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Volví derecho a mi hotel. Las tiendas de licores estaban cerradas pero los bares aún seguían abiertos. Pasé delante de ellos sin tener tentaciones. Resistí a las invitaciones de las prostitutas callejeras de la 57. Saludé a Jacob, me aseguré de que no había mensajes en mi casilla y subí a mi habitación.
No tiene que darme lecciones, cabrón. Usted no vale más que yo. El estaba borracho cuando soltó aquello, por lo tanto aquella agresividad defensiva se le podía disculpar. Sus palabras no querían decir nada. Las hubiera dicho a su mejor amigo o a la noche misma.
De todas formas no me las podía quitar de la cabeza. Me acosté pero no podía dormir, me levanté, encendí la luz y me senté al borde de la cama con mi agenda. Miré a algunas notas que había hecho, luego escribí una o dos cosas que había retenido de nuestra conversación en el bar de la Décima Avenida. Anoté también algunas notas mentales, jugando con las ideas como un gatito juega con un ovillo. Cerré la agenda cuando me di cuenta de que comenzaba a dar vueltas para no llegar a nada. Cogí un libro de bolsillo que había comprado anteriormente, pero no pude concentrarme en el texto. Leía una y otra vez el mismo párrafo sin enterarme.
Por primera vez, desde hacía muchas, horas me apetecía un trago. Estaba incómodo, nervioso y no quería salir. Había una tienda abierta con un frigorífico lleno de cerveza, ¿y cuándo la cerveza me había hecho perder la memoria?
Me quedé donde estaba.
Chance no me había preguntado por qué motivo había aceptado trabajar para él. Durkin había aceptado el dinero como razón válida. Elaine podía creerse que lo hacía porque ese era mi trabajo, al igual que el de ella era prostituirse y el de Dios perdonar a los pecadores. Y era verdad, en efecto tenía necesidad de dinero y si se puede decir que tengo un trabajo el mío es el de investigar. En cualquier caso durante un tiempo.
Cuando me desperté el sol brillaba en la ciudad. Después de ducharme y rasurarme bajé a la calle. Para entonces el sol ya se había escondido detrás de un grupo de nubes. Aparecía y desaparecía, y así seguiría durante todo el día, parecía que el responsable no se quería comprometer.
Tomé un desayuno ligero, hice unas llamadas telefónicas, luego caminé hasta el pie del Galaxy. El empleado que había registrado a Jones no estaba de servicio. Yo había leído el proceso verbal de su interrogatorio y no esperaba sacar mucho más de él.
Un director adjunto me dejó echar un vistazo a la ficha de Jones. Este había escrito "Charles Owen Jones" al lado de "Nombre" y en "Firma" había escrito "C.O. Jones" en letras mayúsculas. Señalé esto al director adjunto que me dijo que la divergencia era común.
– Escriben su nombre entero en una línea y el abreviado en otra. Eso no es ilegal -me aseguró.
– ¿Pero esta no es su firma?
– ¿Por qué no?
Se encogió de hombros y me dijo:
– Hay personas que escriben todo con mayúsculas. El sujeto en cuestión hizo una reserva por teléfono, a continuación pagó por adelantado. En ese caso, yo no espero que mis empleados pongan en duda una firma.
No era eso lo que yo quería decir. Lo que me había chocado era que Jones se las había arreglado para evitar dejar una muestra de su propia caligrafía, eso me parecía interesante. Miré a la línea donde había escrito el nombre entero. Las tres primeras letras de Charles eran las mismas de Chance. Simple constatación que no quería decir nada. ¿Además, por qué tratar de sacar indicios comprometedores para mi propia clientela?
Le pregunté si el Sr. Jones había estado alguna otra vez en el Galaxy en los meses anteriores.
– No en el curso del último año -me aseguró-. Llevamos todos los registros por orden alfabético en nuestro ordenador. Uno de los inspectores ya lo ha comprobado. Si no tiene nada más que…
– ¿Cuántos más clientes hay que firmen su nombre con mayúsculas?
– No tengo ni idea.
– ¿Le importaría dejarme ver las fichas de los últimos dos o tres meses?
– ¿Qué espera descubrir?
– Otros tipos que escriban como éste, en letra de imprenta.
– Oh, no creo que pueda -dijo-. ¿Sabe cuántas fichas puede haber? Este es un hotel con seiscientas treinta y cinco habitaciones, señor…
– Scudder.
– Señor Scudder. Eso suma más dieciocho mil fichas por mes.
