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Doblamos la esquina y caminamos manzana y media hacia el sur por la Décima Avenida hasta llegar a una taberna digna de ser mencionada al final de un testimonio. No sabía el nombre y no estaba seguro de que tuviera uno. Debería llamarse "Ultima parada antes del lavado de estómago". Dos viejos con trajes costosos estaban sentados en la barra bebiendo en silencio. Un latino de unos cuarenta años bebía un vaso de vino en otro extremo de la barra mientras leía la prensa. El barman, un tipo descarnado que vestía una camiseta y unos vaqueros, miraba un pequeño televisor en blanco y negro. El volumen estaba puesto al mínimo.
Durkin y yo nos instalamos en una mesa y me tocó a mí ser el que fuera a la barra a pedir las consumiciones: un vodka doble para él y a mí un refresco de jengibre. Llevé los vasos a la mesa, su mirada se fijó en mi refresco sin hacer comentario alguno.
Realmente el color se asemejaba al de un vaso de güisqui con soda.
Bebió un poco de su vodka y dijo:
– Ahhh, sabe, esto sienta estupendamente. Estupendamente.
Yo me callé.
– ¿Qué me estaba preguntando? ¿A dónde quiero ir a parar? Creo que usted mismo puede responder a esa pregunta.
– Probablemente.
– Le dije a mi propia hermana que se comprara una nueva televisión y una máquina de escribir y que colocara algunos cerrojos en la puerta. Que no se preocupara llamando a la policía. ¿A dónde vamos a parar con Dakkinen? No vamos a ningún sitio.
– Es lo que me imaginaba.
– Sabemos quién la ha matado.
– ¿Chance?
El asintió. Yo seguí diciendo.
– Su coartada parece buena.
– Desde luego que es buena, no hay por dónde cogerlo, ¿y qué? Pudo haberlo preparado. La gente con la que estaba no dudarían en mentir con tal de ayudarle.
– ¿Usted cree que mienten?
– No, pero no juraría que dicen la verdad. De cualquier forma, pudo haber pagado a un asesino. Ya hemos hablado de eso.
– En efecto.
– Si así lo hizo está limpio. Nosotros no podemos demostrar la falsedad de su coartada. Si ha pagado a un asesino nunca sabremos a quién pagó. A menos que tengamos un golpe de suerte. Eso ocurre a veces. Un tipo dice algo en un bar y alguien que no lo quiere bien lo pasa, y de repente sabes algo que antes no sabía. Pero incluso si eso sucediera, tendremos aún que recorrer mucho camino para sentarlo ante un tribunal, mientras tanto no nos vamos a romper la cabeza indagando.
Lo que me estaba diciendo no me sorprendía, pero sus palabras tenían un efecto calmante. Tomé mi vaso y lo observé.
– En este oficio -me dijo Durkin-, hay que saber seleccionar. Trabajar los casos en donde hay una oportunidad de resolver y dejar otros flotando a merced del viento. ¿Sabe cuál es el índice de criminalidad en esta ciudad?
– Sé que está en aumento.
– Dígamelo a mí. Cada año está más alto. Hay más y más crímenes cada año, salvo que las estadísticas indican que empezamos a tener una baja en ciertos crímenes de menor importancia porque la gente se está cansando de denunciarlos. Como el robo a mi hermana. ¿Te atracan de regreso a casa y lo único que pasa es que se llevan tu dinero? Bueno, mierda. ¿Qué vamos a hacer un asunto federal de ello? Considérate afortunado de que estás con vida. Vete a tu casa y reza una acción de gracias.
– Para Kim Dakkinen…
– Que se vaya a la mierda Kim Dakkinen. Una estúpida putilla que se hace dos mil quinientos kilómetros para venir a vender su culo y le da el dinero a un chulo negro. ¿A quién coño le importa si se hace cortar en pedazos? ¿Por qué no se quedó en su maldita Minnesota?
– Wisconsin.
– Está bien, Wisconsin. La mayoría de ellas vienen de Minnesota.
– Lo sé.
– Antes, teníamos mil muertos por año. Tres por día en los cinco distritos juntos. Eso ya era bastante de por sí.
