuerdos la apartaron por un instante breve del pensamiento que la dominaba: las revelaciones que Daniel le había hecho durante el exorcismo. Recordaba vagamente haber huido de la residencia, tras abandonar el ritual, y meterse luego en su coche para deambular por la ciudad durante horas, sin rumbo fijo. No se detuvo hasta quedarse sin gasolina en algún lugar cerca del puerto. Entonces se había echado a llorar con tanta furia que se hizo daño en la garganta. Las lágrimas no le sirvieron de alivio. Estas no. Eran de rabia y odio. Su hijo Eugene no se había perdido en Coney Island cinco años atrás. Ningún golpe fortuito le había provocado una amnesia que le impidiera recordar quién era y cómo volver a casa. No se había caído al mar, ni su cadáver quedó olvidado en la cuneta, después de que un coche lo atrepellara.

Nada de eso fue lo que ocurrió.

La verdad que le había revelado a Audrey el ser diabólico que poseía a Daniel era otra. Alguien le arrebató a su hijo en Coney Island. Se lo robó. Y Audrey sabía quién era el culpable de haber convertido su vida en un amargo tormento. Se llamaba Anthony Maxwell. Este nombre fue otra de las revelaciones de Daniel, porque, para Audrey, Maxwell siempre fue el payaso anónimo de los globos amarillos. El mismo payaso que acompañaba a Eugene en su última foto. Y pensar que ella llevaba años mirando sin la menor sospecha la imagen de aquel rostro sonriente, maquillado de blanco y rojo… El rostro de ese maldito bastardo que vivía cerca de New London, donde ella había vivido. Así se burlaba Dios de los seres humanos. Con casualidades como esta. Dios era cruel. Quien afirmara lo contrarío mentía o era un ingenuo.

Audrey quería venganza. La ira y el deseo de hacer sufrir a ese hombre la corroían. Para ella, Maxwell había dejado de pertenecer a la especie humana, porque sólo un animal era capaz de hacer lo que él había hecho. La propia Audrey se había convertido también en una bestia, en un depredador. El objetivo de su vida se reducía ahora a hacerle pagar a Maxwell su crimen y descubrir la última pieza del puzzle, que Daniel se había negado a desvelarle: si su hijo Eugene seguía vivo o no.

Le costó salir del coche. Tenía el cuerpo entumecido. El frío y la humedad del ambiente lograron calarle los huesos a pesar de su ropa de abrigo. De la parte anterior del automóvil partían dos conos luminosos. Iluminaban la gruesa capa de hojas en descomposición que lo cubría todo. Aún estaba lejos la primavera, y parecía imposible que esa podredumbre pudiera acabar convirtiéndose en un hervidero de vida. Igual de imposible le parecía a Audrey volver a ser quien era antes de aquel día.

Perder a Eugene había envenenado su alma, convirtiéndola en una mujer triste e inconsolable, que odiaba a Dios por encima de todas las cosas. Pero, en cierto modo, se había acostumbrado a vivir con ese dolor. Su creencia de que Eugene no estaba muerto, la anticipación con la que abría los informes de los detectives que lo buscaban sin descanso, hacían eso posible. Era un equilibrio extremadamente frágil, que las revelaciones de Daniel habían alterado. Resultaba irónico que lo que no había conseguido su fe en Dios, se lo hubiera concedido el Demonio. Reforzar su esperanza. Aunque no estaba segura de que eso fuera bueno. Si descubría que esa tenue esperanza era vana, el desengaño no le permitiría seguir viviendo.

Cruzó la carretera sin saber muy bien con qué intención. Tuvo el cuidado de mirar a uno y otro lado para asegurarse de que podía atravesarla sin peligro, como si esa carretera desierta fuera la ajetreada avenida Commonwealth. El apego a las viejas costumbres es, a veces, lo único que nos queda. Escudriñó la negrura sin éxito. No se veían los faros de ningún otro coche. Estaba sola y perdida. Pero en su cerebro no había espacio para la autocom-pasión. Estaba ocupado en ahuyentar algo frente a lo que su mente se cerraba por completo. La simple idea de reflexionar sobre ello era casi tan dolorosa para Audrey como admitir que su hijo pudiera estar muerto: ¿qué tipo de cosas podía haber sufrido Eugene si aún seguía vivo? ¿A qué tipo de vejaciones…?

– ¡AAAHHH!

Audrey gritó con todas sus fuerzas para acallar el abominable pensamiento. Su alarido atormentado espantó a alguna clase de ave nocturna. Y eso fue todo lo que ocurrió. Ella estaba sufriendo y al mundo le daba igual. Avanzó de vuelta al coche, y esta vez no miró a ambos lados de la carretera antes de cruzar.

Capítulo 18

Boston.

El despertador no llegó a sonar a la hora prefijada, las siete de la mañana, porque el padre Cloister lo apagó unos minutos antes. Se había despertado hacia las seis y media, después de un par de horas de sueño, tres a lo sumo. El resto del tiempo había estado despierto, pensando con poca claridad. Muchas experiencias anteriores se entremezclaban en su mente. Se sentía como un niño ante un problema demasiado complejo. No conseguía encajar los distintos elementos, y eso turbaba su ánimo. Nunca había sido un hombre soberbio, pero de haberlo sido, su orgullo estaría gravemente herido. Todos sus conocimientos, sus sentidos, su inteligencia, no le bastaban para comprender lo que estaba pasando.

Antes de levantarse tuvo deseos de fumar un cigarrillo. En lugar de eso fue al cuarto de baño, bebió un poco de agua y se metió en la boca un chicle de nicotina. Se dio una rápida ducha antes de vestirse y bajar a desayunar. No se quedó en la cafetería del colegio. Prefirió salir para estar solo entre los desconocidos de un bar cualquiera. Luego daría un paseo, tranquilo, dedicando tiempo a ordenar sus pensamientos. No más información hasta que hubiera asimilado lo que ya sabía. Después, una vez conseguido eso, una vez destilados los datos útiles o comprensibles para él en ese momento, regresaría a su habitación y visionaria la mini DV. Sólo entonces.

Cuando hubo terminado el desayuno, comenzó su solitario y largo paseo de meditación. Empezó su trayecto en la calle Devonshire, torció a la izquierda y se encaminó por la calle Franklin, en la que se hallaba el colegio en el que estaba hospedado. Luego siguió caminando hasta el acuario de la ciudad. Decidió visitarlo, aunque no podía decirse que fuera muy aficionado a las criaturas marinas. Sin embargo, era muy probable que las imágenes de paz y silencio le ayudaran a reflexionar con calma. Nada más lejos de la realidad, ya que el acuario estaba inundado de ruidosos niños. Cloister buscó un lugar lo más tranquilo posible y trató de enajenarse del bullicio. Las focas nadaban delante de él, dentro de su estanque. Las veía por debajo del nivel de la superficie, a través de unos cristales, y parecían contentas.

El jesuita sonrió observándolas. Cuando por fin decidió regresar, su espíritu estaba algo más tranquilo. Como el soldado antes de la batalla, cuando el sol naciente da fin a la vigilia, miró al frente con determinación. Quizá encontrara en la cinta del exorcismo lo que le faltaba aún para comprender el enigma que le perseguía y del que, de algún modo, era protagonista. Ahora sentía apremio. Al salir del acuario tomó un taxi, y nada más llegar al colegio subió a su habitación sin perder tiempo. Ninguna demora iba a mediar ya en su investigación de los hechos. Extrajo la videocámara digital de la bolsa de transporte, la enchufó a la corriente y la conectó al televisor. Después introdujo la cinta en el receptáculo y, tras comprobar que estaba completamente rebobinada, pulsó la tecla de avance.

Una imagen desencuadrada y parcialmente cubierta, apareció en la pantalla. El sacerdote exorcista estaba colocando la cámara. Su voz era desagradable, meliflua. Su cara pudo verse por vez primera cuando se alejó del mueble sobre el que había colocado la cámara, una vez ajustada la imagen. La toma mostraba ahora una gran parte de la habitación. Era uno de los humildes cuartos de la residencia de ancianos. La ventana quedaba fuera de la vista, aunque la luz penetraba por ella y se reflejaba en la pared en la que se hallaba la cama de Daniel. A un lado había una mesilla de noche sobre la que el sacerdote había puesto una imagen de la Virgen y los recipientes con agua bendita y sal. En el lecho, un sencillo crucifijo con la imagen de Cristo.

Lo que vio a partir de entonces fue muy impresionante, y en algunos momentos, sobrecogedor: la lucha entre el Bien y el Mal encarnada por aquellas tres personas tan distintas, y en aquel campo de batalla tan peculiar. Daniel parecía realmente endemoniado. Su voz se transformó en una mezcla de voces que parecían.emerger desde el mismo Infierno. El padre Gómez se mostraba alterado en extremo. Cualquiera hubiera dicho que estaba tan poseído como el anciano, cuyo rostro se desencajaba y llegaba a desfigurarse. La imagen no era muy buena, debido a la calidad limitada de la cámara y la poca iluminación de la estancia, pero Cloister se dio cuenta de que, en efecto, algunas cosas no eran fruto de una obsesión patológica. Cuando el sacerdote fue impulsado hacia atrás por una fuerza invisible, el viejo Daniel no parecía un simple enfermo mental.

Y más aún resultaba evidente cuando el grito que había llevado a Cloister hasta allí afloró a los labios del pobre hombre: «TODO ES INFIERNO».

Una hora después de visionar la grabación, el jesuita tenía aún impresas en la retina las imágenes del exorcismo de Daniel, y en sus oídos resonaba la inquietante frase que era ya tan familiar para él. Había pasado decenas de veces otro grito distinto; un grito en el que el viejo jardinero deficiente pronunciaba una frase incomprensible. Al menos incomprensible para Cloister, aunque en cierto modo la cadencia de las extrañas palabras no le resultaba del todo ajena. Podía tratarse de un conjunto de sonidos carente de significación, pero no lo creía así. Ya no creía en el azar ni en las coincidencias. Conectó el equipo de vídeo a su ordenador portátil y capturó el fragmento correspondiente al grito. Luego separó el sonido de la imagen y guardó el archivo de audio para enviarlo por correo electrónico.

Antes cogió su teléfono celular y buscó el número de Doriano Alfieri. El padre Alfieri era el nuevo experto en filología, lingüística y paleografía de los Lobos de Dios, reciente sustituto de otro hombre que había sido toda una leyenda, Giacomo Zanobi. Este último era un caso sorprendente y triste a la vez. A sus sesenta años aún no cumplidos, hablaba con soltura más de treinta lenguas, podía leer en otras cincuenta o sesenta, y conocía en total, más o menos rudimentariamente, alrededor de trescientas. Era un hombre considerado y amable, pero no había manera de entablar una conversación coherente con él. Y no por cuestiones de carácter. Con tanto estudio, algún mecanismo desconocido en su mente se había quebrado, propiciando que se mezclaran en una todas las lenguas que sabía. Algo así como el proceso inverso, en una sola persona, del episodio bíblico de la torre de Babel. Él comprendía perfectamente lo que le decían, pero era incapaz de expresarse en una única lengua delimitada. Eso hacía que casi nunca se le pudiera comprender a la primera, sobre todo cuando utilizaba una mezcolanza de idiomas extremadamente raros, como el sánscrito, el hopi y el volapuk. Sus trabajos como lingüista de prestigio habían estado a punto de caer en una vía muerta. Apartado de los Lobos de Dios por la conveniencia del grupo y por propia voluntad, tenía ahora un ayudante que, con esfuerzo y repeticiones constantes, le permitía seguir adelante en sus investigaciones. Para Cloister fue una pena su pérdida como integrante de los Lobos, pues lo apreciaba mucho.

– Padre Doriano Alfieri al aparato.

La seca frase al otro lado de la etérea línea telefónica sacó a Albert de sus pensamientos.

– Soy Cloister.

– ¡Albert! -dijo el otro sacerdote, el nuevo experto en filología y lingüística, ahora con una voz mucho más afable-. ¿Cómo te va?

– Bien, gracias. En una misión, como casi siempre… Perdona que te moleste, pero tengo una grabación que me gustaría que escucharas.

– Por supuesto.

– No sé si tiene algún sentido. Pero, de tenerlo, necesito saber lo que significa la frase que se oye. Ahora mismo te la envío por correo electrónico. ¿De acuerdo?

– Muy bien. Espero el archivo.

Cloister abrió el programa de correo de su PC, creó un nuevo mensaje, buscó en la libreta de direcciones la del padre Alfieri y le adjuntó el archivo de audio.

– Hecho.

– Muy bien… A ver, déjame que compruebe los nuevos mensajes. Un momento, se está bajando… Lo tengo.

A través del teléfono, Cloister escuchó en silencio cómo su compañero pasaba varias veces seguidas el archivo de audio.

– Lo siento -dijo el padre Alfieri-. No reconozco el idioma. Tiene un patrón lingüístico, no me cabe duda, pero…

– ¿Pero?

– Nada. Dame algo de tiempo y trataré de descifrar el significado. Llámame en media hora. Y, por cierto, vaya sonido. Me ha dado un escalofrío y se me han erizado todos los pelos de la nuca. ¿De dónde lo has sacado?

– Es de un exorcismo. Después vuelvo a llamarte.

Cloister colgó el teléfono esperando no haber parecido descortés con su compañero. Mientras esperaba, aprovechó para poner en orden sus ideas una vez más. Cogió su grabadora digital, transfirió los ficheros de audio al ordenador y fue repasando sus notas de voz. En un documento en blanco escribió lo más relevante. También añadió algunas nuevas cuestiones que habían surgido en su mente y guardó los archivos de sonido en una carpeta cuyo nombre especificaba su contenido y su número de orden, por si necesitaba volver a consultarlos. Nada más acabar de hacerlo, recordó a la doctora Barrett durante el exorcismo. Sobre todo, cómo se había acercado a Daniel hasta poder escuchar lo que él, bajo un estado de enajenación -diabólica o no-, le susurró al oído y que tanto la había alterado. En aquella mujer debía estar encerrado parte del enigma. Su olfato de investigador le decía que así era. Descolgó el auricular del teléfono y marcó el número de la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad.

– Por favor, con la madre Victoria. Soy el padre Albert Cloister.

La voz que había preguntado al otro lado de la línea, respondió que la religiosa no podía ponerse al teléfono en aquel momento porque estaba en un oficio.

– Gracias -dijo Cloister-. No le deje ningún mensaje. La llamaré más tarde.

El sacerdote se quedó pensativo. Tenía unos minutos aún. Sentía su cabeza algo embotada, y optó por darse una rápida y relajante ducha. Puso el agua muy caliente y se metió bajo los chorros humeantes. El vaho ocupó enseguida todo el cuarto de baño, y Cloister perdió la noción del tiempo. Cuando miró su reloj, pudo comprobar que había transcurrido casi una hora desde que telefoneó al padre Alfieri.

Cerró los grifos, se secó a toda prisa y con una toalla alrededor de la cintura, volvió a la mesilla de noche y repitió su llamada al lingüista.

– Hola otra vez, Doriano. Perdona. Siento haberme retrasado. ¿Has encontrado algo?

– Lo siento mucho. No soy capaz de entender ni una palabra. Creo que deberías llamar a Zanobi. Si ese grito tiene algún significado, él es, creo yo, la única persona que puede ayudarte. A mí me ha vencido.

– Sí, tienes razón. Contactaré con Zanobi, a ver si él puede encontrarle algún sentido.

– Que tengas suerte.

– Gracias. Para hablar con Giacomo Zanobi, voy a necesitarla.

– De todos modos -dijo Alfieri a modo de despedida-, si consigo algo nuevo, te llamaré.

Con los labios apretados, Cloister tomó su agenda y buscó el número de teléfono del padre Zanobi. Había intentado evitar recurrir a él, pero a la postre tendría que hacerlo. Zanobi podía descifrar aquel grito o bien descartar que tuviera significado. Necesitaba ese dato. Tanto en un sentido como en otro, era un elemento crucial.

– Palacio del Santo Oficio, ¿dígame?

– Por favor, deseo hablar con el padre Giacomo Zanobi. Mi nombre es Albert Cloister.

– Un momento.

Desde su separación de los Lobos de Dios, el padre Zanobi vivía y trabajaba en uno de los edificios emblemáticos del Vaticano, antigua sede de la Congregación para la Doctrina de la Fe, más conocida por su nombre anterior: Santo Oficio o Inquisición. Ahora ese edificio servía de residencia a cardenales, obispos y otros religiosos del Vaticano.

– ¿Oiga? -inquirió la misma voz que había contestado al teléfono.

– Sí, sí, dígame.

– Le paso con el padre Zanobi.

Un ligero golpe seco, y el silencio, precedieron a un nuevo timbre de llamada.

– ¡Albert! Comment are du?

Zanobi se lo ponía fácil esta vez: francés, inglés y alemán.

– Bien, bien. Gracias, amigo mío. Perdona que sea brusco, y que me atreva a molestarte, pero necesito un favor.

– Covec.

Cloister supuso, por el tono, que eso era un sí.

– Bien, voy a enviarte a tu cuenta de correo electrónico un archivo de audio. Tu sustituto en los Lobos ya lo ha oído y no puede descifrar su significado, si es que lo tiene. Él cree que sí, y es quien me ha sugerido pedirte ayuda. De todos modos, iba a hacerlo. Si no te importa, querría que utilizáramos el convenio de signos de otras veces. Yo te hago preguntas y tú me contestas con un monosílabo para afirmar y dos seguidos para negar, ¿de acuerdo? Es importante.

– Jai.

– Perfecto… Ya te he enviado el archivo. Cuando lo tengas en tu ordenador, dímelo.

El triste silencio de una conversación imposible duró aproximadamente un minuto. Luego, Zanobi dijo:

– Ow.

– Muy bien. Ábrelo, por favor, y escúchalo. A ver si tú lo entiendes.

Cloister esperó, mientras escuchaba a su viejo amigo musitar extrañas palabras en voz baja. Algunas parecían ruidos guturales o murmullos deslavazados.

– Albert, ¡Albert!

– Aquí estoy. ¿Qué sucede?

– Onmi sluder pragnam dot.

– Un momento, Giacomo. Respóndeme con monosílabos. ¿Tiene sentido lo que has escuchado?

– Asgh.

Un sí. El grito de Daniel no era un galimatías verbal sin significado. Lo que Cloister y Alfieri sospechaban.

– Bien. ¿Has conseguido descifrarlo?

– Po vul.

Dos monosílabos seguidos. Eso era un no.

– ¿No?

– Hoi ge.

– ¿Crees que podrás conseguirlo?

– Ma -se escuchó al otro lado de la línea, rotundo.

– Excelente entonces. Hagamos una cosa. Si lo descifras, llámame a mi número de celular. En cualquier caso, si no lo has hecho tú antes, yo te telefonearé mañana por la mañana. Por cierto, ¿crees que se trata de una lengua antigua?

Otro claro «sí» salió de la especie de morse en que ambos hombres se comunicaban. La pregunta tenía sentido, pues las personas víctimas de una posesión solían expresarse en lenguas muertas, como el sánscrito, el arameo o el latín. A eso, la Iglesia lo denomina xenoglosia.

– Bueno, amigo mío -dijo Albert-, te dejo. Gracias por tu tiempo y tu saber. Un abrazo muy fuerte.

No había más que colgado el auricular, y apenas retirado la mano del mismo, cuando el timbre del teléfono sonó, causando a Cloister un pequeño sobresalto.

– ¿Albert?

Era Zanobi. Tan pronto. Debía de haberse olvidado de algo.

– ¿Necesitas algo más, amigo? -le preguntó Cloister.

– Fon ut.

– Entonces… ¿Es que lo has descifrado?

– Wee.

Una mente prodigiosa. Sólo podían haberse ordenado las distintas palabras como por arte de magia, para haberlo logrado tan rápido.

– ¡Fantástico! -exclamó Albert, lleno de asombro y entusiasmo.

Se sentía sobreexcitado, pero una furtiva tristeza lo invadió de pronto. Tristeza por su pobre amigo, víctima de esa confusión de lenguas que le había tenido sumido en la desesperación. Unos pocos años atrás, su elocuencia era proverbial. Se le ponía como ejemplo de expresión perfecta. Su mente regía los conocimientos lingüísticos como nadie, hasta que el arco se tensó demasiado y se partió.

– ¿Padre Cloister? -La voz que ahora escuchaba no era la de Giacomo Zanobi, sino la de otro hombre, que parecía algo más joven-. Soy el padre Lorenzo Ponti, ayudante del padre Zanobi.

– Encantado de hablar con usted.

– Mi jefe ha conseguido entender el contenido del archivo que usted le ha enviado. Es algo muy extraño. Se trata de arameo, pero estaba pronunciado al revés.

«¡Claro, arameo!», pensó Cloister. Aunque las palabras estuvieran invertidas, por eso le resultaba tan familiar. Se trataba de una lengua que él no conocía, pero su año de residencia en Israel le había permitido adquirir algunas nociones de hebreo, una lengua de raíz común y grandes similitudes morfológicas. De hecho, el arameo era la lengua materna de Jesucristo.

Ponti siguió hablando:

– Es una cosa rara, la verdad. No sé qué puede querer decir. Espero que a usted le sirva de algo. Dice: «Quiero conocerte. Tú sabes que me refiero a ti. Te espero en la posada de la vendimia».

Cloister anotó las frases en una hoja, con trazo quedo, como tratando de asimilar a la vez que escribía el significado de las palabras.

Quiero conocerte. Tú sabes que me refiero a ti. Te espero en la posada de la vendimia.

– Gracias, padre Ponti. Agradézcale su ayuda, por favor, también al padre Zanobi. Lo tengo en mis pensamientos.

Cloister colgó el auricular y se quedó pensativo e inmóvil unos instantes. Él sabía a quién estaba dirigido el mensaje. Sabía que se refería a él. Tenía que referirse a él. Como los ojos que lo miraron dentro de la hoguera en Brasil. Como la frase del beato español dentro de su ataúd.

De algún modo, lo esperaba. Siempre lo había esperado. Y eso era lo que le daba más miedo. Sentía que ahora estaba donde «algo» quería que estuviera, y en el momento en que debía estar. Casi podía tocar los hilos que lo aferraban y lo movían como una marioneta al capricho de lo desconocido.

Le pareció en ese instante percibir un extraño aroma floral que enseguida se disipó, si es que alguna vez había existido. Necesitaba un chicle de nicotina. Su guerra con el tabaco empezaba a darle algunas victorias, aunque ahora estaba enganchado a los chicles. Trató de anular sus sensaciones y emociones para redoblar su racionalismo y su frialdad. Encendió el ordenador y esperó a que el sistema operativo se iniciara. Luego ejecutó la conexión inalámbrica a internet. El colegio disponía de una red de alta velocidad. Abrió la página del buscador Google y escribió en el recuadro: «POSADA DE LA VENDIMIA» [1]. En menos de una décima de segundo, la base de datos del buscador arrojó su resultado, casi noventa mil apariciones de la búsqueda. La primera de todas era un hotel de Napa Valley, en Yountville, California.

Cloister pinchó en el enlace para visitar la página web.

En ella, una animación Flash se iniciaba con una frase del Sunset Magazine, en la que se comparaba el hotel, por su lujo y sabor, con un chateau francés.

Eso no le aportaba nada de especial, pero le ayudó a tomar distancia de su propio vínculo con todo aquello. Tenía que investigar sin introducirse dentro de la probeta en la que se lleva a cabo el experimento. Era elemental. Así se lo habían enseñado y lo había aprendido bien. Ya tendría tiempo de mirarse a sí mismo con los ojos de un forense que disecciona un cuerpo. Antes necesitaba comprender el resto de datos inconexos, ser capaz de unirlos y, de una maldita vez, darles un sentido.

Miró la pantalla y volvió a la realidad. Se dio cuenta de que tenía que especificar más la búsqueda. El estaba en Boston, y el exorcismo fue en Boston, por lo que parecía lógico agregar el nombre de la ciudad.

Volvió atrás en el navegador y añadió «BOSTON» a la expresión «POSADA DE LA VENDIMIA».

Ningún resultado.

Borró el nuevo término y lo reescribió delante de la expresión, y no detrás, como había hecho. Pulsó el botón de búsqueda.

Dos únicos resultados para «BOSTON VINTAGE INN» en algo menos de medio segundo. El primer enlace correspondía a una página de pornografía con todas las preferencias del mercado: mujeres, mujeres maduras, chicos, sexo anal, bisexuales, etcétera.

Volvió atrás y pinchó en el segundo enlace. Éste pertenecía a la página de una empresa de viajes, y concretamente daba información sobre un hotel en Canadá. No estaba sacando mucho en claro, pero eso no le alteraba. Las investigaciones complejas siempre son pausadas. Lo que le turbaba no era lo que estaba buscando, sino el modo en que le habían llegado los datos que daban inicio a la investigación. Y ahora ese mensaje tan específico, expresado por el grito del anciano deficiente a quien habían sometido al exorcismo…

Cloister prefería no seguir dando vueltas a lo mismo. No debía permitir que aquello anulara su capacidad analítica. Cerró la tapa de su portátil para que entrara en suspensión, se puso la chaqueta y salió de la habitación. Necesitaba respirar aire puro. Los pensamientos a menudo llegan cuando no se están buscando. Son como pajarillos huidizos, que sólo se acercan si nadie los mira. Ése es el instante en que hay que atraparlos. Por eso, Cloister siempre llevaba una grabadora consigo, y hasta dormía con ella a mano.

A pesar del frío, la calle mostraba el cálido tono anaranjado de la puesta de sol. Surcaban el cielo unas nubes alargadas y esponjosas, que reflejaban la luz cobriza sobre el fondo intensamente azul. El sacerdote empezó a caminar sin un rumbo determinado. Anduvo durante dos horas, deambulando y parándose, de cuando en cuando, a mirar un escaparate o el cartel de una función o una película. Empezaba a sentirse un poco más tranquilo. Necesitaba disminuir la tensión interior. Llevaba varios días demasiado tenso, y el estrés nunca es bueno para rendir en ninguna clase de trabajo. Torció por la calle Dartmouth y empezó a andar, despreocupado, por la avenida Commonwealth.

Entonces lo vio.

Era una gran moldura de escayola, antigua, con un letrero. Estaba en la fachada de un bello edificio de estilo entre neoclásico y Victoriano, que le llamó la atención.

Aquellas dos palabras hicieron que, de pronto, sus glándulas suprarrenales lanzaran al torrente sanguíneo un chorro de adrenalina. Se sintió repentinamente embriagado. Lo que veía, le maravillaba y le aterraba en una misma proporción: VENDANGE HOTEL [2].

Aquel edificio era, sin duda, la Posadade la Vendimia.

Capítulo 19

Connecticut.

El interior del local apestaba a sudor y cerveza. El silencio casi absoluto que había acompañado a Audrey desde hacía una hora, se quebró con el bullicio ensordecedor del bar de carretera. Indiferente a todo, se dirigió hacia el mostrador, aguantando sin rechistar las salpicaduras de cerveza y los golpes involuntarios de quienes bailaban a su alrededor alegremente.

– ¿Sabe cómo puedo llegar a New London?

Audrey le hizo esa pregunta al dueño del bar, que atendía como camarero. El hombretón rondaba los cincuenta años. Era una de esas personas que siempre parecen de buen humor, pero se mostró preocupado al decir:

– ¿Se encuentra usted bien, señorita?

El aire consternado y ausente de Audrey inspiraba preocupación, desde luego. Ella lo miró de un modo extraño, con una curiosidad injustificada, como si nadie le hubiera hecho nunca esa pregunta, o ella no fuera capaz de entenderla.

– No, no me encuentro bien.

El dueño del local se fijó entonces en la mirada turbia de Audrey y en sus ojos enrojecidos, y se le ocurrió que quizá estuviera drogada.

– Oiga, a los de por aquí no nos gusta esa porquería de la droga…

La preocupación del hombre fue sustituida por una mueca severa. Pero Audrey se limitó a observarle otra vez con su extrañada curiosidad.

– ¿Sabe dónde está New London o no?

Al dueño le llevó unos segundos decidir si echaba de su bar a esa mujer o le decía lo que quería saber. Luego, cogió uno de los mapas de carreteras que estaban a la venta en un estante, y lo desplegó frente a Audrey, sobre la barra.

– Nosotros estamos aquí -dijo el hombre. Uno de sus gruesos dedos señaló una zona boscosa que rodeaba varios lagos-. Lo que tiene que hacer es seguir por la carretera que la ha traído hasta el bar y luego coger esta otra -se la indicó también con el dedo-, que la llevará hasta la Interestatal Noventa y Cinco. Por ella, es todo recto hasta New London.

La risotada de un borracho apagó el «gracias» de Audrey, que ésta no repitió. Lo que dijo en su lugar fue:

– ¿Cuánto cuesta el mapa?

– Cinco con setenta y tres.

En la cartera de Audrey sólo había tarjetas de crédito, que no le servirían para pagar en ese tugurio. Empezó entonces a rebuscar en el fondo del bolso, en busca de monedas olvidadas.

– Tome -dijo el dueño, claramente malhumorado y cada vez más convencido de que la mujer estaba drogada-. Le regalo el mapa. Pero vayase de una vez.

De nuevo con su andar taciturno, Audrey se encaminó a la salida del bar. A un metro de la puerta, oyó que le preguntaban:

– ¿Quieres bailar, encanto? Acabo de poner una canción dedicada especialmente a ti.

Le hablaba un hombre joven, de aspecto pueblerino. Su sincronización fue perfecta, pues en ese preciso instante empezó en la máquina tocadiscos Wurlitzer la canción que él había elegido. Era «La rosa», de Bette Midler. Ante su silencio indeciso, el hombre se marchó al otro extremo del bar para decirle a cualquier otra mujer lo mismo que le había dicho a Audrey: que acababa de poner una canción especialmente dedicada a ella. Sólo que esa canción, «La rosa», era en verdad para Audrey. Para ella y nadie más. Porque Audrey conocía'a un jardinero dueño de una flor muerta a la que llamaba su rosa. Y porque hubo un tiempo en que ella cantaba a menudo esa canción, de la que le gustaba sobre todo la última estrofa:

En el invierno, recuerda, bajo las nieves profundas

yace la semilla, que el amor del sol en primavera convertirá en rosa.

Con aquella canción y con esas palabras, Audrey terminaba de adormecer cada noche a su hijo Eugene.

– «… Bajo las nieves profundas yace la semilla, que el amor del sol en primavera convertirá en rosa…» -canturreó ella en voz baja.

Capítulo 20

Boston.

«BOSTON VENDANGE.» 49 resultados en 0.17 segundos. El primero de los enlaces que mostraba Google en la pantalla, correspondía al monumento en memoria del incendio del edificio Vendange, que en otro tiempo fuera uno de los hoteles más elegantes de Estados Unidos y que ahora albergaba diversas empresas entre sus muros centenarios. En aquel incendio murieron nueve heroicos bomberos en el año 1972. Fue el peor de la historia de la ciudad. La página mostraba algunas fotos del edificio y del monumento, y narraba la historia del suceso.

El 17 de junio de 1972, un gran incendio asoló el edificio Vendange -localizado entre la calle Dartmouth y la avenida Commonwealth, y en el registro de edificios históricos de Boston-. Se necesitaron tres horas para extinguirlo. Las operaciones de extinción se sucedieron según el procedimiento habitual, pero sin previo aviso, la zona sureste del edificio se vino abajo. Nueve bomberos de Boston murieron, y ocho fueron heridos. El heroísmo y la entrega de estos hombres deberán siempre ser honrados y recordados.

El monumento conmemorativo fue inaugurado en su honor el día 17 de junio de 1997, veinticinco años después de la catástrofe. El memorial es un pequeño muro de granito negro, cubierto con un casco y una chaqueta de bombero, en el que están grabados los nombres de todos los bomberos fallecidos. Desde el monumento puede verse, al otro lado de la calle, el edificio Vendange. Los nueve bomberos hicieron un último sacrificio por la comunidad, y dejaron ocho viudas y veinticinco hijos huérfanos.

El edificio Vendange fue definido en los tiempos de su fundación como un lujoso palacio. La construcción original data de 1871, al que se fueron realizando varias ampliaciones posteriores. Muchas personalidades lo han visitado a lo largo del tiempo, como los presidentes de Estados Unidos Benjamín Harrison y Glover Cleveland, o los célebres industriales Andrew Carnegie y John Roc-kefeller.

Un pavoroso incendio había devorado el edificio. El fuego: algo que tradicionalmente se asocia con el Infierno. Dolor y muerte. Una gran tragedia. Todos eran datos curiosos, aunque a Cloister le llamó la atención, sobre todo, la fecha del incendio, que anotó en su cuaderno: 17 de junio de 1972. Decimoséptimo día del sexto mes del año 1972… Eso le daba una idea, pero tenía que comprobarla. ¿A qué hora se habían desatado las llamas? Tenía que averiguar con exactitud ese dato. Lo buscó en Google y, después de muchas páginas consultadas sin éxito, por fin lo encontró. Las investigaciones posteriores del incendio habían determinado que éste se produjo a consecuencia de una combustión lenta, iniciada en la noche del día anterior, posiblemente al filo de la medianoche.

Esas primeras llamas, por lo tanto, surgieron el 16 de junio, es decir, el día decimosexto del sexto mes. ¡Lo que daba la cifra 616 [3], el número de Lucifer encarnado en el Apocalipsis de san Juan!

¡Aquí está la sabiduría! El que tenga inteligencia, que calcule el número de la Bestia. Es número de hombre, y su número es 616.

