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DIECISIETE

Había tomado un taxi de la calle Morton hasta la calle 17 Este. Ahora tomé otro para ir al edifico de Kim en la calle 37. Cuando pagué al conductor me di cuenta de que aún no había pasado por el banco. Mañana sería sábado, de manera que iba a tener todo el dinero de Chance en el bolsillo durante todo el fin de semana. A menos de que algún chorizo tuviera su día.

Me descargué un poco soltando cinco pavos al portero para conseguir una llave del apartamento de Kim. Me pasé por el representante de una asociación de vecinos. Por cinco dólares me hubiera creído lo que sea. Subí en el ascensor y entré en el apartamento.

La policía ya había pasado por allí. No sabía lo que habían buscado, ni si lo encontraron. El informe que Durkin me enseñó no me había dicho mucho, pero nadie escribe todo lo que atrae su atención.

No sabía en qué habían reparado los agentes de turno. Por la misma razón no sabía si se habían llevado algo pegado a los dedos. Hay policías que no dudan en desvalijar a los muertos, lo cual no quiere decir que sean particularmente deshonestos en otras circunstancias.

Los policías están muy acostumbrados a ver cadáveres, a historias sórdidas, y para poder tratar con ellas tienen que deshumanizar la muerte. Me acuerdo la primera vez que ayudé a trasladar un cadáver de un hotel. El fallecido había muerto vomitando sangre y había permanecido en el sitio en que murió durante varios días hasta que su muerte fue descubierta. Yo había ayudado a un veterano policía a introducir el cuerpo en un saco y cuando bajamos las escaleras mi compañero se aseguró de que el cuerpo golpeara cada escalón. Hubiera tenido más cuidado con un saco de patatas.

Aún recuerdo la forma en que los otros residentes del hotel nos miraban. Y me acuerdo que mi compañero había examinado las pertenencias personales del muerto, contando el poco dinero que tenía y dividiéndolo conmigo.

Yo no quería cogerlo.

– Guárdalo en tu bolsillo, chico -me dijo él-. ¿Sabes qué pasará si no lo haces? Que otro lo cogerá. O irá a parar al Estado. ¿Qué va a hacer el estado de Nueva York con cuarenta dólares? Guárdalo en tu bolsillo, luego cómprate algún jabón perfumado y trata de quitarte de las manos el tufo de este pobre demonio.

Lo guardé en el bolsillo. Más tarde, era yo quien machacaba los cadáveres en sacos por la escalera y quien contaba y divida sus pertenencias.

Algún día, supongo el círculo se hará completo y seré yo quien vaya en el saco.

Me pasé más de una hora mirando armarios y cajones sin saber realmente lo que estaba buscando. No encontré mucho. Si ella tenía un directorio lleno de números de teléfono -el complemento imprescindible de una call-girl- alguien lo debió encontrar antes que yo. No, no tenía razón para pensar que ella tenía uno. Elaine lo tenía, pero Fran y Donna no.

No encontré drogas ni nada que me indicara que Kim las consumía, lo que tampoco probaba nada. Un policía podía apropiarse la droga que encontraba al igual que lo hacía con el dinero. Reparé, sin embargo, en que habían dejado las máscaras africanas. Me observaban con hostilidad desde lo alto de la pared, como si ellas guardaran el hogar de cualquiera que fuera la joven prostituta que Chance fuera a instalar en lugar de Kim.

El póster de Hooper seguía encima del estéreo. ¿Seguiría en el mismo sitio con la próxima inquilina?

Su olor flotaba por todos lados. Impregnaba sus vestidos en los cajones de la cómoda y en el ropero. Su cama no estaba hecha. Levanté el colchón y miré debajo. Sin duda otros ya lo habían revisado. No encontré nada y dejé caer el colchón en su sitio. Entonces un fuerte olor sazonado se levantó de las sábanas llenando mis narices.