– Solo si los clientes se quedan solamente una noche.
– Normalmente están tres noches. Aún así son más de seis mil fichas por mes, doce mil en dos meses. ¿Se da cuenta de lo que llevaría mirar doce mil fichas?
– Una persona sola puede mirar dos mil fichas en una hora, teniendo en cuenta que sólo tienen que ojear la firma para ver si está escrita en letras mayúsculas. Estamos hablando de un par de horas, no más. Yo puedo hacerlo, o puede encargar a alguien que haga ese trabajo.
Negó con la cabeza.
– No puedo dar mi autorización -dijo-. No puedo. Usted es un particular, no es policía, y aunque quisiera cooperar, mi autoridad tiene un límite aquí. Si la policía presentara una demanda oficial…
– Me doy cuenta de que le estoy pidiendo un favor.
– Si yo estuviera en condiciones de hacerle ese tipo de favor…
– Ya sé que sería algo excepcional -insistí-. Y estoy dispuesto a pagar por el tiempo perdido y las molestias.
Esto habría servido en un hotel más modesto, pero aquí, perdía mi tiempo. No creo que se diera cuenta de que le estaba ofreciendo una propina. Repitió que estaría encantado de colaborar si la policía accediera a presentar esa demanda por mí. Esta vez no insistí. Le pregunté simplemente si me podía llevar la ficha de Jones el tiempo suficiente para ir a hacer una fotocopia.
– Nosotros tenemos una fotocopiadora -dijo encantado de ayudar en algo-. Espere un momento.
Volvió con una fotocopia. Le di las gracias y me preguntó si había algo más. Su tono sugería que estaba seguro de que no había nada más. Le dije que me gustaría echar un vistazo a la habitación en que murió.
– Pero si la policía ya ha terminado ahí arriba. La habitación está en obras. La moqueta tiene que ser cambiada, entiende, y las paredes han sido pintadas.
– De todas formas me gustaría verla.
– No hay nada que ver. Creo que hay obreros trabajando. Los pintores han terminado ya pero los de la moqueta…
– Yo no los interrumpiré.
Me dio la llave y me dejó subir solo. Encontré la habitación y me felicité de mi talento como detective. La puerta estaba cerrada con llave. Los obreros debían haberse ido a comer. La moqueta vieja había sido retirada y una nueva moqueta cubría un tercio del suelo, en una esquina se veían unos rollos esperando ser instalados.
No me entretuve mucho. Como el sujeto de abajo me había dicho no había nada que ver. La habitación no tenía ninguna señal de Kim. No había muebles. Las paredes estaban recién pintadas y el cuarto de baño relucía. Di una vuelta al lugar como lo hubiera hecho un vidente lúcido, tratando de captar las vibraciones a través de las yemas de mis dedos. Si había vibraciones presentes, me eludieron.
La ventana daba al centro de la ciudad. La vista estaba cortada por la fachada de los edificios más altos. Entre dos de ellos, distinguí el World Trade Center.
¿Tuvo Kim tiempo de mirar por la ventana? ¿Y Jones, miró antes o después?
Cogí el metro para ir al centro. El tren era nuevo, el interior estaba pintado en una agradable mezcla entre amarillo, naranja y beige. Los de los grafittis ya habían hecho su oportuna visita, dejando sus mensajes indescifrables hasta en el más mínimo recodo.
No vi a nadie fumando.
Me bajé en la calle 40 Oeste y caminé hasta llegar a Morton Street donde Fran Schecter tenía un pequeño apartamento en el último piso de un edificio de ladrillo de cuatro plantas. Llamé, me anuncié por el interfono y la puerta de la entrada se abrió.
La escalera era una colección de olores: olores de cocina en el primer piso, olores de gatos un poco más arriba, y el característico olor de la marihuana en el último piso. Estaba convencido de que se podía hacer un boceto de un edificio y de sus inquilinos a través de los aromas de la escalera.
Fran me estaba esperando en la puerta. Pero corto, rizado, de color castaño, enmarcada por un rostro de adolescente. Ella tenía una nariz menuda, boca mohína y unas mejillas de las que hubiera estado orgullosa una ardilla.
Me dijo:
– Hola, soy Fran. Usted es Matt. ¿Le puedo llamar Matt?
Le aseguré que podía, ella posó la mano sobre mi brazo y me hizo entrar.