– No estaba mal.
– Hoy por hoy es el doble -se inclinó hacia delante-. Pero eso no es nada, Matt. La mayoría de los homicidios son historias de marido-mujer, o entre dos amigos que se toman unas copas juntos y uno le mete un tiro al otro y ni siquiera se acuerda al día siguiente. Esos muertos no aumentan jamás. Su número es siempre el mismo. Lo que ha cambiado son los asesinatos donde la víctima y el asesino no se conocían. Es el índice de ese tipo de homicidios el que refleja la peligrosidad de un sitio. Si tomamos tan sólo eso muertos, sin ocuparnos de los otros y los ponemos en un gráfico, la curva sube como una flecha.
– Ayer por la noche, en Queens -dije-, un tipo se armó con un arco y el vecino le mató con una 38.
– Sí, lo he leído. ¿No sé qué de un perro que se confundía de jardín a la hora de hacer sus necesidades?
– Más o menos.
– Eso no entraría en el gráfico; los dos se conocían.
– Es verdad.
– Pero forma parte del mismo fenómeno. La gente no deja de matarse entre si. Ni siquiera se detienen un momento a pensarlo, simplemente se matan. ¿Cuánto tiempo hace que dejó el cuerpo? ¿Un par de años? Permítame que le diga que las cosas están mucho peor.
– Le creo.
– Es verdad. El mundo se ha convertido en una jungla donde todos los animales están armados. ¿Se puede hacer una idea del número de gente que se pasea con un revólver? El honesto ciudadano se compra un arma para protegerse, y he aquí que un hermoso día se suicida o acaba con su mujer o con el vecino de al lado.
– El tipo del arco y las flechas.
– Él o cualquiera otro. ¿Pero quién le va a decir que no tenga un arma de fuego.
Se llevó las manos al estómago, donde su arma reglamentaria estaba alojada debajo del cinturón.
Prosiguió:
– Yo también pensaba así. Pero con el tiempo uno se acostumbra.
– ¿Usted no está armado?
– No.
– ¿Y no le preocupa?
Volví a la barra para buscar otros dos vasos, Durkin vació el suyo de un viaje, luego suspiró. Parecía una llanta deshinchándose. Encendió un cigarrillo, aspiró profundamente, echó el humo como si tuviese prisas para librarse de él y exclamó:
– Maldita ciudad.
Me dijo que no había nada que hacer, que no había arreglo. Echo la culpa al sistema judicial: policías, tribunales y prisiones, explicando que nada funcionaba y que cada día iba a peor. No puedes arrestar a un tipo, luego encima no lo puedes acusar y para colmo, no puedes meter a ese cabrón en chirona.
– Las cárceles están abarrotadas -dijo-, por eso los jueces no dictan condenas largas y los prisioneros no las cumplen hasta el final. Y luego los tribunales están sobrecargados y los jueces son lo suficientemente astutos para salvaguardar los derechos de los acusados de tal forma que haría falta una fotografía del tipo cometiendo el delito para conseguir una condena; y entonces lo más probable es que haya una anulación por haber violado sus derechos al hacer esa foto sin autorización previa. Y mientras tanto no hay policías. La policía tiene diez mil hombres menos que hace diez años. ¡Diez mil policías menos en la calle!
– Lo sé.
– Dos veces más de criminales y un tercio menos de policías y uno se pregunta por qué no es seguro caminar por la calle. ¿Y, sabe por qué? Porque la ciudad entera está podrida. No hay dinero para policías, no hay dinero para hacer circular el metro, no hay dinero para nada. El país entero está perdiendo dinero y ese dinero va a parar a Arabia Saudí. Todos esos cabrones están cambiando los camellos por Cadillacs mientras que este país se revuelve en la mierda -se levantó-. Ahora me toca a mí ir a la barra.
– No, no. Yo iré. Esto va incluido en mis dietas.
– Es verdad, usted tiene un cliente.
Se sentó. Cuando volví con la siguiente ronda, me preguntó:
– ¿Qué es eso que bebe?
– Limonada con jengibre.
– Sí, eso me parecía. Por qué no se toma una copa, una buena copa.