En el salón abrí un ropero y encontré su chaqueta de piel entre otras prendas y abrigos. Encima había una estantería repleta de vinos y licores. Una botella de Wild Turkey atrajo mi atención y sentí verdaderamente el sabor de ese bourbon en mi paladar, el calor del líquido bajando hasta el estómago para luego expandirse por el resto del cuerpo. Cerré la puerta del armario, atravesé la habitación y me senté en un sillón. Hacía ya horas que no me apetecía un trago, ni siquiera pensaba en ello, y ahora, delante de mí tenía todo lo que me podía imaginar.

Volví al dormitorio. Ella tenía un joyero encima de su mesita de noche y lo examiné. Muchos pendientes; algunos collares, uno de ellos de perlas bastante mal imitadas; unas cuantas pulseras, incluyendo un brazalete de marfil con un remate de oro o marfil dorado; un horrible anillo recuerdo de sus años en un instituto de Wisconsin. El anillo era de oro de catorce quilates según rezaba una inscripción en su interior. Era lo suficientemente pesado como para tener cierto valor.

¿Quién se iba a quedar con todo esto? Habían encontrado dinero en su bolso de mano, cuatrocientos dólares más moneda suelta, según venía en el informe. Era probable que eso lo recibieran sus padres en Wisconsin. ¿Pero tomarían ellos un avión para venir a reclamar sus abrigos y jerseys? ¿Se llevarían la chaqueta de piel, el anillo del instituto y la pulsera de marfil?

Me quedé lo bastante para tomar algunas notas. Luego me las arreglé para salir del apartamento sin volver a abrir la puerta del armario. Bajé en el ascensor hasta el vestíbulo de la entrada, saludé al portero y a una vieja señora que entraba con un perrito de pelo corto atado por una correa que tenía incrustada diamantes de bisutería. El perro me ladró; y me pregunté por primera vez qué habría ocurrido con el gato de Kim. No había visto señales de animal. La litera no estaba en el baño. Alguien se lo debió de haber llevado.

Cogí un taxi en la esquina. Cuando lo estaba pagando delante de mi hotel, me di cuenta de que tenía la llave de Kim en el bolsillo con la calderilla. No me acordé de devolvérsela al portero y éste se olvidó de pedírmela.

Había un recado para mí. Joe Durkin me había llamado y dejado su número de teléfono en la comisaría. Le llamé, pero me dijeron que había salido, que no tardaría mucho en volver. Dejé mi nombre y mi número.

Subí a mi cuarto. Me sentía cansado y sin fuerzas. Me eché en la cama, pero no podía descansar y las ideas se estrellaban en mi cabeza. Bajé otra vez abajo y salí para tomar un sándwich de queso acompañado de patatas fritas y café. Tomé otro café y saqué el poema de Donna Campion de mi bolsillo. Tenía la sensación de que trataba de decirme algo, pero no sabía qué. Lo leí de nuevo. No sabía lo que el poema decía -suponiendo que tuviera un significado expreso-. Sin embargo me daba la impresión de que quería que me fijara en algo, en un elemento en particular. De cualquier forma me era imposible, mi cabeza estaba demasiado cansada para dar con él.

Me fui a St. Paul's. El conferenciante contó una historia horrorosa con tono prosaico y vulgar. Sus padres habían sido víctimas del alcohol. Su padre muerto por una cirrosis aguda, su madre se suicidó estando bebida; dos hermanos y hermana habían muerto alcohólicos, un tercer hermano se encontraba en el hospital con edema cerebral.

– Tras estar sobrio unos meses -dijo-, empecé a enterarme de cómo el alcohol destruía las células en el cerebro y me pregunté hasta qué punto estaría mi cerebro deteriorado. Así que me dirigí a mi consejero y le conté mis preocupaciones. El me dijo: "Es posible que tu cerebro haya sufrido daños. Pero déjame hacerte dos preguntas: ¿Eres capaz de recordar dónde tienen lugar las reuniones de un día para otro? ¿Puedes encontrar el camino para asistir a ellas? Yo le respondí que no me parecía muy difícil y él concluyó: "Entonces, creo que tienes todos los detalles que necesitas".