En el interior el olor a marihuana era mucho más fuerte. El apartamento era un estudio. Una habitación larga con una pequeña cocina incrustada en la pared. El mobiliario consistía en un sillón plegable, un sofá de cojines, cajas de plástico de transportar botellas, que juntas hacían la función de biblioteca o de ropero, y una enorme cama de agua cubierta por una colcha de pieles de mentirijilla. Encima de la cama un poster representaba el interior de una habitación con una chimenea de donde surgía una locomotora.
Rechacé una copa pero acepté una lata de un refresco ligth. Me senté en el sofá de cojines, que resultó mucho más cómodo de lo que me pareció en un principio tras que me ofreciera el refresco.
– Chance me dijo que está investigando lo que le pasó a Kim y que no dudará en responder a cualquier pregunta que me hiciera.
Su voz hacía pensar en la de una joven intimidada, pero hubiera sido incapaz de decir si eso era verdad o simplemente lo fingía. Le pregunté si conocía bien a Kim.
– No muy bien. Sólo la he visto tres o cuatro veces. Algunas veces Chance lleva a dos chicas juntas a cenar o a ver un espectáculo. Es por eso que he visto a todas alguna vez. A Donna sólo la he visto una vez. Ella vive en su propio mundo. ¿Conoce a Donna? -negué con la cabeza-. Me cae muy bien Sunny. No sé si nos podemos llamar verdaderamente amigas, pero es a ella a quien llamo cuando tengo ganas de hablar con alguien. La llamo una o dos veces por semana, o es ella quien me llama y charlamos un rato.
– ¿Nunca telefoneó a Kim?
– Oh, no. Ni siquiera tenía su número -pensó un instante, luego dijo-: Ella tenía unos ojos preciosos. Puedo cerrar mis ojos y ver los suyos en mi memoria.
Sus ojos eran enormes, entre marrones y verdes. Era pequeña, no lo haría mal de bailarina en una revista de Las Vegas. Vestía pantalones vaqueros teñidos con las perneras recogidas y una blusa rosa chillón que marcaba claramente sus pechos.
Ella no sabía que Kim quería dejar a Chance y esa noticia pareció interesarle mucho.
– Bueno, lo puedo entender -terció tras pensar un momento-. El no se preocupaba mucho por ella, y tú no quieres quedarte eternamente con un hombre que no se preocupa por ti.
– ¿Qué le lleva a pensar que él no se preocupaba por ella?
– Son pequeños detalles. Imagino que estaría a gusto cuando estaba con ella, la chica no le causaba problemas y le aumentaba la cuenta, pero él no tenía un trato especial hacia ella.
– ¿Y las otras chicas? ¿Tiene un trato especial con alguna chica?
– Se preocupa por mí.
– ¿Sólo por usted?
– Le gusta Sunny. A todo el mundo le gusta Sunny, te lo pasas muy bien con ella. Pero no sé si se preocupa por ella. Es como Donna, estoy seguro de que no se preocupa por Donna, aunque también es verdad que ella no se preocupa por él. Creo que es una cuestión de negocios por ambas partes. No creo que Donna se preocupe por nadie. No creo que ella se dé cuenta de que el mundo está habitado por seres humanos.
– ¿Y Ruby?
– ¿La ha visto?
Respondí que no. Ella prosiguió:
– Bueno, ella… cómo decirlo, es exótica. Por tanto ha de gustarle. Y Mary Lou's es muy inteligente y van a los conciertos y mierdas como el Lincoln Center, sabe, música clásica, pero eso no quiere decir que tenga un trato especial.
Se echó a reír. Cuando le pregunté qué le hacía gracia, me respondió:
– Oh, acabo de pensar que soy ese tipo de prostituta estúpida que se cree que es la única a la que su chulo ama. ¿Pero sabe por qué es? Porque soy la única con la que puede descansar. El sube aquí, se quita los zapatos y dice todo lo que se le pasa por la cabeza. ¿Sabe lo que es el Karma?
– No.
– Es algo que tiene que ver con la reencarnación. No sé si creerá en eso.
– Nunca pensé demasiado en ello.
– Bueno, yo sí creo en ello. Algunas veces pienso que Chance y yo nos hemos conocido en otra vida. No como amante necesariamente ni como marido y mujer, nada de eso. Tal vez como hermano y hermana, o quizá como si él fuera mi padre o yo fuera su madre. O pudimos haber sido del mismo sexo, porque eso es algo que cambia de una vida a otra. Pudimos haber sido dos hermanos, en fin, cualquier cosa.