– Estoy intentando frenar un poco mi consumo.
– ¿Ah, sí? -sus ojos grises se fijaron en mi cuando comprendió el significado de mi respuesta. Levantó su vaso, bebió la mitad del mismo y lo posó en la mesa de madera con un ruido estrepitoso -. Ha tenido una muy buena idea -Yo creí que hablaba del refresco pero para entonces su antena ya trabajaba en otra frecuencia-. Hizo bien dejando el cuerpo, abandonando. ¿Sabe lo que voy a hacer? Voy a seguir seis años más.
– Para entonces tendrá sus veinte.
– Tendré mis veinte años de servicio y tendré derecho a recibir mi jubilación y de largarme a donde quiera. Dejar este trabajo y este vertedero de ciudad. Florida, Texas, Nuevo México, algún sitio caliente y limpio. Olvidémonos de Florida, he oído cosas de Florida, todos esos malditos cubanos, la tasa de criminalidad es similar a la de aquí. Esos locos colombianos. ¿Ha oído hablar de los colombianos?
Pensé en Royal Waldron y dije:
– Conozco a un sujeto que afirma que son buena gente, mientras no trates de aprovecharte de ellos, claro.
– Tiene toda la razón del mundo. ¿Leyó lo de las dos niñas en Long Island? Debió haber ocurrido hace seis u ocho meses. Eran hermanas, una de doce y la otra de catorce. Las encontraron en la parte de atrás de una gasolinera fuera de servicio, con las manos atadas por detrás de la espalda y en las cabezas dos disparos de bala de pequeño calibre, un 22 creo. ¿Pero a quién le importa? -vació su vaso-. Aparentemente ningún motivo. No habían sido violadas, nada. Fue una ejecución, ¿pero quién ejecuta a un par de crías?
– Luego todo se aclaró, porque una semana después alguien entra en casa donde vivían las niñas y abate a la madre de un disparo. La encontramos en la cocina con la cena aún haciéndose en el horno. Lo ve, era una familia de colombianos, y el padre andaba liado en tráfico de cocaína, que es la principal industria de ese país, además del contrabando de esmeraldas.
– Yo cría que tenían muchas plantaciones de café.
– Quizá sea una tapadera. ¿Dónde estaba? Ah, sí, un mes más tarde, el padre aparece muerto en la capital de Colombia que no sé cómo se llama. Se hace pasar por otro persona y huye rápidamente, pero finalmente, dan con él en Colombia, tras haber matado a sus hijas y a su mujer. Comprende lo que quiero decir, los colombianos no razonan como nosotros: les jodes y no se contentan con matarte. No, ellos acribillan a toda tu familia. Les da igual que edad puedan tener los críos. Tienes un perro, un gato, un pez tropical, da igual, los puedes dar por muertos.
– Increíble.
– La mafia siempre ha guardado mucho respeto hacia las familias. Incluso llegan a hacer citas para consumar las ejecuciones y así evitar que la familia no esté presente. Ahora tenemos una nueva especie de criminales que acaban con toda la familia, bonito, ¿verdad?
– Ya lo creo.
Posó sus manos en la mesa para levantarse, se incorporó con cierta dificultad y anunció:
– Esta vez es mi turno. No necesito que un chulo me pague mis copas.
De vuelta a la mesa me dijo:
– Porque él es su cliente, ¿verdad? ¿Chance? -no respondía. Continuó-. Bueno, mierda, usted ha estado con él anoche. Él lo quería ver y, ahora, usted tiene un cliente y no me quiere decir su nombre. Dos más dos hacen cuatro, ¿no es así?
– Yo no puede decir cómo tiene que hacer sus cálculos.
– Supongamos que yo tengo razón y que él es su cliente. Nada más que para que podamos discutir, Así no traiciona a nadie.
– De acuerdo.
Se inclinó hacia delante.
– El la mató -dijo-. Entonces, ¿qué motivo puede tener para contratarle a usted?
– Puede que él no la matara.
– Por supuesto que sí -con un gesto de mano desechó cualquier posibilidad de inocencia de Chance-. Ella le declara que lo quiere dejar, él dice que bien, y al día siguiente, ella aparece muerta. Vamos, Matt, ¿lo encuentra convincente?