Aunque la mayoría de la gente creía que el número de la Bestia es el 666, eso no es correcto. Se trata de un error basado en una alteración neotestamentaria realizada en los tiempos del emperador romano Nerón. Éste -al que se atribuía también equivocadamente el incendio de Roma- persiguió a los cristianos con cruenta ferocidad. Por eso, su cifra numerológica, el 666, fue introducida por los primeros cristianos, sustituyendo al original 616 en el Apocalipsis. Ese cambio quedó fijado por el tiempo y llegó hasta nuestros días. La literatura y el cine se encargaron de hacer el resto. Pero un teólogo como Cloister conocía perfectamente la verdad. Lo cual, por cierto, en aquel momento no le hacía sentirse ni mucho menos feliz.

Las piezas del rompecabezas empezaban a encajar: «TODO ES INFIERNO», los ojos diabólicos dentro del fuego, el número 616… Si no fuera por los testimonios de personas en la frontera de la muerte, Cloister tendría ya una teoría clara sobre lo que estaba sucediendo. Salvo por ese «pequeño detalle», el caso podría explicarse como una tentación diabólica. Los malos espíritus tientan a los seres humanos para que éstos desesperen, se hagan malos, cometan inmoralidades y perversiones, y así ganar sus almas. El Demonio pugna con Dios por quedarse con las almas de los hombres y mujeres que pueblan la Tierra, y así convertirlos en moradores del Averno.

Cloister nunca había creído en ese Infierno físico, real, en un espacio-tiempo concreto o una dimensión desconocida aunque auténtica. El mal, en su forma de pensar, era la tentación y la caída, una más de las pruebas del Creador para preparar a sus hijos. La humanidad estaba destinada a unirse con Dios después de la vida en el mundo, tras el paso por este valle de lágrimas. El motivo, en el plan divino, debía de ser que los seres humanos conocieran el dolor para comprender el placer, cayeran en la desesperanza para apreciar la gloria y la salvación. Éste era el modelo teológico de la Creación en que Cloister creía.

Pero aquellos testimonios terroríficos en los últimos momentos de la existencia física, cuando el espíritu se separa del cuerpo, y sobre todo los casos del cura español y la anciana francesa… Algo escapaba de la interpretación de Cloister. Y él lo sabía.

El jesuita siguió navegando entre los resultados que le ofrecía el buscador de internet, hasta que llegó a un enlace que llamó poderosamente su atención. Pinchó en él y es-peró a que la página se mostrara. Se trataba de una relación de antiguas iglesias de Boston. Algunas aún existían y otras no. Entre las segundas se mencionaba una, originalmente católica, cuyo terreno fue desacralizado cuando se utilizó su solar para construir un edificio civil. Eso ocurrió en el siglo XIX. El edificio que ocupó el solar fue el antiguo hotel Vendange.

Todo apuntaba hacia una dirección cada vez con más claridad. Aunque el propósito de aquel macabro juego se mantenía, por el contrario, más confuso e inexplicable. ¿Cuál sería su finalidad? Cloister se veía a sí mismo como un autómata que sigue un programa prefijado. Y, una vez más, el desasosiego lo invadió.

A la mañana siguiente, Cloister estaba saliendo de la ducha cuando el timbre del teléfono de la habitación sonó con su ritmo desagradable. Eran las ocho en punto.

– Albert Cloister -dijo el jesuita.

– Buenos días, padre -contestó una dulce voz femenina-. Le paso con la madre Victoria.

– Gracias.

El sacerdote se sentó en una esquina de la cama y esperó a que la religiosa se pusiera al teléfono.

– ¿Padre Cloister?

– Sí, soy yo, madre Victoria.

– Buenos días nos dé Dios. Ayer me llamó usted, ¿verdad? Como no repitió su llamada, he decidido devolvérsela.

– Ah, sí, no era urgente. Sólo preguntarle si tiene alguna novedad sobre la doctora Barrett y su paradero.

– Nada, de momento. ¿Y usted? ¿Hay novedades en su investigación?

– Poca cosa -mintió Cloister-. También querría saber cómo se encuentra Daniel.

– El médico lo visitó ayer y dijo que está muy mal. Es ya mayor, y sus pulmones se resintieron con el humo del incendio. Hay que esperar, pero no nos dio muchas esperanzas. Sigue con sus pesadillas. Anoche tuvo otra. Antes de que me lo pregunte, le diré que no ha querido contárnosla. Se ha cerrado en sí mismo, el pobrecillo. Sólo pido a Dios que le reduzca el sufrimiento.

– Ojalá sea así. En fin, madre Victoria, espero que Daniel se recupere y todo vaya bien. No quiero robarle a usted más tiempo. Gracias por haberme llamado. Si hay algún cambio al respecto de la desaparición de la doctora Barrett, por favor, hágamelo saber.

– Lo haré. Que Dios le proteja y le guarde.

Aquella última frase no parecía una simple fórmula de cortesía.

– Lo mismo le deseo, madre Victoria.

Nada más colgar, Cloister se vistió y salió de la habitación, con su grabadora en un bolsillo de la chaqueta, una cámara fotográfica digital en otro y su cuaderno de notas debajo del brazo. No desayunó. Una idea había fraguado en su mente durante la noche. Estaba cansado, pero despejado. Su propósito era ir al edifico Vendange y tratar de averiguar lo que pudiera. No alcanzaba a explicarse cómo o de qué manera la entidad que habló por boca de Daniel durante el exorcismo podía «esperarlo» allí.

Mientras caminaba por la calle, el jesuíta llamó con su celular a su superior en Roma. Le explicó sus intenciones y los últimos acontecimientos. El cardenal Franzik le dio su aprobación y no le hizo ninguna pregunta adicional. Sabía por experiencia que era mejor esperar los informes que importunar con preguntas a destiempo. Confiaba en Cloister más que en ningún otro de sus Lobos de Dios, y le quería como a un hijo. Esperaba que aquella investigación no acabara con él.

Como Cloister había descubierto la tarde anterior, el edificio Vendange ocupaba una de las esquinas de la confluencia entre la calle Dartmouth y la avenida Comraon-wealth. El sacerdote se detuvo al otro lado, en el centro del bulevar, frente al monumento de los bomberos caídos en el incendio. Había leído en la página dedicada al memorial en internet que aquel fuego fue el más terrible, en número de víctimas, de toda la historia de Boston. Pensó en los muertos, conmovido. Los nueve bomberos dejaron ocho viudas y veinticinco huérfanos. Una tragedia humana. Luego musitó una oración silenciosa y cruzó la calle en dirección a la entrada del edificio Vendange. Detrás de un arco semicircular, el vestíbulo era amplio y exhibía una distinguida, aunque algo rancia, decoración de principios del siglo xx. Aquel lugar rezumaba vieja elegancia por los cuatro costados.

– Buenos días. ¿Qué desea? -dijo sonriente un joven conserje, que vestía uniforme oscuro y estaba detrás de una mesa leyendo el periódico.

Cloister iba ahora de paisano. Por lo general, durante las misiones, era preferible no utilizar el traje negro con alzacuello que lo identificaba instantáneamente como sacerdote.

– La verdad es que no sé si usted podrá ayudarme.

– Lo intentaré, señor.

– Soy periodista y estoy haciendo un artículo sobre los edificios más emblemáticos de Boston y su historia.

El jesuita mintió para evitar dar explicaciones. El oficio de periodista le había servido otras veces como tapadera en alguna investigación.

– ¡Este es uno de los más importantes! -exclamó el joven-. Aunque supongo que eso ya lo sabe, claro. Se construyó hace casi ciento cincuenta años, y tuvo que reconstruirse después del gran incendio de 1971. ¿Ha visto usted el monumento que hay en el centro del paseo?

Había que reconocer que el muchacho estaba dispuesto a ayudar, pero si ya empezaba por equivocarse en el año del incendio -que no había sido 1971, sino 1972-, no parecía que fuera a ser muy útil la información que pudiera aportar. Sin embargo, Cloister insistió.

– ¿No hubo aquí una iglesia antes?

– ¿Una iglesia…? -El conserje puso cara de perplejidad, como si eso fuera lo último que hubiera podido imaginar-. Nunca he oído nada de ninguna iglesia. ¿No se referirá usted a una capilla del antiguo hotel?

– No, no. Me refiero a una iglesia antigua, que ocupaba este mismo lugar antes de que existiera el edificio.

– Pues, lo siento, pero no sé nada sobre esa iglesia de que usted habla. Aunque…

– ¿Sí?

– Mi padre igual la conoce. Espere un momento, que voy a llamarle. Espere aquí. No tardo nada.

A los pocos minutos, el joven regresó acompañado de un hombre mayor, encorvado, con el gesto que la vida da a quienes no la han vivido con alegría. Cloister le dirigió una mirada amable, que él devolvió glacial.

– Éste es el periodista -dijo el muchacho-. Quiere saber si aquí hubo antes una iglesia.

– Sí, hubo una iglesia, en efecto. Pero de eso hace mucho. Nosotros siempre hemos vivido aquí. Yo antes trabajé para el hotel, como mi padre. La iglesia es muy anterior. ¿Para qué periódico trabaja usted?

– No es un periódico, es una revista: Límites.

– No la conozco -dijo el hombre, que miró receloso a su hijo y añadió-: ¿Y tú?

– Yo tampoco.

– Es nueva -les atajó Cloister-. Es normal que no la conozcan. Acabamos de empezar y estamos muy ilusionados. Tenemos algún presupuesto para las personas que colaboren con nosotros.

El dinero es casi siempre la llave maestra que abre la mayoría de las puertas.

– En ese caso… -dijo el hombre, acariciándose el mentón-, puedo mostrarle algo. ¿Cuánto «presupuesto» tiene, si no es indiscreción?

– Trescientos dólares.

Cloister pronunció una cifra pequeña. Cuando se trata con personas que cooperan por dinero, las cantidades van en aumento.

– No es gran cosa, jefe.

– Bueno, si lo que me muestra es verdaderamente interesante, podría subir un poco.

– ¿Lo ve? Nos entendemos. ¿Lo ves, hijo?

A un lado de su progenitor, el joven miraba al hombre que lo había engendrado y criado, con cierta vergüenza. Pero no lo juzgaba. Pertenecía a una época más dura en la que buscarse la vida era muy difícil. Lo único que le sorprendía era ese «algo» que estaba a punto de enseñar al periodista, y que él tampoco conocía.

– Necesitaremos esto -dijo el hombre, tomando un par de linternas de la taquilla de su hijo-. Vamos, acompáñeme.

Los tres hombres abandonaron el vestíbulo y salieron a la calle, en dirección a la entrada de la antigua carbonera. Desde allí accedieron a un pequeño patio de luces, lo atravesaron y salieron de él por una portezuela metálica, cuyas capas de pintura desconchada dejaban entrever el óxido. Al otro lado se abría un oscuro corredor que desembocaba en unas escaleras estrechas y húmedas.

– Es por aquí. Hay que bajar. Ya casi estamos.

Al final del tramo de escaleras había una estancia jalonada de pilares de carga. Aproximadamente en el centro, el padre del conserje barrió con el pie la mugre acumulada y dejó al descubierto una trampilla.

– Hijo, levanta esto. Yo tengo la espalda mal y no puedo hacer esfuerzos.

El muchacho obedeció al punto, tan intrigado como Cloister. Pocas veces había estado en esa sala, y ni mucho menos conocía el lugar recóndito al que llevaba la boca que, con esfuerzo, abrió como si se tratara de las fauces de una bestia mitológica. Con su linterna, alumbró el interior y vio el suelo, al fondo, y una escala lateral metálica.

– Cuidado al bajar -dijo el padre-. Esa escalera no se usa desde que… Desde hace mucho tiempo.

Las palabras del hombre llamaron la atención de Cloister, que percibió en ellas algo extraño, como si hubiera estado a punto de decir algo y luego hubiera preferido callárselo.

– Yo tengo que volver a mi puesto -dijo el conserje-. No puedo ausentarme sin motivo.

– No tienes por qué tener miedo, hijo.

– No tengo miedo, papá. Pero no quiero bajar ahí y debo seguir trabajando.

A Cloister le resultó chocante la repentina actitud del joven. Cuando éste se marchó, el primero que descendió fue su padre, y finalmente el jesuita. Se trataba de la cripta de la antigua iglesia. El ambiente era opresivo, denso, cargado. Olía a humedad y a podredumbre. Todavía conservaba unos arcos de piedra ciegos, un altar y una gran cruz, que estaba tirada en el suelo. Había, además, mucha porquería, escombros y maderas podridas. Y algo más. Algo imposible de definir.

La cruz estaba tumbada ligeramente boca abajo. Cloister se fijó en eso nada más entrar. Era un detalle que sólo tendría en cuenta un paranoico. Pero sus coordenadas lógicas y racionales no eran las de siempre. Una cruz invertida se interpretaba como signo del Oponente de Cristo. Algo que cuadraba bastante bien con lo que le había llevado hasta aquella ciudad y aquel lugar.

– ¿Qué, jefe, esto vale más de esos trescientos, o no?

– Sí, lo reconozco. Aquí tiene.

Cloister sacó su cartera y cogió de ella seiscientos dólares.

– Tome, cuatrocientos por esto, y doscientos más si me cuenta por qué antes dijo que esta escalera no se usa «desde que»… ¿Desde qué?

– Me pone en un aprieto… Es una historia muy antigua. Mi padre me bajaba aquí cuando yo era niño. También trabajó en el hotel. Era un hombre muy creyente, católico, apostólico y romano, igual que mi madre. Él arregló la trampilla de ahí arriba y volvió a colocar la escalera… Cuando cegaron el acceso a la cripta.

– Así que cegaron el acceso… ¿Y por qué es un aprieto contarme esto?

– Porque… ¿Cómo le diría?… Porque cuando yo tenía la edad de mi hijo, más o menos, el jefe de mi padre, el director del hotel… el director mató aquí a su mujer. Nadie sabe qué fue lo que le pasó. Se volvió loco, y luego se mató él. Mi hijo se ha ido porque se olía algo… Él nunca ha venido aquí. Le conté la historia del antiguo director del hotel, pero sin darle muchos detalles. Bastante triste es la cosa, y mi hijo es muy impresionable, ¿sabe? El caso es que el director y su señora bajaron aquí y… Y ya está. Ya le digo que nadie sabe a ciencia cierta lo que pasó. El hombre, al parecer, se comportaba de un modo raro hacía tiempo.

– ¿Y por qué venían a la cripta? -preguntó Cloister.

– Pues eso es otro misterio, porque a rezar no era -dijo el hombre, después de lanzar una de sus miradas de cierto desdén al jesuíta-. Ustedes los periodistas siempre buscando el sensacionalismo, ¿eh?

– Lo llevamos en la sangre -contestó Cloister-. Bueno, gracias por traerme aquí. Esto es lo que estaba buscando para… para mi artículo. Tendré que bajar otras veces, yo solo. ¿Hay algún problema?

El hombre se quedó con gesto neutro en el rostro y luego arqueó las cejas y lanzó un suspiro. Antes de que pudiera reaccionar, Cloister añadió:

– Naturalmente podré darle otros seiscientos dólares si me deja entrar aquí cuando quiera, durante los próximos días.

– Claro que puede venir aquí cuando quiera. Pero ¿no podrían ser mil esos pavos?Ya sabe cómo son las pensiones, y lo cara que está la vida.

– Mil, de acuerdo. Pero necesitaré la llave de la carbonera para llegar hasta aquí, y la de la puerta de metal del patio.

– No hay problema. La carbonera ya no se usa. Nadie puede quejarse. Además, siendo usted un periodista… No hay cuidado.

El hombre entregó las dos llaves a Cloister y le pidió que se las devolviera a su hijo cuando hubiera terminado su labor y sus visitas a la cripta. El jesuita quiso entonces quedarse solo, para tomar unas notas de voz y hacer algunas fotografías. El padre del conserje aceptó de buen grado la petición. Su curiosidad por ver lo que hacía o decía: no era tan grande como su deseo de regocijarse en el golpe de suerte que había tenido. Subió con gran esfuerzo por la escalera de metal y se marchó, no sin antes sopesar la posibilidad de contarle algo más a aquel periodista de tan abultada cartera. El sabía la verdadera historia de cómo el director del hotel mató a su esposa. Una historia que su padre le contara en tantas ocasiones, siempre en tono de confidencia. El modo en que se produjo el asesinato en aquel lugar oculto.

Pero no. Era algo demasiado terrible. El director del hotel y su mujer estaban haciendo el amor sobre el altar, cuando él, que estaba debajo, sacó un cuchillo de caza y se lo clavó a ella en la vagina. Luego tiró del mango y le desgarró por completo el vientre. La mujer murió en medio de un enorme charco de sangre que chorreó sobre el suelo otrora sagrado… No, decididamente no debía contarle eso a nadie, ni siquiera por un buen dinero. Los muertos, muertos están. No hay que profanar sus secretos.

Ya completamente solo en la cripta, Cloister se acercó a la cruz tirada en el suelo y la levantó hasta apoyarla en un muro, como debía estar, boca arriba. Luego respiró hondamente aquel aire rancio y ahogó una arcada. El haz de la linterna reflejaba las innumerables motas de polvo que llenaban el espacio. En ese ambiente, el jesuíta se dispuso a incorporar aquel nuevo descubrimiento a los datos de su investigación.

Capítulo 21

New London.

La iglesia de San Pedro y San Pablo estaba situada en una zona portuaria del norte de New London, junto a unas vías de tren paralelas a la Interestatal Noventa y Cinco. Su párroco, de origen polaco, era un hombre piadoso al que esa noche se le resistía el sueño. Cansado ya de dar vueltas en la cama, había decidido bajar a la iglesia y, a esas horas tardías, estaba sentado en uno de los bancos de madera frente al altar, en espera de que el sueño acudiera por fin para expulsar al pertinaz insomnio.

El día había sido frío, pero nada en él hizo prever la tormenta que se inició al final de la tarde. Llovía con una intensidad asombrosa. Resultaba difícil recordar alguna otra ocasión en la que lo hubiera hecho con tanta violencia. El agua caía del cielo formando una barrera casi sólida. El corazón benévolo del párroco se apiadó de los pobres infelices que estuvieran por las calles. Ningún rincón de la ciudad debía continuar seco. Sin embargo, sí lo estaba el interior de su iglesia. Allí, el golpeteo de la lluvia sonaba amortiguado, con una cadencia arrulladora. El sacerdote notó que los párpados comenzaban finalmente a pesarle. Unos minutos después, se durmió.

En su sueño había un hermoso valle donde se levantaba una ermita. El blanco inmaculado de un rebaño de ovejas que pastaba a su alrededor completaba la escena pastoril. Las ovejas no se inquietaron cuando empezó a repicar la campana de la ermita. El párroco pensó que era la llamada para la misa vespertina, pero vio que la puerta del templo estaba cerrada. No había nadie dentro, aunque las campanas siguieron tocando y tocando, con una insistencia que empezaba a resultar molesta.

Los ojos del sacerdote se abrieron poco apoco. Se sentía desorientado. No era consciente aún de que se había quedado dormido en su iglesia. Los últimos retazos del sueño se desvanecían. Sólo recordaba que en él había un persistente repicar de campanas. Todavía algo confuso, tardó en percibir que llamaban a la puerta.

– ¡Ya va! ¡Ya va! Va usted a quemar el timbre… -dijo el sacerdote, irritado con quien acababa de despertarle.

Recorrió el pasillo interior de la iglesia con pasos rápidos. Frente a la puerta de madera, se ajustó la tira de la bata que llevaba sobre el pijama, antes de abrir. Una ráfaga de lluvia y un viento gélido entraron en la iglesia cuando lo hizo. Al párroco se le ocurrió la absurda idea de que los traía consigo aquella mujer, cuya silueta se alzaba delante de sus ojos y a la que no reconoció, aunque no fuera una extraña.

– ¿Qué es lo que quiere? -dijo el sacerdote, de un modo muy poco amable.

– Confesión, padre. Necesito confesarme. Ahora mismo.

– ¿Seguro que no puede esperar hasta mañana? No creo que esté usted en peligro de muerte como para pedir que la confiesen a estas horas.

La mujer esbozó una amarga sonrisa y replicó en tono angustiado:

– Le juro por Dios que lo necesito. Ahora.

– Ande, ande, pase. Está usted calada -dijo el cura, haciéndose a un lado para dejarla entrar-. Y no use el nombre de Dios en vano.

– Gracias, padre Litwa.

La familiaridad con la que la mujer pronunció su nombre fue como un bálsamo para el sacerdote. Hizo desaparecer de un plumazo su mal humor y su trato formal.

– ¿Quién eres, hija mía? ¿Te conozco?

– Audrey Barrett… La pequeña Audrey.

– La pequeña… Oh, ya me acuerdo. La familia Barrett, claro. ¡Qué cabeza la mía! Tú y tus padres no faltabais a misa un solo domingo ni una sola fiesta de guardar. No te había reconocido, perdóname. Ha pasado tanto tiempo…

– Sí. Llevo veinte años sin volver a New London.

– ¡Pues menudo día que has elegido para regresar! Hace una noche de mil demonios.

– Oh, sí, los demonios andan sueltos -dijo ella, enigmáticamente.

– Dame tu gabardina y el gorro. Los pondré a secar.

– Déjelo, padre.

– Pero están empapados…

– Es igual. No voy a quedarme mucho tiempo.

– Como quieras.

El sacerdote la llevó hasta la nave de la iglesia.

– Siéntate y cuéntame por qué has venido hasta aquí, en esta noche horrible, para confesarte. ¿Tan graves son tus pecados?

Los dos tomaron asiento en unos de los bancos de madera. Audrey suspiró. Ese simple gesto fue suficiente para que el sacerdote percibiera su angustia. A Audrey le asaltaron de nuevo las dudas. Su mente estaba confusa, y variaba de un extremo al otro, sin darle tregua. Un momento antes quería confesarse a toda costa, pero ahoia se dijo que estaba engañándose a sí misma y que eso carecía de sentido. Después de lo que había hecho y de lo que había ocurrido, era ingenuo pensar lo contrario.

– Me confiese o no, mi alma está condenada al Infierno, padre.

– Eso no puede ser cierto. Dios siempre es comprensivo con nuestras faltas. Hasta con las peores.

Lo ocurrido en el exorcismo de Daniel había consumido las fuerzas escasas que le restaban a Audrey. Pero la presencia de este hombre bueno y afable, que siempre la trató con cariño, le devolvió parte de su energía y le dio también, quizá, un poco de esperanza.

– ¿Usted cree de verdad que Dios lo perdona todo? -dijo Audrey.

– Por supuesto que sí. ¿Quieres confesar ahora tus pecados, Audrey?

– Sí. Sí -repitió, más decidida-. Bendígame, padre, porque he pecado. Me confesé por última vez hace… cinco años.

El sacerdote, que era un hombre agudo y sensible, además de bondadoso, preguntó:

– ¿Qué ocurrió hace cinco años?

– Mi vida acabó.

La brutal sinceridad de esa respuesta conmovió al padre Litwa.

– No digas eso, hija mía. Las desgracias de esta vida sólo hacen más dulce la eterna felicidad que aguarda a nuestras almas.

– Dios aprieta, pero no ahoga, ¿verdad? -preguntó Audrey, con sarcasmo.

– Dios nos ama sobre todas las cosas.

Audrey negó levemente con la cabeza, en un gesto de infeliz incredulidad. Sus dudas regresaban.

– Ojalá pudiera volver a creer eso.

– Todos somos libres de elegir nuestro camino, Audrey. Y de cambiarlo también, si hace falta.

La psiquiatra volvió a suspirar. Miró fijamente a los ojos del sacerdote. Estaban llenos de compasión y esperanza. Afuera continuaba lloviendo. Un viento que rugía como un animal salvaje estrellaba ráfagas de agua contra las vidrieras y la puerta de madera de la iglesia.

– Bendígame, padre, porque he pecado -repitió Audrey, poniéndose de rodillas en esta ocasión.

Quizá porque no estaba bien cerrada, una de las ventanas se abrió de golpe. El agua y el viento penetraron en el templo con renovado ímpetu. El paño de lino que cubría el altar se agitó movido por el viento, con un aleteo perturbador. La luz del sagrario se extinguió.

Esta brusca irrupción de los elementos había roto de nuevo el hechizo. Después de estar vagando durante varios días, Audrey había decidido ir a aquella iglesia de su niñez en la que siempre halló consuelo. Antes de enfrentarse a quien le había arrebatado a su hijo, necesitaba hacer las paces con Dios. Esa noche, pretendía que el padre Litwa redimiera su alma atormentada. Pero todo eso no pasaba de una ilusión. Ahora estaba segura de ello. Las dudas se habían acabado. Audrey volvió a levantarse.

– Tengo que irme -dijo.

– Pero ¿y tu confesión?

Audrey ignoró la pregunta del sacerdote, y respondió:

– Gracias, padre Litwa. Adiós.

Capítulo 22

Boston.

La cripta de la antigua iglesia que ahora se hallaba bajo el edificio Vendange era lo más tétrico que se pueda imaginar. Un enlosado grisáceo, lleno de polvo y priedrecillas disgregadas de los muros, cubría todo el suelo. Al fondo, sobre una plataforma elevada, estaba el altar. A un lado había reposado, como símbolo perfecto de la decrepitud de aquel lugar, la cruz que Cloister levantó, y que debió de ocupar la pared tras el altar. No había otras figuras religiosas. Sólo algunos cachivaches que seguramente se abandonaron allí en lugar de tirarlos a la basura: un candil de metal oscuro con el cristal roto, una palmatoria de pantalla troncocónica, un par de butacones con la tela raída y una mesa redonda de madera. Un último detalle completaba la inopinada decoración. Se trataba de un óleo bastante vulgar que mostraba el puerto de Boston con varios gallardos veleros del siglo xix. Los barcos más hermosos jamás construidos, hijos en su mayoría de aquella ciudad de Nueva Inglaterra.

Tras la somera inspección, el padre Cloister se persignó, rezó una oración en silencio y se puso a trabajar. Colocó su cuaderno sobre la mesa del altar y sacó de sus bolsillos la cámara fotográfica y la grabadora. Esta última tenía un cordón fijado a un anclaje metálico lateral. El sacerdote la encendió y se la colgó del cuello, tras comprobar que estaba en la posición de activación automática por la voz. Sus palabras, describiendo la estancia, fueron quedando registradas en la memoria digital.

Cloister inspeccionó bien todos los recovecos, aunque nada le llamó la atención en especial. Bastante había sido descubrir aquel lugar, por medio del padre del conserje del edificio, en uno de esos golpes de suerte que uno nunca espera. Aunque, dadas las circunstancias, quizá había sido un golpe de mala suerte

La estancia era lo que parecía y parecía lo que era, una cripta completamente normal de una iglesia de tipo medio. Cloister limpió con su pañuelo una pequeña zona del escalón que llevaba hasta el altar y se sentó en él, con la linterna entre las manos apuntando al fondo. Fue allí desde donde el jesuíta creyó ver un destello brillante que provenía de unos escombros. Se acercó y se agachó para comprobar qué era. Estaba muy adentro, entre varios cascotes grandes. Tuvo que quitarse la grabadora del cuello para evitar que se golpeara contra el suelo. La dejó a un lado y fue palpando con la mano hasta que tocó algo. Era un objeto afilado. Al cogerlo, se cortó en un dedo y una gruesa gota de sangre cayó sobre el suelo. Se trataba de un pedazo de cristal roto. Cloister volvió a sacar su pañuelo del bolsillo, lo dobló para evitar que la mugre rozara la herida, y se lo puso en torno al dedo.

Allí no parecía haber nada que pudiera definirse como relevante. Cloister volvió sobre sus pasos hasta el altar, para recoger su cuaderno, cuando distinguió algo sobre la tabla. Parecían unos trazos gruesos. Con la mano sana retiró el polvo y vio tres números: 109. Una cifra sin significado para él, pero que parecía escrita con… Una idea absurda le asaltó: parecía sangre. Su textura se correspondía con el fluido de la vida. Pero, ¿sangre? ¿Quizá de los que allí murieron en tan luctuosas circunstancias? El jesuíta apartó ese pensamiento y volvió a reparar en una sensación que había tenido al entrar en aquel lugar, una sensación opresiva a la que no quiso dar importancia, porque seguramente se debía a su propia sugestión.

Se equivocaba, sin embargo. En aquella cripta desacralizada sí había sucedido algo relevante. Fue cuando se cortó con el trozo de vidrio en el dedo. Su grabadora se había activado sola, sin que su voz, o la de ninguna otra persona, hubiera intervenido para ponerla en marcha. La memoria digital recogió algo que sólo podía recogerse en caso de detectar sonidos. Los impulsos eléctricos que modificaban el estado del material de la memoria hicieron su labor. Se grabó algo; algo que duró apenas veinte segundos.

El sacerdote sacó una foto al altar y puso los brazos en jarras mientras daba un último repaso a la estancia desde el centro, girando sobre sí mismo hasta abarcarla completamente con la luz de la linterna. No sabía lo que estaba buscando. Y, sin embargo, lo había encontrado.

– ¿Ya se marcha? -preguntó a Cloister el recepcio-nista, que estaba apoyado en la puerta del edificio, al verlo salir por el lateral de la carbonera.

– Sí. Volveré más tarde. Con alguna lámpara para hacer fotos.

– Muy bien. Y gracias por darle ese dinero a mi padre. Espero que le disculpe por ser tan… interesado.

La mirada candorosa del muchacho no extrañó demasiado al sacerdote, que le devolvió la mirada con una sonrisa.

– No se preocupe. Su ayuda ha sido valiosa. Les agradezco a ambos su amabilidad y su disposición. Gracias por todo.

Cloister caminó por la avenida Commonwealth. La visita que acababa de concluir a la antigua cripta habría sido imposible de definir con palabras. Ya en el colegio de los jesuítas encendió su ordenador portátil y abrió el documento de texto en el que acumulaba todas las anotaciones de la investigación, junto con sus ideas y futuras acciones previstas. Escribió un par de líneas con nuevos pensamientos y luego puso en marcha la grabadora y oprimió el botón de reproducción. Sus palabras fueron escuchándose sin los espacios en blanco de los silencios. El sacerdote pasó al documento la descripción de la cripta y sus sensaciones. Recordaba su última frase. Se refería a la sensación opresiva que estaba experimentando. Pero el archivo de audio no finalizó después de esa anotación de voz. Grabó algo más. Otra voz que se oía casi como un susurro.

Al principio, Cloister estuvo a punto de pasarla por alto, ya que obviamente no la esperaba. Lo asaltó de pronto, como una losa que cae. Aquel susurro resonó atronador en sus oídos, y más aún dentro de su cabeza. La voz hablaba en su idioma, era tenue pero muy clara, masculina. Cuando escuchó al completo lo que se había grabado, el sacerdote estuvo a punto de caerse de la silla. Se frotó la frente y percibió que su cuerpo temblaba.

¿Ya estás aquí? le estaba esperando. Cuánto me alegro de que hayas venido. ¿Vas a ser mi amigo? yo sé que quieres conocerme. No vas a poder evitarlo. quieres saber la verdad, y yo la conozco.

Una conmoción golpeó a Cloister como nunca antes le había ocurrido. El miedo inundó sus venas, cual líquido negro y espeso. Ya no había dudas, si es que antes aún cabían. Todo aquello iba con él. Estaba metido hasta el fondo. Y eso hacía que al propio miedo se le uniera una especie de vértigo. Quedaba para él anulada la necesaria frialdad de la observación con perspectiva, como le ocurriera a la doctora Barrett en sus sesiones con Daniel. Aunque sonase distinta, aquella voz registrada en la fría memoria digital quizá era la misma que emergió del viejo jardinero durante el exorcismo y otras veces antes. Esa voz ahora llamaba al jesuita. Lo llamaba a él.

Tenía que regresar al edificio Vendange inmediatamente. Vencer el temor y lanzarse en las fauces del misterio. Aquella voz era una psicofonía, pero no una simple psicofonía. Era demasiado clara. Sobrecogedoramente clara e inteligible. Iba más allá de la incursión inaudible para el oído humano en el momento de producirse, pero registrada en un sistema de grabación de sonido; un fenómeno que había sido descubierto oficialmente en 1959 por un artista y productor de cine sueco llamado Friedrich Jürgenson. Fue un suceso casual. Jürgenson estaba recogiendo sonidos de la naturaleza y cantos de pájaros para un reportaje con un magnetofón. Cuando revisó posteriormente los sonidos registrados, comprobó que una voz se había «colado» en la cinta. Una voz que él no pudo oír cuando realizó las grabaciones. En ella, Jürgenson reconoció a su madre fallecida. Lo llamaba de un modo que sólo ella empleaba: «Friedel, Friedel, ¿puedes oírme?».

Este origen, admitido por los estudiosos de fenómenos paranormales, no excluía la sospecha de que grabaciones psicofónicas ya se hubieran registrado en la recién nacida Unión Soviética a principios de la década de los veinte. En esos mismos años, en el mes de octubre de 1920, el mayor genio inventor de los tiempos modernos, Thomas Alva Edison, concedía una entrevista a la prestigiosa Scientific American en la que afirmaba estar trabajando nada menos que en el desarrollo de un aparato para establecer comunicación con los espíritus de los muertos. Consideraba esta posibilidad como algo científico y razonable. Creía en la conservación de la personalidad después de la muerte, e incluso en que los espíritus de los fallecidos eran capaces de interactuar con la materia desde el más allá.

En cualquier caso, las psicofonías eran un hecho, aunque no existiera una teoría indiscutiblemente plausible acercade su origen o procedencia. Para unos, se tratabade voces del «otro lado»; algunos creían que eran ecos del pasado, atrapados en un lugar concreto; otros le daban la explicación de ser proyecciones mentales de los propios investigadores. Pero aún no había una explicación científica satisfactoria.