El teléfono interrumpió sus especulaciones. Atravesó la habitación para responder a la llamada. Estaba de espaldas a mí con una mano en la cadera. No pude entender nada de lo que decía. Al cabo de un instante, ella tapó el auricular con la mano y se volvió hacia mí.
– ¿Matt? No quiero molestarlo, ¿pero cuánto tiempo calcula que se va a quedar?
– No mucho.
– Puedo decirle a alguien que venga dentro de una hora.
– Por supuesto.
De nuevo me dio la espalda. Terminó su conversación en voz baja y colgó.
– Es uno de mis habituales, un tipo muy simpático. Le dije que en una hora.
Volvió a sentarse. Le pregunté si ya tenía el apartamento cuando conoció a Chance. Me dijo que llevaba dos años y medio con Chance y que antes ella vivía en un apartamento más grande, en Chelsea, con otras tres chicas. Chance dispuso este apartamento para ella. Todo lo que tuvo que hacer fue trasladarse.
– Tan solo me traje los muebles -prosiguió-. Salvo la cama de agua que ya estaba aquí. Tenía una cama sencilla de la que me deshice. Y compré el poster de Magritte, pero las máscaras ya estaban aquí.
No había reparado en las máscaras. Tuve que volverme para poder verlas. Colgadas de la pared había tres máscaras talladas en ébano que representaban rostros llenos de solemnidad.
– Él lo sabe todo de ellas -me dijo-. De que tribu vienen y todo eso. Sabe mucho de esas cosas.
Le comenté que el apartamento no me parecía el más idóneo para el uso que hacía de él. En su rostro se dibujó una sonrisa interrogativa. Yo me expliqué:
– La mayoría de las chicas viven en edificios con portero, ascensor y demás.
– Ah, ya. No sabía que quería decir. Si, es verdad -sonrió ampliamente-. Aquí es otra cosa. Los clientes que vienen aquí no se consideran clientes.
– ¿Cómo es eso?
– Ellos piensan que son amigos míos. Piensan que soy una de esas tías saladas del Village; y es verdad. Y que ellos son mis colegas; y también es verdad. Sí, claro, ellos vienen aquí a acostarse conmigo, pero podrían hacerlo más rápido y más fácilmente en un salón de masajes, sin problemas y sin fatigas, ¿me entiende?
Pero aquí suben, se quitan los zapatos, se fuman un porro y es como si entraran en la bohemia, porque tienen que subir tres pisos a pie para luego revolcarse en una cama de agua. Lo que le quiero decir es que no soy una puta. Soy una amiguita. No cobro. Me dan dinero porque tengo una renta que pagar, sabe, no soy una tonta del Village que quiere hacer carrera en el teatro y que nunca lo conseguirá. Es verdad que nunca lo conseguiré, y me da igual, pero sigo asistiendo a clases de danza dos mañanas por semana y tengo una clase de expresión todos los martes por la noche, y tuve un papel en una comedia para principiantes, tres semanas seguidas en Tribeca. Representamos a Ibsen en Cuando los muertos se despiertan. ¿Y sabe qué? Tres de mis clientes vinieron a verme.
Me habló de la obra, luego del hecho de que sus clientes no sólo le daban dinero sino que le hacían regalos.
– Nunca tengo que comprar nada de alcohol. De hecho tengo que librarme de ello porque yo no bebo. Y no he comprado hierba en años. ¿Sabe quién me consigue la mejor hierba? Los tipos del Wall Street. Se compran unos cuantos gramos, nos fumamos un poco y me dejan el resto. Me gusta bastante fumar.
– Ya lo he notado.
– ¿Cómo?
– Por el olor.
– Ah, sí. Yo no lo noto porque estoy aquí, pero cuando salgo y luego entro, ¡puagg! Es como una amiga que tengo que tiene gatos y que jura que no huelen, pero ese olor es capaz de dejarte K.O. Lo que ocurre es que ella está acostumbrada. ¿Ha fumado alguna vez, Matt?
– No.
– No bebe, no fuma. Eso es formidable. ¿Quiere que le traiga otro refresco?
– No, gracias.
– ¿Está seguro? Esto… ¿le molesta si me fumo un canutito?
– Como no.
– Es que como va a venir este tipo, la maría me ayuda a entonarme.
Le dije que no me molestaba. Ella sacó una bolita de plástico de un estante que había encima de la cocina y lio uno con muestras de habilidad.
– Sin duda el querrá fumar -dijo.