– Volvamos a su pregunta. ¿Por qué iba a contratar mis servicios?
– Quizá para alejar sospechas.
– ¿Cómo?
– Quizá piense que nosotros vamos a pensar que es inocente al contratarle a usted.
– Pero eso no es en absoluto lo que usted piensa.
– No.
– ¿De veras cree que es así como piensa?
– ¿Cómo voy a saber lo que un jodido chulo adicto a la coca piensa?
– ¿Cree que es adicto a la coca?
– De alguna manera tiene que gastar el dinero. Y no es en cuotas de clubes de country ni en el cepillo de los bailes de caridad. Ahora soy yo el que va a preguntar.
– Pregunte.
– ¿Cree que existe la posibilidad de que él no la haya matado?
– Sí, creo que la hay.
– ¿Por qué?
– Tiene que haber un motivo para que me contratara. Y no es para que la policía le deje en paz porque hasta ahora la policía no le ha inquietado lo más mínimo y usted mismo ha dicho que no tiene intención de ello.
– Eso no lo tiene que saber necesariamente.
Yo no se lo discutí.
– Pongámonos en otro ángulo -sugerí-. Supongamos que nunca lo hubiera llamado.
– ¿Cuándo?
– La primera vez. Entonces no se habría enterado de que había roto con el proxeneta.
– Siempre nos podíamos haber enterado por alguna otra fuente.
– ¿Qué fuente? Kim estaba muerta y Chance no se iba a prestar a ello. Y estoy seguro de que no hay nadie más que estuviera al corriente -aparte de Elaine, pero no quería meterla en esto-. No creo que se llegara a enterar por nadie más. En cualquier caso, no sería una información que encontrará en un bar.
– ¿Y entonces?
– ¿Entonces, cómo se hubiera explicado ese asesinato?
– Sé lo que trata de decir.
– ¿Qué explicación hubiera sacado?
– La misma que teníamos antes de que nos llamara. La obra de un sádico, de un trastornado. Sabe que ahora no le podemos llamar así. Ahora se les llama P.S.P.
– ¿Qué es un P.S.P.?
– Una Persona Sicológicamente Perturbada. Fue una idea de un gilipollas del Departamento Central que no tenía nada mejor en que pensar. En la ciudad hay más chiflados que manos para agarrarlos, pero nuestra prioridad es llamarles por un nombre adecuado. No queremos dañar sus sentimientos. No, me figuré que había sido un sádico, una nueva versión de Jack el Destripador. El tipo llama a una fulana, la invita a venir a su hotel y la corta en pedacitos.
– ¿Y si fuera un sádico?
– Ya sabe lo que pasa. Esperas tener suerte y encontrar una prueba física de la presencia del asesino en el lugar del crimen.
En este caso las huellas dactilares no sirvieron de nada; una habitación de un hotel significa demasiadas personas en el mismo sitio y no sabes por dónde empezar. A menos de que encuentres una hermosa huella sellada con sangre, y esa sería forzosamente la del asesino. Pero no tuvimos esa suerte.
– Y aunque la hubieran tenido.
– Aunque la hubiéramos tenido, una sola huella no nos hubiera servido de mucho. A menos de que tuviéramos un sospechoso. Los de Washington no son capaces de pronunciarse con una sola huella. Siempre dicen que no tardaran mucho pero…
– Llevan años diciendo lo mismo.
– Nunca llega a suceder. O eso será para dentro de seis años, y para entonces, yo ya estaré en Arizona. Si no tenemos pruebas que nos lleven a algún sitio sólo nos queda esperar a que lo haga de nuevo. Una o dos muertes más con la misma firma y el asesino acaba haciendo alguna tontería y cuando por fin le echas el guante nos basta con comparar sus huellas con las otras de Galaxy y ya podemos dar el carpetazo -vació las últimas gotas de vodka-. Luego se defiende como homicidio involuntario, sale a los tres años y lo hace de nuevo. Prefiero cambiar de tema, coño, no quiero empezar con la misma historia.