Me marché al descanso.

Tenía otro mensaje de Durkin en la recepción del hotel. Le llamé inmediatamente, pero de nuevo había salido. Dejé mi nombre y mi número de teléfono y subí a la habitación. Estaba mirando otra vez el poema de Donna cuando el teléfono sonó.

Era Durkin, me dijo:

– Hola, Matt. Tan sólo quería decirle que espero no haberle causado muy mala impresión el otro día.

– ¿Con respecto a qué?

– Oh, pues respecto a todo en general -dijo-. Muchas veces mi trabajo me desborda. ¿Sabe lo que quiero decir? Tengo que descargarme, beber un poco de más, irme de la lengua. De veras, no lo tengo por costumbre, pero de vez en cuando tengo que hacerlo.

– Entiendo.

– Disfruto con mi trabajo la mayor parte del tiempo, pero hay ciertas cosas que me afectan demasiado. Trato de evitarlas, sin embargo hay veces en que no puedo más y tengo que salirme de mis casillas. Espero no haber ido muy lejos la pasada noche, sobre todo al final.

Le aseguré que no había hecho nada reprochable. Me preguntaba si se acordaba claramente de lo que había dicho y hecho anoche. Estaba lo bastante borracho como para perder la memoria, pero no todo el mundo pierde la memoria. Quizá no se acordara muy bien de cómo yo había reaccionado ante su embriaguez.

Pensé en lo que la dueña le había dicho a Bill.

– Olvídelo -dije-, le puede pasar a un obispo.

– Hombre, ésa es buena, tengo que aprendérmela. "Le puede pasar a un obispo". Y seguro que más de una vez le pasa a un obispo.

– Seguro.

– ¿Qué tal la investigación? ¿Ha averiguado algo?

– No mucho, es un asunto complicado.

– Le entiendo. Si hay algo que pueda hacer por usted.

– Pues sí. Fui a dar una vuelta por el Galaxy. Hablé con un director adjunto que me mostró la ficha de registro cubierta y rellenada por el Sr. Jones.

– El famoso Sr. Jones.

– No había ninguna firma, el nombre estaba escrito en letras mayúsculas.

– No me sorprende.

– Le pedí que me dejara echar un vistazo a las fichas de los últimos meses para ver si había más firmas con letra de imprenta y compararlas con las del Sr. Jones. El no me dio el permiso.

– Debió haber soltado unos pocos pavos.

– Lo intenté, pero ni siquiera sabía de qué hablaba. Usted puede pedirle que mire a ver si hay otras fichas firmadas de la misma forma. Él no lo haría por mí porque no tengo autoridad, pero si un policía se lo pidiera no dudaría un segundo.

Tardó un momento en responderme. Luego me preguntó si creía que eso llevaría a algún sitio.

– Nunca se sabe.

– ¿Cree usted que el asesino estuvo más veces en el hotel con otro nombre?

– Es posible.

– Pero no con su nombre verdadero, de otro hubiera firmado normalmente en vez de hacer el gracioso. Con lo cual, si tenemos suerte y damos con más fichas, no avanzamos nada; lo que tenemos es otro nombre falso del mismo cabrón y estaríamos igual de lejos de saber quién es él.

– Mientras que se ocupa de esto hay algo más que puede hacer.

– ¿Qué?

– Pedir a los hoteles de la zona que comprueben sus ficheros de los últimos seis meses, o incluso del último año.

– ¿Buscando qué? ¿Firmas en letra de imprenta? Vamos, Matt, ¿sabe la cantidad de horas que llevaría semejante tarea?