Albert Cloister conocía bien el fenómeno. En alguna ocasión había realizado investigaciones sobre él con sus compañeros de los Lobos de Dios. Recordaba, sobre todo, un caserón lúgubre del sur de Inglaterra en el que los fenómenos paranormales no dejaban vivir a la familia que allí residía. Era una casa antigua, heredada de unos parientes lejanos. Los nuevos inquilinos, los Taylor, eran cuatro, un matrimonio de mediana edad con dos hijos, una chica de catorce años y un niño de nueve. Eran profundamente católicos y, desesperados, recurrieron a la Iglesia para solicitar ayuda. En el sótano fueron descubiertos restos humanos. La jovencita, llamada Claire, provocaba fenómenos poltergeist en sus días de menstruación. Allí se juntaron diversos sucesos extraños, incluidas varias psicofonías recogidas en la casa. Cloister tenía siempre presente una que le quedó grabada a fuego en la memoria. Era un grito infantil desgarrador y desconsolado, terrible, que le produjo una pena insondable la primera vez que lo escuchó. El niño sollozaba antes de decir: «¡Mamá, mamá! ¿Por qué me entierras vivo?».

Muchos de los que se reían de las psicofonías, o las tomaban por un fraude, no hubieran tenido valor para colocar una grabadora en sus propias casas y haberla dejado encendida allí sola, para luego revisar su contenido. El humor y el desdén disipan fantasmas, pero sólo en apariencia. No, las psicofonías no eran ninguna broma de charlatanes. Eran una realidad inquietante, a veces dramática, que la misma NASA o el Vaticano habían tomado en seria consideración. Por eso el sacerdote no se sorprendió, en sí, con el registro de audio que su grabadora captó en la cripta, sino con su contenido específico. Se había abierto una vía de comunicación con alguna clase de entidad. Aquello no podía ser un eco de tiempos pretéritos. Era una voz inteligente que se dirigía a él desde otra dimensión.

Vencida la conmoción inicial, el siguiente paso lógico era tratar de repetir el suceso, pero esta vez participando de un modo activo. Se habían dado muchos casos de psicofonías que eran respuestas a preguntas concretas de los investigadores. Sobre la mesa de su habitación del colegio, el ordenador portátil aún estaba encendido, aunque había entrado en suspensión. El sacerdote lo activó y creó un nuevo documento de texto encabezado como «COMUNICACIONES». En él fue escribiendo las preguntas que se le ocurrían a modo de test. Eran cuestiones que después lanzaría al aire, en la cripta, con la grabadora en marcha. Si estaba en lo cierto -y ya no le cabía duda de que lo estaba-, la entidad respondería a ellas. La comunicación se habíaabierto. Ignoraba adonde lo conduciría eso, pero, como la propia entidad había dicho en la psicofonía, él quería saber la verdad. Lo necesitaba.

Volvió a escuchar aquella voz que le susurraba a través del aparato electrónico. Su cadencia era serena, quizá con un cierto punto de ironía. Daba pavor en sí misma.

¿Ya estás aquí? le estaba esperando. Cuánto me alegro de que hayas venido. ¿Vas a ser mi amigo? yo sé que quieres conocerme. No vas a poder evitado. Tú quieres saber ta verdad, y yo la conozco.

Capítulo 23

Fishers Island.

Audrey se asomó una vez más para comprobar si alguien salía de la casa. Llevaba escondida entre los árboles desde el amanecer. Había dormido dentro de su coche, que no estaba muy lejos de allí, medio oculto entre la frondosa vegetación. No se atrevió a dejar encendida la calefacción durante la noche, y había pasado un frío espantoso. Sólo consiguió dormir pequeños intervalos de tiempo, tras los que se despertaba siempre de un modo repentino. En una de esas ocasiones -eran las cinco de la madrugada-, Audrey siguió un impulso irresistible del que luego se arrepentiría. Encendió su teléfono celular, que había tenido apagado desde que abandonara Boston, y llamó a Joseph Nolan, el honesto y valiente bombero que le había servido de apoyo y consuelo. El era, junto a la madre Victoria, lo mejor que le había ocurrido desde la desaparición de Eugene. Joseph había tardado en contestar al teléfono. No era de extrañar. A esa hora tan temprana la llamada de Audrey debía de haberlo cogido durmiendo. Al final se oyó un «Dígame» somnoliento al otro de la línea. Escuchar la voz del bombero había hecho que el corazón de Audrey se encogiera de cariño y nostalgia. Nostalgia por lo que nunca llegaría a ocurrir. «Podría haber llegado a funcionar, Joseph», le había dicho Audrey. «Yo podría haber llegado a amarte.» Ella ya lo amaba. Esa era la verdad. Pero Audrey no llegó a decírselo a Joseph. Ni tampoco le dio tiempo a él a responder. Cortó la llamada de golpe y luego apagó su teléfono otra vez.

A la isla de Fishers Island le costaba ponerse en marcha un nuevo día. También a Anthony Maxwell, el hombre que, según Daniel, robó al hijo de Audrey en el parque de atracciones de Coney Island. Maxwell era el dueño de la casa que ella vigilaba, una bonita construcción de madera blanca y fino ladrillo junto a una superficie de agua dulce llamada el Lago del Tesoro. A pesar del sugerente nombre, no fue entre sus aguas donde Maxwell había encontrado el dinero necesario para adquirir su mansión…

– «Lo que debes hacer y lo que no, lo aprenderás con Bobby Bop» -murmuró Audrey distraídamente.

Era una frase pegadiza, había que reconocerlo. Audrey no lograba quitársela de la cabeza, y eso la enfurecía, porque la frase era de Maxwell. Audrey se quedó espantada al descubrir que se trataba de un célebre escritor infantil. Sus cuentos para niños, escritos a lo largo de los últimos tres años, lo habían hecho famoso y considerablemente rico, además. Eso le reveló el marinero de servicio en el puesto de la Guardia Costera de Fishers Island, cuando Audrey le preguntó por la casa de Anthony Maxwell. El puesto era el único lugar abierto de la isla a la hora intempestiva de la noche en la que Audrey desembarcó del ferry, y el aburrido guardacostas le relató la historia completa del escritor. Fue también el guardacostas quien le enseñó la frase pegadiza que aparecía al final de todos los cuentos de Maxwell: «Lo que debes saber y lo que no, lo aprenderás con Bobby Bop». Era como un reclamo para los niños. «Es un reclamo, sí. Un anzuelo con el que atraerlos», pensó Audrey de un modo casi inconsciente. El vello del cuerpo se le erizó.

Audrey odiaba a Maxwell. Lo odiaba. Iba a hacerle pagar. Para eso había venido a Fishers Island. Ella misma se encargaría de castigarlo. Lo decidió incluso antes de salir de Boston. No deseaba que la policía se inmiscuyera, porque eso llevaría a una investigación interminable en la que quizá no se encontraran pruebas suficientes para incriminarlo. Audrey no podía arriesgarse. Sólo a ella le correspondía hacer justicia. Pero aún no estaba segura de cómo cumplir esa tarea. O, más bien, no sabía si tendría valor suficiente para hacer al escritor lo que éste merecía. Así es que, por el momento, pensaba limitarse a observarlo. Maxwell había pasado de ser un depredador a convertirse en la presa de Audrey.

Y allí estaba él, por fin. Audrey se encogió todavía más en su escondrijo al ver que el escritor salía de la casa. No acertó a distinguir sus rasgos desde aquella distancia, pero la adrenalina de su cuerpo se disparó. Puede que fuera un aviso, puede que fuera sólo la emoción de la caza.

Maxwell vestía una estrafalaria chaqueta de franela, de cuadrados marrones y verdes. Audrey lo vio desperezarse de camino a un cobertizo anexo a la casa, del que volvió con una cesta cargada de leña para la chimenea. Eran labores cotidianas de un hombre normal. «Claro que lo son -se dijo Audrey-. ¿Qué esperabas encontrar?» No supo responder a esa pregunta, porque lo que, ingenuamente, no esperaba era descubrir a un hombre que no pareciera repulsivo u odioso a simple vista, que no tuviera la frente marcada con el sello de «asesino», «secuestrador» o, el más despreciable de todos, «pederasta».

Imaginó que Maxwell se disponía a desayunar. Ojalá tuviera ella también algo que llevarse a la boca. No había comido nada desde el almuerzo del día anterior. Audrey casi sintió vergüenza de estar hambrienta, pero sus tripas no mostraron ningún reparo en quejarse.

El escritor se tomó su tiempo para desayunar. No volvió a salir de la casa hasta una hora después. Audrey se aseguró de que él iba a coger su coche, y luego salió corriendo en dirección al suyo. Una sola carretera llevaba hasta la casa de Maxwell, de modo que no había dudas sobre qué camino pensaba tomar el escritor. Lo siguió en dirección al núcleo urbano de la isla, hacia el oeste, tratando de mantener siempre una cierta distancia, más por cultura cinematográfica que porque eso fuera realmente útil. Circulaban ellos dos solos por una carretera particular que, en ciertas épocas del año, incluso estaba custodiada por guardias privados. Por suerte para Audrey, ésta no era una de esas épocas. De lo contrario, no le habría resultado tan fácil apostarse junto a la casa del escritor.

Llegaron al pueblo sin mayores contratiempos. Audrey siguió a Maxwell también por sus calles, hasta que éste detuvo el coche. Ella aparcó en una esquina, un poco más adelante. Se fijó en que el escritor entraba en el único supermercado local, el Village Market. Audrey consideró que era mejor esperar a que saliera, pero luego se le ocurrió que el supermercado podía tener un acceso secundario por el que el escritor podría salir sin que ella se diera cuenta, así es que entró también en el local. Encontró a Maxwell hablando con una cliente. Audrey se aproximó a una caja de verduras, entre las que fingió rebuscar, pero todos sus sentidos estaban pendientes del escritor. Tenía una urgencia casi maníaca de oír su voz, de escuchar lo que él estaba diciendo.

– Gracias, señora Holter. Espero verla en la firma de libros.

– Claro que iré, señor Maxwell. Todas las noches les leo a mis nietos alguno de sus cuentos.

Audrey se sintió enferma. Aquello era como una escena representada por dos buenos actores. Perfecta e idílica. Su argumento podría decir: «Él es un escritor que ama su profesión y que, trabajando duramente, se ha convertido en una pequeña celebridad; y ella es una abuela respetable que adora a sus nietos y admira el talento del escritor». De nuevo la invadió esa sensación de que algo no cuadraba. Maxwell no era un monstruo. No parecía serlo, al menos. Y eso la confundía. Aunque no debiera ser así, porque ella era psiquiatra y sabía que las personas no son casi nunca lo que parecen.

– ¿Necesita usted ayuda, señorita?

– ¿Qué?

A Audrey le costó desviar su atención de Maxwell y centrarla en el dependiente del supermercado, que acababa de dirigirse a ella.

– Le preguntaba si necesita ayuda.

– No, gracias. En realidad, creo que no voy a comprar verduras hoy.

El dependiente asintió con un gesto amable.

– Si quiere alguna otra cosa, dígamelo.

– Lo haré. Gracias.

Mientras veía de reojo cómo el empleado volvía a su puesto, Audrey escuchó una voz a su espalda.

– Esos puerros son magníficos. Los cultivan aquí mismo.

Era Maxwell. La anciana señora se había marchado y, ahora, el escritor le hablaba a ella. Audrey deseó no haber salido del coche. No quería que Maxwell le dijera lo magníficos que eran los puerros de Fishers Island. No quería saber nada más de él. No quería verlo como a un ser humano.

– Detesto los puerros -dijo Audrey, con un tono glacial, manteniéndose de espaldas a Maxwell.

Trataba de evitarlo, pero no le sirvió de nada. Maxwell había rodeado la caja de verduras para colocarse enfrente de ella.

– ¿Y qué tal un poco de calabaza? Con ella puede hacerse un puré delicioso.

Sí. Sin duda era el payaso de los globos amarillos. Tenía cinco años más, había engordado y exhibía una generosa papada y varias arrugas nuevas en el rostro. Pero era él. Maxwell era el payaso que posaba junto a Eugene en su última foto.

– Soy Anthony Maxwell.

– Lo sé… eh… quiero decir…

– Así es que sabe quién soy. Yo, sin embargo, no sé quién es usted. Eso es injusto.

No había auténtica animosidad en este comentario de Maxwell, que, no obstante, obligó a Audrey a presentarse.

– Me llamo Audrey Ba… Baker.

No quiso decir su verdadero apellido, aunque le costaría explicar el porqué de esa reticencia.

– Es un placer, Audrey. Pero me ha dejado usted sin tema de conversación, porque imagino que, además de mi nombre, sabe también a qué me dedico.

– Usted escribe cuentos para niños.

– Sí. Los firmo como Bobby Bop. ¿A que eso no lo sabía?

– No -mintió Audrey.

– Los niños son mi pasión. No hay nada mejor que ellos en el mundo. ¿Tiene usted hijos, Audrey?

En toda su vida, ninguna pregunta fue tan difícil de responder como ésta.

– No, no tengo hijos.

– Oh, es una lástima. Los crios son capaces de iluminarnos la vida, se lo aseguro.

Maxwell dijo esto mientras sopesaba, en una de sus manos, una lustrosa sandía partida por la mitad. A Audrey le aterró la idea de que el hombre del que ella había venido a vengarse pudiera ser padre.

– ¿Y usted? ¿Tiene hijos?

El escritor desechó la sandía y miró fijamente a Audrey.

– No tengo hijos propios, pero adoro a los hijos de los demás.

– Perdóneme -dijo Audrey de repente.

Un calor abrasador le subía por el cuello de la blusa. Si seguía hablando durante un segundo más, el corazón le reventaría. Maxwell observó con cierta indiferencia cómo ella se marchaba a toda prisa del local.

– ¿Qué mosca le habrá picado? -dijo el dependiente, que había estado escuchando la conversación.

– No tengo la menor idea -dijo Maxwell-. Me llevaré estas dos -añadió, refiriéndose a dos mitades de sandía.

Capítulo 24

Boston.

Cuando Cloister regresó al edificio Vendange no estaba seguro de querer hacerlo y, a la vez, sentía un magnetismo imposible de neutralizar. Su ánimo estaba alterado, y su mente, repleta de ideas irreconciliables. Como investigador, no podía alejarse del centro del enigma, y como ser humano -como el ser humano que era-, con sus dudas y ansias de saber, necesitaba hacer aquello y superar sus temores. Era el instinto de conservación el que hacía que sus piernas no caminaran con tanto aplomo como él hubiera deseado. La parte más primitiva de su cerebro se revelaba contra la racionalidad.

Ya de nuevo en la cripta, allí abajo, solo, Cloister volvió a notar el ambiente opresivo. Pero ya no volvería a atribuirlo a la sugestión. Era real. Muy fuerte. Se podría cortar. Aquello era debido, como alguno de sus compañeros de los Lobos diría, a una densa concentración de energía psíquica.

El sacerdote optó por seguir las pautas habituales. La primera era no atrepellarse. Llevaba consigo una lámpara de batería, que instaló en el centro aproximado de la estancia. Luego extrajo de la cartera de mano su cuaderno de notas y su grabadora, y colocó esta última sobre el altar, con pilas nuevas. Repasó en el cuaderno las preguntas que había anotado en él. Luego dio un largo suspiro, respiró hondo y activó la grabadora. Empezó a formular las preguntas y fue dejando un espacio de sesenta segundos detrás de cada una de ellas, que midió con su reloj. Consideró que un minuto bastaba para cada posible respuesta, ya que las cuestiones eran muy simples y directas. Al final, añadió una pregunta más que se le ocurrió en el momento:

– Mi nombre es Albert Cloister. ¿Estás seguro de que soy la persona con la que quieres hablar?

»¿Por qué quieres hablar conmigo?

»¿Quién eres?

»¿Qué quieres de mí?

»¿Puedes manifestarte de algún otro modo?

»¿Eres el espíritu de un ser humano fallecido?

»¿Qué eres?

»¿De dónde vienes?

»¿Dónde estás?

»¿Eres un espíritu bondadoso o malintencionado?

»¿Eres quien habló por boca del jardinero deficiente?

Al no poder escuchar las hipotéticas respuestas, como en cualquier conversación normal, varias de las preguntas que Cloister formuló tenían un sentido muy similar. Algunas estaban contenidas en otras, pero eso no era una mala idea, ni mucho menos. En toda experiencia es positivo repetir cuestiones con distintas palabras para controlar la Habilidad de un testimonio. Las repeticiones tienen esa función, por lo cual no conviene evitarlas. No se trata de hacer tests elegantes, sino efectivos.

Una vez terminada la conversación sin interlocutor audible, el sacerdote detuvo la grabación para reproducir el archivo registrado. Elevó el volumen al máximo, y se dispuso a escucharlo con atención. Su propia voz sonaba con un aplomo más bien ficticio.

– Mi nombre es Albert Cloister. ¿Estás seguro de que soy la persona con la que quieres hablar?

– Sí

La afirmación fue clara y seca. La entidad le contestaba.

– ¿Por qué quieres hablar conmigo?

– Porque tú querrás hablar conmigo.

– ¿Quién eres?

– Tu amigo invisible… O, mejor, tu enemigo invisible.

Había ahora algo del tono irónico que Cloister detectó en la primera psicofonía.

– ¿Qué quieres de mí?

– Tu alma,

– ¿Puedes manifestarte de algún otro modo?

– Sí

Esa vez la palabra se prolongó, como si la entidad quisiera hacer ampulosa ostentación de su poder.

– ¿Eres el espíritu de un ser humano fallecido?

– No.

– ¿Qué eres?

– Lo que soy.

– ¿De dónde vienes?

– Del siempre, del principio de los tiempos, de la eternidad.

– ¿Dónde estás?

– En todas partes.

– ¿Eres un ser bondadoso o malintencionado?

– Estoy más allá del bien y del mal.

– ¿Eres quien habló por boca del jardinero deficiente?

– Sí

A cada respuesta, la inquietud fue invadiendo con más fuerza al sacerdote. Todas las respuestas eran certeras, inmediatas. Por primera vez desde niño, no ya el miedo, sino el pánico embargó su espíritu. Con la grabadora aferrada en su mano, salió de la cripta a toda prisa, y a punto estuvo de resbalarse en la escalera vertical que conducía al exterior. Se dio cuenta de que estaba crispado y tembloroso. Abandonó el edificio y deambuló por la calle. Había anochecido y hacía frío, lo cual se agravaba bajo el cielo completamente despejado y límpido. Las estrellas se alzaban majestuosas, visibles a pesar de la contaminación lumínica de la ciudad. Boston no era tan grande como Nueva York. Allí nunca se podían ver las estrellas. La ciudad que nunca duerme es también la ciudad que nunca mira su cielo nocturno, sencillamente porque éste no existe más allá de una capa de luz difusa que devuelve los millones de vatios que provienen del suelo. Pero Boston aún permitía ver algunas estrellas en las noches despejadas. Aquellas luces que embargan el ánimo y transportan a lugares distantes, desconocidos, tan vibrantes en la imaginación como su propia figura luminosa en lo alto.

Cloister caminó un rato y acabó sentándose junto a la estatua del abolicionista William Lloyd Garrison, en un banco del bulevar de la avenida Commonwealth. De tanto apretar la grabadora, su mano estaba dolorida. La dejó a un lado, sobre la madera, como si eso alejara, de él lo que acababa de escuchar, y se recostó para mirar el cielo. El vaho de su aliento cruzaba sus ojos como una nube fugaz. El ruido del tráfico casi había desaparecido. Estaba solo. Cogió de nuevo la grabadora y volvió a escuchar la voz que había quedado impresa en la memoria. El silencio de la cripta de la antigua iglesia contenía una presencia atronadora.

– ¿Eh, amigo? -dijo una figura oscura que apareció a un lado.

– ¿Qué…?

– ¿Tiene un cigarrillo, amigo?

– Lo siento -respondió el sacerdote, mirando a su interlocutor, un viejo pordiosero de pelo ralo y sucio, abrigo raído y gorro de lana azul-. Llevo un mes sin fumar.

– Mala suerte.

– Y que lo diga.

En ese momento, Cloister se hubiera fumado una cajetilla entera.

– Espere… A ver. -El mendigo se metió una mano entre los pliegues mugrientos del abrigo-. ¡Vaya, pero si tengo un paquete con un par de pitillos! Lucky Strike.

– Un verdadero golpe de suerte -dijo Cloister mientras cogía el cigarrillo arrugado que el mendigo le estaba ofreciendo.

– Por aquí debo de tener una caja de fósforos…

El sacerdote se dio cuenta de que no quería fumar. Estaba harto de ser una víctima del veneno del tabaco. Pero le pareció un desprecio devolver el cigarrillo al mendigo. Éste le dio fuego y se sentó a su lado en el banco, después de hacer un ademán a modo de petición de permiso.

– ¿Son hermosas, verdad? -dijo el viejo, con la vista puesta en el cielo.

– Sí que lo son.

– Por cierto, ¿qué hace un caballero elegante como usted aquí solo a estas horas? Si no le importa que se lo pregunte… ¿Le ha echado de casa la parienta?

– No estoy casado. He salido a pasear.

– ¡Pues vaya hora rara! Con este frío se le pueden congelar las ideas.

Cloister fumaba sin tragar el humo, pero lo hacía casi inconscientemente. Sus pensamientos verdaderos estaban lejos de allí. La conversación con el viejo pordiosero ocupaba la capa exterior de la cebolla, y lo que había escuchado en la grabación pertenecía a lo más interno.

– ¿Un trago, amigo? -dijo el mendigo, agitando en su mano una petaca de vidrio de whiskey Jameson.

Ante el ofrecimiento, el sacerdote sonrió por primera vez. Ahora se daba cuenta de la situación. Un pobre hombre, sin techo, vestido con harapos, le estaba invitando a tabaco y a alcohol. Un tipo hospitalario a pesar de su pobreza. Era loable.

– No, gracias, no suelo…

– ¿No suele, qué?

– Quiero decir que no acostumbro a beber… Aunque, ¡qué diablos!, déme esa botella. La verdad es que necesito un trago.

Los dos hombres compartieron el whiskey irlandés en el banco del bulevar, mientras fumaban y contemplaban las estrellas en el firmamento. El sacerdote estaba en silencio, tratando de encontrar una explicación a los acontecimientos, o más bien un resquicio por el que ver la luz. Sentía, en cierto modo, la tranquilidad propia de la desesperación, que también es una calma que precede a la tormenta.

– ¿Sabe usted que Kennedy miraba mucho el cielo?

El viejo habló en un tono diferente. Su voz no sonaba tan áspera como antes. Los ojos le vibraban llorosos.

– Kennedy -continuó- prometió que el hombre iría a la Luna, y así fue. Si los políticos de ahora miraran más el cielo…

No terminó la frase. Sus ralas barbas se humedecieron con las lágrimas. Toda persona lleva consigo una historia, pero los mendigos tienen siempre una historia triste. Muchas personas normales y decentes creen que sólo son vagos, a los que no se puede redimir porque les gusta la inmundicia y la calle. Pero lo cierto es que muchos mendigos aman sobre todas las cosas la libertad. A menudo, el exceso de equipaje en la vida no lo convierte a uno en otra cosa que en esclavo voluntario.

– He de ir al albergue -dijo el mendigo, levantándose.

– Gracias por el cigarrillo y el trago -contestó Cloister, que también se puso de pie-. Permítame que le dé unos dólares.

– No le diré que no, amigo, no le diré que no.

El sacerdote sacó un billete de veinte de su cartera y se lo tendió a aquel hombre, que lo miró y luego lo apretujó en su mano, hinchada bajo un guante de lana sin dedos.

– ¡Un Andrew Jackson! Muchas gracias. Es usted muy generoso.

El viejo guardó el dinero en un bolsillo, hizo una especie de leve reverencia de cortesía, y se alejó caminando muy despacio. Debía de rondar los setenta años, aunque era difícil de saber por su aspecto, su pelo largo y su barba rala. Cloister lo siguió con la mirada. Esa noche había recibido una lección. Se repitió a sí mismo que nada sucede por casualidad. Aquellos dos acontecimientos debían tener alguna relación entre ambos. Posiblemente no era una relación causa-efecto, pero la aparición de un mendigo más generoso que muchas personas acomodadas, después de haber grabado las psicofonías en la cripta, parecía significar que vale la pena luchar por la humanidad, con todos sus problemas, contradicciones o errores. Y, si no era así, se trataba de un hermoso pensamiento. Era una conclusión que merecía la pena sacar de ese encuentro nocturno.

A la luz temblorosa de las estrellas, palpitantes como seres vivos allá en la negra lejanía cósmica, Cloister volvió a escuchar la grabación un par de veces más. Después se serenó y se armó de valor. No estaba dispuesto a comenzar con una retirada. Tenía que regresar a la cripta oculta bajo el edificio Vendange y enfrentarse con la entidad que le había hablado. Enfrentarse con la verdad.

Rezó una oración, en silencio, mientras caminaba de regreso. Esa noche no volvería a contactar con la entidad. Con ese enemigo invisible que lo había atraído hasta allí. Con aquel ser desconocido que decía pretender su alma y afirmaba estar, como Dios, en todas partes. Con ese ser de otra dimensión que, según dijo, estaba más allá del bien y del mal. Cloister quería solamente regresar a la cripta para dar muestra de fortaleza.

Antes de descender hacia la puerta de la carbonera, frente a la entrada principal del edifico Vendange, el jesuíta se detuvo un momento. Sobre él se hallaba el poste con el letrero de la calle perpendicular a la avenida Commonwealth, en el que podía leerse Dartmouth. El nombre de una localidad que aparecía en El perro de Baskerville, uno de los casos del más célebre de todos los detectives, Sherlock Holmes. En esa obra se decía que la vida y la muerte encierran cosas que no podemos comprender. Y era cierto. También el significado de Dartmouth resultaba irónico: dardo en la boca. El dardo de la palabra, que hiere con la boca.

Cloister volvió a atravesar la carbonera, a cruzar el patio y a descender hasta la sala de los pilares de carga. Desde allí regresó a la cripta. Pasara lo que pasara, mañana sería otro día.

Capítulo 25

Boston.

La llamada de Audrey había despertado a Joseph en plena noche. Su preocupación no paró de aumentar desde entonces. El sabor a despedida de la voz de la psiquiatra lo había dejado angustiado. Intentó devolverle la llamada, pero Audrey tenía apagado su teléfono celular. Joseph temía que fuera a cometer una locura. Ella era una mujer atormentada, y quizá la muerte de la esposa de ese amigo suyo, profesor de Harvard, había sido lo que faltaba para colmar el vaso de su desesperación. Tenía que encontrarla. Pero todos sus intentos para lograrlo habían sido infructuosos hasta el momento.

Audrey se había evaporado. Ésas fueron las palabras de su secretaria, a la que Joseph llamó de madrugada para preguntarle por ella. No tuvo mejor suerte con la madre superiora de la residencia, a la que decidió ir a ver en persona. Tampoco la religiosa sabía nada de Audrey, y estaba tremendamente preocupada por ella. «Se ha olvidado aquí su maletín y no ha venido a buscarlo, y ni siquiera ha llamado para preguntar por él -le dijo la madre Victoria-. Eso no es propio de Audrey. Ella es tan profesional, tan cuidadosa…»

La angustia de la monja era verdadera, pero Joseph tuvo la nítida sensación de que no estaba siendo del todo sincera con él y que se guardaba algo que no quería contarle. Estaba en lo cierto, aunque no podía imaginar lo que la madre superíora le ocultaba. Allí se había celebrado un exorcismo. Fue después de él cuando Audrey se había marchado, conmocionada, olvidando su maletín en una huida apremiante. La madre Victoria temía por su integridad física, pero lo que realmente la mortificaba era la integridad de su alma. Tuvo deseos de compartir esta carga con el bombero, pero se obligó a no hacerlo. La prudencia recomendaba que él no supiera nada de todo aquello.

A Joseph ya no le quedaba nadie más con quien hablar, pero no iba a rendirse. Ni una sola vez, en toda su carrera, había dejado de intentar rescatar a quienes quedaban atrapados en los incendios, por más peligrosa que fuera la situación y por mínima que fuera la esperanza de encontrarlos con vida. No abandonó a Daniel en el incendio del convento, aunque hasta su propio compañero le aconsejó que desistiera. Y no iba a abandonar tampoco a Audrey.

Capítulo 26

Boston.

En la profundidad de la cripta, abarcado por una energía desconocida, Albert Cloister se sumió en ideas que cada vez recorrían caminos más alejados al control de su consciencia. Sin saber cómo ni por qué, el jesuita sintió un repentino mareo y tuvo que sentarse. Casi al instante, de un modo ajeno a su control, cayó en un sueño profundo, y penetró el universo de su subconsciente. Las imágenes oníricas fueron creando una ilusoria realidad en que las dimensiones del espacio y el tiempo quedaban anuladas o reinterpretadas. La fuerza de la gravedad o las leyes de la naturaleza, ya no existían con la pertinaz consistencia del mundo exterior. Los colores y las formas eran nuevos. El tamaño, las proporciones del cuerpo, se habían disipado como un humo etéreo. Todo estaba generado por la mente. Nada era verdaderamente real.

Un cielo sin nubes, imposible de definir en su transparencia azul, se extendía sobre una inmensa campiña. Animales desconocidos y amigables pastaban junto a riachuelos de aguas mansas. El olor a flores inundaba el ambiente.

Cloister volaba sobre los campos. Al fondo, unas montañas empezaban a aproximarse. Eran hermosas, con cumbres nevadas. Más allá, un mar turquesa se erizaba en olas de espuma blanca. Miles de peces emergían de la superficie, dando saltos en el aire. La felicidad era tan real en ese mundo irreal como una roca en el mundo físico.

El Sol se puso en el horizonte y la Luna apareció majestuosa en lo alto. Casi parecía tener un rostro. Estaba espléndida, luminosa, protectora. Cloister vio que ahora se hallaba sobre una ciudad, con sus tejados de pizarra y teja, sus azoteas y sus calles. Era de noche. Las luces multicolores resplandecían. De pronto, la fachada de edifico Vendange apareció ante sus ojos. Siguió avanzando hasta su interior. Estaba solo. La sensación de paz y alegría fue dando paso a un sentimiento de abandono. El pecho se le fue ahuecando a medida que, en su propio sueño, se acercaba a la cripta de la antigua iglesia, bajo el suelo del edificio. Todo era igual, aunque, en cierto sentido, también era distinto.

Entró flotando, con la misma sensación de ingravidez, y vio a una mujer tendida en el altar. Estaba desnuda y era muy hermosa. Más que eso: era deslumbradora. Su abundante pecho descendía hasta un vientre plano que caía hacia la caverna de su sexo, protegida bajo un cuidado manto de vello negro. Era intensamente morena, y se podía notar a distancia el palpitar de su corazón rebosante de deseo. Miró al sacerdote al tiempo que se giraba. Este sentía a la vez atracción y ansias de escapar. Su voto de castidad le impedía sentirse bien en semejante situación, atrapado por un torbellino de lujuria. Pero algo le trababa y le imposibilitaba el retroceso. Había un magnetismo que frenaba su reacción, cada vez menos intensa contra esa fuerza invisible. Ella se puso de pie. Sus formas femeninas se mostraron en todo su esplendor a la mirada del sacerdote. La mujer se metió los dedos en la boca y los lamió con fruición. Luego bajó la mano hasta el sexo y lo acarició hasta que se humedeció visiblemente.

Cloister estaba frente a ella. La abrazó, sintiendo sus senos apretarse contra su pecho. Las bocas de ambos se juntaron y se entrelazaron las lenguas. Ella empezó a desnudarlo. Le quitó la chaqueta, la camisa, desabrochó su cinturón y le bajó los pantalones; le dio un empujón para que se recostara en el altar. El sacerdote estaba boca arriba, con su sexo pleno. La mujer se puso sobre él. La penetró con furor. El remordimiento no existía ahora, se había escondido en un lugar distante. Los movimientos se fueron haciendo cada vez más intensos, frenéticos. La mujer saltaba sobre su vientre. Los gemidos de placer se tornaron gritos de dolor.

– ¡PARA, PARA! -vociferó Cloister, tratando de frenarla.

Entonces se vio empapado de ardiente sangre, que lo cubría y descendía por su cuerpo como la lava de un volcán. Ahogó otro grito, mientras devolvía la mirada a la mujer. El rostro de ella había cambiado. Sus ojos refulgían y su boca robaba aire como la de un pez fuera del agua. Toda su piel se hallaba perlada de sudor. De pronto, se detuvo en seco. La expresión de su cara se hizo repentinamente marchita. Se le apagaron los ojos y sus labios se juntaron. Un último gemido lastimero y se derrumbó hacia delante, sobre el sacerdote.

Cloister se despertó con un gran sobresalto, y retornó a la realidad de un modo agudo y acelerado, como un torbellino. Había sufrido una horrible pesadilla. Su estado era de confusión, y su corazón palpitaba acelerado. Se dio cuenta de que estaba bañado en sudor. Sentía el mismo miedo que un niño cuando la luz se va sin previo aviso, y las tinieblas lo llenan todo… El sueño había sido tan vivido, tan real. Incluso se examinó para cerciorarse de que no estaba ensangrentado. Lo que sí percibió, con vergüenza, fue una mancha húmeda en sus pantalones.

Como era obvio, el jesuíta no podía saber que, no lejos de allí, en la residencia de ancianos de las Hijas de la Caridad, Daniel, el viejo jardinero deficiente mental, se había despertado igualmente empapado en sudor y con lágrimas en los ojos, aferrado a la colcha de su cama. El no gritó. Gemía de pánico, casi en silencio. También había tenido una horrible pesadilla.