Pagué la siguiente ronda. Los escrúpulos que tuvo, rechazando que sus vodkas fueran pagados con el dinero de un chulo, parecían haberse disuelto en el mismo alcohol que los había hecho nacer. Estaba claro que estaba bebido, pero hacía falta saber dónde mirar para darse cuenta. Había brillo en sus ojos que se reflejaba en todo su comportamiento. Estaba interpretando su papel en una típica conversación entre borrachos, donde una pareja de alcohólicos se pasan la palabra respetuosamente hablándose a si mismos a gritos.
No me hubiera dado cuenta de esas cosas si le hubiera acompañado en el vodka. Sin embargo estaba sobrio, y mientras el alcohol remontaba en su cuerpo, la grieta entre nosotros se iba haciendo mayor.
Me esforcé en mantener la conversación en el tema de Kim Dakkinen, pero él se iba constantemente. El quería hablar de todo lo que no funcionaba en Nueva York.
– Sabe por qué nada funciona -dijo, inclinándose hacia mí, bajando el tono de la voz como si fuéramos los únicos dos clientes que quedábamos en el bar, nada más que nosotros dos y el barman-. Pues bien, se lo voy a decir. Son esos jodidos negros.
No hice comentario alguno.
– Y los mestizos. Los negros y los chicanos.
Yo dije algo de policías negros y portorriqueños. A él no le gusto mi observación.
– No me diga eso. Hay un tipo con el que suelo patrullar a menudo. Larry Haynes, se llama, a lo mejor le conoce -no lo conocía-. Es un tío genial. Yo le confiaría mi vida. ¡Qué coño, eso ya me ha pasado! Es negro como el carbón y jamás he encontrado mejor persona en el departamento. Pero eso no tiene nada que ver con lo que estoy hablando -se limpió la boca con el reverso de la mano-. ¿Alguna vez ha subido en el metro?
– Siempre que me hace falta.
– Mierda, nadie se sube por gusto. La ciudad vive en una telaraña podrida, el material se estropea continuamente, los vagones están recubiertos de pintadas y apestan a pis, los policías ahí destinados son totalmente incapaces de evitar los crímenes que se cometen. ¿Pero de qué estoy hablando? Mierda, si yo tomo el metro y miro alrededor de mí, ¿sabe cómo me siento? Me siento en un país extranjero.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que todo el mundo es negro o chicano. Un oriental, ya sabe lo que todos esos nuevos inmigrantes chinos, además de los coreanos. A los coreanos no les podemos reprochar nada, ellos se montan esos estupendos puestos de verduras por toda la ciudad, trabajan las veinticuatro horas del día y mandan a sus hijos a la universidad; pero todo eso forma parte de algo.
– ¿De qué?
– Mierda, sé que esto que voy a decir es vulgar y primitivo, pero qué le vamos a hacer. Antes esto era una ciudad de blancos, y ahora, hay veces que tengo la impresión de que soy el último blanco que queda.
– Hubo un silencio que se alargó más de la cuenta, luego continuó:
– Ahora la gente fuma en el metro, ¿lo ha notado?
– Sí.
– Eso antes no se veía. Una persona podía asesinar a sus padres con un hacha pero nunca osaría encender un cigarrillo en el metro. Ahora tenemos a toda la clase media fumando tranquilamente en los vagones. ¿Sabe cómo empezó todo esto hace unos pocos meses?
– No.
– No se acuerda, hace un año, de un tipo que estaba fumando en el metro, en la línea PATH, y cuando el policía le pidió que lo apagara el tipo sacó una pistola y lo abatió. ¿No lo recuerda?
– Sí, lo recuerdo.
– Eso fue lo que lo empezó. Lo lees y quienquiera que seas, ya seas un policía o un ciudadano de a pie, no te das ninguna prisa para decirle al tío que tienes enfrente que apague el puñetero cigarrillo. De manera que unos pocos lo encienden y nadie les dice nada, y cada día hay más que lo hacen. ¿A quién cojones le importa si fuman o no fuman en el metro cuando es una pérdida de tiempo denunciar un robo? Dejas de preocuparte de un aspecto de la ley y la gente actúa como si ese aspecto no existiera -frunció el ceño-. Pero piense en ese policía de la PATH. ¿Le gustaría morir así? No acabaste de pedir a un tío que apague su cigarrillo y bang estás muerto.