– No hay que mirar las firmas. Simplemente clientes que se llamen Jones. Piense que los hoteles como el Galaxy -hoteles modernos y caros- están informatizados. No les llevarían ni cinco encontrar todos los Jones, pero para eso tienen que tener una placa delante.

– ¿Y con esto qué sacamos?

– Una vez que tenga las fichas busca a un Jones que sus iniciales sean C. o bien C.O., compara las firmas y trata de encontrarle en alguna parte. Si encuentra una pista no voy a ser yo quien le diga lo que tiene que hacer con ella.

De nuevo se calló un momento.

– No sé -dijo-. Me parece algo firme.

– Yo creo que lo es.

– Le voy a decir lo que creo que es. Creo que es una pérdida de tiempo.

– No de mucho tiempo. Y es firme. Lo haría si no tuviera el caso ya cerrado en su cabeza.

– No estoy seguro.

– Desde luego que sí. Usted cree que es obra de un matón a sueldo o de un loco. Si es un matón, lo da por cerrado; y si es un loco, esperará a que lo haga de nuevo.

– Yo no llegaría tan lejos.

– Pues anoche bien que llegaba.

– Anoche fue anoche. Ya le he explicado lo de anoche.

– No es un matón -dije-. Y no fue un loco producto del azar.

– Parece muy seguro.

– Tengo mis razones.

– ¿Cuáles?

– Un matón a sueldo no actúa de esa manera. ¿Cuántas veces la golpeó? ¿Sesenta veces con un machete?

– Creo que fueron sesenta y seis.

– Y no tuvo que ser necesariamente con un machete. Algo como un machete.

– El la obligó a desvestirse para después masacrarla de aquella manera. Las paredes se cubrieron de tanta sangre que tuvieron que pintar la habitación entera. ¿Cuándo ha visto a un matón obrar de esa manera?

– ¿Quién sabe a qué monstruo un chulo puede llegar a pagar? A lo mejor le dijo que la destrozara para que otra gente se enterara de que con él no se juega. ¿Quién sabe lo que a tipos semejantes se les puede pasar por la cabeza?

– ¿Y luego me contrata para que investigue el caso?

– Reconozco que es extraño, Matt, pero…

– Tampoco se trata de un loco. Sí fue alguien que se comportó como un loco, pero no un desequilibrado.

– ¿Cómo lo sabe?

– Ha tomado demasiadas precauciones. Firmó la ficha con mayúsculas. Se llevó las toallas sucias consigo. Está claro que tomó mucho cuidado de no dejar ninguna prueba concreta de su paso por el hotel.

– Creía que se había llevado las toallas para envolver el machete.

– ¿Por qué iba a hacer eso? Tras lavar el machete lo colocó en la maleta, de la misma manera que lo trajo. Si quisiese envolverlo en toallas usaría las limpias. No creo que se llevara toallas de las que se sirvió a no ser para evitar que las encontráramos. Es muy fácil dejar una huella en una toalla -un cabello, una mancha de sangre- y él sabía que podría ser sospechoso porque de una forma o de otra estaba ligado a Kim.

– No tenemos seguridad de que las toallas estuvieran sucias, Matt. Ni tampoco sabemos que se haya duchado.

– Él la cortó en trocitos, la sangre cubre las paredes, y, ¿piensa usted que salió del cuarto sin ducharse?

– No, no lo creo, pero…

– ¿Acaso piensa que se llevó las toallas como recuerdo? Tuvo que tener un motivo.

– Bien, de acuerdo -hizo una pausa-. Pero un desequilibrado también puede tomar precauciones para no dejar evidencias. Usted dice que fue alguien que la conocía, que tuvo una razón para matarla, pero no está seguro de ello.

– ¿Por qué la hizo venir al hotel?

– Porque ahí era donde la esperaba. Con su pequeño machete.

– ¿Por qué no se fue con su pequeño machete al apartamento de Kim en la calle 37?

– ¿En vez de obligarla a desplazarse?