Cuando se serenó un poco, el sacerdote notó que tenía la boca seca y pastosa, y un hondo desasosiego en el espíritu. Sintió un deseo irreprimible de comunicar con la entidad. Aquella pesadilla no podía ser algo casual. Las casualidades no existen: son sólo la ignorancia de quien no sabe por qué sucede algo.

– ¿Te gustó mi regalo? No puedes decir que no. Yo sé que te gustó.

Esas fueron las primeras palabras que se registraron en la memoria de la grabadora cuando Cloister la puso en marcha, en medio de un ambiente denso y opresivo. Luego emergieron del pequeño altavoz del aparato. Era la desagradable constatación de que, quienquiera o lo que quiera que fuese lo que se comunicaba con él, estaba dispuesto a hacerlo sin titubeos.

Albert abrió la boca asqueado, y exhaló una bocanada de aire. Estaba en manos de aquella entidad que decía pretender su alma. ¿Sería el Demonio? Ésa parecía la conclusión más simple. Y quizá fuera acertada. Había conseguido llenar su corazón de culpabilidad, la culpabilidad de pecar con gozo. Aquella mujer que lo visitó en sueños logró desbocar en él los más bajos instintos, la pasión erótica, la lujuria. Como sacerdote había hecho voto de castidad. Desde entonces nunca había estado con una mujer. Pero aquella noche su mente creyó estarlo. Fue engañada por un sueño totalmente veraz. Y se puede pecar tanto por obra como de pensamiento. Era un hecho. Muchos son incapaces de obrar el mal físico, pero lo hacen con sus mentes: los envidiosos, los mezquinos, los amargados. Y, sin embargo, ante los ojos de Dios son igualmente pecadores.

Tras un breve silencio, la grabación finalizó con las primeras frases punzantes. La entidad había canturreado una canción que Albert Cloister recordaba de su juventud, de su primer y único amor. Sintió como si su corazón se abriera, desagarrado con una sierra, y le fuera extraído algo muy precioso guardado en su interior. La canción era She's a Mystery To Me, y la tenía unida a su chica en una dorada urna de felicidad. Pertenecía al pasado, pero era algo suyo y puro.

La noche llega y yo caigo bajo su encanto

La luz del día torna nuestro cielo en infierno

Y yo empiezo a arder

Y ardo por toda la eternidad

Por toda ía eternidad

El Ángel Caído llora

Por toda la eternidad… ¡ja, ja, ja!

El tono de la voz en los últimos versos era burlón, insultantemente burlón. Y esa risa final… Por qué se reía. ¿De qué se reía?

– ¿Buscas la verdad?-dijo entonces la voz, recuperando su tono gélido y siseante-. Sí, tú deseas saber la verdad. La auténtica verdad, que no necesita fe ni creyentes.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Albert. La entidad estaba citando casi literalmente sus propias palabras, el colofón de su doctorado en teología: «La fe nos conduce a la verdad y la verdad no necesita creyentes; porque la verdad no necesita a la fe, pero la fe sí necesita a la verdad».

La Verdad.

El jesuíta quería saber la verdad, en efecto. Aunque desconfiaría de las supuestas verdades reveladas por aquella entidad que lo manejaba y lo dirigía a su capricho, turbando su ánimo, infundiéndole temores, confundiendo su raciocinio. Tenía bastante valor para quedarse allí y descubrir lo que fuera, lo que hubiera que descubrir. Prefería cualquier conocimiento a la ignorancia, aunque fuera desagradable o doloroso. Prefería saber a toda costa.

– ¿Cuál es esa verdad? ¿Que «todo es Infierno», que este mundo de maldad nos arrastra a todos a la condenación? -gritó Cloister al polvoriento aire de la cripta.

No esperaba respuesta. Con la aguda sensación de que seguía un plan preestablecido y con el recelo ante el Príncipe de la Mentira, pero embargado a la vez por el ansia de encontrar la verdad -ese viento que había inflado las velas de su alma desde muy niño-, Albert Cloister aceptó lanzarse en el tablero de aquel juego. Un tablero real, con piezas humanas. La verdad era lo único por lo que valía la pena cualquier sacrificio.

– Jugaré a lo que tú quieras -gritó de nuevo a los solitarios muros-. Deseo saber esa verdad de la que hablas. Necesito saberla.

Un nuevo escalofrío recorrió en ese momento el cuerpo del sacerdote, que se había aproximado al altar sobre el que pecó en sueños. Lo que le había parecido sangre en los trazos que dibujaban la cifra 109, y que había visto en su primera visita a la cripta, estaba ahora fresca. Era intensamente roja y brillaba a la escasa luz del foco. Casi parecía hervir.

La grabación ya había terminado, pero Cloister volvió a poner en marcha el aparato. Necesitaba respuestas. Al poco, vio cómo el indicador luminoso de registro de sonido se activaba.

– ¿Qué he de hacer? -preguntó el sacerdote-. ¿Quién eres?

Unos minutos después escuchó lo que la grabadora había recogido a través de su micrófono. Tras sus preguntas, la voz de la entidad volvió a sonar, clara y firme. Y, sin embargo, a Cloister le parecía seguir experimentando una pesadilla de la que, en algún momento, despertaría.

– Tú ya sospechas quién soy… pero debes creerlo, y sólo se cree de veras en lo que se descubre. Tu corazón no debe albergar ninguna duda. Cuando conozcas la verdad, tampoco dudarás. Has de encontrar un libro que te dirá lo que debes saber. Está, en un lugar que conoces bien. Lejos de aquí, pero cerca de tu morada espiritual. Cerca del lugar en que tuviste noticias de mí por vez primera… Su número es 4-45022-4. La verdad es una, pero los caminos para llegar a ella son múltiples. La verdad, la verdad que descubrirás, no te hará libre.

Capítulo 27

Fishers Island.

Audrey tenía una hora de plazo. Como parte de las celebraciones de una fiesta local, el escritor Anthony Maxwell iba a firmar cuentos y a participar en unas actividades infantiles en las instalaciones de la Legión Americana de Fishers Island. Estaba previsto que el acto durara dos horas, pero Audrey no creyó prudente apurar demasiado el tiempo. Por eso se había marcado sesenta minutos como límite para entrar en la casa del escritor y revisarla. Eso se había propuesto hacer, aunque ignoraba qué debía buscar y le aterraba lo que podría encontrarse.

Su aprensión creciente casi la hizo desistir. Tuvo que obligarse a seguir adelante con su idea diciéndose que quizá no tuviera otra oportunidad como aquella. También se aplicó un poco de la psicología que usaba con sus pacientes en la consulta. No debía tomarse lo que iba a hacer como un todo, porque eso era difícil de asumir, sino como un conjunto de partes, una sucesión de pasos. Y el primero de ellos era obvio: Audrey tenía que descubrir un modo de entrar en la casa de Maxwell. Se le ocurrió forzar la puerta de la cocina, o quizá romper una ventana, aunque enseguida descartó ambas opciones. Algo así alertaría al escritor cuando regresara y seguramente le haría llamar a la policía. Además, era perfectamente posible que Maxwell tuviera instalado un sistema de alarma.

Rodeó toda la casa en busca de un modo de colarse, pero no encontró ninguno. La mansión estaba sellada. Maxwell ni siquiera se había dejado abierta alguna ventana del piso superior; un olvido normal en un hombre que vivía solo. Para desgracia de Audrey, el escritor era tan meticuloso como parecía. Se sintió impotente. Y el tiempo seguía pasando. Le quedaban sólo cuarenta y cinco minutos.

La idea de cómo entrar en la casa surgió de la fuente más inesperada. Se la dio un pequeño gorrión.

– Es una locura…

Indudablemente lo era. Y había demasiadas cosas que podían salir mal. Hasta era posible que Audrey se partiera el cuello. Aunque no veía más alternativas. Iba a intentar entrar por la chimenea. Era grande, y su extremo superior estaba cubierto por una chapa metálica picuda, que Audrey tenía la esperanza de poder retirar; en la chimenea de su propia casa era posible hacerlo para efectuar limpiezas. Fiel a la técnica de convertir en pasos sucesivos las acciones que iba a realizar, repasó mentalmente qué era lo que iba hacer a continuación y cómo iba a hacerlo. Para llegar al tejado, tendría que encaramarse a un árbol que se alzaba a poca distancia de la mansión. Audrey no escalaba árboles desde los diez años, pero, por suerte para ella, aquel árbol concreto no suponía un gran desafío. Su tronco estaba lleno de salientes y huecos en los que apoyarse. Pasar del árbol al tejado tampoco sería complicado, pues una gruesa rama quedaba a medio metro escaso de las tejas.

Ejecutó el plan con una precisión militar. Le llevó menos de diez minutos alcanzar el tejado, a cambio sólo de unos cuantos rasguños sin importancia. No obstante, Audrey jadeaba. A partes iguales por el esfuerzo físico y la tensión nerviosa.

La chimenea le quedaba ahora a un par de metros, pero debía ser precavida antes de avanzar. La lluvia de la noche anterior había vuelto resbaladizas a las tejas. Un pequeño descuido y caería seis metros antes de golpearse contra el suelo. Contuvo la respiración durante gran parte del tiempo que invirtió en llegar hasta la chimenea de piedra. Su presencia espantó al gorrión que descansaba sobre ella, puede que el mismo que le dio a Audrey la idea de colarse por el tejado. Verificó con alivio que la cobertura metálica de la chimenea podía realmente quitarse. Tenía unas patillas verticales soldadas a una pieza metálica rectangular que encajaba en la estructura de piedra. A Audrey le bastó tirar con fuerza hacia arriba para retirar toda la pieza.

Había completado un paso más. Respiró aliviada, aunque su blusa estaba húmeda de sudor y notaba la garganta seca. Era un momento crucial, en el que debía establecer dos cuestiones: si cabía o no por el hueco de la chimenea, y si Maxwell la había encendido esa mañana. Audrey había oído hablar alguna vez en las noticias, de ladrones atascados en chimeneas cuando intentaban acometer uno de sus «trabajos». Pero confiaba en que eso no le ocurriera también a ella. Era delgada y el hueco parecía más que suficiente para alojar su cuerpo. Quedaba por responder entonces la otra cuestión, la de si Maxwell había encendido el fuego esa mañana. En tal caso, la escalera interior de hierro estaría muy caliente y Audrey no podría bajar por ella. Recordaba con nitidez haber visto a Maxwell ir en busca de leña al cobertizo, pero juraría que no había llegado a usar la chimenea. La decisión estaba tomada.

– Vamos allá -se animó a sí misma.

Encaramada en el tope de la chimenea, tuvo la buena idea de quitarse los zapatos y guardarlos bajo sus ropas, y también de dejarse puestos los guantes. De ese modo no llenaría el salón y el resto de la casa de Maxwell de delatoras huellas y pisadas negras. Eso suponiendo que lograra entrar, claro estaba. Tanteó con el pie hasta dar con el primer escalón de hierro, y luego se sumió en la impenetrable oscuridad del cañón de la chimenea. Bajó muy despacio, poniendo atención antes de cada nuevo avance. A medio camino, empezó a sentir un picor casi insoportable en la nariz, por culpa del fino polvo de hollín, que también comenzaba a irritarle los ojos y a adherírsele a su garganta seca. Los deshollinadores merecían cada centavo que cobraban por limpiar chimeneas como ésta. Se esforzó por no estornudar, y rogó para que no hubiera un nido de pájaros o de murciélagos en algún hueco. Gritaría si un ser alado emergía súbitamente de la negrura.

Por fin empezó a entrar más claridad por debajo de sus pies que por su cabeza. Le faltaban cuatro escalones para llegar a la base de la chimenea, pero no se apresuró. También en este caso valía el principio de dar sólo un paso cada vez. Fue contando mentalmente los cuatro que le faltaban para llegar al suelo: cuatro, tres, dos, uno…

Las cenizas del lecho de piedra estaban frías. A un lado, se apilaban los troncos que Maxwell había ido a buscar por la mañana al cobertizo. Audrey se quitó los guantes y los metió, dados la vuelta, dentro de un bolsillo. A pesar de sus cuidados al bajar, el abrigo no estaba demasiado limpio. Decidió quitárselo y ponerlo sobre la leña para evitar dejar manchas por la casa. Lo recogería antes de marcharse. Las ropas por debajo del abrigo sí estaban casi libres de hollín. Así es que, después de sacudirse los pies y volver a ponerse los zapatos, estaba lista para inspeccionar el interior de la casa de Maxwell.

Aún no podía creer que lo hubiera conseguido. En su cara manchada de hollín brillaron los dientes blancos de una sonrisa. Pero ésta se esfumó rápidamente al tomar verdadera conciencia de dónde se encontraba y de qué la había conducido hasta allí. Miró el reloj, de nuevo con un gesto preocupado. Quedaban menos de veinte minutos para llegar al límite que se había impuesto.

El salón no tenía nada de excepcional. Era como cualquier otro refugio de una persona adulta, soltera, sin problemas económicos y con gusto. Había dos sofás, un sillón antiguo de cuero frente a la chimenea, muebles caros, lámparas de pie, y muchas estanterías de madera llenas de libros. Y había también algunos caprichos, como una pantalla grande de plasma, una PlayStation y un costoso equipo de alta fidelidad de la marca Marantz. Audrey sintió un escalofrió al darse cuenta de que aquel salón podría ser el suyo.

Decidió ir al piso de arriba, donde imaginó que estaban las habitaciones. Si había algo que descubrir, la zona más íntima de una casa, aquella en la que uno dormía, era el mejor sitio donde comenzar la búsqueda.

Faltaba un cuarto de hora.

La primera habitación en la que Audrey entró era el lugar de trabajo de Maxwell. Había un ordenador sobre una mesa, algunos papeles sueltos con notas manuscritas, y dos estanterías con todos los cuentos publicados de Bobby

Bop, el pseudónimo literario de Maxwell. Audrey sacó uno de los ejemplares. El tiempo se le echaba encima, pero quería satisfacer su curiosidad. Abrió el cuento por la primera página. Los dibujos eran redondeados y simples, como suelen serlo en los cuentos destinados a los niños más pequeños. Un tren sonriente echaba humo por su chimenea y, a su lado, sobre la hierba llena de flores, estaba el héroe del cuento, Bobby Bop.

– Tiene su cara -dijo Audrey, con sorpresa y repulsión.

El rostro de Bobby Bop era tosco y estaba muy simplificado, pero existía un parecido innegable entre él y Anthony Maxwell, su creador.

Ensimismada, Audrey empezó a leer el texto de grandes letras:

¡Buenos días, señor Tren!¡Buenos días, Bobby Bop! ¿Qué vas a enseñar hoy a los niños?

Audrey siguió leyendo en la página de la derecha. Allí había un nuevo dibujo del señor Tren y de Bobby Bop. Los dos se mostraban ahora muy serios.

Voy a enseñarles la diferencia entre una persona conocida y un extraño.

Al leer esto, Audrey tragó en seco. Supo de inmediato cuál iba a ser la moraleja del cuento. Pasó las hojas siguientes, hasta llegar a la última, donde leyó la recomendación del sabio Bobby Bop:

Nunca, nunca, nunca te vayas con extraños.

A esto le seguía la inevitable despedida:

Lo que debes hacer y lo que no, lo aprenderás con Bobby Bop.

A Audrey le temblaban las manos cuando volvió a dejar el libro en su sitio. Ojalá su hijo Eugene hubiera hecho caso de aquel consejo, ojalá no se hubiera marchado con el extraño que se lo llevó del parque de atracciones de Co-ney Island. Con lágrimas pugnando por salir de sus ojos, Audrey abandonó el despacho de Maxwell y se dirigió a la habitación contigua. Estaba vacía, al igual que las dos siguientes. Sólo le quedaba por revisar la que había al fondo del corredor: el cuarto de Maxwell. Una mirada nerviosa a su reloj le dijo a Audrey que tenía apenas die? minutos más. Aceleró el paso, pero se encontró con una puerta inesperadamente cerrada bajo llave. Se había concentrado tanto en resolver el problema de entrar en la casa, que no se le ocurrió pensar que pudiera haber estancias cerradas en su interior. En un intento desesperado de ver la habitación, Audrey se arrodilló para mirar a través del hueco de la cerradura. Tuvo suerte de que fuera de tipo antiguo, con un ojo que atravesaba la puerta de lado a lado, pero lo único que entraba en su reducido campo de visión era una ventana. Agarró el pomo y empujó con el hombro, haciendo una fuerza considerable. Esperaba que la puerta no estuviera bien cerrada y que el pestillo saltara sin romper la cerradura. Eso no ocurrió.

– ¡Maldita sea!

Era imprudente gritar de ese modo, aunque estuviera sola, porque, incluso con las precauciones que había tomado, Maxwell podría regresar en cualquier momento. Muy contrariada, volvió al piso inferior y se dedicó a inspeccionar las otras divisiones de la planta baja, aparte del salón: la cocina, el comedor, el interior de una pequeña despensa y una sala que hacía las veces de lavandería casera. No descubrió nada sospechoso en ninguno de esos lugares. Para completar la inspección de la casa sólo le restaba el sótano, donde tampoco pudo entrar porque, como la habitación de Maxwell, estaba cerrado con llave.

Audrey se sintió decepcionada y furiosa. Su infructuosa revisión de la planta baja había acabado de consumir su tiempo. Peor aún. Pasaban ya veinte minutos del límite. Tenía que marcharse ahora mismo. Con los ojos brillándole de rabia, entró en el salón para recoger su abrigo. Ya con él en la mano, abrió la puerta principal. Sólo después de hacerlo se dio cuenta de que no había comprobado antes si estaba realmente conectada a una alarma. No era así, por suerte para ella. Salió al porche. Todo seguía igual a como estaba una hora y media antes, salvo porque había menos luz. Faltaba poco para la puesta de sol. Audrey inspiró una gran bocanada del aire gélido y limpio. La puerta empezó a cerrarse lentamente a su espalda. Se había convencido a sí misma para entrar en la casa de Maxwell diciéndose que quizá no volviera a tener una oportunidad como aquella. Pues bien, si eso era cierto, si ésta había sido su única oportunidad, entonces la había desperdiciado de todos modos.

Audrey se abalanzó hacia la puerta cuando estaba ya a punto de cerrarse.

– ¡Nunca! -gritó.

Atravesó el recibidor como una exhalación y entró en la cocina. De ella salió con un cuchillo enorme. Corrió escaleras arriba, subiendo los escalones de tres en tres, siempre con el cuchillo en la mano. Corrió también por el pasillo del piso de arriba hasta plantarse, jadeando, frente al cuarto de Maxwell.

– ¡Nunca! -repitió.

Su grito se fundió con el crujido que emitió la madera de la puerta al ser atacada con el cuchillo. Audrey lo agarraba con ambas manos.

– ¡NUNCA!

Golpeó una y otra vez la madera en torno a la cerradura. Siguió haciéndolo incluso después de que ésta cayera al suelo dentro de la habitación, con un ruido metálico.

– ¡TE VAYAS CON EXTRAÑOS!

Era la frase del cuento de Bobby Bop que Audrey había leído: «Nunca, nunca, nunca te vayas con extraños».

La puerta, ya libre, se abrió por sí sola con una gracilidad fuera de lugar. Audrey pudo finalmente ver el interior del cuarto de Anthony Maxwell.

Era una aberración. Aunque no lo sería si perteneciera a un niño… La cama, minúscula para el tamaño de Maxwell, tenía las orejas del ratón Mickey en la cabecera. Los laterales eran negros, como los brazos del roedor de Disney, y acababan en dos piezas de madera con forma de guantes blancos. Bajo la cama había una alfombra colorida, llena de otros alegres personajes de dibujos animados: el pato Donald y sus sobrinos, Minnie, Daisy. Del techo pendía un colgante móvil, como los que se ponen sobre las cunas de los bebés. Con un esfuerzo enorme, Audrey accionó un proyector que había sobre una mesilla de noche, también minúscula y con dibujos de Winnie the Pooh. Se inició una música infantil, al ritmo de la que empezaron a girar en el techo las imágenes de perros y gatos, de la luna y las estrellas, de vacas y ovejas sonrientes. Era aterrador imaginarse a un hombre de cincuenta años tumbado en aquella cama minúscula, contemplado arrobado, en la oscuridad, las imágenes luminosas del techo, justo antes de dormirse. Pero más aterrador aún era lo que había en las paredes del cuarto. Audrey recordó los símbolos que Daniel había pintado en la pared de la sala de terapia de la residencia de ancianos, con tinta que parecía sangre. Supo ahora que eso no fue casual. Debía tratarse de una broma macabra del Demonio, porque también estas paredes estaban pintadas. No con los símbolos de las cartas Zener, sino con algo incomparablemente peor. Eran dibujos hechos por el propio Maxwell, aunque podrían haber salido de la mano de un niño. Había escenas de muchos tipos, todas ellas dibujadas con el trazo irregular y la ausencia de proporciones habituales en los dibujos infantiles. A Audrey le costó darse cuenta de que había un patrón en aquel caos aparente, de que era posible encontrar historias entre la multitud de dibujos.

La dulce música del proyector continuaba sonando, y las sonrientes figuras del techo seguían dando vueltas sobre su cabeza cuando Audrey se desplomó en el suelo. Acababa de encontrar en la pared el dibujo de un payaso que sujetaba unos globos (el interior de los globos no estaba pintado, pero Audrey supo que eran amarillos). Una de las historias que contaba la pared, era la de su hijo Eugene…

En un dibujo aparecían una mujer y un niño junto a una noria. En el siguiente, se les unía el payaso con los globos. En el tercer dibujo, la mujer, Audrey, ya no aparecía (perdió de vista a su hijo durante medio minuto, el tiempo que tardó en comprarle a Eugene algodón dulce).

Audrey lloraba. ¿Por qué tuvo que comprar aquel maldito algodón dulce? Eugene estaría aún con ella si no lo hubiera perdido de vista. Su hijo no habría tenido la oportunidad de marcharse con ningún extraño, con el payaso de los globos amarillos. Audrey miró el cuarto dibujo. El niño y el payaso estaban dentro de un coche. Los dos sonreían. El quinto dibujo era el penúltimo. Una luna en cuarto creciente, y cinco estrellas, iluminaban una zona campestre donde había un río y varios árboles. No se veía ni al niño ni al payaso, pero sí aparecían los globos amarillos, que estaban atados a un seto. Audrey se obligó a mirar el último dibujo, cuyos trazos vio borrosos por las lágrimas. Mostraba de nuevo el interior de un coche. Ahora, el payaso estaba solo.

Capítulo 28

Boston.

Albert Cloister se sentó en un banco de la iglesia protestante de la Trinidad, en la avenida Saint James. No quería volver al colegio de los jesuitas. Prefería estar en un lugar de oración, percibiendo la energía vital de otras personas que, como él, elevaran sus súplicas al Señor. Por mucho que había intentado desvelar el significado de la cifra 4-45022-4, su esfuerzo había sido de momento en vano. Se suponía que el libro al que hacía referencia ese número estaba lejos de Boston, pero cerca de su morada espiritual, y en un lugar que él conocía bien. Un lugar en el que tuvo las primeras noticias de la entidad.

Su morada espiritual podía ser Roma o quizá Chicago. Esta última ciudad había sido su casa, y allí se hallaba el lugar en el que decidió seguir los caminos de Dios. Por su parte, en Roma estaban el Papa y la sede de los Lobos de Dios, el centro de operaciones de su labor como sacerdote y como investigador de los sucesos paranormales. Aunque ahora, aquel lobo al servicio del Todopoderoso, que protegía a los corderos del Señor, estaba sentado en la nave central de una iglesia protestante en medio de la ciudad de Boston, dándole vueltas a un acertijo que no comprendía. ¿O podía ser que…?

De pronto, una idea furtiva se deslizó entre sus neuronas, casi como una lombriz de tierra que aparece un momento y vuelve a desaparecer de inmediato. Aquel número debía de ser la signatura de un libro. Cuatro, pausa, cuatro, cinco, cero, dos, dos, pausa, cuatro… Una signatura, pero… ¿de dónde? ¿Dónde había visto números como éste, cerca de su morada espiritual? Algo estaba a punto de emerger, lo sentía como un zumbido eléctrico.

¡Claro! Ese tipo de numeración era el habitual en la Biblioteca Nacional de España, con sede en la ciudad de Madrid.

Todo era coherente con lo que dijo la entidad. Madrid estaba cerca de la morada espiritual romana, el Vaticano; en Ávila, provincia que linda con la de Madrid, se hallaba el pueblecito de Horcajo de las Torres, donde la frase «TODO ES INFIERNO» apareció ante los ojos de Cloister por vez primera. Y era un lugar bien conocido para el sacerdote, ya que en el decimonónico edificio de la Biblioteca Nacional de España había pasado muchas horas revisando legajos y manuscritos, códices y documentos de la antigüedad como investigador acreditado. Allí había trabado amistad con el jefe de prensa de la Biblioteca, Cecilio Gracia, un hombre culto y sagaz, de gran corazón y rauda inteligencia. Lo primero que debía hacer era telefonearle para confirmar sus sospechas.

Cloister miro su reloj. Era la una y media. No recordaba si en España eran cinco o seis horas más, al encontrarse hacia el este. En todo caso, fueran en Madrid las seis y media o las siete y media de la tarde, podía llamar al despacho de su amigo Gracia con visos de encontrarlo aún trabajando.

– Por favor, deseo hablar con el señor Cecilio Gracia.

– ¿De parte de quién? -dijo una voz femenina.

– De su amigo Albert Cloister.

El jesuita hablaba español perfectamente, aunque un resto de acento era casi imposible de limar en esa lengua para los anglohablantes.

– ¡Albert! ¡Qué sorpresa!

– Me alegro de encontrarte todavía en el despacho, Cecilio.

– Bueno, estoy en la sala de restauraciones, supervisando la restauración de un Beato muy valioso, pero me han pasado aquí tu llamada. ¿Qué se te ofrece?

El sacerdote obtuvo una respuesta positiva a su pregunta. 4-45022-4 era, en efecto, una signatura posible en la Biblioteca Nacional.

– Si esperas un poco, o me llamas en unos minutos, Albert, consultaré la base de datos Ariadna y te diré a qué obra se refiere.

– No me importa esperar, si no tienes inconveniente.

– En absoluto… Déjame ver… Estoy abriendo la base de datos desde un ordenador de aquí… Veamos, 4-45022-4… Ya lo tengo: «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hizieron en Roma al Embaxador de los Japones».

– ¿Los Japones? -inquirió Cloister, confundido.

– Sí, los Japones es un modo castellano antiguo de denominar al Japón.

– Gracias por tu ayuda, Cecilio -dijo el sacerdote mientras anotaba el título del libro-. Tengo ahora que dejarte. Espero que no pienses que soy grosero si me despido ya de ti. En otro momento te llamaré, y charlaremos.

– Adiós entonces, amigo. Comprendo que estés ocupado. Un abrazo. Cuando quieras, estaré encantado de hablar contigo.

El jesuita ya sabía lo que era 4-45022-4, el libro al que esa signatura correspondía y dónde estaba. Muy bien, pero… ¿qué le decía ese título? Nada. Nada en absoluto. Era obvio que tendría que descubrir lo que significaba. No podía ser tan fácil. Debía ir en busca de ese libro. A España. Estaba dispuesto a lo que fuera si eso servía para desvelar la verdad prometida. En lo desconocido se ocultan siempre los más grandes descubrimientos.

Tentar con la verdad a Cloister era la mejor forma de herirlo en la capa más íntima de su orgullo. Desde siempre había estado dispuesto a sacrificarse por la verdad. O a asumir riesgos por ella. La verdad lo había llevado, en una ocasión, a recibir varías bofetadas de un violento profesor al que acabaron echando de su colegio. Goodman se llamaba, irónicamente, el profesor que le pegó para que confesara algo que él no había hecho.

Si entonces encajó los golpes sin titubear, por algo en el fondo insignificante, ¿cómo iba ahora a renunciar a esa verdad prometida, por la que tantos sucesos extraños estaban aconteciendo? Aunque, al final, sólo fuera un espejismo o un engaño de una entidad burlona, sabía que estaba a punto de lanzarse en las fauces del misterio. No podía evitarlo. Quizá por eso, precisamente por eso, la entidad de la antigua iglesia cuyo solar hoy ocupaba el edificio Vendange lo había buscado a él.

Capítulo 29

Fishers Island.

Joseph pisó a fondo el pedal del freno. El coche derrapó antes de que consiguiera enderezarlo de nuevo. Aquella maldita carretera no era ninguna autopista, y él iba a toda velocidad. Tenía que recuperar el tiempo que había perdido en New London sin poder embarcar. No logró coger el último ferry de la mañana por menos de diez minutos, y el siguiente no salía hasta horas después, cuando ya casi había anochecido. Fue incapaz de sentarse durante la travesía. Se pasó todo el viaje recorriendo la cubierta de un lado a otro, con una sensación lúgubre en el pecho.

Conforme había ido avanzando el día, se hizo cada vez más fuerte en Joseph la urgencia de encontrar a Audrey. Había incumplido la ley para conseguirlo y le había cobrado un viejo favor a un amigo suyo policía, obligándole a valerse de su autoridad y sus contactos para localizar desde dónde le había hecho Audrey la llamada con su teléfono celular. Hasta ese día, Joseph ni siquiera había oído hablar de Fishers Island. Sin embargo, nunca había tenido tanta prisa por llegar a ningún otro sitio. Había conducido como un loco desde Boston, sin levantar el pie del acelerador en todo el trayecto. Tuvo suerte de no cruzarse con ningún coche de policía o con un radar en la carretera.

Las horas se le habían escurrido entre los dedos. Al retraso por culpa del ferry se le unió el tiempo que había invertido en descubrir el posible paradero de Audrey. Jo-seph sólo sabía que ella le había llamado desde Fishers Island, pero no en qué lugar concreto de la isla podría encontrarse ahora, si es que aún estaba allí.

– Ella sigue aquí -se dijo Joseph en voz alta, con los dientes apretados y la vista clavada en la sinuosa carretera.

Había imaginado que Fishers Island no debía de recibir muchos visitantes en invierno, y eso le hizo albergar esperanzas de que algún tendero, o el dueño de algún otro local, se acordara de Audrey y pudiera darle alguna pista sobre su paradero. En uno de los sitios en que preguntó -un pequeño supermercado llamado Village Market, que era el único de la isla-, el dependiente consiguió identificar a Audrey por su descripción. «No pasa por aquí todos los días una forastera de tan buen ver como esa», comentó el hombre. No supo decirle dónde encontrarla, sin embargo, y le recomendó preguntar en el puesto de guardacostas del puerto. «Ellos saben quién entra y quién sale de la isla.»

Así fue como Joseph descubrió que Audrey había llegado un día antes, de madrugada, y que preguntó por la casa de Anthony Maxwell, el famoso escritor de cuentos para niños. A falta de otros indicios, lo único que podía hacer Joseph era ir a la casa de Maxwell y cruzar los dedos para encontrar allí a Audrey.

Quedaba poco tiempo. Todos sus sentidos le advertían de eso. Le gritaban que se diera prisa. Joseph aceleró.

Capítulo 30

Madrid, España.

La Biblioteca Nacional de España, cuya sede se halla en el corazón de la ciudad de Madrid, posee uno de los fondos bibliográficos más extensos del mundo. Su importancia es equiparable a la de la famosa pinacoteca española, el Museo del Prado, en un país con el mayor patrimonio histórico-artístico del mundo declarado por la UNESCO, por encima de Italia, Grecia, Francia, México o China. En la Biblioteca Nacional se atesoran auténticas joyas bibliográficas, como dos códices sobre mecánica e ingeniería de Leonardo da Vinci, el manuscrito del Cantar del Mío Cid y la primera edición de Don Quijote de la Mancha. Entre sus cientos de kilómetros de estanterías y anaqueles reposan algunos libros que no han sido abiertos en, quizá, más de doscientos años. Por muy bien cuidados y conservados que estén, en ellos hay polvo de siglos. Es un universo de conocimientos, cuya inmensidad hace que sea posible descubrir algo perdido, olvidado, oculto y, a la vez, a la vista de todos los que acceden a los fondos.

Albert Cloister llegaba tarde. No había contado con los proverbiales atascos de la capital de España. Su taxi avanzaba a ritmo de tortuga por el Paseo del Prado. A la altura de la plaza de Cibeles, el sacerdote pidió al taxista que se detuviera, pagó la carrera -irónico nombre en aquel caso- y siguió a pie. Le daba igual si así iba a tardar más o menos que en el coche, pero necesitaba desembarazarse de la sensación de agobio que experimentaba dentro de aquella lata de sardinas, en medio de un atasco monumental.

Hacía un poco menos de frío que en Boston. Caminó con su cartera de mano y su grueso abrigo hasta uno de los accesos laterales del recinto de la Biblioteca. Desde allí llamó con su teléfono celular a la persona que lo esperaba dentro, su amigo de hacía años y de ya muchas investigaciones. Mientras sonaba el timbre del auricular, siguió caminando.

– ¿Cecilio?

Al otro lado del auricular sonó la voz de Cecilio Gracia, el jefe de prensa de la Biblioteca Nacional.

– ¿Ya estás aquí?

– Sí. Siento el retraso.

– El tráfico, supongo.

– Supones bien. Estoy entrando por la puerta de cristal de la derecha.

– Okay. Espérame ahí. Estoy contigo en un minuto.

Cecilio llegó al hall de entrada en cuarenta y cinco segundos. Su rostro alegre precedió a su mano diestra, que estrechó la de Cloister con franca firmeza. Hacía más de un año que no se encontraban en persona.

– Me alegro de verte, Albert.

– Lo mismo te digo. Aunque si no llega a ser por mi problema de ayer, no nos habríamos visto en esta ocasión. Hoy tenía que salir mi vuelo de regreso a Boston.