Yo le conté la historia de la madre de Rudenko, muerta por una bomba porque un amigo le había traído un aparato de televisión equivocado. Y de esta manera estuvimos intercambiándonos terribles historias. Me contó la de una asistenta social, llevada hasta los tejados de un sórdido edificio en donde fue violada repetidas veces antes de ser arrojada al vacío. Me vino a la cabeza una historia que leí hace tiempo de un crío de catorce años abatido por otro de la misma edad porque aquel se había reído de él. Durkin me contó varios casos de niños martirizados hasta la muerte y uno de un hombre que había ahogado al bebé de su novia porque estaba harto de tener que pagar a un canguro cada vez que se iban juntos al cine. Yo mencioné la historia de la mujer de Gravesand, muerta por un disparo mientras colgaba un objeto en el hall.
– El alcalde cree haber encontrado la respuesta. La pena capital. Recuperar el gran trono negro.
– ¿Piensa que lo harán?
– Sin duda, el pueblo lo quiere. Hay una buena razón para que funcione y no me lo va a negar. Fríes a uno de esos cabrones y al menos sabes que no lo va a hacer de nuevo. Que coño, yo voto por ello. Desempolvemos la silla, transmitamos las ejecuciones por televisión, hagamos anuncios publicitarios, busquemos unos dólares y contratemos a unos cuantos policías más. ¿Quiere que le diga algo?
– ¿Qué?
– Tenemos la pena capital. No para los criminales, sino para los ciudadanos normales. El hombre de la calle tiene más oportunidades de hacerse matar que las que tiene un asesino de sentarse en la silla. Encontramos la pena capital cinco, seis y hasta siete veces por día.
Su tono había subido y el barman estaba atendiendo a nuestra conversación. Le habíamos despistado de su tarea.
Durkin me dijo:
– La historia de la televisión bomba me gustó. No entiendo cómo se me pudo escapar. Creer haber oído todo y siempre hay algo que se te escapa.
– Es verdad.
– Hay ocho millones de historias en la ciudad -me dijo-. ¿Se acuerda de aquel programa? Estuvo en la televisión hace unos cuantos años.
– Me acuerdo.
– Decían esa frase al final de cada emisión. Hay ocho millones de historias en la ciudad desnuda. Esta es una de ellas.
– Me acuerdo.
– Ocho millones de historias. ¿Sabe lo que hay en esta ciudad, en esta pestilente cloaca que es esta ciudad? ¿Sabe lo que hay? Hay ocho millones de maneras de morir.
Tuve que sacarlo del bar. El frescor del aire natural le quitó las ganas de hablar. Rodeamos un par de manzanas y dimos con la calle de la comisaría. Su coche era un Mercury bastante achacoso ya. Estaba un poco abollado. En la matrícula había un prefijo que indicaba que era un vehículo con fines policiales y que no debía de ser multado. Algunos malhechores bien informados debían igualmente saber que era un coche de la policía.
Le pregunté si se sentía lo suficientemente bien para poder conducir. Mi pregunta no le agradó mucho. Me dijo:
– ¿Quién se cree que es? ¿Un policía? -luego, dándose cuenta de lo absurdo de semejante reflexión rompió a reír. Se apoyó en la puerta abierta y siguió riéndose, balanceando la puerta y repitiendo-: ¿Se cree un policía? ¿Se cree un policía?
Luego su humor se transformó tan rápido como un cambio de plano en una película. En un segundo estaba serio y aparentemente sobrio, los ojos medio cerrados, el mentón salido como un buldog.
– Escuche -dijo con voz grave y firme- Deje ese aire de superioridad, ¿me entiende?
No entendí de qué me hablaba.
– No tiene por qué darme lecciones, cabrón. Usted no vale más que yo, hijo de puta.
Arrancó y se alejó. Mientras pude verlo me pareció que conducía correctamente. De todas formas, esperaba que no viviera muy lejos.