Lio otros dos cigarrillos. Encendió uno, volvió a colocar todo en su sitio y volvió a sentarse en el sillón plegable. Fumó el cigarrillo hasta el final. Hablaba de su vida entre bocanadas. Luego apagó la colilla y la apartó para servirse de ella más tarde. Su comportamiento no pareció cambiar. Ella debía de haber fumado desde el comienzo del día y ya debía de estar colocada cuando yo llegué. Quizá la droga no tuviera ningún efecto visible sobre ella, como esos bebedores que no dan nunca impresión de estar bebidos.
Le pregunté si Chance fumaba cuando venía a verla, lo que le hizo reír.
– No bebe ni fuma jamás. Oiga, ¿es de eso de lo que se conocen? Frecuentan el mismo bar de no alcohólicos.
Me costó un poco hacer volver la conversación al tema de Kim. ¿Si Chance no se preocupaba de Kim, creería Fran que Kim estaba viendo a alguien más?
– Él no se preocupaba por ella, de eso estoy segura. ¿Quiere que le diga algo? Yo soy la única que él ama.
Ahora el efecto de la hierba se podía sentir en su forma de hablar. Ella tenía siempre el mismo tono, pero su mente seguía el camino fantástico de las nubes de humo.
– ¿Cree que Kim tenía un amiguito?
– Yo tengo amiguitos. Kim tenía clientes. Todas las otras tienen clientes.
– Quiero decir que si Kim tenía…
– Sí, ya entiendo. Alguien que no fuera cliente y por el que quisiera romper con Chance. ¿Es eso lo que pregunta?
– Más o menos.
– Y entonces él la mató.
– ¿Chance?
– ¿Está loco? Chance no se preocupaba por ella lo bastante como para matarla. ¿Sabe cuánto tardará en sustituirla? Mierda.
– Insinúa que ese amiguito o novio la ha matado.
– Pues claro.
– Porque se encontraba en una encrucijada. Ella deja a Chance y ahí está dispuesta para empezar una vida feliz, ¿y qué es lo que él va a hacer? Tiene su mujer, su trabajo, su familia, su casa en Scarsdale…
– ¿Cómo sabe todo eso?
Ella suspiró.
– Estoy charrando por charrar, muchacho. La hierba me suelta la lengua, pero así es como lo veo. Un tipo casado se enamora de Kim, no es muy difícil enamorarse de una fulana y que ésta se enamore de ti. Así no te fundes el dinero, pero no quieres que nadie cambie tu vida. Ella le dice: Escucha, he roto mis cadenas, es hora de que entierres a tu mujer y de que partamos en una preciosa puesta de sol. Y el atardecer es algo que él ve desde su terraza en el club de golf y quiere que las cosas sigan así. Entonces, al día siguiente, psichss, ella está muerta y él de vuelta en Larchmont.
– Creía que era en Scarsdale.
– Lo mismo da.
– ¿Quién puede ser él, Fran?
– ¿El amiguito? No lo sé. Cualquiera.
– Un cliente.
– Una no se enamora de un cliente.
– ¿Dónde pudieron haberse conocido? ¿Y qué clase de individuo puede ser él?
Ella hizo un esfuerzo para pensar, se encogió de hombros y renunció. La conversación no llegó más lejos. Usé su teléfono, hablé un momento, luego escribí mi nombre y mi número de teléfono en una hoja de una libreta y lo dejé junto al aparato.
– En caso de que piense en algo -dije.
– Le llamaré si se me ocurre algo. ¿Ya se va? ¿No quiere otro refresco?
– No, gracias.
– Está bien.
Ella se acercó a mí apagando un perezoso bostezo con la palma de la mano, luego me miró a través de sus enormes pestañas y me dijo:
– Estoy muy contenta de que haya venido. Cualquier día que necesite compañía, ya sabe, me llama por teléfono. ¿Me lo promete? Podemos charlar tranquilamente.
– De acuerdo.
– Me agradaría muchísimo que lo hiciera -dijo suavemente poniéndose de puntillas para plantarme un beso terrorífico en la mejilla-, me gustaría muchísimo, Matt.
No había llegado abajo cuando rompí en una carcajada escandalosa, pensando en la facilidad, casi automática, con la que Fran había retomado sus maneras de prostituta: su calor, su sinceridad en el adiós… Ella era toda una profesional, qué duda cabe. No me extrañaba que a esos agentes financieros no les importara subir escaleras. No me extrañaba que fueran a ver sus pinitos en escena. Qué demonios, ella era una actriz, y no de las malas precisamente.
Dos manzanas más allá aún podía sentir la huella de su beso en mi mejilla.