El rostro del padre Cloister contrastaba con el de su amigo. Se le veía cansado, aunque en realidad no era cansancio físico, sino desgaste espiritual. El periodista lo notó, pero sabía que era mejor mostrarse jovial que preguntar por el motivo.

– Pues, debo decirte, que me alegro entonces de tu problema. Vamos, sigúeme, te llevaré a los fondos.

Atravesaron un arco de seguridad. Gracia usó su tarjeta para abrir una puerta y, desde allí, siguieron por un pasillo forrado de paneles de madera que los condujo hasta los ascensores.

– Un atajo.

Subieron hasta la planta cuarta. El interior del edificio tenía una disposición de pisos distinta a la del palacio original, más bajos para aprovechar mejor el espacio disponible. En el momento en que se abrieron las puertas metálicas del ascensor y salieron, un joven bibliotecario apareció empujando un carrito con libros cuidadosamente apilados. Era un jovenzuelo de aspecto desaliñado, con aire de intelectual progre, que lucía una camiseta en la que podía leerse «Salva la literatura: di NO a los best sellers».

– Un joven combativo e inconformista -dijo Gracia, riéndose por lo bajo.

En otras condiciones, Albert Cloister se habría reído también. Pero no tenía ninguna gana de chanzas. Y lo sentía de veras, porque lo último que debe perderse es el humor. Más tarde incluso que la esperanza.

– ¿Sabes? Ya te lo contaré con detalle, pero estoy trabajando en un artículo sobre uno de los temas más escabrosos de la historia de la Biblioteca Nacional -siguió hablando Cecilio Gracia, que pretendía a toda costa evitar ese aire tan negro de su buen amigo-. Es un asunto que aún levanta ampollas entre los más viejos de este lugar. El sistema en su conjunto quedó en entredicho por culpa de un investigador americano. Un compatriota tuyo, Jules Piccus.

– ¿Jules Piccus? Ese nombre no me suena de nada.

– Ocurrió en los sesenta, y fue portada del The New York Times. Jules Piccus fue el investigador que descubrió los códices perdidos de Leonardo da Vinci.

– ¿Estaban perdidos? ¿Dónde?

– Perdidos entre los millones de volúmenes de la Biblioteca. En una estantería cualquiera, rodeados de libros cuyo único valor es su contenido, lo cual no es poco… Pero, a lo que me refiero, unos códices históricos del genio de los genios… Y estaban mezclados con los demás libros, como una aguja en un pajar.

– ¿Y cómo los encontró?

– Jules Piccus descubrió que su signatura estaba equivocada, y así pudo pedírselos a un bibliotecario. ¡Lo que en cientos de años no se había conseguido, él lo hizo gracias a un golpe de suerte!

– Pero ¿cómo dedujo las signaturas correctas?

Gracia estaba consiguiendo su objetivo. Siempre que un tema interesante salía a colación, el sacerdote quería saber más. No fallaba. Era como un resorte.

– Ah, claro, ahí está lo más curioso -hizo una típica pausa teatral, que Cloister notó y apreció con una tímida sonrisa-: ¡Los códices estuvieron expuestos sin que nadie se diera cuenta de lo que eran en realidad! Bueno, nadie salvo Piccus. Es una historia digna de Rocambole. Cuando tenga terminado el artículo, te enviaré una copia. La historia misma de los códices es increíble.

Habían llegado a la sala a la que se dirigían. Una infinidad de libros inundaban el campo de visión, del suelo al techo, en estanterías sucesivas. Los dos hombres caminaron por el pasillo central. Gracia iba delante. En cierto momento giró a la derecha, dio unos pocos pasos más, siguiendo las signaturas de los libros con la vista, y por fin se volvió a girar a la izquierda. Alargó la mano y señaló con el dedo el libro que el padre Cloister había solicitado el día anterior, y que se correspondía con la signatura que buscaba.

– ¿Es éste?

– Sí. El mismo. Es decir, es ese libro, pero no es lo que yo estaba buscando.

– Déjame ver… -dijo retóricamente Gracia-. «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hizieron en Roma al Embaxador de los Japones». Sí, éste es. No hay ningún error. La ubicación es correcta, y por tanto, la signatura también. Es el que te dije por teléfono hace un par de días.

El periodista estaba seguro de que el volumen pedido por Cloister se correspondía con el que buscaba. Sin embargo, algo no encajaba en todo aquello.

– Lo que no comprendo es a qué te refieres con que este libro no es el que buscas. ¿Qué pretendes encontrar? ¿No será algo muy secreto de tus investigaciones, que no quieres compartir conmigo?

– Siendo sincero, sí. Este libro -dijo Cloister, tomándolo de la estantería y ojeándolo- no me aporta nada. Estoy confundido.

– Ya supongo que no debe de ser motivo de estudio científico una recepción diplomática de hace cuatro siglos. Ahí no debe de haber mucho misterio. Pero si no me dices algo más, no creo que pueda ayudarte.

Albert Cloister acababa de dejar de nuevo el libro en su lugar del estante. Un dato se había impresionado en su mente, aunque de un modo subconsciente, sin aflorar todavía. Era la fecha en la que aquel volumen fue impreso: 1616.

– Esta vez prefiero no involucrarte, amigo mío. Creí que en el interior del libro habría algo.

– Está bien. No insistiré. Pero ¿puedo hacer algo, lo que se te ocurra, que te sea de utilidad?

El sacerdote no respondió. Estaba inmóvil, rígido. Se había quedado mudo al ver el título de la obra que ocupaba justamente un lado de la «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hi-zieron en Roma al Embaxador de los Japones». Era una edición muy parecida. Casi idéntica. De hecho, los libros no se clasificaban por épocas -salvo en casos de volúmenes con gran valor histórico o artístico-, sino por tamaños. Ese libro, situado a la derecha del solicitado el día anterior, tenía por título algo que quebraba cualquier ilusión de que todo lo que estaba ocurriendo fuera sólo una especie de mal sueño: Codex Gigas.

A pesar de su nombre, «El códice gigante», aquella edición era más bien pequeña. Gruesa, pero no tan grande, ni mucho menos, como el original. Para un profano, ese título no tenía por qué significar nada especial. Era un nombre dado a una Biblia checa del siglo XIII, que contenía además otros libros diversos. Se hizo famoso en su tiempo por su tamaño, ya que es el códice medieval mayor del mundo, pero sobre todo por su oscura leyenda. Se dice que un monje benedictino que había vendido su alma al Diablo, lo escribió en una sola noche. Un libro que fue expoliado de Chequia por los suecos, en la guerra de los Treinta Años, y llevado a Estocolmo por orden de la célebre reina Cristina. Allí lo copió un sacerdote español que acompañaba al embajador del que la Reina se enamoró. Y esta copia, incompleta y con graves errores, llegó a España, desde donde se difundió, en algunas ediciones raras, por el resto de Europa.

– ¡El Codex Gigasl -dijo por fin el padre Cloister con la voz quebrada. Y aún se le quebró más al decir-: La Bibliadel Diablo.

– ¿Qué…?

– Tengo que consultar este libro.

Cloister habló sin dirigirse a Cecilio. Tomó de la estantería el volumen y corrió con él hasta una de las mesas que había a ambos lados del acceso a la sala. Se acercó una silla, de la que casi se cayó al sentarse, y se dispuso a diseccionarlo.

– La Biblia del Diablo de Podlazice…

– ¿De qué hablas? Me estás dando miedo.

Cecilio Gracia habló tratando de ser jocoso, pero en su fuero más íntimo se estaba asustando de veras.

El jesuita pareció regresar a aquel tiempo y aquel lugar. Se giró de pronto hacia su amigo y, quizá para no ser descortés con quien le facilitaba el privilegio de acceder directamente a los fondos, dijo:

– ¿No conoces el Codex Gigas? ¿Nunca has oído hablar de él?

– Pues no, nunca que yo recuerde.

– Es una obra que se llegó a catalogar como libro diabólico. Lo hizo un monje de Bohemia que murió emparedado. Dicen que lo escribió en una sola noche y que le ayudó el mismísimo Satanás. Es una Biblia en latín, que también incluye una crónica checa y libros de Galeno, Flavio Josefo y san Isidoro de Sevilla. El original mide casi un metro de alto y está iluminado de un modo soberbio. En Suecia, donde llegó a concentrarse el catálogo de libros prohibidos mayor de Europa, lo tuvieron como una obra misteriosa.

– Bohemia, Sevilla, Suecia… ¡No entiendo nada!

– Perdóname, estoy tan excitado que mis ideas escapan sin orden. El libro acabó en Suecia en el siglo XVII y aún sigue allí. El contenido es un compendio de saberes, no sólo la Biblia. Antes de eso estuvo en poder de Rodolfo II, el reconocido amante del ocultismo, que lo tenía guardado en su castillo de Praga. Lo más inquietante es que, según la leyenda, entre sus páginas aparecía la imagen misma del Demonio…

Albert Cloister interrumpió su explicación. En ese preciso instante, tuvo la conciencia clara y evidente de comprender lo que significaba el hallazgo. El Codex Gi-gas no era un libro cualquiera, sino una Biblia maldita inspirada por el Demonio. Ahora sí le asaltó que la «Relación del recibimiento que la Santidad del Papa Paulo V y los más Cardenales hizieron en Roma al Embaxador de los Japones» estaba editada en el año 1616. Y 616 era el número de Lucifer, la verdadera cifra atribuida al Príncipe de las Tinieblas en el Apocalipsis. Aún había más: el papa Paulo V fue quien, en 1614, instituyó en el Ritual Romano el procedimiento del exorcismo, el manual de guerra contra Satán. Pero éste no empezó a ponerse en práctica hasta dos años después, precisamente en 1616.

La conclusión ineludible que se deducía de todo ello era a la vez fascinante y aterradora. Las sospechas pasaban a convertirse en hechos: la entidad que se comunicaba psicofónicamente con él desde la cripta de la antigua iglesia católica, bajo el edificio Vendange de Boston, debía ser el propio Satanás. Y Cloister comprendió que lo había engañado de nuevo, pero engañándole y enviándole al otro lado del Atlántico, le había dado también la pista que necesitaba. Tortuosos caminos para llegar a la verdad.

Todo eso era lo que parecían demostrar las piezas del puzzle que acababa de unir. No sólo las que había descubierto en la Biblioteca Nacional española, sino otras diversas que ahora se juntaban por sí solas: el edificio Vendange estaba en la calle Dartmouth, es decir, «el que hiere con la boca»; el número de su entrada era el 160; allí se produjo el incendio más terrible de la historia de Boston, en el que murieron nueve bomberos, y que empezó el sexto mes en su decimosexto día, es decir, el 6-16… Lo único aparentemente fuera de lugar era el número escrito con sangre en la tabla del altar de la cripta. El 109 no tenía ninguna relación con el Demonio.

O puede que sí…

A Cloister se le ocurrió una idea que quizá tuviera algún sentido. Sacó su libreta de notas y escribió en ella el número 109 en numeraciones hebrea, griega y romana. Las observó durante un buen rato. Ninguna de las tres distintas grafías le inspiraba nada concreto. Nada hasta que se dio cuenta de algo a lo que, en un primer momento, no dio crédito. Su amigo Cecilio Gracia lo observaba en silencio, inmóvil, tratando de no perturbar sus pensamientos, como si no estuviera allí.

– ¡Dios mío! -susurró el sacerdote.

– ¿Qué sucede? -inquirió Cecilio, rompiendo su silencio, en tono preocupado. Sabía que Albert Cloister investigaba sucesos paranormales, misterios, enigmas sin respuesta. Aquella reacción no presagiaba nada bueno.

El 109 en numeración latina era CIX. Si se invertía el orden de los signos, resultaba transformarse en XIC, que carecía de significado en esa numeración, pero que sí lo tenía en la numeración griega…

– Ji, iota, stigma: ¡XIC es 616 en números griegos!

El sardónico Príncipe de las Mentiras le había puesto un acertijo que él acababa de desvelar. Había recordado la frase en arameo invertido que gritó Daniel durante su exorcismo. Era el mismo truco. Una nube densa inundó su mente. Quedó embotado, fuera de sí, mareado físicamente. Agachó la cabeza sobre la mesa hasta tocar con la frente en ella.

– ¿Cómo has dicho, Albert? ¡Por amor de Dios, dime qué te pasa!

– No, no puedo contarte nada -dijo Cloister, sombrío-. Es mejor para ti que no lo sepas, créeme. Tendrás que darme ese margen de confianza. Espero que no lo tomes a mal. Lo siento. Lo siento de veras. Ahora tengo que irme.

Antes de que Gracia pudiera abrir de nuevo la boca, el sacerdote recogió sus cosas y salió afuera. Ni siquiera esperó al ascensor. Se lanzó a las escaleras y bajó hasta la planta de salida. Con su amigo detrás, casi sin poder seguir su paso, atravesó la puerta de seguridad -que para salir no requería tarjeta ni código- y, luego, el arco detector custodiado por un vigilante jurado. Sólo un momento volvió la mirada atrás, para decir de nuevo a su amigo:

– Lo siento.

– Yo también lo siento -contestó éste. Y ya para sí, porque el padre Cloister había salido por la triangular puerta acristalada-: Ojalá todo se solucione. Sea lo que sea.

Capítulo 31

Fisher Island.

No había una sola nube en el cielo. La noche era apacible. Sólo el motor del todoterreno de Maxwell interrumpía la quietud, hasta que éste lo apagó. Después de bajarse del coche, atravesó a oscuras la distancia que separaba el garaje de la casa. El escritor estaba de muy buen humor. Iba silbando una pegadiza musiquilla infantil que sirvió de himno en el acto del que había sido la estrella protagonista. Había firmado un buen montón de cuentos. Los padres de Fishers Island lo adoraban. Y él adoraba a sus hijos. Maxwell adoraba a todos los niños del mundo. Oh, sí que los adoraba… El principio de una erección se notó claramente en sus pantalones de pana. Ardía en deseos de entrar en casa y pasar un rato divertido con sus juguetes del sótano. La urgencia de esta necesidad le llevó a acelerar el paso para llegar cuanto antes. Aún silbaba la canción infantil cuando abrió la puerta de su casa. Pero lo que vio al entrar en ella le hizo detenerse abruptamente. La puerta del sótano estaba forzada. Alguien había arrancado la cerradura. Donde ella debía estar, sólo quedaban astillas y un hueco en la madera. Sintió cómo la ira le quemaba por dentro.

– ¿Quién? ¿Quién?

No obtuvo respuesta. La anterior expresión alegre de su rostro había mudado por completo. Sus ojos enloquecidos miraban a todas partes. Una vena hinchada le cruzaba la frente, y en las comisuras de sus labios empezó a acumularse saliva seca. Enfiló la escalera del sótano sin encender la luz. A punto estuvo de caerse rodando justo antes de saltar desde el último rellano de escaleras. Ya abajo, encendió una lámpara de pie.

– ¡NOOO!

Gritó con todas sus fuerzas. Habían profanado su templo. Le habían robado uno de sus juguetes. Su preferido.

Maxwell subió otra vez a la planta baja. Su boca espumajeaba de rabia. Se dio cuenta de que había un olor extraño en el aire. Era un perfume de mujer. Maxwell miró hacia el piso superior, por el hueco de la escalera, como si hubiera percibido allí una presencia extraña, y gritó:

– ¡PUTA!

Pasó por la cocina y emprendió de nuevo una carrera maníaca, esta vez escaleras arriba. Ahora no consiguió evitar tropezarse. La nariz de Maxwell emitió un crujido terrible al golpear la barandilla de hierro. Cuando se levantó, la sangre le cubría el rostro y su nariz estaba torcida en un ángulo extraño.

Ajeno al dolor que debía estar sintiendo, emprendió de nuevo la carrera hacia su cuarto. La puerta, que también debía estar cerrada, se hallaba abierta como la del sótano.

Maxwell se detuvo en el umbral. En una de sus manos resplandecía el filo de un cuchillo. Cada centímetro de su ser destilaba odio. Escupió a un lado una mezcla de sangre y saliva, y repitió, ahora con voz nasal:

– Puta…

Había una mujer sentada en su cama. Era la misma forastera con la que había conversado en el supermercado del pueblo. Su gesto era de una calma absoluta. Susurraba una canción, «La rosa», de Bette Midler, y tenía los brazos alrededor del cuerpo escuálido de un adolescente vestido como un niño pequeño.

– Estábamos esperándote -dijo Audrey.

Maxwell se lanzó sobre ella con un grito feroz. Los dos clavaron su cuchillo en el cuerpo del otro al mismo tiempo. Las hojas afiladas abriéndose paso en la carne y el hueso produjeron un sonido espeluznante. El muchacho al que Audrey estrechaba entre los brazos se mantuvo sentado en la cama. Contempló en silencio la sangrienta escena. Nada salió de su boca. Ni una palabra. Ni un aullido de miedo o de lamento. Nada podía salir de su boca. Anthony Maxwell se había encargado de eso.

Capítulo 32

Boston.

– ¿Eres tú Lucifer? Y, si lo eres, ¿puedes revelarme ya la verdad?

Con estas preguntas directas, el padre Cloister retomó, a su regreso a Boston desde la capital de España, las comunicaciones psicofónicas con la entidad de la cripta bajo el edificio Vendange.

– Tú lo has dicho. Soy Lucifer, ya lo sabes, y sabes que es cierto -respondió la voz a través de la grabadora. Y continuó-: ¿Revelarte la verdad? No. Mi escritura es tocida en renglones rectos. Ay, pobre de ti, los renglones son siempre rectos: ¡lo torcido es lo que se escribe en ellos! yo escribo con letras sinuosas, quebradas, encrespadas y ensortijadas Escuche quien tenga oídos. Escuche quien tenga… valor. ¡Yo te daré las letras, pero tú habrás de recomponer las frases! Mis letras son letras oscuras. De dolor y desesperanza. Sobre todo desesperanza. ¿Todo es Infierno?, te preguntas. Pero no comprendes el auténtico significado de esta frase, y yo no voy a revelártelo. No me creerías porque no podrías creerme. Nisiquiera la muerte puede borrar esa gran verdad, tendrás que descubrir la verdad. La verdad con letras de fuego.

Cuando escuchó la grabación, un escalofrío recorrió la espalda del sacerdote, erizando el vello de su nuca. Apretó los dientes. Hacía tiempo que se había reventado el sólido bloque de mármol en el que se convertía para afrontar las investigaciones. No podía huir y olvidarse de todo. Ni tampoco quería hacerlo. O quizá huir sí, si pudiera, pero no olvidarse. Olvidarse, nunca.

Cloister notaba su cabeza a punto de estallarle. Sus ojos apenas cabían en las órbitas, y los párpados parecían de metal. Tenía calor en el rostro y frío en el resto del cuerpo. Las venas de su cuello palpitaban al ritmo de un corazón acelerado. Aferró la grabadora, preso de la ansiedad. La puso de nuevo en marcha y gritó al micrófono:

– ¡Seguiré tu maldito juego! ¡Conduzca a donde conduzca!

Resoplando, esperó a que el led rojo que indicaba registro de sonido se apagara y luego reprodujo el archivo digital. La entidad había respondido a su aceptación de lo que le estaba proponiendo, sin condiciones.

– Eso me satisface, aunque no es ningún juego. Has elegido lo correcto, como siempre, y como siempre, Lo correcto te dolerá. Lee el Génesis, el primer capítulo. Estúdialo con cuidado y detenimiento. Cambia tu punto de vista. Hasta ahora te ha sido imposible comprender lo evidente, lo que cualquiera puede ver con solo mirar. Debes leer otros textos. Los que tu Iglesia llama Evangelios Apócrifos. No quiere admitirlos porque les tiene miedo, Y en eso está en lo cierto, aunque nunca llegará siquiera a imaginar por qué, ni cuánto miedo debe tener. si obtendrás ese privilegio. Basta con que leas el Evangelio de Nicodemo y el Evangelio de Tomás de la Infancia de ese Jesús. Léelos entre líneas. Entre líneas rectas. Algunas cosas torcidas saltarán a tu vista. Y cuando lo hayas hecho, vuelve a mí.

Tras escuchar la última comunicación, ya no había nada que hacer allí, y el jesuíta empezaba a sentir dolor físico de tanta tensión acumulada. Incluso le pareció como si una mano invisible lo tocara. En medio del silencio de la cripta, recogió su grabadora y su cuaderno, apagó el foco no sin antes haber encendido una linterna, y salió por la escalera que ascendía al exterior. Regresó al colegio, a su habitación, y rezó largamente. Después cogió su Biblia y se tumbó en la cama, algo más relajado. La oración había aliviado su aflicción, pero su alma seguía percibiendo la oscuridad adherida a ella. Abrió por el principio el libro que el consideraba sagrado, y leyó para sí: «En el principio, Dios creó los cielos y la tierra…».

Casi sin darse cuenta, fue avanzando línea a línea, párrafo a párrafo. Leyó cómo Dios creó el mundo de la nada. Cómo se hizo la luz… Después, el Paraíso Terrenal y los dos primeros seres humanos, Adán y Eva, a los que bendijo y pidió que crecieran y se multiplicaran. Dios les otorgó poder sobre todas las otras criaturas, pero les prohibió una sola cosa: comer el fruto del árbol de la vida, en el centro del Edén. No quiso que se abrieran sus ojos al hacerlo, ya que en tal caso conocerían el bien y el mal. La serpiente -el Demonio- les tentó, y dijo que Dios les había engañado al decirles que morirían si comían del árbol; les dijo que no morirían. Y no murieron. La serpiente les tentó, pero Dios había mentido. La ceguera de los ojos de Adán y Eva se quebró. Se les cayeron los velos que les impedían ver. Sintieron miedo, vergüenza, pudor. Perdieron las firmes sujeciones en las que agarrarse. Y Dios dijo, enigmáticamente: «He aquí que el ser humano es como uno de nosotros». Pero ¿a quiénes se refería?

Dios había mentido…

De repente, Cloister se detuvo.

– ¿Dios mintió? -se preguntó a sí mismo, en un tono inquisitivo que reflejaba una perpleja incredulidad. La perpleja incredulidad de quien desea estar equivocado, pero no cree realmente estarlo.

El Génesis era un relato simbólico. Cualquier teólogo lo sabía. Sólo las personas con fe más sencilla lo tomaban por una realidad histórica. Lo importante estaba en el sentido. Y el sentido era precisamente… que Dios mintió.

El sacerdote tomó aire. Sentía una opresión en el pecho, y su rostro exhibía una expresión de asco que él mismo no podía imaginar en su propia cara. La entidad tenía razón. Estaba asustado. El miedo le provocaba esa sensación parecida al calor dentro de la cabeza. Un zumbido movía sus tímpanos desde dentro. No disponía de los textos que había citado la entidad, de modo que accedió a internet y tecleó la dirección de una página que recogía todos los escritos apócrifos hallados hasta la fecha, incluyendo los pergaminos del mar Muerto y los de Nag Hammadi. Esbozó una leve y doliente sonrisa al recordar que casi ningún cristiano sabía que el Evangelio de san Juan había estado a punto de ser considerado apócrifo. La frontera entre unos relatos y otros estaba poco definida. Incluso las Biblias de distintas iglesias cristianas diferían en algunos de sus libros, o se consideraba a algunos de éstos muy cercanos a lo apócrifo. En cuanto al Nuevo Testamento, la vida de Jesús y la posterior conformación de la primitiva Iglesia cristiana, distaban mucho de ser narraciones rigurosas. Del propio Jesús se sabía muy poco con visos de ser indiscutiblemente cierto. Se había llegado a decir que no nació en Belén, que era rico, que tenía sangre egipcia, que viajó por Persia, la India y el Tíbet, que desbancó a Juan Bautista y fue rival suyo, que estuvo casado con María de Magdala y hasta que no murió en la cruz, con lo que, evidentemente, tampoco habría resucitado. De hecho, supuestas tumbas suyas llegaron a ubicarse en distintos lugares, desde la propia Jerusalén hasta la localidad japonesa de Shingo, pasando por Rozabal en Cachemira y otros diversos lugares, a cuál más estrambótico.

Mientras pensaba, Cloister bajó a su ordenador los documentos en formato PDF: los evangelios apócrifos de Nicodemo y de Tomás de la Infancia. Los conocía ligeramente, pero nunca leyó ninguno de los dos en profundidad y con total atención. Ahora leía el de Nicodemo buscando «claves». Y pronto encontró algo que bien podía ser una de ellas. Eran unas frases de Satanás desde los infiernos, en las que decía:

Prepárate a recibir a Jesús, que se vanagloria de ser el Cristo y el hijo de Dios, pero que es hombre temerosísimo de la muerte, porque yo mismo le he oído decir: «Mi alma está triste hasta la muerte». Y entonces comprendí que tenía miedo de la cruz.

¿Miedo…? ¿Jesús…? ¿Miedo a la muerte? ¿Acaso no tenía confianza en el Padre? ¿Acaso no sabía que era el hijo de Dios? Cloister no comprendía que Jesús tuviera miedo a la muerte, sino sólo al modo de morir. La cruz era un método de ajusticiamiento terrible. Los romanos sabían cómo disuadir a los criminales de sus delitos. Por norma general, un reo tardaba hasta más de un día entero en morir. Su agonía era inimaginable, tratando de elevarse sobre los pies, forzando los brazos, para robar un poco de aire y no morir asfixiado, sabiendo que el final es inevitable. Una forma de matar muy cruel, propia de un mundo y una época crueles.

El sacerdote siguió leyendo, finalizó el Evangelio de Nicodemo y comenzó el de Tomás de la Infancia. Aquel sí que era un texto desconcertante. Mostraba a un Jesús niño de feroz brutalidad, malhablado e inmisericorde con sus semejantes y el resto de habitantes de Nazaret. Su «juego» favorito era hacer que los demás murieran a poco que lo contrariasen. Más que la infancia de Jesús, parecía la infancia del mismo Satanás.

Y un fariseo, que estaba con el niño, tomó un ramo de olivo y destruyó la fuente que había hecho Jesús. Y, cuando Jesús lo vio, se enojó y dijo: «Sodomita impío e ignorante, ¿qué te habían hecho estas fuentes, que son obra mía? Quedarás como un árbol seco, sin raíces, sin hojas ni frutos». Y el fariseo se secó, y cayó a tierra y murió. Y sus padres llevaron su cuerpo, y se enojaron con José. Y le decían: «He aquí la obra de tu hijo. Enséñale a orar, y no a maldecir».

Otra vez, Jesús atravesaba la aldea, y un niño que corría, chocó en su espalda. Y Jesús, irritado, exclamó: «No continuarás tu camino». Y, acto seguido, el niño cayó muerto. Y algunas personas, que habían visto lo ocurrido, se preguntaron: «¿De dónde procede este niño, que cada una de sus palabras se realiza tan pronto?». Y los padres del niño muerto fueron a encontrar a José, y se le quejaron diciendo: «Con semejante hijo no puedes habitar con nosotros en la aldea, donde debes enseñarle a bendecir, y no a maldecir, porque mata a nuestros hijos».

Y José tomó a su hijo aparte, y le reprendió, diciendo: «¿Por qué obras así? Estas gentes sufren, y nos odian, y nos persiguen». Y Jesús respondió: «Sé que las palabras que pronuncias no son tuyas. Sin embargo, me callaré a causa de ti. Pero ellos sufrirán su castigo». Y, sin demora, los que lo acusaban, quedaron ciegos.

El jesuíta no comprendía nada… Jesús tenía miedo a la muerte, y de niño fue muy cruel. ¿Qué tenía que ver una cosa con la otra? ¿Era acaso Jesús la encarnación del mal? Cloister estaba ya dispuesto a aceptar cualquier cosa. Quizá empezaba a comprender cuestiones que le llevarían a la verdad ansiada. Pero no, Jesús no podía ser lo contrario de lo que siempre había creído… Tenía que atreverse a pensar, a abrir su mente si quería de veras entender. Abrirla como nunca, con orificios como la boca de un cañón. A menudo los hilos de la verdad se tejen solos. Aunque sea como acercarse a un acantilado y mirar abajo. El vértigo no anula la seducción del riesgo. Cloister sabía que ningún abismo sería capaz de frenarlo.

El mítico e inextricable Nudo Gordiano no pudo ser más enrevesado y difícil que el enigma que se presentaba ante Albert Cloister. Pero, al igual que hizo Alejandro Magno, todo nudo se puede cortar.

– ¡Cortarlo! ¡Cortarlo! ¿Cómo…?

El delirio del sacerdote había superado la barrera de su mundo interior para convertirse en un grito. Estaba nervioso y sudaba copiosamente. Las manos le temblaban. Repasó de nuevo los textos de Nicodemo y Tomás… Jesús temía morir en la cruz y, en su infancia, se comportaba como un ser malvado. Miedo, siempre miedo. El mal es hijo del miedo. La soberbia, la envidia, la vanidad… Todo aquello que hizo a Lucifer levantarse contra Dios.

Levantarse contra Dios.

Ese pensamiento hizo que otro se formara en la mente del jesuíta, como consecuencia directa suya. En varias grabaciones sucesivas, Cloister obtuvo respuesta a algunas de sus dudas; pero sólo a aquellas que la entidad quiso resolver. Respuestas que no le ayudaron precisamente a encontrar un horizonte sólido ante su mirada.

El jesuíta se acordó de pronto de Audrey Barrett. ¿Qué le había susurrado la entidad al oído durante el exorcismo del viejo jardinero? La entidad no había querido revelárselo a él.

La clave se hallaba en la desaparecida doctora Barrett. Eso estaba ya claro. Debía encontrarla, estuviera donde estuviese. Ella había recibido los elementos necesarios para aclarar el enigma durante el exorcismo de Daniel. Las más terribles verdades se susurran al oído. Su contenido es tan atronador que no es necesario hacer ruido al manifestarlas. Ella ignoraba, sin embargo, su verdadero papel en aquella obra de teatro tan real como temible.

Muy pronto, las últimas incertidumbres se disiparían para Cloister. Aquel mal llamado juego entraba en su última fase: el principio de su fin. La entidad había prometido al jesuíta que se maldeciría a sí mismo por haber pretendido desvelar la verdad a la que le estaba conduciendo con sus revelaciones. Estaba ya maduro para comprender.

Maduro para creer.

Capítulo 33

Fishers Island.

Joseph distinguió una fuente de luz entre los árboles. Era la casa del escritor Anthony Maxwell. Cuando estuvo más cerca, pudo ver que la puerta de la entrada se encontraba abierta de par en par, y su angustia se intensificó. Nadie dejaba la puerta de su casa abierta de esa manera. Ni siquiera en un lugar tan seguro y tranquilo como Fishers Island. Aparcó enfrente de la edificación, llevándose por delante las macetas que adornaban el pie de la escalera. Se lanzó fuera del vehículo y corrió hacia la entrada.

– ¡Dios mío…!

No se esperaba algo así. Llevaba todo el día mortificado por lo que pudiera haberle ocurrido a Audrey. Pero ni en sus peores imaginaciones esperaba encontrarse aquello… Había sangre por todas partes. Joseph contempló, atónito, las huellas rojas que surcaban la piedra blanca del suelo. Unas eran de zapatos de mujer, y las otras eran casi igual de pequeñas, pero de unos pies descalzos; ambas mezcladas en una total confusión.

– ¿Qué diablos ha pasado aquí? -murmuró, sobrecogido, mientras seguía el rastro hacia el interior.

Por unos segundos se preguntó qué debía hacer, por dónde debía empezar a buscar a Audrey, si es que eso continuaba teniendo sentido. Entonces reparó en que la cerradura de la puerta del sótano había sido arrancada de cuajo. Se acercó a ella con una cautela extrema. El corazón le batía a un ritmo enloquecido dentro del pecho. La corriente gélida que penetraba desde la calle hacía condensarse en nubes de vaho su agitada respiración. Creyó oír un sonido que emergía de las profundidades del sótano. Una especie de lamento… No, no era exactamente eso. Era más bien como si alguien tratara de hablar con la boca cerrada, por absurdo que pareciera. El ruido cesó cuando Joseph puso el pie en el primer escalón que descendía a la cámara subterránea.

Mientras bajaba, percibió cada vez con más intensidad un olor a moho y humedad. Y eso resultaba casi una bendición, porque había un hedor de fondo mucho más desagradable e incomparablemente más siniestro.

Joseph quiso gritar cuando descubrió el origen de aquel hedor. Pero no consiguió hacerlo. Su boca se abrió como la de un pez que pugna por un poco de aire, y que está, sin embargo, condenado a asfixiarse. Si el horror, si el auténtico horror tenía un rostro, debía ser el de los seres pálidos y enajenados que Joseph tenía delante de los ojos. Eran niños.

O, más bien, lo fueron.

Ahora, Joseph no se atrevería siquiera a afirmar que continuaban siendo humanos. A juzgar por lo que veían sus ojos, quien hubiera pasado por lo que ellos debían haber pasado, tenía que haber perdido todo rasgo de humanidad. Sólo así sería posible haber soportado ese inimaginable tormento.

– Oh, Dios, Dios… -consiguió por fin articular el bombero, entre gemidos horrorizados.

Dios no estaba en aquel sótano. Dios no podía existir si aquel sótano existía. Las bocas de los cinco niños estaban toscamente cosidas con un hilo grueso. Se las habían cosido para evitar que gritaran o que pidieran auxilio. Joseph sintió que las piernas le fallaban. Tuvo que apoyarse para recuperar el equilibrio. El movimiento fortuito le hizo encender un aparato de radio, sin pretenderlo, y en aquel lugar de pesadilla empezó a sonar una alegre música infantil. Cinco pares de ojos se acercaron a los barrotes de sus celdas para observar más de cerca a Joseph, quizá como alguna clase de respuesta mecánica a la música. Aquellos ojos estaban muertos. Sus dueños eran meras cascaras: sin deseos, sin voluntad, sin esperanza.