– Correcto. Me he pasado todo el día con prostitutas. No les gusta en absoluto rendir visitas a hoteles ya que pierden mucho tiempo en los desplazamientos. Es verdad que algunas veces aceptan, pero prefieren que los tipos que les llaman vengan a sus pisos, es más cómodo para ambos. Ella debió intentar convencerlo de esto pero él no la hizo caso.

– Hombre, el había pagado por la habitación, de manera que por qué no aprovechar el dinero.

– ¿Y por qué no ir con ella a su casa?

Pensó un momento, luego respondió:

– Le molestaba el portero. Quizá no le gustara la idea de tener que pasar por delante del portero.

– O sea que prefirió atravesar todo el vestíbulo del hotel, rellenar un ficha y hablar con el recepcionista. Quizá no quería pasar por delante del portero porque le había visto otras veces. De otro modo un portero es menos comprometedor que todo un hotel.

– Son demasiadas suposiciones, Matt.

– Yo no puedo hacer nada. Alguien ha hecho ciertas cosas sin ningún sentido, a no ser que conociera a la chica y que tuviera una razón personal para desear su muerte. Quizá se tratara de un desequilibrado. La gente normal no suele descargarse a machetazos, pero no se trata de un simple loco que escoge una buena hembra al azar.

– ¿De quién se trata? ¿De un novio?

– Algo así.

– Ella rompe con su chulo, entonces le dice al novio que se quiere ir con él y éste enloquece.

– Más o menos eso es lo que pienso.

– ¿Y la masacra con un machete? ¿Cree que eso cuadra con su teoría de un individuo que sabiamente decide permanecer con su mujer?

– No lo sé.

– Tiene la seguridad de que tenía un novio.

– No -admití.

– Esas fichas de registros, Charle O. Jones y demás alias, ¿cree que nos llevarán a algún sitio?

– Nunca se sabe.

– Eso no es lo que pregunto.

– Entonces mi respuesta es no, no creo que nos lleven a ningún sitio.

– Pero aún así, cree que vale la pena intentarlo, ¿verdad?

– Yo mismo hubiera mirado las fichas en el Galaxy. Hubiera estado todo el tiempo necesario si aquel tío me hubiese autorizado.

– Creo que nos podemos encargar de esas fichas.

– Gracias Joe.

– También creo que podemos ocuparnos de los otros hoteles; comprobar los clientes con el nombre de Jones de los últimos seis meses, ¿eso es lo que quiere?

– Sí, eso es.

– La autopsia muestra rastros de semen en la garganta y en el esófago. ¿Lo sabía?

– Sí, lo vi anoche en el informe.

– Para empezar él la obliga a hacerle un trabajito con la boca y luego la corta en pedacitos con un machete de excursión. ¿Y usted aún cree que fue un novio?

– El semen podría venir de un contacto anterior. No olvide que era una prostituta.

– Es posible. Sabe, podemos clasificar el semen en diferentes grupos, igual que se hace con la sangre. Supone una prueba indirecta. Pero tiene razón, dado su trabajo no podemos descartar un sospechoso porque su esperma no coincide a la perfección con el encontrado en la garganta de la víctima.

– Y en el caso contrario no significa una prueba contra él.

– No, pero yo le haría pasar un mal rato. Si ella se lo hizo con la boca pudo haber perdido algún pelo entre sus dientes. El problema es que ella era demasiado refinada.

– Quizá.

– Y mi problema es que comienzo a creer que estamos ante un caso serio, con un asesino corriendo en un callejón sin salida. Mi mesa está repleta de porquería que aún no he tenido tiempo de mirar y usted me está obligando a ocuparme de este caso.

– Piense en lo reconfortante que será aclararlo.

– Porque los méritos serán para mí, ¿verdad?

– Habrá que atribuírselos a alguien.