Joseph trató de apagar el aparato que emitía la música, pero las sacudidas de sus manos le impedían acertar en el botón de parada. Y la canción infantil seguía sonando. La imagen de uno de esos niños enjaulados tratando de cantar la canción con su boca cosida fue demasiado para el bombero. Cogió la radio y la estrelló contra la pared. Vomitó allí mismo y luego salió corriendo del sótano. Huyó de él. No tuvo el valor de quedarse a ayudar a los niños. Ya arriba, llamó a la policía. La voz le temblaba cuando llegó el momento de describir lo que había encontrado.

Pero antes de todo eso, antes de que Joseph cruzara la puerta principal, una figura oscura había emergido de la casa de Maxwell. La figura tenía el cuerpo encorvado y era de una extrema delgadez. Caminaba muy despacio, con enorme dificultad. Los años de encierro en una pequeña celda le habían cobrado un alto precio a su cuerpo. Cada paso era un martirio, pero quiso volver a la casa para ir en busca de su cuaderno. Estaba muy orgulloso de su cuaderno, sí, y quería que ella lo viera. Al salvar el último escalón que separaba la casa del suelo, se le escapó un gemido de dolor. Apenas fue audible, porque tenía la boca cosida, al igual que los restantes niños. Siguió adelante y se alejó despacio de la casa, con su andar lastimero. Por suerte, la mujer que lo había liberado del sótano no estaba lejos.

Era Eugene, que se sentó junto a su madre. Ella estaba tendida en el suelo, sobre unas hierbas. La sangre salía a borbotones de la herida de su pecho. Respiraba entre estertores, con un sonido acuoso. Pero ya no sentía ningún dolor. Todo estaba ya bien. Su amado hijo Eugene había vuelto a su lado.

La alegría de Audrey se mezcló, no obstante, con un sentimiento de tristeza. Su corazón se ensombreció al ver de nuevo la boca de su hijo, atravesada con un hilo tosco que ella no podía simplemente arrancar, por más que deseara hacerlo. La maldad de un ser humano no tiene límites. Nadie sabía eso mejor que Eugene.

Audrey vio que él le tendía un cuaderno. La psiquiatra comprendió que su hijo había vuelto a la casa a buscarlo, para enseñárselo. Sus páginas estaban plagadas de dibujos. La luz de la Luna, casi llena, le permitió distinguir varios de ellos.

– Son… preciosos… Eugene -dijo Audrey, con un esfuerzo sobrehumano.

El muchacho la miró, y Audrey juraría que vio brillar una sonrisa en aquellos ojos ausentes. Todo iba a salir bien. Eugene se pondría bien. Algún día podría hablar de nuevo. Y reír.

Audrey recordó algo, y fue ella ahora quien sonrió, dejando a la vista unos dientes manchados de sangre.

– Ar… mario-dijo-. Tus… regalos… están… en… el… armario.

Era imposible que Eugene supiera a qué se refería su madre con esas palabras. Él no podía imaginar que hubiera un armario lleno de regalos esperándole en casa: los de todos los cumpleaños y Navidades que Maxwell le había arrebatado. Eugene le dio su cuaderno de dibujos. Ese era el regalo que él había guardado para ella durante todos estos años de tormento.

Un ruido del que Audrey no fue consciente llamó la atención de Eugene. Su cuerpo escuálido se tensó, justo antes de que una voz gritara:

– ¡Audrey! Audrey, ¿eres tú?

El bombero sólo conseguía ver un bulto oscuro, una sombra más entre las sombras. Aun así, supo que se trataba de la mujer que había ido a buscar. Cuando llegó hasta ella, la plateada luz le reveló que no estaba sola. Había un muchacho arrodillado junto a su cuerpo. Como los demás cautivos del sótano, también él tenía la boca cosida. Pero el bombero no sintió horror al verle, sino una profunda ternura.

– Es… mi… hijo… Eugene -susurró Audrey.

Joseph se arrodilló a su lado. La noche ocultaba la siniestra mancha escarlata que empapaba el hombro y el pecho de Audrey. Estaba malherida. Aunque peor parado había salido el hombre; el que Joseph encontró después de llamar a la policía. Debía de ser Maxwell. Estaba muerto sobre un charco de sangre, en una habitación del piso superior que daba escalofríos, porque parecía la de un niño, pero no lo era. Por fin, Joseph entendió la razón de tanto sufrimiento, el porqué de la muralla infranqueable que la psiquiatra había levantado a su alrededor.

– Todo va a salir bien, Audrey. Ya lo verás.

– Prométeme… -unas toses malsanas y líquidas interrumpieron las palabras de la psiquiatra-: Prométeme… que… cuidarás de él… por mí.

– Los dos cuidaremos de él -dijo Joseph, con un nudo en la garganta-. Tú y yo, Audrey. No te rindas ahora, por favor.

– Promé… témelo.

Joseph la miró con cariño y angustia. Unas lágrimas habían empezado a caer de los ojos del bombero. No se dio cuenta de ello hasta que Eugene extendió el brazo en su dirección, y empezó a enjugarle las lágrimas con sus dedos largos y huesudos. Un niño que había sufrido lo indecible, que tenía la boca cosida y que parecía un espectro, se esforzaba por consolarlo. A él. A un aguerrido bombero del Departamento de Boston.

Sus lágrimas se redoblaron. Quiso abrazar a Eugene, y devolverle un poco del cariño del que nunca debía haberse visto privado. Pero el bombero no se atrevió a hacerlo, por temor a que se asustara. Fue entonces cuando Eugene apoyó su cabeza sobre el pecho de Joseph, y puso una de sus frágiles manos en su espalda. Su otra mano agarraba la de su madre, que yacía al lado.

– Te prometo que cuidaré de él -dijo Joseph, acariciando el cabello de Eugene.

Audrey asintió. Quiso decir algo más, pero no fue capaz. Las fuerzas la abandonaban. Iba a perder el sentido. Vio una luz a lo lejos. Creyó que se trataba de un truco de su mente exhausta, pero volvió a verla de nuevo. Provenía de un farol. La noche anterior no se había dado cuenta de su presencia. Resulta curioso el modo en que algunas cosas se nos escapan. Audrey siguió con la mirada el haz de luz que giraba incansablemente en lo alto del farol. Ahora iluminaba la noche. Ahora permitía a las sombras regresar. Luz. Oscuridad. Luz. Oscuridad.

Capítulo 34

Boston.

El suave zumbido del televisor precedió a la aparición de la imagen. Tras su última comunicación con la entidad, el sacerdote decidió releer los textos apócrifos que tanto habían turbado su ánimo, para buscar en ellos algo más que hubiera podido pasar por alto. Mientras lo hacía, había sintonizado la cadena de noticias CNN, con el volumen bajo. Una reportera comentaba desde Illinois el asesinato del dueño de una tienda de comestibles a manos de unos atracadores que se habían llevado sólo cuarenta dólares. Bajo precio para una vida arrancada. Después, los resultados deportivos de Estados Unidos y la última hora de los deportes internacionales. Siguió el parte meteorológico y otros sucesos diversos, a cuál más grotesco o penoso.

Cloister reflexionaba sobre los textos condenados por la Iglesia, aunque lo hacía con ideas inconexas. Le devolvió a la realidad el sonido del timbre de su teléfono celular. No conocía el número que le llamaba. Lo cogió, pero había sido una equivocación. Siempre ocurren en los momemos más inoportunos. O quizá los momentos siempre son inoportunos para alguien que se dedica a un trabajo tan inhabitual como el del jesuita.

Entonces, la explicación en las noticias de algo relacionado con las cosechas de cacahuetes se interrumpió con cierta brusquedad, y la imagen volvió al locutor del estudio central, que dijo:

«Nos llega una última hora desde Fishers Island, en el estado de Connecticut. Según fuentes policiales, allí ha sido encontrado el cuerpo sin vida del escritor infantil Anthony Maxwell, más conocido como Bobby Bop. Al parecer, en el sótano de su vivienda tenía secuestrados a varios niños. En las inmediaciones de la casa se ha hallado también a una mujer malherida, que ha sido identificada como la médico psiquiatra Audrey Barrett.»

Fue un cañonazo terrible. Cloister estaba arrellanado en la silla, pero se incorporó como por resorte al oír el nombre de Audrey Barrett. Algo parecido a un calambre le golpeó el corazón y lo aceleró hasta el infinito. Notó cómo sus pulmones se quedaban sin aire.

«Un equipo de reporteros se está desplazando a la zona en estos instantes. Cuando tengamos más datos se los facilitaremos en próximas conexiones.»

El sacerdote se descubrió a sí mismo arrodillado en el suelo, con la cara a unos centímetros de la pantalla del televisor. Tenía el celular en la mano. Lo había cogido cuando le llamaron por error. Marcó el número de la residencia de ancianos.

– Soy el padre Cloister. Necesito hablar con sor Victoria. Es urgente.

– Pero la madre superiora se ha retirado… Está en su habitación.

– Por favor, avísela. Es muy importante que hable con ella. Ahora.

La monja que había atendido al teléfono no contestó a eso último. Cloister sólo oyó un golpe del auricular al apoyarse sobre la mesa. Seguramente su tono angustiado y apremiante le hizo comprender que no se trataba de ninguna broma.

– Dígame, padre. Soy sor Victoria. ¿Qué sucede?

– Hermana, ¿está usted viendo las noticias?

– No. Estaba en mi cuarto, rezando.

– Pues póngalas. La CNN. Acaban de encontrar a la doctora Barrett.

– ¿Acaban de encontrarla?

Ahora era la religiosa quien mostraba angustia en su voz, temiendo lo peor.

– Al parecer está malherida, pero viva.

– ¡Dios del cielo! ¿Y cómo ha sido?

– Aún no saben mucho. Lo dirán más tarde.

– Gracias por llamar, padre.

Conmocionada por la noticia, la madre superiora colgó el teléfono sin despedirse.

El sacerdote, que no había separado la mirada del televisor, volvió a subir el volumen. Ignoraba cuánto tardarían en dar nuevos datos sobre el suceso, pero no estaba dispuesto a perder detalle. Era crucial no perderlo. La doctora Barrett había sido hallada viva, aunque herida gravemente. No podía morir: la clave estaba en ella.

– ¡No es posible!

El grito de Cloister precedió al salto que lo llevó hasta el armario donde tenía guardados los cuadernos de la doctora y sus notas de la investigación. Cogió la primera de sus libretas y empezó a escrutar las páginas. Allí estaba: el sacerdote exorcista había declarado que Daniel, durante el rito, mencionó la localidad de New London, en Connecticut, y una isla cercana. A la doctora Barrett la habían encontrado en una isla, Fishers Island, y precisamente en el estado de Connecticut.

El sacerdote empezó a entender mucho más de lo que pudo sospechar. Los «globos amarillos», el hombre muerto con niños secuestrados en su sótano… Aquel tipo debía de ser un pederasta. Los globos les encantan a los niños. La doctora Barrett debió de ser víctima suya de alguna manera. O su hijo…

«Conectamos en directo con Fishers Island, en Connecticut, para ampliarles la noticia que les adelantábamos hace unos minutos desde el lugar de los hechos.»

La imagen mostró una casa de campo, al fondo, rodeada de coches de policía y sirenas encendidas. En primer plano, un reportero con un paraguas, pues llovía abundantemente, empezó a narrar los acontecimientos, o lo que se conocía de ellos hasta el momento.

«Estamos ante el domicilio del solitario escritor Anthony Maxwell, autor de decenas de cuentos infantiles bajo el seudónimo de Bobby Bop, donde ha sido hallado esta tarde su cuerpo sin vida. En su sótano, las autoridades han encontrado a seis niños en un estado lamentable, presos en una especie de celdas, con las bocas cosidas y alimentados a base de papillas líquidas administradas con caña. Todos han sido ingresados en varios centros médicos de la zona. También se han hallado en la casa los cadáveres de al menos otra decena de niños. Se ignora aún la interpretación que la policía hace de estos macabros hechos. Lo que sí podemos confirmar es que otra persona, identificada como la doctora en psiquiatría Audrey Barrett, ha sido encontrada por agentes de la policía del estado cerca de la casa, herida de gravedad. Posiblemente trató de llegar a su coche, oculto al otro lado del Lago del Tesoro. La doctora ha sido ingresada en el hospital de New London, donde los médicos luchan por su vida. Para finalizar, un dato más antes de devolver la conexión a nuestros estudios centrales. La policía interroga a estas horas al novio de la doctora Barrett, Joseph Nolan, por si pudiera aportar algún dato esclarecedor en este triste suceso.»

New London. Un novio. Un posible hijo.

Albert no salía de su asombro. Todo cobraba sentido y, además, había un nuevo participante en el rompecabezas. Sonó su teléfono celular. Era la madre Victoria, conmo-cionada después de la ampliación de la noticia.

– ¿Usted sabía que la doctora Barrett tenía novio? -preguntó el sacerdote.

– No… Era tan solitaria… Aunque es cierto que, en las últimas semanas, trabó amistad con el bombero que salvó a Daniel del incendio.

– ¿Es el Joseph Nolan que han mencionado en las noticias?

– El mismo. Sé que ha tratado de encontrar a Audrey. Estaba muy afectado. Pero ignoraba que entre ellos hubiera algo más…

– ¿Por qué no me habló de él?

– No sabía qué relación podía tener con su investigación.

Cloister se dio cuenta de que estaba siendo injusto con la religiosa. Sus investigaciones habían avanzado mucho desde que llegara a Boston. Sor Victoria, en efecto, no podía saber en qué dirección habían ido sus pesquisas. Para ella, la doctora Barrett nada tenía que ver con el resultado del exorcismo y con las visiones del viejo Daniel. Sólo era una persona que le ayudó y que, impresionada por su situación, había huido, desapareciendo por algo que Daniel dijo.

– Discúlpeme, hermana, tiene razón. Me he dejado llevar. Si Nolan la llama a usted por teléfono, por favor dígale que necesito hablar con él.

– Así lo haré.

– Déjeme que le pregunte otra cosa más, hermana. ¿Usted sabe si la doctora Barrett tiene hijos?

– No, que yo sepa. Ella me dijo que nunca estuvo casada, y yo deduje que tampoco tendría hijos. Pero, claro… ¡Oh, Dios mío! Lo dice por esos pobres niños…

– Exacto.

– Lo que sí sé, y quizá le interese saberlo a usted, es que Audrey pasó toda su infancia en New London, con sus padres. Cuando el padre murió, ella y su madre se trasladaron de Hartfod para reducir gastos, a una antigua casa que su madre poseía allí.

– Gracias por todo, madre Victoria.

La monja se despidió de Cloister. Pero, antes de colgar, repitió algo que ya le había dicho cuando se conocieron: allí actuaban fuerzas terribles y ocultas. Siempre lo sospechó. El sacerdote no respondió nada a eso, pero sabía que ella tenía razón. Más razón de la que pudiera llegar a imaginar.

Capítulo 35

Boston.

Todos los estudiosos de la psicología y la parapsicología, y de los sucesos paranormales, saben que los deficientes mentales poseen un sexto sentido en lo que se refiere a captar lo oculto, a sufrir visiones, a percibir aquello que no es visible para todos. Es como si su mente tuviera un receptor especial, menos «lleno» que el de las personas llamadas normales. El cerebro es un gran enigma, pues genios como Mozart pudieron ser disminuidos psíquicos, o también algunos pintores y escultores de enorme creatividad.

Ahora, la mente simple del viejo jardinero Daniel había sido como una radio sintonizada con aquella entidad maléfica, dentro de su plan establecido, como un eslabón más de ese plan macabro.

En la cripta bajo el edificio Vendange, Cloister trató de establecer contacto de nuevo. Pero ya no pudo hacerlo. Sólo le quedaba intentar algo casi descabellado, quizá imposible, en lo que antes no había reparado y que se le ocurrió de pronto: captar el sonido de la grabación del exorcismo, la parte en que Daniel hablaba al oído a la doctora Barrett, y filtrarlo como fuera para mejorarlo y tratar de entender algo más. Los labios de Daniel no se veían en la imagen, ya que de haber sido así, su movimiento bastaría para que alguien capaz de leerlos tradujera lo que había dicho. Por desgracia quedaban tapados por la doctora cuando ésta se recostaba para escuchar las palabras del viejo.

De todos modos, el sacerdote capturó en su ordenador portátil el sonido de la parte de la cinta que le interesaba. Luego abrió el archivo digital con un programa de tratamiento de audio y subió el volumen al máximo. Fue manipulando con paciencia los diversos controles de filtrado y se puso unos cascos para que la calidad del sonido no disminuyera. Cada ruido o palabra, tan amplificados, le producían dolor en los oídos. Pero de la voz de Daniel, nada. Ni siquiera un susurro.

Entonces tuvo una iluminación. Recordó a un antiguo amigo, al que conoció mientras estudiaba ciencias en la Universidad de Chicago: el excéntrico Harrington Durand. A veces lo más obvio es lo que se pasa por alto. ¿Cómo no había pensado antes en él? Por suerte residía muy cerca, en el elegante barrio de Brookline, y ya le había prestado ayuda en otras ocasiones. Cloister miró la hora. Las dos de la tarde. Cualquier persona normal estaría despierta a esa hora, pero Harrington no era una persona normal. En todo caso, aquella llamada era demasiado importante para titubear. El jesuita marcó su número de teléfono de Brookline y esperó los tonos.

– ¿Sí…?

Sorprendentemente, Harrington se puso enseguida al aparato. Y el tono de su voz era alegre.

– Harrington, soy Albert Cloister…

– ¡No te molestes! No estoy en casa. Tendrás que esperar a otro momento.

El muy canalla había grabado un mensaje jocoso en el contestador para confundir a quienes lo llamaran, con un espacio entre la pregunta afirmativa del inicio y el jarro de agua fría final. Pero Cloister no iba a renunciar tan pronto. Oprimió el botón de memoria del teléfono y esperó a que el mensaje volviera a sonar. Repitió la operación media docena de veces, sin resultado. O Harrington no estaba verdaderamente en casa, o tenía los oídos taponados.

Aunque su amigo casi nunca llevaba encima el celular, Cloister optó por lo único que le quedaba por hacer. Buscó su número en la memoria, lo seleccionó y oprimió la tecla de llamada. El aparato estaba encendido. El timbre sonó más de diez veces. Cuando Cloister pensaba que saltaría también un contestador, o que la llamada quedaría cortada, la voz de Harrington se escuchó al otro lado, en un tono muy bajo.

– ¿Sí…?

– Hola, soy Albert Cloister. Necesito tu ayuda.

– Siento decirte que no puedo hablar ahora…

– Es muy importante, Harrington. Tengo que pedirte un favor muy importante.

– Ahora es imposible. Estoy en una reunión… ejem… notable. No puedo decirte más. Estoy rodeado de señores de colores, todos muy circunspectos.

– ¿Señores de colores?

– Sí: azul, verde y negro. Militares y gente del Gobierno.

– Por favor, llámame entonces en cuanto puedas.

Harrington colgó. A pesar de todo, Cloister estaba seguro de que, en esa ocasión, su peculiar y genial amigo no podría ayudarle. Ahora tocaba esperar y adelantar trabajo en otras direcciones. Como la doctora Barrett estaba en coma, ahí no había nada que hacer de momento. Pero le quedaban dos cuestiones abiertas. La primera, entrevistarse con el exorcista. A su llegada a Boston no lo juzgó apremiante, pero había llegado la hora de hacerlo. Los informes del obispado decían que estaba muy impresionado y en estado de postración. Era un jovenzuelo bastante engreído, que se enfrentó con poderes a los que había subestimado. Pero, además de con él, Cloister tenía que hablar con Daniel. A pesar de la prohibición expresa de sor Victoria, tenía que mantener una charla con el viejo jardinero. Si la clave estaba en la doctora Barrett, esa clave había salido de sus labios. Aunque él no lo supiera, o no fuera consciente de ello.

Capítulo 36

Boston.

La habitación era relativamente sobria, aunque decorada con gusto. Se trataba de una pequeña sala con estanterías a un lado, repletas de libros, una mesa alargada en el centro y un amplio ventanal en el lado opuesto. El padre Cloister esperaba allí, en la sede de la archidiócesis de Boston, al sacerdote que había practicado el exorcismo a Daniel, a petición de las Hijas de la Caridad de la residencia de ancianos y con la aceptación de la doctora Audrey Barrett.

Mientras aguardaba, pensando en el escritor Anthony Maxwell, Cloister no pudo por menos que recordar las graves acusaciones de abusos sexuales a menores que se habían cebado con aquella archidiócesis. De hecho, habían pasado sólo cuatro años desde que el cardenal Bernard Law se viera obligado, por los escándalos, a renunciar al obispado de Boston. La ignominia cayó sobre la Iglesia católica estadounidense. Todas las iglesias las componen seres humanos, y los seres humanos son imperfectos. Cloister no era partidario, en absoluto y bajo ningún concepto, de echar tierra sobre ninguna falta o delito. Al contrario. Los hombres y mujeres de Dios -de cualquier credo- debían ser siempre un ejemplo para los demás, incluso al purgar sus propias culpas.

– Buenos días -dijo el sacerdote, alto y delgado, que entró de improviso en la sala-. Soy Tomás Gómez.

Nada más verlo, Cloister lo reconoció por el vídeo del exorcismo. Ese tipo humano no le era ajeno: aficionado a la ceremonia y pagado de sí mismo. En el informe se decía de él que era, a pesar de su juventud, un experto exorcista, que había practicado decenas de veces ese rito en Suramérica -él era de origen portorriqueño-. Pero la verdad es que, por sus reacciones con Daniel y su estado posterior, seguramente nunca antes se había enfrentado con un caso que no fuera más allá de un trastorno mental, que las gentes sencillas atribuían al Demonio.

– Buenas tardes -correspondió Cloister al saludo, al tiempo que se levantaba de su silla-. Tengo que hacerle unas preguntas.

– Naturalmente. Estoy a su disposición.

El joven sacerdote tomó asiento enfrente de Cloister, estableciendo la anchura de la mesa como barrera. Se le veía nervioso y sombrío. Fue una reacción instintiva.

– Gracias. Sólo nos llevará unos minutos. Lo que tengo que preguntarle es muy simple. Necesito que haga usted memoria. Concéntrese durante el tiempo que estime oportuno. Sin duda, recordará el momento en el que la doctora Barrett, antes de abandonar la estancia donde se practicó el exorcismo, se acercó a Daniel.

– Sí, ella estaba como encantada, encandilada…

– Lo que me interesa es saber si usted consiguió escuchar algo de lo que Daniel le dijo al oído. ¿Pudo distinguir alguna palabra, lo que sea?

– Ya lo dije en el informe…

– Eso ya lo sé. Tengo el informe. Era para mí. Sé que usted escuchó algo sobre unos «globos amarillos» y una isla próxima a New London. He de saber si es capaz de recordar algo más. Lo que sea.

– Han pasado los días, y mi recuerdo es como una nube densa. A mi cabeza han venido destellos inconexos… No, creo que no puedo recordar nada más que lo que ya dije. Lo siento de veras.

– Por favor, le ruego que se esfuerce todo cuanto pueda. Es crucial para mí y para mi investigación.

El joven estaba tan abatido que Cloister se dio cuenta de que era inútil apretarle las clavijas. Eso no conduciría a nada. Si no pudo oír algo más, no iba a arrancarle una confesión absurda, basada en la presión. Lo que se había grabado en su memoria fue el grito «TODO ES INFIERNO», y era lógico. También estaba grabada esa frase en la mente de Cloister.

– Está bien. Gracias por todo. Ha hecho usted lo que ha podido. De cualquier manera, si llegara a recordar alguna cosa, aunque le parezca insignificante, llámeme sin falta.

Apenas encendió su teléfono celular, en la calle, Cloister recibió un mensaje en el que se le informaba de una llamada perdida. Era de su amigo Harrington. Eso cortó los pensamientos brumosos del sacerdote y los desvió hacia una pequeña luminaria en la oscuridad. Harrington suponía una esperanza; mínima, pero esperanza al fin y al cabo. Si sólo las grandes contaran, la esperanza no existiría.

– ¿Harrington? -dijo el sacerdote cuando su amigo respondió.

– Has visto mi llamada, supongo.

– Acabo de hacerlo. Estaba en una… reunión.

– Ese titubeo te delata. ¡Pero no quiero que me cuentes nada! ¡Allá tú y tu conciencia! ¿Qué querías esta mañana, que, supongo, seguirás queriendo esta tarde?

– Siento haberte molestado, pero necesito un buen filtro de sonido. Antes de que me lo preguntes, te diré que es para tratar de escuchar algo que se dice en un susurro sobre ruidos más fuertes, pero no demasiado altos.

– Quieres decir que no se trata de un concierto, ni nada parecido.

– No. Hay sonidos más altos, y el susurro es muy bajo. El micrófono que captaba el audio estaba más bien retirado, a unos tres metros, más o menos.

– Bien… Déjame pensar… Lo veo difícil, pero ya sabes que para mí nada es imposible.

– Lo sé. Estoy en Boston. ¿Te parece bien que vaya a verte?

– Gracias por tu innecesaria aceptación de mi autohalago. Dame una hora u hora y media. Estoy saliendo del aeropuerto.

Era un tiempo razonable. Cloister dio un paseo, en que no se serenó en absoluto, y trató de comer algo. Tenía el estómago encogido. Después regresó a su habitación del colegio para recoger su ordenador portátil con el archivo de audio del exorcismo. Ojalá Harrington pudiera ayudarle. Era uno de sus últimos cartuchos.

Capítulo 37

Brookline.

Harrington Durand, a quien Albert Cloister había conocido durante sus estudios de física en la Universidad de Chicago, era un hombre extremadamente culto y un ingeniero informático genial. Había dedicado más de la mitad de su vida de vigilia a la lectura casi compulsiva. El resto del tiempo robado al sueño, y restado lo necesario para comer, la higiene y demás actividades de la vida común, lo invertía en crear los programas informáticos más sorprendentes -para la industria civil y la militar-, además de escuchar música clásica y aprender música él mismo, visitar museos o ver películas. Salía de casa lo menos posible, para ir a bibliotecas o librerías, al videoclub, a una sala de exposiciones. Además de epiléptico, padecía una enfermedad de la mente conocida como «fobia social», que le inducía un formidable sufrimiento ante cualquier acto o reunión en que hubiera personas desconocidas o con las que no estuviera absolutamente a gusto. Sólo era capaz de quebrar ese dolor del espíritu a cambio de obtener un placer superior, como cuando frecuentaba a una prostituta universitaria llamada Rachel de la que dependía emocionalmente.

A estos problemas psicopatológicos se añadía un absoluto descreimiento, su ateísmo y su actitud negativa en grado sumo ante la vida. Por ese motivo, Albert Cloister le llamaba «monje de clausura del nihilismo». Así era, en efecto, Harrington Durand: un nihilista que no creía en nada y no daba valor a ninguna cosa que pudiera colocarse más allá de la frontera de la existencia material o del tiempo que a cada uno le ha tocado vivir. Si los dos hombres, tan distintos en sus planteamientos vitales, conservaban la amistad, era precisamente por eso, por ser los dos lados opuestos de un diámetro.

Albert había esperado una hora antes de tomar un taxi e indicarle la dirección de Harrington, en Brookline, a una media hora del centro de Boston. Mientras ocupaba el asiento trasero del coche, el jesuita estuvo pensando en la vida y la muerte, en la Creación y en la bondad del Señor. Contra la protección de Dios, ninguna entidad tenía poder. La fuerza del mal quedaba anulada al enfrentarse con el supremo bien. El miedo es como los malos olores, que a fuerza de soportarlos anulan la capacidad de percepción de la nariz.

Después de mucho insistir con el timbre de la casa, abrió la puerta el mismo Harrington, con aire lozano. Llevaba una bata de raso sobre la ropa y tenía un libro en la mano. Para él no había jet lag ni nada que se le pareciera. Su ciclo circadiano de sueño-vigilia se habían acomodado al curso de la Luna, de modo que cada veintiocho días él había dormido una jornada completa menos que el resto de los mortales, seguidores del luminoso Sol. Para verlo, era necesario adaptarse a su extravagante horario. A veces había que visitarle a las cinco de la madrugada, cuando él se despertaba; o a las once de la noche.

– Pasa -dijo Harrington-. Has tenido suerte. Esos desconsiderados me han sacado de mi horario, los muy cabrones…

– ¿Te refieres a la gente del Gobierno?

– ¿A quién si no? ¿No te he dicho que son unos cabrones…? Pero, en fin, no quiero quejarme más. ¿Has leído Ecce Homo, de Nietzsche?

Harrington levantó la mano y mostró la portada del libro a Albert, mientras caminaban hacia el salón.

– No, no lo he leído.

– Pues te lo recomiendo. Me ayuda a olvidar a esos… Es una puta delicia. Los primeros capítulos se llaman «Por qué soy tan sabio», «Por qué soy tan inteligente» y «Por qué escribo libros tan buenos». Nietzsche es un jodido genio. Mal entendido por casi todo el mundo, por supuesto.

– Por supuesto -reconoció Cloister a su malhablado amigo, en el tono más jocoso que su estado espiritual le permitía.

A pesar de las oraciones, y al intento de tranquilizarse, no había logrado cambiar su estado de ánimo ni obtenido nuevas fuerzas. La perspectiva era dura. Por mucho que lo deseara, no se sentía iluminado de nuevo. Estaba del lado del bien, pero eso ahora no le ayudaba demasiado.

– Insisto en que deberías leer a Nietzsche. Ser culto es importante, por ejemplo para que no te engañen con cosas como el arte moderno.

Albert no se rió con la ocurrencia, aunque en cualquier otro momento lo hubiera hecho.

– ¿Por qué lo dices?

– Porque es verdad, es la puta verdad… Si la gente supiera cómo funciona el negocio del arte… ¡Ah, qué bien se está en la montaña a la que ninguna chusma accede! ¡Qué fresca el agua de la fuente sin chusma!

– Cada día estás peor, amigo.

– Lo sé. También me lo ha dicho mi psiquiatra. Ah, el hastío… Quizá me suicide.

– ¡No lo dirás en serio!

– Bueno, podría ser, ya lo pensaré. Pero antes de hacerlo asesinaría a mi asistenta. Estoy harto de ella. Rompe mi orden. Me descoloca las cosas. Las mueve con intención de fastidiarme. Como soñar es gratis, he pensado en invitarla a tomar café aquí mismo, en el salón, a ser posible con su marido, y quemarles vivos con unas latas de gasolina. Aunque destruya mi propia casa…

– En realidad no estás tan loco, ¿verdad?

– No, claro que no. Pero a veces me gustaría estarlo. El contacto con la realidad es malo. Preferiría vivir en un mundo de fantasía generado por mi mente. Como en Matrix, aunque sin que me chupen la energía… ¡Bien, dejemos de hablar de mí! Me dijiste por teléfono que necesitabas un filtro de sonido, ¿no?

– Exactamente eso.

– Pero concreta más, por favor. Mientras lo piensas, voy a buscar una pastilla que tengo que tomarme.

Harrington regresó al poco con un vaso de agua y una enorme cápsula de color rojo y blanco. Se la tomó como una serpiente engulle a su víctima y volvió a sentarse.

– Es para las jaquecas -dijo, mientras se tocaba la cabeza-. No sabes cuánto sufro. Me están matando. ¿Sabes lo que decía Schopenhauer sobre el placer y el dolor?

– No, no lo sé. Seguro que algo horrible.

– Ciertamente sí: decía que para comprender qué es más fuerte, el placer o el sufrimiento, comparemos el placer que siente un animal que devora a otro con el sufrimiento que supone el ser devorado.

Albert se quedó callado un momento, con expresión de desagrado en el rostro.

– Pero ¿qué le pasaba a ese hombre para decir semejantes cosas?

– Es muy natural -replicó Harrington-: Hay que ponerse en su lugar. No follaba nunca, el pobre… Pero, bueno, vayamos a lo que nos ocupa.

– Tengo una grabación hecha con cámara de vídeo doméstica. He separado el audio. Se escuchan unos gritos y ruido, pero lo que yo necesito es escuchar un momento determinado. Entre el micrófono y la persona que habla en susurros se interpone otra persona. Sólo se me ocurría recurrir a ti. ¿Crees que puedes hacer algo?

– Si no he entendido mal, y yo nunca lo hago, tú necesitas eliminar los sonidos fuertes y realzar esos susurros. ¿Se trata de alguna de tus investigaciones raras, amigo jesuíta? ¿De ese otro lado en el que yo no creo aunque haya tantas cosas sin explicar? Y, por encima de todo, ¿no será el audio de un exorcismo, verdad?

Sagaz como pocos, a pesar de su desordenada personalidad y su mente errática, Harrington Durand había dado en el clavo.

– Sí. Es un exorcismo. ¿Cómo lo has sabido?

– Intuición femenina. Aunque, pensándolo bien, yo soy un hombre… Lo dejaremos en intuición, a secas. Como te veo bastante mustio voy a ofrecerte algo que te cargue las pilas: ¿Whisky, ginebra…?

– No, gracias. No necesito una copa.

– ¿Entonces Coca-Cola, Doctor Pepper, un zumo?

– Nada, de verdad.

– Pues yo sí voy a beber algo de alcohol. Potencia el efecto de la pastilla que acabo de tomarme.

Mientras se servía un whisky con hielo, Harrington volvió al tema del filtro:

– Habrá que diferenciar bien las frecuencias del sonido y separarlas. No hay problema. Me estoy acordando ahora de una película que vi hace un par de años, en la que…

– Harrington, por favor, no dispongo de mucho tiempo.