Aún me quedaban tres visitas: Sunny, Ruby y Marry Lou. Sus números estaban en mi agenda, pero por hoy ya estaba bien de rajar con prostitutas. Llamé al servicio de Chance, le dejé un aviso de que me llamara. Era un viernes por la noche, quizá estuviera en el Garden viendo cómo un par de críos se partían los morros.

A menos de que solamente fuera cuando Kid Bascomb estaba en el ring.

Saqué el poema de Donna y lo leí. En mi mente todos los colores del poema estaban recubiertos de sangre, de sangre viva e intensa. Recordé que Kim estaba viva en el momento en que el poema fue escrito. Entonces, ¿cómo explicar ese sentimiento de fatalidad que sentía a la lectura de los versos? ¿Había Donna presentido algo? ¿O veía algo en donde no había nada?

Donna se había olvidado de oro de los cabellos de Kim. A menos de que el sol ya cubriera esa faceta. Vi sus trenzas doradas alrededor de la cabeza que me recordaba a la medusa de Jan Keane. Sin pensarlo dos veces descolgué el teléfono y pedí que me pusiera con un número. Era un número que no marcaba en mucho tiempo, pero mi memoria me lo impuso al igual que un prestidigitador te obliga a sacar la carta que él quiere.

Tras sonar cuatro veces iba a colgar pero una voz grave y jadeante me hizo retroceder en mi idea.

– Jan -dije-, soy Matt Scudder.

– ¡Matt! Estaba pensando en ti hace menos de una hora. Espera un momento que acabo de entrar en casa. Déjame quitarme el abrigo… ya está. ¿Qué tal te va? Qué alegría más grande oírte.

– Todo va bien. ¿Y tú, cómo estás?

– Oh, todo me va sobre ruedas. Día a día.

Los eslóganes de las reuniones de A. A.

– ¿Sigues frecuentándolas?

– Sí, acabo de salir de una. ¿Y tú, cómo te las arreglas?

– No del todo mal.

– Eso está bien.

– ¿Qué día es hoy? ¿Viernes? Miércoles, jueves, viernes.

– Llevo tres días -dije.

– Matt, eso es estupendo.

No veía nada de estupendo en ello.

– Sin duda -afirmé.

– ¿Asistes a las reuniones?

– Más o menos. No sé si estoy preparado para ello.

Hablamos un rato. Ella dijo que quizá nos encontráramos en una reunión algún día. Le respondí que era posible. Ella llevaba sin beber más de seis meses y había hecho testimonio un par de veces. Le dije que me gustaría oír su historia algún día.

– ¿Oír mi historia? -dijo sobresaltada-. Pero hombre, si tú formas parte de ella.

Había vuelto a la escultura. La había dejado de lado cuando empezó a beber. Le resultaba difícil transmitir sus ideas en forma de barro. Pero lo intentaba, trabajando sin perder de vista que su objetivo principal era una vida de abstinencia.

¿Y yo qué? Pues bien, estaba con un caso, una investigación que llevaba a cabo para un conocido. No entré en detalles y ella no insistió… La conversación perdió intensidad y fue cortada por varios silencios. Finalmente le dije:

– Sólo quería llamarte para saludarte.

– Me alegra que me hayas llamado.

– Tal vez alguno de estos días nos veamos.

– Espero que sea verdad.

Colgué. Me vino el recuerdo de una noche, bebiendo en su buhardilla de Lispenard Street. La magia del alcohol nos excitaba el corazón. Cuántas noches dichosas como ésa pasamos juntos.

En las reuniones se oye a la gente decir: "el peor de mis días sobrios vale más que el mejor de mis días de ebrio". Y todo el mundo asiente con la cabeza como uno de esos perritos de plástico que venden en los puestos ambulantes de los portorriqueños. Pensé en aquella noche y miré la pequeña celda que me servía de habitación tratando de comprender por qué esta noche era mejor que aquélla con Jan.