– Perdona. Ya me conoces. Soy multitarea, como los ordenadores. Aunque ellos son tontos y yo no.

– ¡Por favor!

– El filtro, el filtro, el filtro. Sí, sí, no hay problema. Si has traído el archivo de audio, puedo escribir el código de la aplicación para el filtro ahora mismo, en cinco minutos. Acompáñame.

Cloister extrajo su ordenador portátil de la cartera y siguió a Harrington. De un salón absolutamente clásico, con sillones chéster, maderas y muebles nobles, cuadros de escuela flamenca -quién sabe si originales- y hasta un reloj de péndulo Erwin Sattler, los dos hombres pasaron a una estancia cuyo contraste con la anterior era equivalente a comparar la Capilla Sixtina con el transbordador espacial. Ahora estaban rodeados de pantallas de plasma, ordenadores, monitores TFT y un sinfín de otros aparatos electrónicos.

– Mi salón del trono -dijo Harrington con voz solemne y las manos abiertas-. Siéntate donde quieras menos en el sillón negro.

Al lado del sillón negro había otro idéntico, pero de cuero verde oscuro. Albert Cloister lo señaló y, ante el asentimiento de su amigo, se dispuso a ocuparlo. El se sentó en el suyo, colocó sobre la mesa el portátil del jesuíta y lo puso en marcha. Cuando el sistema se hubo cargado, Harrington chasqueó los dedos y se lanzó sobre el teclado como quien interpreta un presto agitato al piano.

Cloister se mantuvo en silencio un momento, para no molestarle, pero Harrington, sin dejar de mirar el monitor, dijo:

– Puedes hablar, si quieres. Te repito que soy multitarea. No creas que voy a confundirme por eso. Nunca me equivoco. Es para mí una experiencia desconocida. Como el fervor religioso. No sé lo que son.

De nuevo divagaba dando muestras de su extraño sentido del humor. Pero volvió mentalmente al lugar en que estaba para poner de manifiesto un problema.

– Necesitaremos que el filtro elimine, no sólo los ruidos, sino también los sonidos que puedan falsear lo que tú quieres oír. Si no, se mezclará todo. Y eso sería una auténtica mierda, ¿verdad? Es mejor que establezcamos varios niveles de filtrado.

– ¿Cómo puedes hacer eso? No soy un experto, pero tampoco un ignorante. ¿Es posible discriminar sonidos similares? ¿Puedes hacerlo?

– La duda ofende. Hiere, incluso. Pues claro que puedo hacerlo, sacerdote de poca fe. Claro que puedo. Es secreto militar, pero me importa un bledo contártelo… Con este tipo de filtros, el ejército tiene unas charlas en ambientes, digamos ruidosos, tan limpias como si los soldaditos estuvieran en una jodida cámara anecoica. Es elemental.

– Elemental para ti -dijo Albert.

– Nada de eso. Al menos hay diez ingenieros, aparte de mí, que podrían haberlo hecho. Con la misma elegancia en el código, cinco, quizá. ¿Lo ves? No es para tanto. Y ahora, por favor, distráete con algo y no me distraigas a mí, que voy a empezar a programar.

En unos pocos minutos, y ante los ojos atónitos de su amigo, aquel loco genial acabó el trabajo. Con gesto solemne, colocó en la pantalla el puntero del ratón sobre el botón de salvar, y lo pulsó. Se giró en la silla, miró a Albert, dedicó una especie de torpe saludo marcial y anunció:

– Hecho. Acabado. Finalizado. Ahora apagaré tu ordenador, que ya tiene dentro lo que necesitabas, y tú haz con ello lo que quieras.

– ¿No vamos a probarlo? -preguntó Cloister, extrañado por el hecho de que Harrington no quisiera chequear su aplicación de filtrado.

– Jamás pruebo mis códigos. ¿Para qué? Eso es de timoratos de la informática. Espero que no lo digas pensando en que lo que acabo de hacer podría no funcionar… Además, el sonido corresponde a un exorcismo, y bastante tengo yo con todo lo mío como para agregar más leña a la caldera… ¡Prefiero seguir durmiendo como hasta ahora! Yo he hecho lo que me has pedido. No quiero tener nada que ver con ello.

Aquel extraño individuo seguía siendo tan único y genial como cuando Albert lo conoció en un aula de ciencias de la Universidad de Chicago, hacía ya quince años. Todos los demás compañeros recelaban de él, se reían por lo bajo, lo tenían apartado como un monstruo. Pero Albert enseguida vio en él algo especial. Trabaron amistad, a pesar de las dificultades que propiciaba la personalidad de Harrington, y empezaron a enriquecerse mutuamente con sus ideas y concepciones incipientes del mundo. Buenos tiempos.

Tras agradecerle su generosa ayuda, Albert dio un fuerte apretón de manos a su amigo, le pidió que tratara de moderarse, aunque sólo fuera un poco, y luego se marchó. Su espíritu se había alejado del frente de batalla durante unas horas. Ahora, la realidad le golpeaba de nuevo. Pero tenía un arma secreta.

Nada más volver a Boston, Cloister encendió su portátil y ejecutó el programa de Harrington. Después abrió con él el archivo de audio del exorcismo: el fragmento que transcurría entre el momento en el que la doctora Barrett se aproximaba a Daniel y su repentina huida.

La aplicación empezó a trabajar. Una barra de progreso indicaba el porcentaje realizado. No tardó mucho en acabar la tarea. El sonido filtrado podía reproducirse mediante un botón de play. Cloister se puso los cascos y lo oprimió.

Nunca hubiera creído lo que aquel programa era capaz de hacer. Los sonidos más fuertes se habían eliminado, borrados como si nunca hubieran existido. Los susurros, por el contrario, estaban realzados. Podía oír una respiración agónica, que debía de corresponder a los malogrados pulmones de Daniel; un sonido silbante previo al sobre-cogedor grito en el que un sinnúmero de voces distintas se entremezclaban, ahora eliminado por el programa informático. Después se escuchó cómo el viejo pronunciaba las palabras que también recordaba el exorcista: «globos amarillos». Pero ahora podía entenderse algo más: «El payaso de los globos amarillos», le parecía a Cloister que decía. Y luego: «Fishers Island», «New London», «Tú conoces bien».

En efecto, los datos se correspondían con los hechos. La doctora Barrett conocía New London porque vivió allí durante bastantes años, con su madre. Tenía sentido.

A lo anterior siguieron algunos susurros que Cloister no logró identificar como palabras. Pertenecían a la parte en la que la cabeza de la doctora Barrett se había interpuesto entre los labios de Daniel y el micrófono de la cámara de vídeo. Eran sonidos extraños, confusos, una especie de silabeo que dio paso a algo que sonaba parecido a «eoyeim» o «euyaim». Imposible de entender. Por último, Cloister sí logró entender algo como «casa», «lago» y «tesoro». Palabras inconexas aunque ciertamente reveladoras.

Cuando acabó, el sacerdote subió el volumen de reproducción hasta el máximo y volvió a escuchar todo el fragmento, deteniéndose ahora en los momentos clave. No entendió nada más. Pero sí pudo dar un sentido a las extrañas palabras que antes le parecieron absurdos balbuceos. Creía que Daniel, en realidad, había dicho un nombre: «EUGENE».

Eso no parecía significar nada especialmente relevante. Era un nombre cuya raíz griega significaba El bien nacido. ¿Qué podía querer decir con eso? ¿Sería así como se llamaba el supuesto hijo de la doctora Barrett?

Todos sus frentes de investigación estaban detenidos. Aparte de esperar, sólo tenía ya dos opciones. La primera era que la doctora Barrett pudiera darle personalmente la clave, si es que se recuperaba. Y la última, quizá la más inmediata: visitar a Daniel para intentar sacarle algo, aunque no tenía en ello muchas esperanzas.

Capítulo 38

Boston.

Cloister abrió su cuaderno de notas y llamó a información telefónica. Preguntó por el número del hospital de New London. Se disponía a hacer una gestión que probablemente no iba a dar fruto, pero que no obstante tenía que probar. Cuando le dieron el número, lo marcó y esperó a que lo atendieran. Preguntó a la telefonista del hospital por la doctora Audrey Barrett. Después de un breve silencio, ella dijo que lo sentía, pero que no podía ofrecerle ningún dato. La policía lo había prohibido. En todo caso, habría en algún momento un parte médico.

Cloister agradeció la atención y colgó. Miró en su agenda otro número de teléfono. Un número de teléfono de Roma. Se puso un hombre al que el sacerdote conocía bien, aunque no le tenía demasiado aprecio. Pertenecía al servicio de espionaje del Vaticano, conocido sencillamente como la Entidad.

– Necesito un favor -dijo Cloister, y explicó lo que quería saber.

El otro hombre le pidió algo de tiempo y colgó. A la media hora le devolvió la llamada. Tenía la información: la doctora Barrett estaba mejor de lo que habían dicho en las noticias. No se hallaba en coma, aunque al parecer sufría un shock emocional agudo. Un agente de policía custodiaba permanentemente su habitación, la 517, ya que la doctora se hallaba bajo arresto como sospechosa del homicidio del escritor Anthony Maxwell. Se encontraba consciente, aunque no parecía ser capaz de razonar con claridad.

– No te preguntaré cómo lo has averiguado tan pronto.

– Mejor así.

Cloister sabía que, dadas las circunstancias, entrevistarse con la psiquiatra se auguraba aún más complicado de lo que imaginó. Por el momento sólo tenía la opción de recurrir directamente al viejo Daniel. A pesar de sor Victoria. El sacerdote estuvo dudando unos momentos acerca de si era preferible solicitar del Vaticano un mandato o hablar primero con la religiosa. Bajo ningún concepto deseaba importunarla, ni hacer sufrir a Daniel. Ojalá pudiera renunciar a ello. Pero ya no podía. Se le había encargado investigar, seguir las líneas que considerara oportunas, hasta que llegara a la meta o a un callejón sin salida. Y aunque en varias ocasiones creyó estar metiéndose en una vía muerta, estaba seguro ahora de que la meta se hallaba muy próxima.

Tenía la agenda en la mano, abierta por la página de la residencia de las Hijas de la Caridad. Se dijo que era mejor informar a la monja con franqueza. Si tenía que pasar por encima de ella, que fuera con dignidad y sin sombras. Aquella mujer admirable y valiente lo merecía. No le importaba asumir sobre sus espaldas la responsabilidad del conflicto que seguramente iba a producirse.

– ¿Sor Victoria? -dijo el sacerdote cuando le pasaron la llamada.

– Me alegro de oír su voz. ¿Sabe algo nuevo?

– Me temo que no… -lo pensó dos veces antes de decir-: En realidad, sí. Le pido que no lo diga a nadie más. La doctora Barrett está consciente.

– ¿Fuera de peligro?

– No. Pero no está en coma. Creí que le gustaría saberlo.

– Por supuesto. Es motivo de alegría, y una buena noticia, a pesar de todo lo malo ocurrido.

– Sí, sí que lo es. Aunque lo que tengo que decirle no creo que le agrade tanto, hermana.

La religiosa se mantuvo en silencio. Cloister juraría que escuchó una especie de suspiro, quizá de tensa expectación.

– Sor Victoria -siguió el sacerdote-, es imprescindible que me permita hablar con Daniel.

– ¡No! -dijo ella, tajante-. Estaba esperando que me lo pidiera, pero no puedo permitirlo. Daniel ha pasado ya mucho. ¿No es bastante?

– Lo es, y sé cuánto ha sufrido. Créame, hermana, que no se lo pediría si no fuera absolutamente necesario.

– ¿Tan importante es su investigación?

– Sí. Se lo aseguro.

– Aun así, no puedo autorizarlo. Daniel es más importante que cualquier investigación. No lo permitiré. Usted me prometió que él quedaría al margen. Me dio su palabra.

– Le prometí que haría lo posible, si ello estaba en mi mano. Tendré que recurrir al Vaticano, y lo siento de veras.

La monja se volvió a quedar en silencio. No se enfadó, al menos notoriamente. Mantuvo la serenidad al decir:

– Si es así, hágalo y obedeceré. Aunque le ruego que no lo haga.

– Debo hacerlo. No puedo explicarle los motivos, pero debo hacerlo. Le doy mi palabra de que no tengo alternativa.

– Bien, padre. He de volver a mis oraciones. Gracias por contarme lo de la pobre Audrey.

Cloister se sentía culpable, y no era la primera vez. Cuando se trabaja para los Lobos de Dios, hay que moverse a menudo en los recodos más torcidos de la senda del Señor. Era duro, pero necesario. Por eso, el sacerdote no titubeó al pedir al cardenal Franzik en persona, jefe de los Lobos, que le abriera el candado de sor Victoria.

Daniel estaba tumbado en la cama, con cara de pánico, cuando el padre Cloister entró en la habitación, acompañado de la madre superiora. La religiosa había tenido que acceder a la petición del sacerdote por obediencia debida. Pero no estaba de acuerdo en absoluto con aquel encuentro. El viejo jardinero mostraba un estado de salud cada vez más precario, y su sencilla mente había sufrido más allá de lo que podía comprender.

– Gracias, hermana -dijo Cloister con humildad, y triste por haberse visto forzado a obligarla a aquello.

– Recuerde, padre: una hora. Para que le concediera más tiempo, tendría que ordenármelo el mismo Santo Padre. Y no creo que usted llegue tan alto.

La madre Victoria se equivocaba. Los Lobos de Dios sí llegaban tan alto. Pero el sacerdote no dijo nada y se limitó a asentir.

– Sor Katherine estará junto a la puerta. Si necesita algo, pídaselo a ella. Cuando haya transcurrido el tiempo, yo vendré a avisarle.

Antes de irse, la monja dedicó una mirada de ternura a Daniel.

– No te preocupes, hijo, el padre es un amigo nuestro y no te hará nada malo. Sólo quiere preguntarte unas cosas, ¿de acuerdo?

El anciano emitió un sonido difícil de interpretar, aunque sor Victoria quiso entenderlo como un sí, y añadió:

– Así me gusta. Luego te traeré tus pastas preferidas.

Cuando la puerta se cerró, el ruido hizo dar un respingo a Daniel, aunque no fue un golpe fuerte. Cloister se sentó en la única silla que había en la estancia.

– Hola, Daniel.

– Ho…la.

– Lo que ha dicho sor Victoria es cierto -dijo el sacerdote, que ante la mirada agudamente inquisitiva de Daniel, completó la frase-: No quiero hacerte nada malo. Sólo tengo que hacerte unas preguntas y me iré. ¿Te parece bien?

El anciano asintió con la boca fruncida y los labios apretados.

– Vale.

– Tienes que intentar recordar una cosa. Es desagradable, pero ya pasó. ¿Lo entiendes?

– Bien. ¿Te acuerdas de las charlas con la doctora Barrett?

– Audrey es… mi amiga. Hace mucho… que no… viene… a verme. La echo… de menos.

Al pobrecillo no debían de haberle explicado que la doctora había desaparecido, ni, por supuesto, todo lo demás.

– Ella me dijo -mintió Cloister para ser más próximo a Daniel- que, a veces, tú hablas como otra persona.

– ¿Cómo otra per… sona? -dijo el anciano, asustado.

– Sí. De un modo distinto al tuyo, a como hablas normalmente.

– Yo no…

El pobre hombre no comprendía aquel fenómeno que protagonizaba. No entendía nada de ello y tenía miedo. El sacerdote se dio cuenta de que por ahí no iba a ningún sitio. Respecto a esa entidad que hablaba por el anciano, optó por intentar una última prueba.

– ¿Puedes hacerlo ahora? ¿Eres la entidad de la cripta del edificio Vendange? ¿Estás ahí?

– No… Yo…

Daniel se puso a sollozar, asustado por el incomprensible comportamiento de su interlocutor, al que no conocía pero que le recordaba al padre Gómez, el exorcista que tantos padecimientos le acarreó. Enseguida los sollozos dieron paso a toses ásperas y a un silbido malsano del aire al entrar en sus pulmones y salir de ellos.

– Tranquilo, Daniel, tranquilo. Olvida lo que he dicho, ¿vale? Sólo una cosa más, y te dejo. Yo voy a decirte unas palabras y tú tienes que decirme a mí si te suenan de algo, o qué quieren decir. Voy a decirte la primera: «el payaso de los globos amarillos».

Nada.

– «Fishers Island.»

Nada.

– «New London.»

Nada.

– «Tú conoces bien.»

Nada.

– «Eugene.»

– ¡Ése… es… el hijito de Audrey!

– ¿El nombre del hijo de la doctora Barrett? ¿De Audrey?

– Sí. Me lo dijo… él.

– ¿Sabes algo más?

– No. Sólo… eso. Es su… hijito.

– ¿No te dijo «él» algo más?

– No…

El jesuita resopló casi inaudiblemente.

– Gracias, Daniel. Perdóname por haberte molestado. Siento haber tenido que hacerlo.

Antes de irse, Cloister se fijó en la maceta que había en la ventana de Daniel. De ella brotaba un palo seco. Debía de ser la rosa de la que nunca se separaba, según las notas de los informes de Audrey. Su rosa muerta.

– ¿Ha terminado ya? -le preguntó la joven sor Katherine al verlo salir.

Cloister no respondió. Se limitó a dedicarle la mejor sonrisa que pudo emerger de su rostro en aquel momento, y se marchó de allí sin mirar atrás. Daniel sólo le había aportado un dato: Eugene era el hijo de la doctora Barrett. Su última acción, como esperaba -lo sabía en el fondo de su ser-, era visitar a la propia Audrey Barrett en el hospital de New London.

Cuando, transcurrida exactamente la hora que le había concedido, sor Victoria apareció, la joven monjita sólo pudo decirle que el padre Cloister se había marchado hacía más de media hora. Su rostro estaba nublado, aunque no sabía por qué.

Capítulo 39

New London.

La entrada principal del hospital de New London se hallaba en un edificio que recordaba ligeramente a la arquitectura oriental, con una gran techumbre que sobresalía hacia los lados, coronada por una linterna. Cloister pidió al taxista que lo dejara a una distancia prudencial. No quería llamar la atención de nadie. Si no tenía otro remedio, estaba dispuesto a hacer algo impropio de un siervo de Dios, aunque fuera a su servicio. Sin embargo, era ya consciente de que su propia voluntad y sus deseos de resolver el enigma se habían entremezclado con su deber hasta hacerse indistinguibles. El sacerdote sabía que Audrey Barrett estaba en la habitación 517, aunque no le sería difícil encontrarla, en todo caso, por el agente de policía que custodiaba su puerta. Lo que ignoraba era la zona del hospital en el que podía hallarse la habitación. Entró en el hall principal y miró el organigrama en un panel en el que se mostraban las distintas especialidades por orden alfabético. Las habitaciones de los enfermos que no requerían cuidados intensivos estaban en otro edificio aledaño.

Cloister obtuvo de un celador las indicaciones para llegar al edificio que estaba buscando. Odiaba los hospitales. Incluso sus zonas ajardinadas. Mientras caminaba por un sendero de grandes losas le llegó la voz áspera de un periodista que estaba allí cubriendo la noticia del asesinato del famoso Bobby Bop, el escritor infantil que se había descubierto como pederasta. Estaba apoyado en un muro y, con su cuaderno de notas abierto, explicaba por teléfono a alguien de la redacción de su medio la crónica del día:

– El último parte médico acerca del estado de salud de la doctora en psiquiatría Audrey Barrett, presunta homicida del escritor Anthony Maxwell, más conocido como Bobby Bop, es favorable. Las primeras informaciones sobre su estado de coma se han desmentido. La doctora Barrett se halla consciente y fuera de peligro, aunque en estado de confusión. Al parecer, no es capaz de recordar lo sucedido… ¡No, no, esto no es del parte médico! Tú toma nota y no pienses, novato. Ya te diré yo luego cómo va, ¿OK?… Bien. Sigo. Después de «lo sucedido», punto. A la espera de su recuperación, la doctora Barrett se encuentra bajo arresto en el hospital de New London, Connecticut, muy cerca de Fishers Island, el lugar de los hechos… Ya he terminado. ¿Lo tienes todo?

Escuchando a aquel periodista gritón, Cloister tuvo que reconocer el gran trabajo del espionaje vaticano, uno de los mejores servicios de inteligencia del mundo, copiado en su funcionamiento incluso por la CIA norteamericana.

– No se les escapa nada -musitó el sacerdote.

Cloister siguió caminando hasta el edificio de los pacientes ingresados. Entró y se dirigió a los ascensores, que estaban justo enfrente. Uno de ellos acababa de llegar a la planta baja. Montó en él y oprimió el botón del quinto piso. Arriba, salió de la cabina despacio, con pretendido aire de despiste. El pasillo se extendía a ambos lados y torcía simétricamente en cada sentido a una veintena de metros. Frente a los ascensores, un amplio ventanal empezaba a mostrar la caída de la tarde, por delante de un mostrador en el que había dos enfermeras de guardia.

Como no sabía hacia qué lado dirigirse, el sacerdote decidió sin ningún motivo. Giró a la izquierda siguiendo el instinto de su cerebro masculino. Una mujer probablemente hubiera tomado el camino de la derecha. Sólo había avanzado unos pasos cuando el sonido de la megafonía lo sobresaltó. Tenía un altavoz justo encima de él, en la esquina superior del pasillo. Continuó caminando y torció varias veces más hacia la izquierda siguiendo la forma de la galería, flanqueada de habitaciones a ambos lados. Al fondo comunicaba con el pasillo de la derecha, formando un anillo completo. Las salas de espera estaban cerca de los ascensores, por detrás de la línea de las enfermeras.

Junto a una de las puertas había un hombre de espaldas, de pie, al lado de una silla plegable que estaba apoyada en la pared. Iba vestido con el uniforme de la policía local. En la galería había varias personas: un anciano enfermo caminando con su botella de suero y acompañado de una muchacha joven, un par de enfermeras que entraban y salían de las habitaciones, y algunos visitantes más. El policía se dio la vuelta en un gesto rutinario. Era alto y fuerte, de unos cincuenta años y con un poblado bigote bajo la nariz, muy abultada. Un tipo duro.

Iba a ser difícil convencer a aquel policía de que le permitiera ver a Audrey. La psiquiatra acababa de matar a un hombre. Pero Cloister necesitaba hablar con ella, costara lo que costase. Esa mujer era la clave. Los caminos tortuosos por los que el jesuíta había sido conducido convergían en ella. Y el final de su búsqueda estaba ya cerca. Podía sentirlo.

Se dijo que lo mejor era identificarse como sacerdote, aunque tenía dudas de que fuera a servirle de algo. Vestía de paisano, y eso podría hacer al agente recelar. No sería la primera vez que un periodista poco escrupuloso se hacía pasar por lo que no era, para conseguir una exclusiva. El jesuita tenía un carné que lo acreditaba como sacerdote. Pero estaba escrito en lengua italiana, y era improbable que le resultara de utilidad con ese policía de aspecto pueblerino.

De todos modos, tenía que intentarlo.

– Disculpe, agente.

El hombretón lo miró con gesto neutro, que enseguida transformó en hostil.

– ¿Qué es lo que quiere?

Cloister optó por no andarse con rodeos:

– Soy sacerdote. Necesito hablar con la doctora Barrett. Es una cuestión de vida o muerte.

– Lo siento, pero eso va a ser imposible. Son órdenes.

– Mire, puedo probar que soy sacerdote -dijo Cloister mostrando su carné en italiano.

El policía le echó un vistazo rápido y desinteresado, con gesto bovino, y después levantó los ojos hacia su interlocutor para decir:

– Aunque fuera usted el mismo Papa, y no se ofenda, no podría dejarle entrar.

Había alguien más dentro de la habitación, con Audrey. Se oyó movimiento al otro lado de la puerta. Justo antes de que la manivela girara, Cloister y el policía se volvieron. En el umbral apareció un hombre alto y moreno, de rostro preocupado. El día había sido muy largo para él.

– ¿Sucede algo? -preguntó al agente.

– Nada, señor Nolan.

«¿Nolan?», pensó Cloister.

– ¿Es usted Joseph Nolan? -dijo-. ¿El bombero que rescató a Daniel?

– Sí. ¿Quién es usted y cómo sabe eso?

– Mi nombre es Cloister, Albert Cloister. Soy jesuíta. Me envió el Vaticano para investigar el caso de Daniel. La madre Victoria fue quien me habló de usted y de lo que hizo por él.

– ¿Conoce a la madre Victoria?

– Está muy preocupada por Audrey -dijo Cloister-. Todos lo estamos. No puedo explicarle las razones, ni cómo se han precipitado los acontecimientos, pero le juro que es imprescindible que yo vea ahora a la doctora Barrett.

Los ojos del sacerdote le dijeron a Joseph que decía la verdad. Y le revelaron también algo más. Tenían una expresión familiar para el bombero. La había visto muchas veces en las miradas de quienes estaban a punto de morir quemados por el fuego: una mezcla de terror y apremio. Era extraño verla en cualquier otra circunstancia. Joseph se preguntó quién era realmente aquel sacerdote y qué es lo que pretendía de Audrey.

– Se encuentra muy débil -dijo Nolan-. Y además está durmiendo. No creo que sea buena idea…

– No puedo marcharme sin hablar con ella -atajó Cloister, de nuevo con esa inquietante expresión en los ojos-. Le aseguro que sólo será un momento. Debo preguntarle una cosa. Tengo que hacerlo, ¿me entiende?

– Dígame qué quiere saber, y yo se lo preguntaré.

Cloister sopesó esta opción. Pero enseguida tuvo que descartarla. Era imposible transmitirle al bombero lo que necesitaba saber. Ni siquiera un largo discurso bastaría para ello. Y sólo lograría parecer un loco.

– Ojalá pudiera hacerlo, señor Nolan, pero no puedo. Llame a la madre Victoria. Confirme mi identidad, si lo desea. Pero, por favor, déjeme entrar.

– Eh, eh, un momento, un momento -intervino el policía, molesto-… Soy yo quien decide aquí quién puede entrar y quién no. Y ya le he dicho que no puede pasar, por muy sacerdote que sea.

Después de estas palabras, hubo un silencio. Cloister se sintió impotente. No iba a marcharse de allí sin hablar con Audrey. Se lo había dicho al bombero, y realmente estaba dispuesto a hacer lo que fuera preciso para conseguirlo. Su cerebro empezó a buscar alternativas. Desesperado, incluso se le pasó por la cabeza la loca idea de provocar un incendio en la planta, para colarse en el cuarto de la psiquiatra aprovechando la confusión. Había llegado demasiado lejos para desistir ahora.

– Yo… -empezó a decir el jesuita, aunque sin saber muy bien cómo continuar.

Por suerte para el sacerdote, la vehemencia de sus palabras había calado por fin en Joseph, que dijo, de un modo convenientemente dócil:

– Déjele entrar, agente Connors. Yo me hago responsable.

– Pero… Tengo mis órdenes…

– Será sólo un instante. Usted y yo somos prácticamente colegas. ¿No puede hacerle un favor a un colega? Nadie tiene por qué enterarse. Además, siempre puede decir que ella pidió un sacerdote.

El agente reflexionó durante unos segundos, y luego dijo señalando a Cloister con el dedo:

– Voy a tomarme un café. Cuando vuelva de la cafetería, espero que se haya ido.

– Muchísimas gracias, agente -dijo el jesuita, aliviado.

La habitación estaba en penumbra. Sólo un neón sobre la cama la iluminaba débilmente, con una luz blanca y fría. Era curioso que, en todo ese tiempo, Cloister nunca se hubiera preguntado cómo sería físicamente Audrey Ba-rrett. Ahora veía su rostro por primera vez. Había en él un cansancio infinito, pero Audrey era una mujer hermosa. De su cuerpo partían cables que la conectaban a varias máquinas. En las pantallas resplandecían diversos indicadores, cada uno de un color. Audrey estaba durmiendo, como Joseph había dicho.

– ¿Qué tal se encuentra? -le preguntó el jesuita.

– Los médicos han dicho que su situación es estable. No está tan grave como pensaron en un principio, aunque perdió mucha sangre -dijo Joseph, mirándola con ternura.

Cloister se dio cuenta de que la psiquiatra tenía algo sobre el pecho. Era un cuaderno, que aferraba entre sus manos. Sin que nadie se lo pidiera, Joseph explicó:

– No lo suelta ni por un momento. Es un regalo de Eugene.

El corazón del sacerdote dio un vuelco cuando oyó ese nombre.

– Ése es el nombre de su hijo, ¿no es cierto?

– Sí… -respondió Joseph con gesto ausente-. Todos aquellos pobres niños… Tenía la boca cosida. Todos la tenían. -El bombero miró fijamente al sacerdote, y añadió-: ¿Qué clase de animal puede hacer algo así? ¿Cómo puede permitir Dios ese tipo de cosas?

El jesuíta no pudo evitar pensar en darle alguna de las respuestas convencionales para esa pregunta. Se le ocurrió decirle que Dios no tiene la culpa: que la voluntad que concede a los hombres, su libertad para elegir el camino que deben tomar, es lo que lleva a los seres humanos a los mayores actos de bondad y también a las más horrendas atrocidades. Pero ahora se daba cuenta de que eso no bastaba. Después de todo lo que había ocurrido, lo único que pudo decir fue:

– No lo sé, Joseph. Realmente no sé por qué Dios permite ese tipo de cosas.

– Cuando pase todo esto, quiero hacer feliz a esta mujer. Y a Eugene. Los médicos dicen que, en casos como el suyo, hay un cincuenta por ciento de probabilidades de que algún día pueda volver a ser relativamente normal. Es cara o cruz. Pero estoy convencido de que Eugene saldrá adelante. Parece un muchacho muy fuerte.

En ese momento, Audrey se despertó. Estaba débil y le costaba despabilarse. Por eso, Cloister, intervino diciendo:

– ¿Doctora Barrett? ¿Audrey? ¿Me oye?

– ¿Quién es… usted? -dijo ella, con su frágil voz, después de comprobar que el cuaderno de Eugene continuaba en su regazo.

– Soy sacerdote. El padre Albert Cloister. Me llamaron cuando usted desapareció, después del exorcismo de Daniel.

– ¿Un exorcismo? -exclamó inquisitivamente Joseph, pasmado.

El no sabía nada sobre ningún exorcismo.

– No podía… contártelo -dijo ella-. Perdóname, Joseph. Fue… Ya tendremos… tiempo para eso… ¿Qué es lo que… quiere, padre… Cloister?

El jesuíta miró a Audrey con la esperanza de que ella resolviera sus últimas dudas. Sólo había una pregunta que podía formularle. La respuesta a esa pregunta era lo único que le faltaba por saber, y que, sin duda, ella sabía.

– Necesito saber qué le dijo Daniel. ¿Qué le dijo al final del exorcismo? ¿Qué le dijo ese otro Daniel al oído, Audrey?

El bombero los miraba perplejo.

– Me dijo quién… me había… robado… a mi hijo.

– ¿Nada más? ¿Ninguna otra cosa?

– No. Yo… estoy… tan cansada…

Joseph apoyó la mano en el hombro del sacerdote y dijo:

– Ya ve qué no puede ayudarle, padre. Ahora, dejemos descansar a Audrey. Por favor.

Al bombero se le veía molesto. La madre Victoria no le contó toda la verdad la última vez que había hablado con ella en la residencia de ancianos. Puede que fuera absurdo, pero ahora comprendía que el exorcismo había sido el motivo de la desaparición de Audrey. No podía evitar decirse que quizá el desenlace habría sido distinto si la religiosa le hubiera hablado de ese exorcismo.

Cloister seguía necesitando respuestas. Daba igual lo que pensara el bombero. Pero antes de que pudiera abrir la boca, un pitido estridente les atravesó los tímpanos. La curva sinuosa que marcaba el ritmo cardíaco de Audrey se había disparado. Los latidos de su castigado corazón se multiplicaron. Estaba fibrilando.

– ¡UN MÉDICO! -gritó el bombero, paralizado en medio de la habitación.

Su grito se mezcló con nuevos pitidos que inundaron el aire. Los indicadores de las pantallas parecían haberse vuelto locos. Todos los sistemas vitales de Audrey estaban fallando.

La puerta de la habitación se abrió, con un portazo. Por ella entraron dos médicos y tres enfermeras.

– ¡Salgan de aquí! -ordenó una de ellas.

Pero Joseph Nolan y Albert Cloister no hicieron caso. Contemplaban ensimismados cómo el equipo médicotrataba frenéticamente de reanimar a Audrey. Los espasmos retorcían su cuerpo sin misericordia. El cuaderno de Eu-gene estaba ahora en el suelo. Una enfermera pisoteó sin darse cuenta sus páginas revueltas. El médico que estaba aplicando a Audrey el desfibrilador le dio una patada sin ser conciente de ello. El cuaderno fue a parar a los pies del sacerdote, justo cuando un nuevo pitido rasgaba el aire.

En el monitor cardíaco surgió una línea plana.

– ¡Ha entrado en paro total! ¡Desfibrilador! ¡A 250! ¡Rápido!

Durante varios minutos, los médicos lucharon por reanimar a Audrey. Por salvarle la vida. Pero todo fue en vano. Con un tenue suspiro, su alma se separó de su cuerpo. Y, en un gesto postrero, sus manos se abrieron como los pétalos de una rosa.

En ese momento, el agente Connors entró a trompicones en el cuarto, empuñando su arma. Había oído el alboroto desde el otro lado del pasillo, de regreso de la cafetería. Dentro vio cómo una enfermera apagaba los monitores, mientras sus compañeros abandonaban en silencio la habitación.

– Ha muerto -le dijo al policía uno de los médicos-. Guarde esa pistola. Esto es un hospital.

La voz de Joseph resonó desgarrada. Se había abrazado a Audrey y repetía entre sollozos:

– ¿Por qué? ¿Por qué? ¡Dijeron que estabas fuera de peligro!

Cloister, aunque estaba aturdido por los acontecimientos, quiso acercarse para intentar consolarlo, pero una mano le aferró un brazo.

– Largúese ahora mismo de aquí -le dijo el policía.

– Lo siento mucho -murmuró el sacerdote.

– ¡Fuera! -insistió el agente.

Al dar el primer paso hacia la puerta, Cloister notó que su pie tropezaba con algo. Dirigió la mirada hacia el suelo, y vio que se trataba del cuaderno de Eugene, que antes Audrey protegía sobre su pecho. El cuaderno de su hijo. Debía de haberse caído de la cama durante las maniobras de reanimación. El jesuita se agachó para recogerlo, ganándose una nueva mirada furibunda del policía.

– Déme sólo un segundo para devolverle esto a… -dijo Cloister.

– Si no se marcha usted cagando leches, le juro que esta noche su culo dormirá en comisaría.

No tenía sentido insistir. El sacerdote se guardó el cuaderno en un bolsillo de su abrigo. Ya se lo haría llegar a Joseph más adelante, cuando las cosas se calmaran. Cloister salió de la habitación, seguido de cerca por el policía. A su espalda, lo último que le oyó musitar al bombero fue: «Cuidaré de Eugene. Te lo prometo».

El agente Connors escoltó al sacerdote hasta los ascensores. Cloister descendió al vestíbulo y salió del edificio. Afuera había empezado a llover y hacía frío. Fue hasta la entrada del hospital y tomó un taxi. Había decidido regresar a Boston. Aquí ya no había nada para él.

No podía creer que todo hubiera terminado de ese modo. Nunca pensó que su búsqueda quedaría incompleta. Y ahora ya no le restaba ninguna esperanza de conseguir su propósito. La doctora Barrett había muerto. Cloister se preguntó cómo era eso posible. Pero no encontró ninguna respuesta.

El taxi se detuvo varias manzanas más adelante. Una hilera interminable de coches colapsaba la calle. Pero al jesuíta no le importó. Tenía todo el tiempo del mundo. Aunque a partir de esa noche ya no sabría qué hacer con él. La verdad que buscaba con tanto ahínco, y que había estado tan cerca de desvelar, se le había escurrido entre los dedos.

– ¿No tendrá usted un cigarrillo? -le preguntó al taxista.

– Está de suerte -dijo el hombre, alargándole un paquete arrugado de Marlboro-. Sírvase usted mismo. Esto va para largo.

Cloister examinó sus bolsillos en busca del encendedor. En uno de ellos, su mano se topó con algo rugoso y rígido. Era el cuaderno de Eugene. Se había olvidado por completo de él.

Con el cigarrillo sin encender en la boca, el jesuíta abrió el cuaderno por la primera página y empezó a ojearlo; distraídamente, al principio, mientras seguía palpándose la ropa para encontrar su mechero. Aunque no tardó en olvidarse de éste. Los dibujos de Eugene eran… Aquellos dibujos eran sorprendentes. Resultaba admirable que el muchacho tuviera una técnica tan perfecta. Los dibujos mostraban un nivel asombroso de detalle. Eran tan… reales…

Había un patrón en esos dibujos. En el cuaderno. El sacerdote fue dándose cuenta de ello progresivamente, con cada nueva página que pasaba ante sus ojos.

Varios de los dibujos se repetían. En realidad, todos los dibujos eran el mismo. Visiones distintas o desde diferentes perspectivas de una misma cosa. Eugene la repetía una y otra vez a lo largo de las páginas. Obsesivamente. Se trataba de un convento. Un convento que el padre Cloister conocía. Estaba seguro.

¡El monte Nebo!

Había estado equivocado todo el tiempo. Esa realidad lo golpeó como un mazo. La clave nunca estuvo en Audrey. Ella, Joseph Nolan, la madre Victoria, Daniel, él mismo, y quizá hasta los propios Lobos de Dios, habían sido los engranajes de la máquina. Le pareció que habían transcurrido meses desde sus comunicaciones con la entidad en la cripta del edificio Vendange. Sin embargo, tenía en la mano aquello sobre cuyo rastro le había puesto. En realidad habían sido años, experiencias en medio mundo, lo que, en conjunto, lo llevaron hasta ese preciso lugar en ese preciso momento. Nada ocurre por azar. El cuaderno de Eugene no había llegado hasta él por casualidad.

Sólo en la última página de ese cuaderno se mostraba algo radicalmente distinto a todo lo demás: era el dibujo de una especie de loma y la entrada de una cueva. Allí, con una letra de niño, grande y redonda, Eugene había escrito:

La Verdadestá dentro de la roca, en la tierra que vio morir a Moisés.

Y, por debajo de esa frase, seis números, agrupados de tres en tres formando dos series:

31-46-24 35-45-17

La verdad dentro de la roca… Tierra que vio morir a Moisés… Esos seis números…

La roca. Moisés. Los números.

La roca era siempre símbolo de fortaleza y solidez. Su interior, la cueva o la gruta, simboliza el Universo y la iniciación. Los mayores sabios, como Pitágoras, recibieron la iluminación en el interior de una cueva. En la del monte Carmelo, los caballeros templarios eran iniciados en la orden. Para los alquimistas, la ciencia oculta estaba dentro de la madre tierra. Incluso era muy probable que Jesús no naciera en un pesebre, sino en una cueva, como se relataba en algunos textos apócrifos. El mismo Ignacio de Lo-yola, fundador de la Compañía de Jesús, de la que formaba parte Albert Cloister, recibió la iluminación en una cueva, a la que se retiró después de caer herido en una batalla.

Moisés había sido príncipe en Egipto, y había guiado a los judíos a su libertad y a la Tierra Prometida. La historia legendaria de la Biblia era conocida por todos. Moisés fue abandonado por su madre en una cesta de mimbre en el río Nilo, para evitar su muerte, y hallado luego por la hija del faraón. Para algunos historiadores, sin embargo, Moisés era de linaje egipcio; un egipcio que renegó de los suyos y se unió al pueblo judío, al que liberó de la esclavitud y del yugo de sus compatriotas. En todo caso, según el relato bíblico, Dios no le permitió llegar a la Tierra Prometida, ya que sólo pudo divisarla desde el monte Nebo, en la actual Jordania.

Una cueva en el monte Nebo.

Los números debían ser la solución definitiva al enigma. Dos seríes de tres números cada una. Como las cifras que establecen las coordenadas geográficas: los grados, los minutos y los segundos.

Capítulo 40

Jordania.

El polvo del camino se levantaba al paso de las ruedas como la espuma de las olas al romper. La temperatura era suave y el ambiente extremadamente seco. Era casi mediodía. Cloister partió de la localidad de Madaba hacía más de una hora, en dirección noroeste. En ese lugar había alquilado el único vehículo disponible, un Land Rover inglés que se caía a pedazos. Ahora, las coordenadas de su GPS le indicaron que estaba ya muy cerca de su destino. Y lo estaba, en efecto, en más de un sentido: allí lo esperaba su auténtico destino…

El vetusto motor del Land Rover tardó casi un segundo en pararse desde que el jesuita girara la llave de contacto. Por fin se detuvo entre convulsos petardeos. Le costó un triunfo arrancarlo en Madaba, pero le había llevado hasta donde quería ir, y eso era lo único importante. Cloister se bajó del coche con una botella de agua en la mano. Echó un largo trago y miró en derredor suyo. Consultó el GPS. El camino de tierra que discurría por una antigua vaguada había desembocado en un pequeño valle encajonado. Desde allí sólo se veían unas lomas estériles. En una de las laderas parecía haber una oquedad. La luz se perdía hacia el interior de la entrada a lo que parecía ser una cueva. Aquella imagen le recordaba -era- el último dibujo de Eugene.

El sacerdote ascendió por la ladera hasta alcanzar la oquedad. Las coordenadas del punto coincidían exactamente con el lugar que estaba buscando. Antes de entrar miró su mapa. Estaba a unos veinticinco kilómetros de Qumran, al igual que de Jericó, y a cincuenta de Jerusalén y de Belén. La Tierra Santa.

Tuvo que agacharse para entrar. La oscuridad inicial de la cueva empezaba a tornarse aceptable a los ojos del jesuíta. Por la abertura que daba al exterior, el sol penetraba hasta casi introducirse por los más recónditos lugares. Sólo cuando Cloister llegó al fondo y giró por el único camino posible, se hizo realmente necesario el haz de su linterna. Avanzó hasta el final del corredor, donde se producía una leve inclinación del suelo hacia abajo. Escrutó cuidadosamente las piedras y cada rincón de la cueva. Allí no parecía haber nada.

En realidad, no sabía lo que buscaba. Ni siquiera sabía si se había vuelto loco. Seguramente sí, se dijo. Loco de atar. Tras su conversación con Daniel y su breve encuentro con Audrey, justo antes de su muerte, se sentía embotado. Debía de haber perdido la razón para haber viajado hasta aquel lugar, y estar solo en medio del desierto, en la ladera del mítico monte Nebo, con la única compañía de un receptor GPS y un coche tan decrépito como el anciano árabe que se lo alquiló. Pero el hecho es que estaba allí y tenía que acabar lo que había empezado.

Al menos, sus deducciones habían sido acertadas. Las cifras del dibujo hecho por el hijo de la doctora Barrett eran, en efecto, unas coordenadas geográficas: la latitud y la longitud de un punto muy concreto, implícito también en el mensaje escrito en el mismo cuaderno de dibujo: el lugar que vio morir a Moisés. Después de acceder a las imágenes de satélite de la herramienta Google Earth, Cloister había comprobado las ocho ubicaciones a las que podían hacer referencia las coordenadas. Una de ellas señalaba el monte Nebo (con latitud norte y longitud este). Las otras siete opciones carecían de sentido: cuatro de ellas caían en medio del Atlántico, al sur de las Azores y frente a la costa suramericana; otras dos en el índico, entre Suráfrica y Madagascar; y la última en el Mediterráneo Oriental, cerca de la isla de Chipre.

Ante la imagen de aquel lugar desértico y agujereado como un queso de Gruyere, entre el valle del Jordán y el mar Muerto, Cloister no podía evitar acordarse de las viejas historias de Moisés y del Arca de la Alianza. Según la tradición, el libertador del pueblo judío de los egipcios contempló desde allí la Tierra Prometida antes de morir y ceder las riendas a Josué. También en ese lugar se suponía que fue enterrado Moisés. Pero más sorprendente era el mito de que el profeta Jeremías había escondido en una cueva el objeto más sagrado que tuvieron los antiguos judíos, el Arca de la Alianza, junto con el Altar de los Perfumes y el Tabernáculo, construido éste por Moisés para conmemorar el paso del mar Rojo.

La Biblia recogía, al respecto de lo que Jeremías había escondido en el monte Nebo, varias profecías. «Este lugar permanecerá desconocido hasta que Dios vuelva a reunir a su pueblo y tenga de él misericordia.» Y también, al Final de los Tiempos, una vez Dios congregue a su pueblo y revele el lugar en que se ocultan estos objetos, entonces «se mostrará su Gloria, así como la nube, como en el tiempo de Moisés y cuando Salomón pidió que el Templo fuera gloriosamente santificado».

Revelaciones de Dios, se dijo Cloister. Pero él iba en busca de revelaciones del Demonio.

Jadeante por la excitación, después de recorrer e inspeccionar la cueva un par de veces más, una roca grande le llamó la atención. Se hallaba al fondo, en la zona que descendía, y estaba rodeada por otras piedras más pequeñas. Esa formación parecía hecha por la mano del hombre. Se acercó a ella y se agachó. Retiró algunas de las piedras laterales. Con la luz de la linterna vio lo que parecía una ranura, a un lado. Trató de mover la gran roca, pero le resultó imposible. Se incorporó y echó su cuerpo hacia delante con el apoyo de los pies para hacer fuerza con su propio peso. De nuevo el esfuerzo resultó infructuoso.

Necesitaba ayudarse de alguna clase de herramienta. Regresó al Land Rover y buscó en el maletero. Estaba lleno de cachivaches y porquería. Por suerte, entre la mugre encontró una palanca de metal de unos cuarenta centímetros. También cogió un par de llaves grandes y volvió otra vez a la cueva. La rendija parecía profunda. Metió dentro la palanca hasta casi la mitad de su longitud y atravesó una de las llaves en su zona superior, curvada en forma de gancho. Tiró lo más fuertemente que pudo hasta que perdió el equilibrio y cayó hacia atrás. Por unos segundos se sintió aturdido, pero la adrenalina le hizo recobrarse cuando vio que la roca se había movido casi un palmo.

Apuntó dentro con la linterna. Se veía algo. Una especie de tinaja de barro. No era posible aún sacarla por el hueco, de modo que repitió la operación y luego empujó la roca con los pies, tumbado en el suelo, hasta que dejó prácticamente franca la abertura.

Estaba fuera de sí. Poco menos que se lanzó en pos de la tinaja. Aunque se había atascado en la parte inferior, la sacó tirando de ella con ímpetu. Era redonda, con el pie estrecho y abultada hacia el centro, para estrecharse nuevamente en la zona superior, aunque no tanto como abajo. Estaba cerrada con una tapa bulbosa, adherida con brea o alguna sustancia similar. El sacerdote intentó retirarla, pero no pudo. Se notaba preso de una exaltación que parecía una borrachera. No podía esperar más. Cogió la palanca metálica y asestó un golpe certero en el cuello de la tinaja, que se quebró emitiendo un ruido sordo.

Cloíster miró dentro. Había una especie de pequeño rollo, envuelto en un cuero pegajoso. Metió la mano y lo sacó. Lo puso en su regazo y comprobó que dentro de la vasija no había nada más, antes de volver a cogerlo, levantarse y salir afuera con él en sus manos. Sintió el golpe de luz del sol. Era prácticamente mediodía, el instante en el que las sombras son más cortas. Retiró el cobertor de cuero y lo dejó a un lado, colocó el rollo sobre el capó del Land Rover y empezó a desplegarlo sin el debido cuidado. Era de pergamino, estaba sucio, olía a aceite y parecía muy frágil. Si lo viera ahora algún restaurador del Archivo Secreto, se horrorizaría ante su irremisible deterioro por la manipulación torpe e inadecuada. Pero no era momento de pensar en el arte ni en la historia. Allí se jugaba a un juego mucho más importante que el deseo humano de conservar sus reliquias.

Cloister entrecerró los ojos levemente para que la luz reflejada no le impidiera ver la tenue escritura del pergamino. Estaba escrito en griego, la lengua que se empleaba en toda la región en tiempos de Jesús. Las primeras palabras, bajo el Astro Rey en su máximo apogeo en el cielo, le llenaron el alma de tinieblas. Era cierto lo que había dicho Emerson: «Bajo cada fosa, otra fosa más profunda se abre».

ÚLTIMOS DÍAS DEL RABÍ JESÚS DE NAZARET, POR SU DISCÍPULO JUDAS ISCARIOTE

¡Judas Iscariote! El traidor, el personaje más enigmático para la teología moderna, y el más controvertido. La pieza sacrificada en la partida de ajedrez que Jesús había jugado para salvar a los hombres del pecado, y por quienes había muerto en la cruz. Judas, el condenado a cambio de la Redención de la humanidad. Un personaje del que la Comisión Pontificia de Ciencias Históricas de la Santa Sede, dirigida por monseñor Walter Brandmüller, había afirmado que cumplía con su labor asignada en el plan de Dios.

Pero… Judas se había ahorcado. Al menos, según el Evangelio de Mateo, el único de los canónicos que mencionaba el suicidio del apóstol traidor. Aunque existía un escrito apócrifo llamado Evangelio de Judas, que el obispo san Ireneo de Lyon, padre de la Iglesia, mencionaba a finales del siglo n, y del que se guardaba oculta una copia que muy pocos conocían en el Archivo Secreto Vaticano. Fragmentos dispersos se recogían también en un códice público que estaba en Roma: el Codex Bezae, del siglo v. Esa obra la citaba otro padre de la Iglesia, san Epifanio, y el obispo Teodoreto de Ciro. La sociedad National Geographic disponía de otra copia del siglo IV hallada en Egipto. Era un texto gnóstico de la secta primitiva de los cainitas, escrito originalmente en griego y luego traducido al copto, que consideraba como positiva la figura de Judas en el desarrollo del plan de Dios. Pero este Evangelio no había sido escrito por el auténtico Judas Iscariote ni en su tiempo, sino al menos un siglo después de su supuesta muerte. En ese texto apócrifo, Judas resultaba ser un heroico defensor de Jesús, su mejor amigo y el discípulo a quien más amaba, que lo entregó al Sanedrín a petición suya. Y, lo más importante, el único que sabía la verdad…

La verdad.

Sin embargo, si aquel rollo de pergamino era un escrito auténtico de Judas Iscariote, pondría de manifiesto uno más de los muchos errores del Nuevo Testamento. Si se trataba de un texto verdadero, y pertenecía a la mano de Judas, muchas ideas quedarían derribadas como gigantes con pies de barro. Quizá demasiadas. Cloister siguió desplegando el rollo, tratando de evitar que se quebrara entre sus manos. La escritura era difícil de leer, ya que el pigmento de la tinta casi se había desvanecido. Acercó la vista cuanto pudo y leyó:

Nunca quise perjudicar a Jesús. Ni quise tampoco conocer lo que conozco, saber lo que sé, ni haber hecho lo que hice. Yo amaba a Jesús como al más bondadoso de los hermanos, al más noble de los amigos. Lo veneraba como a un maestro, pues eso es lo que era. Sus enseñanzas fueron profundas. Ignoro si era o no el hijo de Dios. No presencié su resurrección, pero sí sus prodigios. Jesús tenía un poder en sus manos y en su corazón. Era un salvador del pueblo y un hombre santo.

Por eso sufrí más que nadie cuando el Sanedrín nos traicionó. Los demás amigos de Jesús creyeron que yo fui el traidor. Pero no sabían la verdad. Yo sólo quise librar a Jesús del peligro. El Sanedrín me engañó a mí también. Me dio un dinero para comprar bestias de carga, organizar una caravana y abandonar Jerusalén antes de la Pascua. ¡Cómo fui tan tonto! Caifas, el sumo sacerdote, envió conmigo a varios soldados, pero no para prender a Jesús, sino para defenderlo y escoltarlo… Yo ignoraba que su intención era la contraria. Caí en sus redes falsarias como los peces del lago Tiberíades en las de los pescadores. Pedro quiso matarme. Tuve que huir. Dije que me quitaría la vida, que me ahorcaría del primer árbol solitario que encontrara; pero no lo cumplí. Escapé al desierto para vivir como un ermitaño, aislado, en meditación y pobreza. Hice demasiado daño y tenía que expiarlo.

Todos los días y todas las noches he pedido perdón a Dios. Por mi culpa, Jesús cayó en manos de sus enemigos. Las profecías lo auguraban, pero todo era distinto a lo escrito. Los otros no sabían lo que únicamente a mí me contó Jesús. Las profecías contenían errores. Jesús intentó corregirlos. Él quería que se cumplieran y me pidió que le ayudara a hacer que así fuera. Parecía que Jesús había perdido la razón. Dijo cosas incomprensibles al volver de su retiro en el desierto. Desde entonces, la desesperación de Jesús era impenetrable a mi mirada. Tantos años llevo, que ni sé ya contarlos, pensando en las cosas que dijo.

Creí, y creo, que le pesaba demasiado su misión en este mundo. No conocía los detalles completos. El Padre no le hablaba para darle fuerzas. Le pidió un supremo sacrificio y le abandonó a su suerte… Como Jesús también me pidió a mí un sacrificio gigantesco. Mi nombre quedaría, desde entonces, manchado por la ignominia. Mi nombre sería sinónimo de traición. «¿Aceptarás el desprecio hasta el fin de los Tiempos? ¿Aceptarás ser el más despreciado de los hombres?», me preguntó Jesús. A mí, a su más amado amigo y discípulo, al más fiel, al más leal. «Por ti, lo acepto.»

Hicimos un secreto pacto, que yo rompí. Y por la ruptura lo llevé a la muerte que él deseaba. Todavía, pasados los años, no comprendo cómo se sucedieron los acontecimientos. Quizá el Destino lo tenía todo escrito con letras atadas unas con otras por hilos irrompibles. En el invierno de mi vida, en este ardiente y terrible desierto, más allá de mi amada tierra de Israel, que los antepasados de mi pueblo cruzaron y donde Moisés contempló la Tierra Prometida, escribo esta historia: la mía con Jesús de Nazaret. Nunca pensé en hacerlo, en todos los años que llevo aquí retirado y escondido. Ni creo que las futuras generaciones aprovechen este escrito.

Seguramente, los hombres se han olvidado ya de Jesús, si es que alguna vez se acordaron de él. Un muchacho egipcio, llamado Sennefer, que llegó a mí sin rumbo, perdido bajo el terrible sol de estas tierras, a punto de morir, nada sabía de Jesús. Y, aun así, me ha hecho recapacitar. Su juventud ardorosa que vence la melancolía, su corazón arrojado que supera la tristeza, han sido en mi espíritu como el metal de una espada al rojo vivo que se hunde en la fría agua. El persiguió un sueño, como yo lo hice también. Tuvo que huir para no perder la vida. Yo tuve que huir para no perder el alma. Nada ocurre sin un motivo.

Sennefer me ha contado su historia. Es sencilla y emotiva, como todo lo que se siente muy adentro en el corazón. De niño, fue hecho prisionero y llevado a la ciudad nabatea de Petra. Allí se enamoró, años después, de la bella Nofret, también egipcia, y esclava como él. Era un amor imposible, pues la joven, de tan infinita hermosura como sólo pueden ver los ojos de un enamorado, era la favorita del señor, amo de ambos. Cuando los encontró juntos, a ella la mandó apresar, y a él lo condenó a muerte. El señor era un comerciante rico y poderoso, y Sennefer sólo pudo huir, sin una oportunidad de liberar a su amada. Quiso morir por ello, regresar y entregarse al verdugo. Pero comprendió que eso no cambiaría nada, mientras que estando vivo, quizá, pudiera obrar algún bien.

Y no se equivocaba. Puede que haberme impulsado a escribir lo que estoy escribiendo, sea una buena obra.

Yo estaba dormido, y he despertado. Ojalá a alguien le aproveche lo que sé. Si alguien recuerda algún día al rabí Jesús de Nazaret, sólo yo puedo contar lo que viví con él. Ninguno de los otros sabía las cosas que yo sé. Ni siquiera su madre, María. Ni tampoco la otra María, su compañera. Treinta denarios no pagan una vida, como creyó Pedro. Ya dije que eran el dinero para organizar la huida de Jerusalén, unidos a una caravana. El Sanedrín mintió. Cuando fui a devolverlos, Caifas y Anas se rieron de mí. Me preguntaron si creía realmente que ellos permitirían a Jesús marcharse sin castigo por sus blasfemias. Yo sé que ellos lo odiaban por rasgar el velo de su poder, y no por ninguna blasfemia. Les arrojé el dinero y me fui, desconsolado. ¿Qué había hecho? ¿Cómo podía haber ocurrido algo así?

Cuando conocí a Jesús, yo era un hombre sin convicciones, sin rumbo. El me ayudó, creyó en mí, me hizo su amigo. Yo era el único discípulo que provenía de Judea, en lugar de Galilea como los demás. Jesús mismo había nacido en Belén de Judea. Me acogió por eso, creo, con más cariño. Y quizá también porque uno de sus hermanos se llamaba Judas, como yo. Otros tenían al principio recelos. Y algunos nunca los abandonaron. Jesús nos pidió a todos que buscáramos las ovejas perdidas de la casade Israel. Que predicáramos y obráramos por doquier en nombre suyo. No debíamos distinguir entre unos y otros. Quien quisiera escucharnos, nos escucharía; y quien no, no lo haría. Al irnos, nos bastaría entonces con sacudirnos el polvo de las sandalias.

Más de una vez tuve yo deseos de sacudirme ese polvo en presencia de Pedro y de los demás. Él creyó que yo vendí a Jesús al Sanedrín. Por treinta denarios creía él que yo podría vender al más santo de los hombres. Una cantidad ridicula, que apenas bastaba para comprar un esclavo o un pequeño terruño estéril. Durante la cena de Pascua, antes de que Jesús fuera arrestado en el huerto de Getsemaní, el Maestro dijo que su hora estaba cerca. Que uno de nosotros propiciaría el inicio de su fin. Lo dijo con gran amor. Yo era el elegido para esa tarea, como sólo él y yo sabíamos. Pero yo tenía otros planes. Quería evitar que lo escrito se cumpliera. Jesús dijo que quien iba a llevarlo a cumplir su destino, sufriría deshonor y padecimiento, y que más le valdría no haber nacido frente al horizonte de tan grande sufrimiento.

Mis ojos temblaron. Tuve que marcharme del cenáculo para evitar las lágrimas. No quería que los otros supieran nada de los planes de Jesús, ni de los míos. Cuando fui a los sacerdotes, al Templo, a reclamar sus promesas, ellos se ofrecieron a custodiar a Jesús. Me pareció bien, porque así Jesús no podría negarse a marchar de Jerusalén. No me importaba su cólera conmigo, con tal de salvarlo. Pero todo salió al revés. Caifas y Anas me engañaron. ¡Malditos sean por los siglos de los siglos! Y maldito mi nombre por no haber sabido descubrir sus intenciones.

Cuando los guardias arrestaron a Jesús, Pedro trató de matarme. Hirió a uno de los guardias, y a mí a punto estuvo de alcanzarme con su espada. Luego, todos huyeron, abandonando a Jesús. Mi corazón se resquebrajó en mil pedazos ante esa gran tristeza. Los que se decían fieles huían despavoridos. Yo, que era fiel, parecía un sucio traidor.

Todo sucedió como Jesús quería, sin embargo. No logré cambiar ese destino. Quizá el Maestro lo tenía todo previsto. No lo sé. La sabiduría de Jesús era tan grande…

Luego fue Jesús juzgado y acusado de blasfemia. Cuando pedí en vano su liberación, clamando que era sangre inocente, con amargas lágrimas en el rostro, no conseguí ninguna piedad de quienes se decían santos y hombres rectos y justos. Los romanos no quisieron oponerse al Sanedrín. Sus leyes estaban por debajo de la conveniencia política. Prefirieron el orden a la equidad. Aceptaron un castigo impropio, maltrataron a Jesús, se dejaron llevar por los gritos enfervorizados de la chusma, a sueldo de Caifas y Anas. El Imperio se hizo tan pequeño como el alma del gobernador Pilatos.

Crucificaron a Jesús. Sin culpas. Por odio e impúdico rencor.

Los cielos sacudieron la tierra cuando Jesús expiró. La cortina del Templo se rasgó de arriba abajo en su postrero grito: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?».

Mi corazón se sobrecogió. Jesús había, en efecto, perdido la razón. ¿Cómo podía el Padre abandonarlo cuando él cumplía el terrible destino al que él le había arrojado en el mundo? Y, sin embargo, una duda tan temible como las legiones romanas llenó mi espíritu cual negra y pegajosa mancha de brea. Recordé las palabras de Jesús a su regreso del desierto. Lucifer, el Demonio, le había tentado tres veces con tentaciones absurdas, imposibles. Dijo que imperaba sobre la Creación, que había vencido en la guerra celestial, que Dios era su esclavo. Lucifer se mostró repleto de maldad, de envidia, de rencor. La espada de la verdad, del arcángel Miguel, se había quebrado ante su terrible metal. Lucifer ansiaba ser igual que Dios, y olvidó la bondad que le era natural. Se convirtió en lo contrario: el mal. La más hermosa de las criaturas se tornó fea y terrible por la perversidad. Dijo querer liberar al mundo del yugo de Dios, y fue él quien esclavizó a todas las criaturas. Tendió cadenas irrompibles y eternas que aprisionaron a cada ser de la Creación. Incluso a los que lo ignoraban, como los hombres. Hasta su muerte, pues la muerte siempre llega.

Cuando Jesús dijo en la cruz, desde ese palo seco y muerto, hincado en la tierra anegada por las lágrimas de los pecadores, cuando Jesús gritó preguntando al Padre la causa de su desamparo en ese momento horrendo de su martirio, entonces Lucifer venció de nuevo, y Dios volvió a perder. Jesús era la última esperanza de Dios y de la Creación, con sus incontables criaturas. Su sacrificio fue en vano. Toda su fe quedó borrada y se la llevó el viento.

Jesús negó su fe. Dudó del Padre. El mal impera en el mundo. Es la esencia de todo lo creado. Satanás rige sobre Dios. La espada del arcángel Miguel no pudo vencerle. La envidia superó a la bondad y el mal al bien. Así de terrible es la verdad.

Si es que mi torpe cabeza de viejo no ha desfigurado el recuerdo, ni ha perdido el entendimiento. Aunque ojalá esté yo equivocado, loco, estúpido. Ojalá sea yo una mísera hormiga que nada sabe ni comprende.

El impacto de un cometa no hubiera provocado un cataclismo mayor en la mente de Albert Cloister que el texto que acababa de leer. Durante unos minutos, todo su pensamiento se precipitó en espiral hacia el interior de un abismal desagüe. Se quedó en blanco y, al mismo tiempo, los hilos se anudaron solos. El resultado habría de ser como lava ardiente que abrasa cualquier cosa a su paso.

En la antigüedad, hubo quienes pensaron que el mundo era fruto de la voluntad de una entidad malvada. Según ellos, era una cárcel dolorosa para los seres humanos. Un lugar en el que los hombres y mujeres que pueblan la tierra, habrían de sufrir. No todos los cristianos primitivos fueron monoteístas. Algunas comunidades creían en varios dioses, hasta en decenas de ellos e incluso trescientos sesenta y cinco, como los días del año. Cloister siempre había pensando, de sus tiempos en el seminario jesuita de Chicago, que les faltaba un dios: el de los años bisiestos. El era un leaper, como se conoce a las personas que han nacido el 29 de febrero, y sabía bien lo que supone que a uno lo olviden por la fecha de su cumpleaños. Ese dios que les faltaba a aquellos antiguos seguidores de Cristo podía ser, precisamente, la entidad que el filósofo griego Platón llamó Demiurgo, y que fue más tarde asimilado por los gnósticos, convirtiéndolo en malvado. El Demiurgo, para ellos, representaba el mal. Había convertido al ser humano en esclavo de la materia y sus pasiones. Creían que el alma y el cuerpo combatían en una dura y constante batalla. El Infierno era la lejanía al Cielo. La Tierra era ese Infierno por su distancia de la Gloria. Sólo el amor podía hacer que el hombre se salvase, librándolo de las cadenas de lo material.

Muchos católicos se quejan amargamente de que ellos mismos no leen de la Biblia más que el Nuevo Testamento. A menudo envidian a los protestantes, que toman la Sagrada Escritura por una guía, según la interpretación de su propio espíritu. Pero los católicos que sienten esa tristeza ignoran, por lo general, que el Antiguo Testamento muestra a un Dios justiciero, vengativo, sexista e implacable, que engaña a los hombres, los castiga, los maldice, los extermina. Un Dios que, como en el caso de Job, al que aplasta sin misericordia para demostrar su fe, hace apuestas con el Demonio a costa del ser humano…

Apuestas con el Demonio.

Judas Iscariote alcanzó a comprender la verdad. Esta se hallaba encerrada entre las líneas de su relato. Jesús fue un último cartucho -la última apuesta- de un Dios vencido por Lucifer en la guerra que se libró en los Cielos. Las legiones del arcángel Miguel no bastaron para contener el empuje de los sublevados. Los ángeles de Lucifer derrotaron al resto de fieles a Dios. La ira y el odio dan fuerza. Así, el ángel que otrora fuera más perfecto y lleno de luz, todo bondad, pero también el más orgulloso, se hizo malvado e hizo caer al mismo Dios. Le quitó su poder. Lo redujo a la esclavitud. El mal impera desde entonces en la Creación. Jesús flaqueó en el último momento. «Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?» Y no pudo redimir al hombre, y por eso tampoco pudo redimir a Lucifer.

Los seres humanos esperan la Gloria o la nada, según si creen en Dios o son ateos. Pero la esperanza es una ilusión. La esperanza no existe. TODO ES INFIERNO: Infierno para cada ser humano nacido. Por siempre, sin remedio, sin posibilidad de salvación. El dolor sin límite, la tristeza eterna. El castigo de los inocentes. Algo mucho peor que la no existencia y el fin de la vida. El dolor físico tiene un límite. Llega un momento en que el cuerpo ya no resiste más y deja de sentir. Pero el alma puede sufrir de un modo infinito y eterno: el dolor es gigantesco y nunca acaba. Continúa por los siglos de los siglos, por siempre jamás. Un dolor del que no es posible escapar. Lo más horrible que la mente humana es capaz de concebir. El Demonio puede hacer eso con las almas. Jesús lo vio y lo comprendió.

Y, para más crueldad, Lucifer, Príncipe de la Mentira, engaña a los seres humanos haciéndoles creer que él perdió la guerra contra Dios. Les hace creer que hay esperanza. Pero no la hay. El mal lo domina todo. El mal absoluto. El Infierno y el dolor para siempre y sin redención.

Cloister levantó la mirada. Sus lágrimas le impedían distinguir el horizonte, pero entonces supo que el mundo que tenía enfrente estaba condenado. El hombre vivía en el Infierno y nunca saldría de él.

Esa era la Verdad. La única Verdad.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a>Vintage Inn, en inglés.

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a>Vendange, es una palabra francesa que significa «vendimia».

  3. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> En los países anglosajones, una fecha como el 16 de junio no se escribiría 16-6, sino 6-16.