Miré mi reloj. Las tiendas de licores estaban cerradas. Los bares seguirían abiertos durante una hora más.

Me quedé donde estaba. Fuera oí un coche patrulla ululando la sirena. El ruido se alejó. Los minutos pasaron hasta que el teléfono sonó.

Era Chance que con un tono de satisfacción me dijo:

– Ya he oído que se ha puesto en marcha. Me han informado de ello. ¿Han colaborado las niñas?

– Muy bien.

– ¿Empieza a aclarar algo?

– No es fácil de decir. Recoges una pieza por aquí, otra por allá y nunca sabes si van a encajar. ¿Qué es lo que se llevó del apartamento de Kim?

– Sólo dinero. ¿Por qué?

– ¿Cuánto?

– Doscientos dólares. Ella guardaba el dinero en el cajón de arriba de la cómoda. No era ningún escondite, simplemente el sitio donde lo guardaba. Revolví un poco para asegurarme de que no hubiera una suma importante por algún sitio, pero no encontré nada. No vi, ningún librillo de cheques o llaves de una caja de seguridad de un banco. ¿Y usted?

– No.

– ¿Tampoco vio dinero? Se lo pregunto por preguntárselo. Sé que el que lo encuentra se lo queda.

– No vi nada de dinero. ¿Eso es lo único que se llevó?

– También me llevé una fotografía que nos hicieron en un club nocturno. No vi razón alguna para dejarla a la policía. ¿Por qué?

– Me lo preguntaba porque como usted estuvo ahí una hora antes que la policía lo detuviera…

– La policía no me detuvo, yo me entregué voluntariamente. Y en efecto, estuve antes que la bofia llegase allí. Y menos mal que así fue, de otro modo los doscientos hubieran volado.

Quizá. Le pregunté:

– ¿Se llevó el gato?

– ¿El gato?

– Ella tenía un gatito negro.

– Ah, sí, es verdad. Nunca pensé en el gato. No yo no me lo llevé. Pero si hubiera pensado en él, le hubiera puesto comida. ¿Por qué? ¿No está en la casa?

Le respondí que no, al igual que no estaba la litera. Le pregunté si estaba el gato cuando estuvo en el apartamento, pero él no lo sabía. No lo había visto, aunque tampoco se molestó en buscarlo.

– Además me apresuré, sabe. Salí en menos de cinco minutos. El gatito puede haberse frotado en mis tobillos sin que yo me enterara. ¿Qué importancia tiene? No fue el gato el que la mató.

– No.

– Usted no cree que se llevó el gato consigo al hotel, ¿verdad?

– ¿Por qué habría de hacerlo?

– No lo sé. Ni siquiera sé por qué estamos hablando de ese gato.

– Alguien debió llevárselo. Alguien más entró en el apartamento después de que muriera y sacó al minino de ahí.

– ¿Está seguro de que no estaba allí hoy? Los animales se asustan, cuando ven a una persona que no conocen se esconden.

– El gato no estaba.

– Puede haberse escapado cuando los policías entraron. La puerta está abierta y psiiich el gato no está.

– Nunca oí que un gato escapara con su litera.

– Quizá algún vecino se lo llevara. Lo oyó maullar y pensó que tendría hambre.

– ¿Un vecino con llave?

– Hay gente que le deja una llave al vecino, por si acaso pierden la llave. O el vecino pudo haber pedido la llave al portero.

– Sí, eso debió ser lo que pasó.

– Tiene que ser.

– Mañana le preguntaré a los vecinos.

Emitió un ligero silbido y dijo:

– No se le escapa detalle, ¿verdad? Incluso algo tan pequeño como un minino. Usted es como un perro abalanzándose a un hueso.

– Así es como se debe hacer. Pecaca.

– ¿Cómo es eso?

– Pecaca -lo deletreé-. Quiere decir: Pesado que va de Casa en Casa.

– Me gusta. Repítamelo.

Lo dije de nuevo.